Los guardianes de las puertas del Paraíso
(sobre los que creen que solo ellos poseen a la verdad
única).
De niña
yo miraba con el miedo a los iconos del Juicio Final: una gran serpiente que
rodea al infierno, los demonios dibujados con unas líneas de tinta negra que se
parecían a unos esquemas o sombras, los martirios insufribles de los pecadores
y la columna de fuego con el arcángel Miguel dentro que aguardaba a las
puertas, luchando con los pecadores como con las fuerzas de Satanás. No menos
miedo daban las imágenes góticas o romanas: unos monstruos del infierno se
convertían en los animales fantásticos en las paredes de las catedrales, ellos
destrozaban y devoraban a los cuerpos de los infieles, una mujer pecadora,
cuyos senos comían los dragones y serpientes que representaba a la imagen de la
lujuria. Algo terrible y enigmático estaba en el propio nombre del demonio, no
traducido en la Biblia rusa, sino escrito con el cursivo “legión”. El mal parecía tan poderoso que no tenía el nombre
propio, igual que no lo tenía Dios.
Pero a
lo largo de la vida el conocimiento iluminó a estas sombras, porque su procedencia
pertenecía al área de los conocimientos humanos, ya analizados y descritos. El
misterioso “legión” se convirtió en la crítica del poder romano, de los
legionarios romanos nombrados por el evangelista. El poder colonial romano
oprimía al pueblo judío y por eso había sido comparado con las fuerzas del mal.
O sea, se trataba de una polémica casi de índole político. Y la mujer devorada
por los serpientes empezó su origen en la diosa griega Tellus- Deméter y
resultó que su comprensión en la Alta Edad Media aún había sido más que
positiva, puesto que en los rótulos de Exultet esta diosa representaba a la
tierra redimida, a la nueva creación salvada por el Cristo y se ponía junto a
la imagen de la mujer coronada que simbolizaba a la Iglesia. En la Italia lombarda
la tierra y el cielo aún vivían en la armonía y los animales alimentados por la
Tierra-Madre demostraban a la nuestra reconciliación con el Dios. La paz dada
por el Cristo se expandía por toda la creación pascual. Sólo en la gótica la
imagen de Tellus va a sufrir esta deformación, demostrando la separación entre
la naturaleza y la salvación que reinaba en este tiempo en la conciencia
eclesiástica, de este modo lo que antes había sido la luz, se convirtió en una
sombra infernal.
Y esta
columna de fuego que guardaba a las puertas del paraíso de los pecadores e
infieles no siempre desempeñaba a este papel, en el principio ella guiaba al
pueblo elegido del Éxodo de la esclavitud egipcia a la tierra prometida,
mostrándole el camino a través del Mar Rojo. Este fuego iluminaba, pero no
cerraba las puertas ante nadie, al contrario, invitaba ir detrás siendo visible
para todos. Todos nuestros miedos están engendrados por el sueño de la razón y
por la falta de la fe. “No temáis, pequeño rebaño, que es decisión de vuestro
Padre reinar sobre vosotros” (Lc 12, 32). Una posición cerrada solo nos lleva
hacia la separación de la humanidad a los fieles e infieles, donde una parte se
sienta más santa y protegida, acusando a los demás.
En la
realidad, cada conflicto, cada separación tiene sus raíces en el pecado
original: la voluntad propia conduce a una persona o a una institución al
enfrentamiento con los demás. Y el lugar de amor fraterno ocupa la guerra por
las almas que nunca tiene sentido o la búsqueda de los infieles hasta en la
propia iglesia para hundirse en la acusación mutua. Enfrentándose a los romanos
el evangelista inventó el nombre del demonio. El pecado original consiste en
desconfianza en la fuerza todopoderosa de Dios, porque Dios para este tipo de la
gente no es un fundamento de todo y el Espíritu Santo no es omnipresente en la
historia, al contrario, su Dios se parece a una fortaleza vieja y aislada que
hay que defender constantemente, porque sin estas fuerzas todo se derrumbará y
llegará el fin del mundo. La propia inseguridad y flojera se proyecta al Dios.
Los
guardianes de la fe de este tipo conocen todo sobre el Juicio Final y saben con
una exactitud asombrosa quien se quedará fuera del paraíso: los herejes (poner
los nombres de los que no os gustan), los apostatas (Usted decide quienes son),
los que tienen una liturgia distinta (aquí va la mayoría de los cristianos,
porque sus peculiaridades tienen casi todos los pueblos), los que no se
comulguen de tal o cual manera, los que crucificaban al Cristo, etc. En el
apócrifo eslavo “El peregrinaje de la Virgen por el infierno” ella concede el
descanso a todos los pecadores para el tiempo pascual, pero no para los que
crucificaron a su hijo. Está más que claro porque este texto se quedó entre los
apócrifos: los enemigos del Cristo más graves no eran los soldados romanos,
sino los fariseos que guardaban con el celo el acceso a su Templo-Paraíso, pero
ellos eran perdonados y salvados con toda la humanidad, porque “no sabían lo
que hacían”. En el Cristo no existen las separaciones, él murió por todos, se adaptó
a la naturaleza humana en general y en ella no estaba separado un judío de un
griego o un fariseo de un apóstol. Cristo murió por toda la humanidad y salvó a
todos para siempre, haciéndolo solamente con su libre entrega, sin merecimiento
nuestro alguno.
