jueves, 25 de mayo de 2017

San Beda el Venerable, presbítero y doctor de la Iglesia - San Gregorio VII, papa (25 de mayo)

San Beda el Venerable, presbítero y doctor de la Iglesia
fecha: 25 de mayo
fecha en el calendario anterior: 27 de mayo
n.: c. 672 - †: 735 - país: Reino Unido (UK)
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

Elogio: San Beda el Venerable, presbítero y doctor de la Iglesia, el cual, servidor de Cristo desde la edad de ocho años, transcurrió toda su vida en el monasterio de Wearmouth, en el territorio de Northum-bría, en Inglaterra, dedicado a la meditación y a la exposición de las Escrituras. Entre la observancia de la disciplina monástica y el ejercicio cotidiano del canto en la iglesia, sus delicias fueron siempre estudiar, enseñar o escribir.
Oración: Señor Dios, que has iluminado a tu Iglesia con la sabiduría de san Beda el Venerable, concede a tus siervos la gracia de ser constantemente orientados por las enseñanzas de tu santo presbítero y ayudados por sus méritos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
Casi todos los datos que poseemos sobre san Beda proceden de un corto escrito del propio santo y de una emocionante descripción de sus últimas horas, debida a la pluma de uno de sus discípulos, el monje Cutberto. En el último capítulo de su famosa obra, «Historia Eclesiástica del Pueblo Inglés», el Venerable Beda dice: «Yo, Beda, siervo de Cristo y sacerdote del monasterio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, de Wearmouth y Jarrow, he escrito esta historia eclesiástica con la ayuda del Señor, basándome en los documentos antiguos, en la tradición de nuestros predecesores y en mis propios conocimientos. Nací en el territorio del susodicho monasterio. A los siete años de edad, mis parientes me confiaron al cuidado del muy reverendo abad Benito (esto es: San Benito Biscop) y después, al de Ceolfrido, para que me educasen. Desde entonces, viví siempre en el monasterio, consagrado al estudio de la Sagrada Escritura. Además de la observancia de la disciplina monástica y del canto diario en la iglesia, mis mayores delicias han sido aprender, enseñar y escribir. A los diecinueve años, recibí el diaconado y a los treinta, el sacerdocio; ambas órdenes me fueron conferidas por el muy reverendo obispo Juan (San Juan de Beverley), a petición del abad Ceolfrido. Desde entonces hasta el presente (tengo actualmente cincuenta y nueve años), me he dedicado, para mi propia utilidad y la de mis hermanos, a anotar la Sagrada Escritura, basándome en los comentarios de los Santos Padres y de acuerdo con sus interpretaciones.» En seguida, el Venerable Beda hace una enumeración de sus obras y concluye con estas palabras: «Te suplico, amante Jesús, que, así como me has concedido beber las deliciosas palabras de tu sabiduría, me concedas un día llegar a Ti, fuente de toda ciencia, y permanecer para siempre ante tu faz».
Algunos días del año 733 los pasó san Beda en York, con el arzobispo Egberto; esto permite suponer que, de cuando en cuando, iba a visitar a sus amigos a otros monasterios; pero, fuera de esos cortos períodos, su vida estaba consagrada a la oración, al estudio y a la composición de libros. Dos semanas antes de la Pascua del año 735, el santo se vio afligido por una enfermedad del aparato respiratorio y todos comprendieron que se acercaba su fin. Sin embargo, sus discípulos continuaron sus estudios junto al lecho del santo, aunque las lágrimas ahogaban frecuentemente la voz durante las lecturas. Por su parte, el Venerable Beda dio gracias a Dios. Durante los cuarenta días que median entre la Pascua y la Ascensión, San Beda se dedicó a traducir al inglés el Evangelio de San Juan y una colección de notas de san Isidoro, sin interrumpir por ello la enseñanza y el canto del oficio divino. A propósito de esas traducciones, dijo el santo: «Las hago porque no quiero que mis discípulos lean traducciones inexactas ni pierdan el tiempo en traducir el original después de mi muerte». El martes de Rogativas se agravó su enfermedad; sin embargo, san Beda dio sus lecciones como de costumbre, aunque decía, de vez en cuando: «Id de prisa, porque no sé cuánto tiempo podré resistir, ni si Dios va a llamarme pronto a Él».
