sábado, 30 de enero de 2016

INTRODUCCIÓN AL CURSO, “EL HOMBRE NUEVO” (HN-01) Curso del Padre Antonio Oliver

INTRODUCCIÓN AL CURSO,  “EL HOMBRE NUEVO”  (HN-01)



Antes de iniciar este curso hay que hacer una introducción, para evitar problemas de entendimiento. No solo por la teología, pues vamos a estar hablando de “teología del gozo”, sino fundamentalmente por el hombre que trate de sumergirse en ella; dado que, por el océano de “la sabiduría del gozo” solo pueden navegar “los hombres nuevos”. Así que, a la vez que se facilite el material para cada reflexión tendremos que ir aprendiendo a reflexionar como hombres nuevos: haciendo nuevo nuestro camino. Y como para esto no tenemos caminos asfaltados ni fáciles por los que avanzar, tendremos que roturar nuestra propia espesura: incluso arrancando árboles viejos que impidan el paso, desbrozando mucho matorral que no deje ver nuestros fundamentos, allanando dificultades de todo tipo...; en resumen, avanzando de sorpresa en sorpresa impulsados por nuestra ansiedad interior, que se muestra insaciable por alcanzar ese infinito que, en semilla, ya llevamos dentro. Abrir caminos nuevos significa dolor y esfuerzo, pero ya tenemos como soporte los cursos anteriores. Ahora bien, cuando nos adentremos en el curso y profundicemos en sus puntos difíciles nos podemos encontrar con el tema de la sospecha: que afecta a todas las ciencias y que surge siempre frente al prurito de innovación de los estudiosos. Porque, ¿a qué viene tanta novedad? dicen muchos, ¿a qué viene proponer constantemente caminos nuevos? ¿Por qué tanta insistencia en caminar por otros derroteros, distintos a los del siglo pasado y que nos han sido tan útiles? Esta pregunta, que pesa sobre nuestra cabeza como una espada a punto de caer, está muy bien que aparezca y sobre todo en lo referente a lo cristiano. ¡Tengamos mucho cuidado, no nos deje clavados! Olvidando que, si hay una dimensión típicamente cristiana es la dimensión de lo nuevo: del hombre nuevo. En el cristianismo, lo viejo es lo verdaderamente sospechoso. Lo que está prohibido en el cristianismo es repetir rutinariamente, como hacían los fariseos. Lo peligroso, sospechoso y no cristiano es aplicar y depender de leyes cuadriculadas, que porque hayan existido con anterioridad tengan a su vez que seguir existiendo inmutables. Los cristianos hemos de saber que, para los pájaros cautivos puede haber jaulas pero a los Hijos de Dios    –pájaros libres– no hay jaulas capaces de contenerlos.

Si hay algo sospechoso en el cristianismo es lo ya hecho, lo sabido, lo dicho desde siempre y para siempre, sin que nunca cambie nada. Estas son dimensiones para vagos y borregos, pero no para cristianos que caminan hacia delante... ¡no! El cristiano, por pequeño que sea, no cabe en esas dimensiones limitadas y cómodas. Si hay algo seguro en el cristianismo es lo que sentimos en nuestro interior: eso que nos impulsa hacia lo nuevo, y nunca acaba de saciarse. Seamos humildes, a pesar de lo que hemos avanzado durante los cursos pasados, pues esto no significa que hayamos llegado a nada definitivo. No, lo que hayamos avanzado –sea más o menos– debe desembocar siempre en esta afirmación: todo lo que sé, me empuja a continuar avanzando para seguir sabiendo. Todo lo que sé nunca me puede empujar a dejar de estudiar o a dejar de... sino a continuar avanzando. Ser cristiano consiste en caminar hacia lo nuevo, constante, interminable e incansablemente.

Urs Von Balthasar, catedrático en Basilea durante toda su vida y, junto con Rahner, uno de los dos pilares de la teología del s. XX, después de todo lo que escribió y cuando sintió que ya había llegado su hora se dedicó a escribir lo que tituló: “Si no os hacéis como este niño”. Libro que nos dejó como herencia y que es justamente lo que propone el Evangelio, como condición para entrar en la eternidad: “Si no os hacéis como este niño, no entraréis...”. ¡El niño es un ser nuevo, en él nace lo nuevo!

También es aconsejable “Un nuevo estilo de vida”, libro de otro gran teólogo, esta vez protestante, Jürgens Moltmann. Fíjense otra vez en la palabra "nuevo". En este curso trataremos de descubrir que, en el cristianismo casi todo es nuevo. ¡Cristo es el hombre nuevo! Todo aquello que toca Cristo lo hace nuevo, pues Cristo llega para romper cadenas y liberar al hombre de todo lo que sea viejo; y por tanto, como decía San Agustín, ahora podemos empezar a cantar un cántico nuevo: "Estos son los primeros liberados de la Creación". Lo de cantar tiene mucha importancia, y con esto nos metemos ya plenamente en el tema.
J. Moltmann dice: ... “para hablar de la novedad de lo cristiano hay que tener mucho cuidado, porque lo nuevo siempre es un cántico, una alegría y un juego”. Juguemos ahora con estas palabras y así nos entenderemos bien.  Pongamos: “nuevo”, “libertad”, “alegría”, “juego”... y recordemos que de esto vamos a hablar durante todo el curso.  Al hablar de lo nuevo en el cristianismo, de que lo nuevo no se puede decir (pues los inventos del año 3.000 no tienen nombre todavía, aunque lo tendrán cuando lleguen) y que para esto no basta con saber mucha teología, Moltmann nos dirige certeramente hacia la libertad, la alegría y el juego.
 Pues bien, si el cristianismo es una novedad está claro que nunca tendremos palabras para decirlo del todo; que lo tendremos que ir diciendo con el tiempo y a lo largo de la historia.

