¡Qué dicha encontrarse nuevamente con el Señor, había vencido verdaderamente a la muerte!
Por: Pa´ que te salves. | Fuente: Catholic.net
Por: Pa´ que te salves. | Fuente: Catholic.net
Contemplaremos, paso a paso, un hermosísimo pasaje evangélico. Veremos a los apóstoles que, atemorizados, se escondían bajo llave. Veremos a Jesús que amorosamente se acerca a ellos y les anima. Veremos al apóstol Tomás que no se anima a creer en la Resurrección del Señor.
Cuando se está lejos de Jesús, o cuando se le desconoce, la vida de una persona se convierte en una angustia permanente. ¿Qué sucede cuando una persona que no cree en Dios se entera que ha de morir pronto por una enfermedad incurable? ¿Que sucede con una persona que no cree en Dios y pierde a un ser querido, o sufre un terrible accidente? ¿Acaso no se llena de angustia, de miedo, de duda? Pero, cuando verdaderamente se cree en Dios, la persona atribulada confía y no se angustia. Nuestro mundo de hoy vive angustiado todo el tiempo pues no conoce o no quiere aceptar a Jesucristo.
Contemplemos este pasaje evangélico que el apóstol San Juan nos transmite por medio de la Liturgia de la Palabra. Observemos, paso a paso, lo acontecido en aquella ocasión. Observemos a los protagonistas del pasaje y presenciemos personalmente lo ocurrido.
Era el día de la Resurrección. Era ya de noche. Los discípulos de Jesús, diez únicamente (pues Judas, quien había traicionado y vendido al Señor, se había quitado la vida; Tomás estaba ausente), se encontraban encerrados bajo llave en una casa. Estaban llenos de miedo por los judíos. Asustados, temerosos, no comprendían qué pasaba. Por la mañana, María Magdalena les había dicho que Jesús había resucitado, que ya no estaba en la tumba. Pedro y Juan fueron corriendo presurosos a ver el sepulcro, la tumba, donde habían depositado el cuerpo del maestro. Ellos no creían lo dicho por María Magdalena. Creían que el cuerpo había sido robado y temían que los judíos los maltratasen. Además, estaban tristes pues ¿de qué les había servido haber dejado familias, trabajo, fama y tranquilidad para seguir a Jesús durante tres años y haber terminado con la sentencia de muerte, ejecución y sepultura del maestro? Estaban desconcertados, atemorizados y tristes. ¡Pobres discípulos! Se sentían huérfanos.
Mas de pronto, en medio de esa comunidad atemorizada y encerrada bajo llave, el Señor se presenta amorosamente. ¡Cuál habrá sido el susto que ellos se habrán llevado al ver que un resucitado se les aparezca! Tres días antes lo habían enterrado muerto después de un suplicio horrible! Ahora Él se presenta en medio de ellos. Conociendo el Señor que estaban tan atemorizadas y que su aparición les iba a aumentar los temores, les dice amorosa y tiernamente: “La paz esté con Ustedes”. Ellos se tranquilizan. El Señor nuevamente les ayuda, pues les muestra las heridas causadas por los clavos en las manos, y la herida causada por la lanza en el costado. Entonces, esos discípulos que estaban llenos de miedo, de tristeza, se alegran de ver al Señor.
¡Qué dicha encontrarse nuevamente con el Señor! En esos momentos, reconocían que era verdad todo lo que les había dicho. Lo veían a Él resucitado, vivo. ¡Había vencido verdaderamente a la Muerte!.
Seguramente San Pedro se abalanzó sobre el Señor. Le habrá abrazado y besado. Habrá llorado de alegría al ver a su maestro nuevamente. Las lágrimas habrán corrido nuevamente por sus mejillas, pero ya no de tristeza por la traición, sino de alegría por el reencuentro con el maestro amado.
Y el Señor, amorosamente, les vuelve a decir que la paz esté con ellos. ¡Qué encuentro tan maravilloso! ¡Único! Jesucristo resucitado y sus amados discípulos. El reencuentro después del dolor. La alegría después de la tristeza.
Él les habla, le conforta, les da muestras de cariño, junto con nuevas indicaciones. Les da de regalo al Espíritu Santo, y el poder de perdonar los pecados. Además de abrirnos las puertas del Cielo, de la vida eterna, además de haber muerto por todos los hombres, además de habernos amado tanto, Jesús sigue regalando cosas a sus amigos, a sus amados, a sus hijos.
¡Qué alegría! ¡Qué gozo! ¡Qué tranquilidad habrá sido el volver encontrase con el maestro!. Los discípulos habrán recobrado vida después de tan duras penas sufridas.
Y el Señor se marcha… Los vuelve a dejar…
Cuando Tomás, el discípulo ausente, regresa, los compañeros le cuentan lo ocurrido. Pero él no les cree. Se imagina que el miedo y la tristeza les hace ver fantasmas o algo así. Les dice: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”. ¡Pobre Tomás! No creía. Aún pedía pruebas de lo que sus compañeros le decían. Él no comprendía cómo Jesús pudo morir de forma tan vil si era Dios.
