Comunidades para la 'revolución de la ternura'
Hemos comenzado el tiempo litúrgico del Adviento, en el que se nos invita a vivir tres realidades: 1) saber esperar la salvación que viene; 2) convertirnos y dar una versión a nuestra vida con capacidad para acoger a quien salva, y 3) mantener nuestra vida en la esperanza, pues nada ni nadie puede ennegrecer el horizonte de nuestra vida; Dios viene y está con nosotros para sacarnos de todos los atolladeros que surjan en nuestro camino. El Señor, cuando llega a esta tierra, cuando toma rostro humano, quiere entregar a los hombres encuentro, cercanía y ternura para hacer posible que todo cambie, también nosotros.
¿Por qué nos hace estos regalos? Porque sin encuentro, cercanía y misericordia es imposible mostrar y ser testigos de la misericordia de Dios, del amor más grande y verdadero, el que es incondicional, el que cuando se percibe cambia las vidas de los hombres. Podemos ser cristianos con muchos programas, muchos procedimientos e infinidad de organismos y organizaciones, pero si no vivimos lo que el Señor nos regala con su Encarnación junto a los hombres, en los diversos caminos por donde vamos y con las personas con las que nos encontramos, no cambiaremos el corazón de nadie, no haremos la revolución de la ternura de la que el Papa Francisco nos ha hablado en tantas ocasiones.
¡Qué maravilla prepararnos para saber estar a la altura de quien viene! Hizo su primera entrada en esta historia de una manera singular, «siendo Dios no tuvo a menos hacerse hombre y pasar por uno de tantos». El Señor ha dejado a su Iglesia para que muestre su rostro misericordioso, pero va a volver «con poder y majestad»; todo se tambaleará, pero se mostrará con plenitud su rostro. Para ser comunidades cristianas con vida y rostro de misericordia, que saben esperar y mantenerse en esperanza y darla, hemos de vivir como nos revela el Señor en el misterio de la Encarnación. Ahí contemplamos cómo Dios expresa y manifiesta su cercanía a los hombres, cómo se encuentra con nosotros y cómo nos acaricia. Viene en búsqueda de todos y, con su vida, muerte y resurrección, nos alienta y compromete a hacer esta revolución de la ternura con el arma de la misericordia, que muestra la verdad de Dios, la que más elocuentemente alcanza el corazón de los hombres.
Contemplemos, aunque sea por unos momentos, la esencia de esta revolución, la más urgente para nuestro mundo en guerra, esa que comienza cuando Dios mismo se hace Hombre y realiza su encuentro con nosotros en el camino de la vida, manifiesta su cercanía y nos da esa caricia que nos hace caer en la cuenta de lo que somos en sus manos. Los discípulos de Cristo tenemos la fuente de todo nuestro ser y hacer en Él. Por eso, siguiendo sus huellas, hemos de ser ante todo artesanos en el perdón, especialistas en la reconciliación y grandes expertos en la misericordia. Solamente así podemos ayudar a caminar con fuerza, esperanza y alegría. Si no vivimos así, nuestras comunidades podrán hacer muchas cosas, pero serán pastorales sin misericordia, que nada promueven porque les falta lo más importante para provocar el cambio.
La misericordia de Dios fue lo que el Señor entregó a todos los hombres con los que se encontró. ¡Cómo cambió sus vidas! Contemplemos el pasaje del hijo pródigo o del padre misericordioso. Precisamente porque la Iglesia tiene que mostrar el rostro del Señor, porque cada comunidad cristiana ha de enseñar el rostro de Cristo, el eje fundamental para una Iglesia en salida ha de ser la misericordia. Salgamos todas las comunidades cristianas a los caminos donde están los hombres de nuestro tiempo, encomendándonos a la misericordia de Dios; no siempre es fácil hacerlo porque, cuando Jesucristo se acerca a los hombres, nos abraza y nunca se cansa de perdonar, pero nosotros, en cambio, sí nos cansamos de pedir perdón. Salgamos con el mensaje más fuerte del Señor; este mensaje vivido por los discípulos de Cristo reforma la Iglesia, atrae a todos los hombres, cambia nuestro corazón. Y esto no es arma para los débiles, sino todo lo contrario, para los fuertes, pues da fortaleza de ánimos, capacidad para estar atento siempre al otro sea quien sea, compasión, apertura y amor sin condiciones.
¿Cuál es el criterio que tenemos para reformar nuestras comunidades cristianas? Ante todo, no podemos tener miedo a la misericordia, es decir, a la bondad de Dios. Regalemos esa bondad. A menudo nos creemos que un Dios compasivo y misericordioso es un Dios que nos da licencias para pecar. Por eso tenemos la tentación siempre de decir misericordia con verdad, que es no haber entendido lo que es la misericordia de Dios. Porque esta es promotora de la verdad siempre. La falta de misericordia nos encierra en el recinto de los temores, en lamentos de las propias heridas, en lloros; todo ello alimenta el estar preparando respuestas duras, que rompen la identidad de lo que es la Iglesia de Jesús, repitiendo aquellas palabras con las que Él desechó las soluciones que deseaban dar los primeros discípulos: «fuego del cielo que consume». La misericordia, sin embargo, «sana lo que sangra, dobla lo que es rígido, endereza lo que está torcido». Hay que entregar a los hombres un hogar que tenga calor. Y este hogar hay que construirlo con la misericordia de Dios, que tiene que llegar a todos, pues Nuestro Señor Jesucristo no nos ha entregado una lista selectiva de quién sí y quién no. Él abrazó siempre la vida tal y como se le presentaba.
¿Y cuáles serían las columnas sobre las que debe sostenerse cualquier comunidad cristiana y ser así creíble? Lo diré en forma de bienaventuranzas: 1) Bienaventurada la comunidad que sale a curar a todos, que es madre de todos los hombres; 2) Bienaventurada la comunidad que llega con ternura a cada uno y a todos, porque no es lo mismo custodiar lo extraño que custodiar lo que llevamos en el propio corazón; 3) Bienaventurada la comunidad que se convierte en lugar de misericordia gratuita, donde todos se sienten acogidos, amados, perdonados, alentados; 4) Bienaventurada la comunidad que arde en deseo de brindar misericordia y toma siempre la iniciativa; 5) Bienaventurada la comunidad que se hace espacio, jardín, paseo de misericordia y de esperanza; 6) Bienaventurada la comunidad que siempre tiene el corazón abierto y por eso abre sus puertas para que, quien lo desee, entre; 7) Bienaventurada la comunidad que tiene y vive la certeza de que la misericordia es la mayor de todas las virtudes y debe acompañar todas las etapas de crecimiento de las personas.
Con gran afecto, os bendice,
+ Carlos, arzobispo de Madrid
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