Es
necesario renovar el pacto social
Conocí
a un hombre que hizo de todo en la vida. Dicen que había sido ateo y marxista,
que llegó a ser mercenario de la Legión Extranjera francesa y que disparó
contra mucha gente.
Y
de pronto se convirtió. Se hizo monje sin salir del mundo. Entró a trabajar
como estibador, pero todo el tiempo libre lo dedicaba a la oración y a la
meditación. Durante el día recitaba mantras: “Jesús, ayúdame”, “Jesús, perdona
mis pecados”, “Jesús santifícame”, “Jesús, hazme amigo de los pobres”, “Jesús,
hazme pobre con los pobres”.
Curiosamente,
tenía un estilo de rezar propio. Pensaba: si Dios se hizo persona en Jesús,
entonces fue como nosotros: hizo pipí, lloriqueaba pidiendo el pecho, hacía
pucheros cuando le molestaba algo, como el pañal mojado.
Al
principio habría querido más a María, luego más a José, cosas que explican los
psicólogos. Y fue creciendo como nuestros niños, jugando con las hormigas,
corriendo tras los perros, tirando piedras a los burros y, bribón, levantando
los vestiditos de las niñas para verlas furiosas, como imaginó irreverentemente
Fernando Pessoa.
Rezaba
a María, la madre del Niño, imaginando cómo ella acunaba a Jesús, cómo lavaba
los pañales en el tanque, cómo cocinaba la papilla para el Niño y las comidas
sustanciosas para su esposo, el buen José. Y se alegraba interiormente con
tales cavilaciones porque las sentía y vivía como conmoción del corazón. Y
lloraba con frecuencia de alegría espiritual.
Al
hacerse monje se decidió por aquellos que hacen del mundo su celda y viven
radicalmente la pobreza junto con los pobres: los Hermanitos de Foucauld. Creó
una pequeña comunidad en la peor favela de la ciudad. Tenía pocos discípulos.
La vida era muy dura: trabajar con los pobres y meditar. Eran sólo tres que
acabaron marchándose. Esa vida, así de exigente, no era para ellos.
Vivió
en varios países, amenazado siempre de muerte por los regímenes militares;
tenía que esconderse y huir a otro país. Ahí, tiempo después, le ocurría lo
mismo. Pero él se sentía en la palma de la mano de Dios. Por eso vivía
despreocupado.
Se
incomodaba con la Iglesia institucional, esa de un cristianismo apenas
devocional y sin compromiso con la justicia de los pobres, pero finalmente
consiguió colaborar con una parroquia que hacía trabajo popular. Trabajaba con
los sin-tierra, con los sin-techo y con un grupo de mujeres. Acogía a las
prostitutas que venían a llorarle sus penas. Y salían consoladas.
Valeroso,
organizaba manifestaciones públicas frente a la alcaldía y animaba a las
ocupaciones de terrenos baldíos. Y cuando los sin-tierra y los sin-techo
conseguían establecerse, hacía bellas celebraciones ecuménicas con muchos
símbolos, las llamadas “místicas”.
Todos
los días, después de la misa de la tarde, se retiraba durante largo tiempo en
la iglesia oscura. Sólo la lamparilla lanzaba destellos titubeantes de luz,
transformando las estatuas muertas en fantasmas vivos y las columnas erguidas,
en extrañas brujas. Y allí se quedaba, impasible, fijos los ojos en el
tabernáculo, hasta que llegaba el sacristán a cerrar la iglesia.
Un
día fui a buscarlo a la iglesia. Le pregunté de golpe: “Hermanito, (no voy a
revelar su nombre porque lo entristecería), ¿sientes a Dios cuando después del
trabajo te metes a meditar aquí en la iglesia? ¿Te dice algo?”
Con
toda tranquilidad, como quien despierta de un sueño profundo, me miró de medio
lado y me dijo:
“No
siento nada. Hace mucho tiempo que no escucho la voz del Amigo (así llamaba a
Dios). La sentí un día. Era fascinante. Llenaba mis días de música. Hoy no
escucho nada. Tal vez el Amigo no volverá a hablarme nunca más”.
Le
respondí: “¿entonces por qué sigues ahí en la oscuridad sagrada de la
iglesia?”
“Sigo
–contestó– porque quiero estar disponible. Si el Amigo quisiera venir, salir de
su silencio y hablar, yo estoy aquí para escuchar. ¿Te imaginas si Él me
quisiera hablar y yo no estuviera aquí? Pues, en cada ocasión, viene sólo una
vez… ¿Qué sería de mí, infiel amigo del Amigo?”
Sí,
él continúa siempre “esperando a Godot”. “Y no se mueve”, como en la obra de
Samuel Beckett.
Lo
dejé en su plena disponibilidad. Salí maravillado y meditando. Gracias a estas
personas el mundo está a salvo y Dios continúa manteniendo su misericordia
sobre los que le olvidan o le consideran muerto, según dijo un filósofo que se
volvió loco. Pero existen los que vigilan y esperan, contra toda esperanza
esperan a Godot. Y esta espera hará que cada día todo sea nuevo y lleno de
jovialidad.
Un
día el sacristán lo encontró inclinado sobre el banco de la iglesia. Pensó que
dormía, pero notó que el cuerpo estaba frio y rígido.
Como
el Amigo no venía, él fue a encontrarlo. Ahora ya no necesita esperar la
llegada de Godot. Estará con el Amigo, celebrando una amistad, en el mayor goce
imaginable, por los tiempos sin fin.
Leonardo BOFF
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