Tras de pasar la noche en oración, san Beda empezó a dictar el último capítulo del Evangelio de San Juan. A las tres de la tarde, mandó llamar a los sacerdotes del monasterio, les repartió un poco de pimienta, incienso y unas piezas de tela que tenía en una caja y les rogó que orasen por él. Los monjes lloraron mucho cuando el santo les dijo que no volvería a verlos sobre la tierra, pero se regocijaron al pensar que su hermano iba a ver a Dios. Al anochecer, el joven que hacía las veces de amanuense le dijo: «Sólo os queda una frase por traducir». Cuando el amanuense le anunció que el trabajo estaba terminado, Beda exclamó: «Has dicho bien; todo está terminado. Sostenme la cabeza para que pueda yo sentarme y mirar hacia el sitio en que acostumbraba a orar y así, podré invocar a mi Padre». A los pocos momentos exhaló el último suspiro, postrado en el suelo de la celda, mientras cantaba: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo».
Se han inventado leyendas fantásticas para explicar el título de «Venerable» que se ha dado a Beda. En realidad se trata de un título de respeto que se daba frecuentemente en aquella época a los miembros más distinguidos de las órdenes religiosas. El Concilio de Aquisgrán aplicó ese título a san Beda el año 836 y, evidentemente fue aceptado por las generaciones posteriores, que lo mantuvieron en uso a través de los siglos. Aunque Beda fue oficialmente reconocido como santo y doctor de la Iglesia en 1899, hasta hoy se le llama Venerable.
San Beda es el único inglés que ha merecido el título de Doctor de la Iglesia y el único inglés a quien Dante consideró suficientemente importante para mencionarle en el «Paraíso». La cosa no tiene nada de sorprendente, ya que, aunque Beda vivió recluido en su monasterio, llegó a ser conocido mucho más allá de las fronteras de Inglaterra. La Iglesia occidental ha incorporado algunas de sus homilías a las lecciones del Breviario. La «Historia Eclesiástica» de Beda es prácticamente una historia de la Inglaterra anterior al año 729, «el año de los cometas». San Beda fue una de las columnas de la cultura de la época carolingia, tanto por sus propios escritos, como por la influencia que ejerció en Europa, a través de la escuela de York, fundada por su discípulo, el arzobispo Egberto. Cierto que sabemos muy poco acerca de la vida de san Beda; pero el relato de su muerte, escrito por Cutberto, basta para recordarnos que «la muerte de los santos es preciosa a los ojos del Señor». San Bonifacio dijo que san Beda había sido «la luz con la que el Espíritu Santo iluminó a su Iglesia». Y las tinieblas no han logrado nunca extinguir esa luz.
Existen muchas obras sobre San Beda y su época, escritas principalmente por autores anglicanos. Desde el punto dé vista católico, se pueden poner ciertas objeciones a la obra del historiador William Bright, Chapters of Early English Church History (1878); pero pocos autores han escrito páginas tan elocuentes e inteligentes sobre el santo. Bede: His Life, Times and Writings, editado por A. Hamilton Thompson (1935), es una valiosa colección de ensayos de autores no católicos. La biografía de H. M. Guillet, de tipo popular es excelente, lo mismo que el estudio sobre Beda que hay en la obra de R. W. Chambers, Man's Unconquerable Mind (1939), pp. 23-52. En Acta Sanctorum apenas se encuentra algo más que una biografía atribuida a Turgot; en realidad se trata de un extracto de Simeón de Durham, en el que dicho autor relata la translación de los restos de san Beda a la catedral de Durham. La mejor edición de la Ecclesiastical History y de las otras obras históricas del santo, es la del C. Plummer (1896). Pero existen otras ediciones de tipo popular que han sido traducidas a varios idiomas. P. Herford modernizó, en 1935, la sabrosa traducción de Stapleton (1565), que había sido reeditada en 1930. Sobre el martirologio de Beda, cf. D. Quentin, Les martyrologes historiques (1908). Véase también T. D. Hardy, Descriptive Catalogue (Rolls Series), vol. I, pp. 450-455. El cardenal Gasquet escribe: «Recuérdese que en su lecho de muerte, Beda estaba traduciendo al inglés los evangelios...» Pero no se conserva ni un fragmento de esa obra destinada «a hacer llegar la Palabra de Dios a los pobres e iletrados».