Cualquier
persona que piensa que solo ella, su Iglesia, o su congregación merezca esta
salvación, pero no los otros, porque no viven de un modo parecido, esta pecando
con soberbia y orgullo, apropiándose de los poderes divinos para sus fines y
demostrando una inflación clara de la conciencia que no está capaz de discernir
a los espíritus. Nuestro Dios creador y salvador deja de ser todopoderoso
porque sus capacidades se limitan por los “ritos correctos”, por la cantidad
de las especies, por las costumbres que pertenecen a una situación histórica
concreta o a una concreta congregación. El demonio gasta una broma muy mala: en
un separado se convierte en él que acusa en la separación a los demás, porque
el propio juicio sobre el próximo siempre nos separa del mundo, agrietando a la
cristiandad y a toda la humanidad, unida y salvada en el único Dios.
Una
mirada costumbrista convierte al Dios en un ídolo, cuyas actuaciones, lógica y
hasta el juicio ya están claros y descubiertos. Asimismo el Dios pierde a su
misterio y se convierte en un objeto más
para manejar por la gente mundana. En este caso no estamos hablando con el
Dios, sino con su imagen condicionado por nuestra historia, cultura y nuestro
sitio en la Iglesia. De este modo nosotros no salimos hacia un horizonte que
nos permite ver este mundo de un modo objetivo. Estamos ciegos, el camino del
conocimiento se cierra, porque si alguien ya está maldito, no debemos ni
escucharle, ni conocer a sus pensamientos, ni tenerle respeto. Este
planteamiento mata en el origen no sólo a cualquier ecumenismo, sino en general
a cualquier misión, porque todo el trato con la gente de las culturas distintas
supone un amor y un respeto hacia ellos, una total ausencia de la altivez y de
la soberbia cultural y religiosa, igual que un estudio de sus costumbres. No
podemos ir por el mundo de las culturas como por un descampado vacio y sin estructuras
previas. No tenemos derecho suponer que sin nosotros aquí nada tiene sentido.
Ahora toda la misión nos resulta ser imposible sin la inculturación, el
cristianismo ya no va detrás de las conquistas del poder colonial y estatal,
estando ya separado de todo el poder político, sino debe convencer por su
Palabra. En este caso podemos decir que volvimos a los tiempos de los primeros
cristianos.
La
unión con el poder estatal oficial liga a la Iglesia a un Estado y a un
territorio concreto y la invade con esta sutil soberbia del orden luchador y
vencedor, resucitando a la antigua terminología de la Guerra Santa. En este
caso casi siempre baja el nivel de la espiritualidad, reducido a los casos
personales aislados, porque una mística no es algo separado de nuestra vida, de
la justicia, de la posición social. La posición de la continua acusación no
tiene nada que ver con el Evangelio: Cristo curaba a los pecadores, les
alimentaba, les daba consejos, porque todos somos pecadores, incluidos los
apóstoles con su negación del Cristo, y por esta humanidad murió el Salvador.
La
presencia del Espíritu Santo en nuestros corazones no puede depender solamente
de las condiciones exteriores, de una fe
expresada y explicita, sino de nuestra apertura al Dios que ya había llegado a
nosotros de un modo incondicional. El Espíritu Santo posea a la tierra entera y
no baja a los lugares concretos
previamente señalados, porque llegó a este mundo después de la
Crucifixión del Cristo de un modo absoluto, llenando nuestras vidas con sus
dones. Y es una presencia regalada gratuitamente a todos. Un absurdo muy grande
es pensar que alguien podía merecer estos dones “por el derecho”, o existen
tierras más santas o menos santas, porque no es una reflexión teológica, sino
una soberbia que limita al hombre a tal nivel que éste llega a limitar al Dios.
Enfrentándose a los demás no vamos por el camino divino, porque Dios no puede
ser dividido y separado, siendo la máxima unidad y simplicidad.