Pasan ocho días más. Era el siguiente domingo, el primero después de la Resurrección. Ese día, sí estaba Tomás con los demás discípulos. El Señor se les vuelve a aparecer. Y amorosamente le invita a que meta sus dedos en las heridas, para que crea. Al instante el buen Tomás se arrodilla y le dice “¡Señor mío y Dios mío!” A lo que le responde el Señor: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que crean sin haber visto”. En ese momento, el Señor pensó en todos nosotros, que creeríamos sin que lo hubiéramos visto.
El Señor nos invita a creer a pesar de no haber visto. A creer en el amor infinito de Dios por nosotros. Y junto con toda la Iglesia en este Jubileo del Año dos mil. Nos invita a la conversión, a volver a Dios, a alejarnos de la vida de pecado. Recordemos que para esto ha venido Jesucristo, para rescatarnos del pecado y abrirnos nuevamente las puertas el cielo. Y, para ello, recordemos que espera que cada uno de nosotros libremente lo busque a Él.
No dejemos pasar el tiempo. Volvamos a la casa del Padre. Sigamos los caminos de nuestros Señor Jesucristo: Amemos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo. Si amamos realmente estaremos en el camino de la conversión, pues quien verdaderamente ama es quien imita a Dios, pues Dios es amor, nos dice el apóstol san Juan, y el mandato de Jesucristo es: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Por ello, la auténtica conversión del corazón es la imitación de Cristo amoroso, quien nos amó y se entregó por nosotros.
La Iglesia, por medio del catecismo, nos recuerda que cada persona, tú o yo, hemos de responder libremente a la invitación que Dios nos hace para creer. Esa respuesta muy personal de cada uno, es la fe.
Nos recuerda, también, que la fe no es algo nada más personal, pues no la habríamos recibido si no hubiese otras personas que nos la transmitieran. Por ello, es necesario que todos transmitamos a otras personas esa fe.
Recordemos que no es suficiente creer en Jesucristo para que alcancemos la vida eterna y nos salvemos. Es necesario que nuestra vida se transforme en una vida llena de obras de acuerdo a los mandatos de Jesucristo: obras llenas de amor a Dios y a nuestros hermanos los hombres.
La fe no llega así porque sí a los demás. Es necesario que haya otras personas que la lleven a los que no la conoces. Todos los cristianos, todos los miembros de la Iglesia estamos llamados a transmitir la fe a los demás, empezando por nuestros hijos.
Nadie puede dar lo que no conoce. Por ello es necesario que conozcamos cada día mejor nuestra fe, para que la podamos transmitir a los demás, empezando por los de casa.
Cuando se está lejos de Jesús, o cuando se le desconoce, la vida de una persona se convierte en una angustia permanente. ¿Qué sucede cuando una persona que no cree en Dios se entera que ha de morir pronto por una enfermedad incurable? ¿Que sucede con una persona que no cree en Dios y pierde a un ser querido, o sufre un terrible accidente? ¿Acaso no se llena de angustia, de miedo, de duda? Pero, cuando verdaderamente se cree en Dios, la persona atribulada confía y no se angustia. Nuestro mundo de hoy vive angustiado todo el tiempo pues no conoce o no quiere aceptar a Jesucristo.
Contemplemos este pasaje evangélico que el apóstol San Juan nos transmite por medio de la Liturgia de la Palabra. Observemos, paso a paso, lo acontecido en aquella ocasión. Observemos a los protagonistas del pasaje y presenciemos personalmente lo ocurrido.
Era el día de la Resurrección. Era ya de noche. Los discípulos de Jesús, diez únicamente (pues Judas, quien había traicionado y vendido al Señor, se había quitado la vida; Tomás estaba ausente), se encontraban encerrados bajo llave en una casa. Estaban llenos de miedo por los judíos. Asustados, temerosos, no comprendían qué pasaba. Por la mañana, María Magdalena les había dicho que Jesús había resucitado, que ya no estaba en la tumba. Pedro y Juan fueron corriendo presurosos a ver el sepulcro, la tumba, donde habían depositado el cuerpo del maestro. Ellos no creían lo dicho por María Magdalena. Creían que el cuerpo había sido robado y temían que los judíos los maltratasen. Además, estaban tristes pues ¿de qué les había servido haber dejado familias, trabajo, fama y tranquilidad para seguir a Jesús durante tres años y haber terminado con la sentencia de muerte, ejecución y sepultura del maestro? Estaban desconcertados, atemorizados y tristes. ¡Pobres discípulos! Se sentían huérfanos.