En la LIturgia de las Horas se utilizan varias lecturas de san Beda como lectura patrística del Oficio, he aquí algunas: sobre el Magnificatsobre el Martirio de Juan Bautistaen la fiesta de san Mateo
El cuadro es «san Beda dictando la traducción del evangelio de San Juan», de James Doyle Penrose, 1902.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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San Gregorio VII, papa
fecha: 25 de mayo
n.: c. 1020 - †: 1085 - país: Italia
canonización: 
Conf. Culto: Pablo V 1606 - C: Benedicto XIII 1728
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

Elogio: San Gregorio VII, papa, anteriormente llamado Hildebrando, que primero llevó vida monástica y colaboró en la reforma de la Iglesia en numerosas legaciones pontificias de su tiempo. Una vez elevado a la cátedra de Pedro, reivindicó con gran autoridad y fuerte ánimo la libertad de la Iglesia respecto al poder de los príncipes, defendiendo valientemente la santidad del sacerdocio. Al ser obligado a abandonar Roma por este motivo, murió en el exilio en Salerno, en la Campania.
Oración: Señor, concede a tu Iglesia el espíritu de fortaleza y la sed de justicia con que has esclarecido al papa san Gregorio séptimo, y haz que, por su intercesión, sepa tu Iglesia rechazar siempre el mal y ejercer con entera libertad su misión salvadora en el mundo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
Como introducción a la vida de Gregorio VII, los bolandistas hacen notar, en Acta Sanctorum, que el santo fue muy perseguido en vida y muy calumniado después de su muerte. Sin embargo, hemos de decir con gran satisfacción que, si en una época estuvo a la orden del día denigrar al gran Pontífice como si hubiese sido un tirano, los historiadores modernos admiten por unanimidad que el motivo que inspiró a Gregorio VII no fue la ambición sino un celo incontenible por hacer reinar la justicia en la tierra.
San Gregorio nació en la aldea de Rovaco, en la Toscana, cerca de Saona. Su nombre de bautismo era Hildebrando. No sabemos nada sobre sus padres. Cuando joven, fue a vivir en Roma, al cuidado de un tío suyo, que era superior del monasterio de Santa María, en el Aventino. Hizo sus estudios en la escuela de Letrán. Uno de sus maestros, Juan Gracián, estimaba tanto a su discípulo que, al ser elevado al trono pontificio con el nombre de Gregorio VI, le escogió como secretario. Después de la muerte de aquel pontífice, acontecida en Alemania, Hildebrando se retiró, según cuenta la tradición, a la abadía de Cluny, donde san Odilón era abad y san Hugo prior. Hildebrando hubiese querido terminar ahí sus días; pero el obispo de Toul, Bruno, que fue elegido Papa, le pidió que volviese con él a Roma. Hildebrando desempeñó entonces el cargo de «economus» de san León IX y restableció el orden en la ciudad y en la tesorería pontificia; además apoyó al Papa en todas las reformas que éste emprendió. Como fue también el consejero principal de los cuatro sucesores de san León IX, muchos le consideraban como «el hombre del poder». Así pues, a nadie sorprendió el hecho de que el cardenal archidiácono Hildebrando fuese elegido Papa, por aclamación, a la muerte de Alejandro II, en 1073. Hildebrando adoptó el nombre de Gregorio VII.