Para hablar de la novedad del cristianismo no basta con saber en qué consiste ser cristiano, se necesita ser nuevo. Para hablar de lo viejo basta con un teólogo muy sabio, pero para hablar de lo nuevo ha de ser nuevo el que habla: ¿lo somos? Y para hablar de la alegría no es bueno hablar con muchas palabras teológicas, pues lo que se necesita sobre todo es estar alegre; porque la alegría no se comunica hablando sino contagiándola, cuando se está alegre. ¿Y cómo vamos a hablar de alegría, si no estamos alegres? ¿Y cómo vamos a hablar de libertad, si no somos libres? ¿Y cómo vamos a hablar del juego, si no sabemos jugar como niños? Esto es lo que dice Urs Von Balthasar en su último libro. Es decir, se impone un método nuevo. Por eso se procurará, a lo largo del curso, exponer los conceptos con palabras densas y simbólicas: se irán arrojando símbolos, para que cada uno los interprete en su justa dimensión. Y de la misma forma que para conocer el efecto del buen vino no acudimos nunca a la lectura de su definición,  por muy buena que pueda ser nuestra definición de Dios no embelesará a nadie; en cambio, cuando Dios llega a nosotros nos embelesa sin decir una sola palabra: esto es lo que estamos queriendo decir. Por tanto, este curso no será un curso de palabras sino de símbolos que hablen;  con lo que, será  el lector el que los tenga que interpretar.

Empecemos ya con el primer ejemplo del curso, y de la reflexión de hoy. Para ello tomemos la palabra “Dios” y  traduzcámosla como “Cristo”,  porque Cristo es Dios.  Supongamos ahora que Cristo se nos presenta en persona o que nosotros nos vamos allí –2.000 años atrás– y nos colocamos junto a él. Cristo grande y yo pequeño –por humildad y porque en la iconografía siempre son de mayor tamaño los santos–; nosotros pequeños, allí, y mirándole. Este es el escenario esencial para nuestro curso: hemos topado con una persona, con Cristo, y no con una palabra ni con un concepto. La persona de Jesús nos interpela siempre, mientras que una columna de iglesia no interpela nunca; tampoco un coche ni una estrella, pero una persona sí. Una persona, cuando se acerca mucho y nos invade el territorio, nos obliga siempre a responder; bien con un beso, o con una bofetada.
¡La persona interpela siempre! Ante una persona es imposible la indiferencia. Por eso, nos parece coherente que Dios, cuando quiso hablarnos –es decir presentársenos como una palabra viva, que sonara en todo el universo–, se presentase como una “persona divina con realidad y naturaleza humana perfectas”: Este es Cristo. Cuando yo quiero toparme con Cristo, ¿qué es lo primero que veo? Un hombre. Este es mi primer nivel de percepción de Cristo, y este es el método para el curso. No lo olvidemos. Por eso hay que insistir: Las palabras no interpelan, y las personas sí. Por tanto, las palabras que aquí se lean son solo un primer y mínimo nivel de percepción. Lo que realmente se tiene que hacer, si no se quiere perder el tiempo, es un esfuerzo por asimilar lo que aquí se diga a la manera de cada uno. Sí, ¡a su manera! El cristianismo está en crisis porque está masificado y somos demasiado iguales. Somos demasiados los que vamos a misa en masa, los que sufrimos en masa, y casi ninguno ponemos de nuestra parte algo propio y personal. Cada uno deberíamos poner en común nuestra propia personalidad, nuestra gota intraducible. Nos falta riqueza individual, estamos aborregados, y así no se puede seguir; porque ni como personas ni como cristianos podemos quedarnos en ser números: persona y cristiano      –que es lo mismo– se puede conjugar perfectamente como verbo de movimiento, pero no conjugamos.

Para resumir, hemos dicho que para topar con Cristo lo primero que vemos es un hombre y con él una interpelación; y a la inversa, que al sentirnos interpelados por algo deducimos tener delante un hombre y en su cogollo a Cristo: a diferencia de si veo unas gafas, que las veo y ahí queda todo.

Las personas irradian siempre algo. Ante una persona, sobre todo si es muy irradiante, lo que percibo –intuyo– sobrepasa lo que pretendía o esperaba ver de ella; pues me encuentro ante una realidad humana que, si resonamos como toca, me solicita y acoge a la vez: apenas llego a ella y ya me capta      –como si me tendiese sus manos–, tirando de mí e introduciéndome en su humanidad. ¿Y cuando llego a toparme con Cristo, y me quedo... ante él? ¿sólo me pasa, lo que pasa con un hombre? ¡No, me pasa algo más! Y ese algo más consiste en que, siento cómo tira de mí para llevarme hacia... ¿hacia él? No, para llevarme hacia mí mismo, mi cogollo, para que entre dentro de mi propia realidad; para llevarme hacia lo que yo estoy buscando, hacia lo que me hechiza de él y que está dentro de mí: el Hombre Nuevo

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