Mas de pronto, en medio de esa comunidad atemorizada y encerrada bajo llave, el Señor se presenta amorosamente. ¡Cuál habrá sido el susto que ellos se habrán llevado al ver que un resucitado se les aparezca! Tres días antes lo habían enterrado muerto después de un suplicio horrible! Ahora Él se presenta en medio de ellos. Conociendo el Señor que estaban tan atemorizadas y que su aparición les iba a aumentar los temores, les dice amorosa y tiernamente: “La paz esté con Ustedes”. Ellos se tranquilizan. El Señor nuevamente les ayuda, pues les muestra las heridas causadas por los clavos en las manos, y la herida causada por la lanza en el costado. Entonces, esos discípulos que estaban llenos de miedo, de tristeza, se alegran de ver al Señor.
¡Qué dicha encontrarse nuevamente con el Señor! En esos momentos, reconocían que era verdad todo lo que les había dicho. Lo veían a Él resucitado, vivo. ¡Había vencido verdaderamente a la Muerte!.
Seguramente San Pedro se abalanzó sobre el Señor. Le habrá abrazado y besado. Habrá llorado de alegría al ver a su maestro nuevamente. Las lágrimas habrán corrido nuevamente por sus mejillas, pero ya no de tristeza por la traición, sino de alegría por el reencuentro con el maestro amado.
Y el Señor, amorosamente, les vuelve a decir que la paz esté con ellos. ¡Qué encuentro tan maravilloso! ¡Único! Jesucristo resucitado y sus amados discípulos. El reencuentro después del dolor. La alegría después de la tristeza.
Él les habla, le conforta, les da muestras de cariño, junto con nuevas indicaciones. Les da de regalo al Espíritu Santo, y el poder de perdonar los pecados. Además de abrirnos las puertas del Cielo, de la vida eterna, además de haber muerto por todos los hombres, además de habernos amado tanto, Jesús sigue regalando cosas a sus amigos, a sus amados, a sus hijos.
¡Qué alegría! ¡Qué gozo! ¡Qué tranquilidad habrá sido el volver encontrase con el maestro!. Los discípulos habrán recobrado vida después de tan duras penas sufridas.
Y el Señor se marcha… Los vuelve a dejar…
Cuando Tomás, el discípulo ausente, regresa, los compañeros le cuentan lo ocurrido. Pero él no les cree. Se imagina que el miedo y la tristeza les hace ver fantasmas o algo así. Les dice: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”. ¡Pobre Tomás! No creía. Aún pedía pruebas de lo que sus compañeros le decían. Él no comprendía cómo Jesús pudo morir de forma tan vil si era Dios.
Pasan ocho días más. Era el siguiente domingo, el primero después de la Resurrección. Ese día, sí estaba Tomás con los demás discípulos. El Señor se les vuelve a aparecer. Y amorosamente le invita a que meta sus dedos en las heridas, para que crea. Al instante el buen Tomás se arrodilla y le dice “¡Señor mío y Dios mío!” A lo que le responde el Señor: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que crean sin haber visto”. En ese momento, el Señor pensó en todos nosotros, que creeríamos sin que lo hubiéramos visto.
El Señor nos invita a creer a pesar de no haber visto. A creer en el amor infinito de Dios por nosotros. Y junto con toda la Iglesia en este Jubileo del Año dos mil. Nos invita a la conversión, a volver a Dios, a alejarnos de la vida de pecado. Recordemos que para esto ha venido Jesucristo, para rescatarnos del pecado y abrirnos nuevamente las puertas el cielo. Y, para ello, recordemos que espera que cada uno de nosotros libremente lo busque a Él.
No dejemos pasar el tiempo. Volvamos a la casa del Padre. Sigamos los caminos de nuestros Señor Jesucristo: Amemos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo. Si amamos realmente estaremos en el camino de la conversión, pues quien verdaderamente ama es quien imita a Dios, pues Dios es amor, nos dice el apóstol san Juan, y el mandato de Jesucristo es: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Por ello, la auténtica conversión del corazón es la imitación de Cristo amoroso, quien nos amó y se entregó por nosotros.
La Iglesia, por medio del catecismo, nos recuerda que cada persona, tú o yo, hemos de responder libremente a la invitación que Dios nos hace para creer. Esa respuesta muy personal de cada uno, es la fe.
Nos recuerda, también, que la fe no es algo nada más personal, pues no la habríamos recibido si no hubiese otras personas que nos la transmitieran. Por ello, es necesario que todos transmitamos a otras personas esa fe.
Recordemos que no es suficiente creer en Jesucristo para que alcancemos la vida eterna y nos salvemos. Es necesario que nuestra vida se transforme en una vida llena de obras de acuerdo a los mandatos de Jesucristo: obras llenas de amor a Dios y a nuestros hermanos los hombres.
La fe no llega así porque sí a los demás. Es necesario que haya otras personas que la lleven a los que no la conoces. Todos los cristianos, todos los miembros de la Iglesia estamos llamados a transmitir la fe a los demás, empezando por nuestros hijos.
Nadie puede dar lo que no conoce. Por ello es necesario que conozcamos cada día mejor nuestra fe, para que la podamos transmitir a los demás, empezando por los de casa.
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