El nuevo Pontífice tenía razones para sentirse abrumado ante la tarea que le esperaba. Una cosa era denunciar los abusos que pululaban en la Iglesia, como lo hacía su amigo san Pedro Damián y aun blandir la espada de la justicia al servicio de otros papas, como él mismo lo había hecho antes, y otra, muy distinta, sentirse como vicario de Cristo en la tierra, responsable ante Dios por la supresión de dichos abusos. No había en la Iglesia nadie mejor preparado que Gregorio VII para desempeñar esa tarea. Guillermo de Metz le escribió: «En vos, que habéis alcanzado la cumbre del poder, están fijos todos los ojos. El pueblo cristiano sabe los gloriosos combates que habéis sostenido en puestos menos importantes y espera, unánimemente, oír de vos grandes cosas». Esa esperanza no se vio frustrada.
Gregorio no podía soñar con el apoyo de las autoridades para llevar a cabo las reformas que proyectaba. De los monarcas de la época, el mejor era Guillermo el Conquistador, por más que en ciertos momentos había dado muestras de gran crueldad. En Alemania reinaba el emperador Enrique IV, joven de treinta y tres años, disoluto, sediento de oro y tiránico. En cuanto a Felipe I de Francia, se ha dicho que «su reinado fue el más largo y desastroso de los que conservan memoria los anales de su patria». Las autoridades eclesiásticas no estaban menos corrompidas que los príncipes seculares, a los que se habían esclavizado; los reyes y los nobles vendían los obispados y las abadías al mejor postor, cuando no las concedían a sus favoritos. La simonía era práctica general, y el celibato clerical estaba tan de capa caída, que en muchas regiones los sacerdotes llevaban abiertamente vida conyugal, utilizaban los diezmos y limosnas de los fieles para el sostenimiento de sus familias y, en algunos casos, llegaban incluso a legar sus beneficios a sus hijos. Gregorio VII iba a pasar el resto de su vida entregado a la lucha heroica por libertar y purificar a la Iglesia suprimiendo la simonía y la incontinencia de los clérigos y aboliendo el sistema vigente de las investiduras. Según ese método, los laicos podían conceder beneficios eclesiásticos y ser investidos para obtenerlos, mediante la presentación del báculo y el anillo pastorales.
Poco después de su acceso al trono pontificio, Gregorio depuso al arzobispo de Milán, Godofredo, que había comprado su beneficio. En el primer sínodo romano que se llevó a cabo bajo su pontificado, el nuevo Papa publicó decretos muy severos contra la simonía y el matrimonio de los sacerdotes. Esos decretos no sólo privaban de jurisdicción y de todo beneficio eclesiástico a los sacerdotes casados, sino que ordenaban a los fieles que se abstuviesen de recibir los sacramentos de sus manos. Naturalmente esto provocó gran hostilidad contra Gregorio VII, sobre todo en Francia y en Alemania. Una asamblea, reunida en París, declaró que los decretos pontificios eran intolerables e irracionales, ya que hacían depender la validez de los sacramentos de la virtud personal de quien los administraba. Pero San Gregorio no se amilanó ante la oposición, ni se desvió de la línea de conducta que se había fijado. En el siguiente sínodo romano fue todavía más lejos, puesto que suprimió de golpe las investiduras de los laicos y lanzó la excomunión contra «toda persona, aunque se tratase del emperador o del rey, que osare conferir investiduras relacionadas con cualquier beneficio eclesiástico». Para promulgar y poner en práctica dichos decretos, Gregorio envió legados a toda la cristiandad, pues no podía confiar en los obispos. Los legados, que generalmente eran monjes a quienes el Papa conocía y había probado suficientemente, le sirvieron con gran valor y eficacia en aquella época excepcionalmente difícil.