Esta
conciencia que solo podemos ser salvados en este lugar o en esta congregación
es una soberbia que se expande por toda la institución, paralizando o
distorsionando a su actividad cristiana, la separa de los hermanos y del mundo
cristiano. Como decía Vasily Rozanov con
su ironía amarga: “Toda la plenitud está presente en el Lunes Limpio y en la
compra de los pepinillos salados para el ayuno. Más no queremos nada” (“Las
hojas caídas”). Una posición cerrada acarrea a una apologética falsa, a las
distorsiones de la historia, el desconocimiento de las Escrituras en sus
fuentes. El conocimiento es rechazado como algo que lleva hacia la peligrosa
apertura, cuando una casa debe permanecer cerrada bajo el viento de la
permanente herejía.
Nosotros
no estamos contra las diferencias entre las tradiciones o carismas, al
contrario, en esto consiste la riqueza de la Iglesia, la diversidad de su
pastoral, pero sólo podemos guardar algo teniendo en la vista a la gente real,
una tradición debe servir a las personas reales, no encadenándoles al pasado
lejano. Cristo murió por todos y el Espíritu Santo vuela donde quiere, no está
condicionado. Nikolay Leskov era un escritor ruso más interesado por la vida
eclesiástica y en sus obras podemos encontrar a los santos cuáqueros, junto con
los santos ortodoxos o los santos indígenas. En el relato “En el fin de la
tierra” un misionero reconoce que su criado, un indígena pagano, está más
cercano al Dios que él: “Dios salvará a él, con o sin bautismo, porque él ya
está con el Cristo, agarrando a su manto divino. Y mucho se agarrarán a ello”.
Leskov tiene varios relatos dedicados a la vida cristiana y justa de los cuáqueros ingleses, a los que conocía
muy bien en su trabajo. Es que no solo “La leyenda sobre el Gran Inquisidor”
tiene su lugar en la literatura rusa, sino también en las obras de Leskov. La
cultura es polifuncional y sus partes son inseparables, sin antinomias
desaparece el sentido y la tensión que sujeta a su estructura. La cultura y la
espiritualidad rusa siempre eran misericordiosas, de Gracia más que de la Ley (“La Palabra” del
metropolita Hilarión), comprensible y respetuosa con las culturas de los otros
pueblos, con la tendencia de adopción de lo ajeno y de su asimilación. En su
arenga “A la memoria de Pushkin” Dostoievski habla sobre nuestra
“internacionalidad”, en su “Peregrinaje tras los tres mares” el mercader de
Nóvgorod Afanacio Nikitin demuestra esta
cualidad con los musulmanes y con los indios: “Solo Dios sabe que fe es la
verdadera”. Es que con esta posición cerrada no solo perdemos a los hermanos
nuestros, sino también a nosotros mismos: “Él que quiere guardarse, perderá
todo”.
Karl
Rahner escribía sobre la necesidad de descubrir al Cristo en las religiones no
cristianas, porque si la salvación
depende sólo del Cristo, no podemos negar su presencia en la historia de
ninguna persona verdaderamente religiosa. Esta religiosidad depende de la
voluntad y del amor, pero no de una tematización obligatoria de la acción salvífica: “en el
logro de salvación por parte de un hombre no cristiano a través de la fe, la
esperanza y el amor, las religiones no cristianas no pueden presentarse de
manera que ellas no desempeñen ninguna función o sólo desempeñen una función
negativa en ese logro de la justificación y d la salvación” (“Curso fundamental
sobre la fe”).
Para
hacer la labor pastoral en la sociedad existen unas condiciones mínimas que son
el conocimiento de esta sociedad y el respeto hacia la gente, incluyendo la
comprensión que nadie nos es ajeno, ni es un hereje malvado. Nuestra maldición
permanecerá con nosotros y no haremos nada, aparte de la palabrería de un bajo
nivel, aparte de una separación en la que vamos contra el Dios que es un
Salvador de todos. No somos los responsables, ni los funcionarios que
distribuyan a su salvación. Nos pidieron predicar la Palabra, pero no
esconderla y no apropiarse de ella. Todo discernimiento “debería apoyarse en el
de la evolución de la sociedad en su conjunto” (Bernard Sesboüé “No tengáis
miedo”), así que sin la realidad multicultural y polifacética desaparece el discernimiento
como tal y vivimos en la nube del humo que ya no sólo esconde al Dios, sino a
nuestras falsas representaciones de él
que se llaman los ídolos.
Las
puertas que guardan con tanto celo simplemente no existen, porque están abiertas
a todos con la Cruz y con la Resurrección, y nuestra puerta cerrada sólo
conduce a la cárcel del pecado de la soberbia. Mejor no guardar tanto para sí
mismo, sino sacrificarse en el favor de los demás, en esto consiste nuestra
misión y nuestro servicio al Cristo. Y sobre el Juicio Final bien dijo la Santa
Matrona de Moscú: “Cada oveja estará colgada por su cola. ¿Por qué miras y
juzgas a la cola del otro, tú tienes la propia?”.
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