En Inglaterra, Guillermo el Conquistador se negó a renunciar al derecho de conferir investiduras y a rendir vasallaje al Pontífice. Como se sabe, en aquellos tiempos varios príncipes cristianos habían puesto sus reinos bajo la protección de la Santa Sede. Pero en cambio, aceptó los otros decretos pontificios y Gregorio VII, que según parece, tenía confianza en él, no insistió en que renunciase al derecho de investidura. En Francia, gracias a la energía del legado, Hugo de Die, las reformas fueron aceptadas y puestas en práctica poco a poco; pero la lucha fue larga y el Papa tuvo que deponer a casi todos los obispos. Sin embargo, quien opuso mayor resistencia fue el emperador Enrique IV, el cual levantó contra el Papa al clero de Alemania y del norte de Italia, así como a los nobles romanos de tendencias antipapistas. Gregorio VII fue hecho prisionero mientras celebraba la misa de Navidad en Santa María la Mayor, y estuvo en manos de sus enemigos varias horas, hasta que el pueblo le rescató. Poco después, un conciliábulo de obispos, reunido en Worms, hizo varias acusaciones al Papa; los obispos de Lombardía le rehusaron obediencia, y el emperador envió a Roma un legado para que informase a los cardenales de que Gregorio era un usurpador y que él estaba decidido a arrojarle del trono pontificio. Al día siguiente, Gregorio excomulgó solemnemente al emperador y desligó a sus subditos de la obligación de obedecer a Enrique IV. Fue ése un acto que iba a tener una repercusión inmensa en la historia del Papado.
También fue una oportunidad para los nobles germánicos, que deseaban deshacerse del emperador. En octubre de 1076, celebraron una reunión y decidieron que el emperador perdería la corona si antes de un año no recibía la absolución pontificia y no comparecía ante un concilio que Gregorio VII iba a presidir en Augsburgo, en febrero del año siguiente. Enrique IV resolvió salvarse, fingiendo someterse. Acompañado de su esposa, su hijo y un servidor, cruzó los Alpes en lo más crudo del invierno y se presentó en el castillo de Canossa, entre Módena y Parma, donde se hallaba el Papa. Este se negó a recibirle, y el emperador pasó tres días a la puerta del castillo, vestido con hábito de penitente. Algunos historiadores han tachado de cruel y arrogante la conducta del Pontífice; pero, probablemente Gregorio VII había reflexionado ya sobre lo que debía hacer. En realidad, Gregorio VII no tenía más alternativa que suponer la buena fe del emperador, pues éste había ido como penitente; así pues, acabó por recibir a Enrique IV, a quien dio la absolución después de haber oído su confesión.
La expresión «ir a Canossa» se ha convertido en el símbolo del triunfo de la Iglesia sobre el Estado. Pero en realidad, aquel fue un triunfo de la astucia política de Enrique IV, ya que, por una parte, el emperador no renunció nunca a su pretensión de conferir las investiduras eclesiásticas y por otra, los acontecimientos posteriores llevaron a Gregorio VII casi a la ruina. A pesar de la resistencia que opuso Enrique IV, en 1077, algunos de los nobles eligieron a su cuñado, Rodolfo de Suabia, para que le sustituyese en el cargo. San Gregorio trató de permanecer neutral durante algún tiempo; pero, finalmente, tuvo que excomulgar de nuevo a Enrique IV y apoyar la candidatura de Rodolfo, quien murió en una batalla. Por su parte, Enrique IV promovió la elección de Guiberto, arzobispo de Ravena, como antipapa y, después de la muerte de Rodolfo de Suabia, se dirigió a Italia a la cabeza de un ejército. Roma cayó al cabo de tres años de sitio. San Gregorio se retiró al castillo de Sant' Angelo y permaneció ahí hasta que fue a rescatarle el duque de Calabria, Roberto Guiscardo. Sin embargo, los excesos de las tropas de Roberto provocaron la furia del pueblo romano y san Gregorio, que había llamado en su auxilio a los normandos, fue víctima de la antipatía del ejército de Roberto. A consecuencia de ello, tuvo que retirarse a Monte Cassino primero y después a Salerno, humillado, enfermo y abandonado por treinta de sus cardenales. San Gregorio lanzó un último llamamiento a todos los que creían «que el bienaventurado Pedro es el padre de todos los cristianos y su jefe y pastor en nombre de Cristo y que la Santa Iglesia Romana es la madre y maestra de todas las Iglesias». Al año siguiente murió, el 25 de mayo de 1085. En su lecho de muerte, Gregorio perdonó a todos sus enemigos y levantó las excomuniones que había fulminado, excepto la de Enrique IV y la de Guiberto de Ravena. Sus últimas palabras fueron las siguientes: «He amado la justicia y odiado la iniquidad; por ello muero en el destierro».
San Gregorio VII fue ciertamente uno de los Papas más grandes, aunque no dejó de cometer algunos errores. Sus fallas, que lo fueron más bien del mundo en que vivió, le han ganado la antipatía de numerosos historiadores. Lo que sí se puede afirmar a ciencia cierta, es que no fue ambicioso y que consagró todos sus esfuerzos a purificar y fortalecer a la Iglesia, porque veía en ella a la Iglesia de Dios y quería convertirla en un refugio de paz y caridad sobre la tierra. El cardenal Baronio introdujo el nombre de Gregorio VII en el Martirologio Romano, dándole el título de beato y no de santo. El Papa Benedicto XIII, en 1728, elevó la conmemoración de san Gregorio a la categoría de fiesta de la Iglesia universal, con gran indignación de los galicanos franceses.
En Acta Sanctorum (mayo, vol. IV), además de otros materiales, hay tres documentos que pueden ayudarnos a apreciar a Hildebrando como Papa y como santo. El primero es la biografía escrita por Pablo Bernried, en 1128, que se basa en un estudio de las actas de su pontificado y de las memorias de quienes conocieron personalmente a Gregorio VII; el segundo es un informe que se debe probablemente a la pluma de Pandulfo. El tercero es una adaptación del Liber ad Amicum, que Bonzio escribió en vida del santo Pontífice, hecha por el cardenal Boso. Pero Gregorio VII pertenece a la historia universal. El estudio de los documentos oficiales y, en particular, de la parte del Regesta que se conserva, puede ayudarnos a conocer mejor su carácter. En Lives of the Popes de Mons. Mann, vol. vn (1910), pp. 1-217, se encontrará un magnífico estudio del pontificado de Gregorio VII, sobre todo por lo que se refiere al aspecto externo de su gobierno. Ahí mismo hay una bibliografía; en ella Mons. Mann recomienda, con razón, la obra de J. W. Bowden, Lije and Pontificóte of Gregory VII, a pesar de que fue publicada en 1840. La literatura sobre el tema es muy considerable y ha aumentado mucho desde que Mons. Mann publicó su obra en 1910. Hay que mencionar los trabajos de Mons. Batiffol (1928) y H. X. Arquiliére (1934). En la colección Les Saints hay un admirable esbozo biográfico de A. Fliche, quien se basó en una multitud de obras. El mismo autor publicó una obra completa sobre el tema, titulada La Reforme grégorienne (1925); cf. acerca de ella Analecta Bollandiana, vol. XLIV (1926), pp. 425-433. Véase también W. Wühr, Studien zu Gregors VII Kirchenreform (1930); Fliche y Martin, Histoire de ÍEglise, vol. vm. Acerca del problema de las Regesta de Gregorio VII, consúltense los estudios de W. M. Peitz y E. Caspar. En 1932 se publicó una traducción inglesa de la correspondencia de san Gregorio, hecha por E. Emerton. En Roma empezaron a publicarse, en 1947, los Studi Gregoriani (ed. G. B. Borino).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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Estas biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.orgindex.php?idu=sn_1754

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