San Jerónimo, presbítero y doctor de la Iglesia
fecha: 30 de septiembre
n.: c. 342 - †: 420 - país: Israel
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: c. 342 - †: 420 - país: Israel
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: Memoria de san
Jerónimo, presbítero y doctor de la Iglesia, el cual, nacido en Dalmacia,
estudió en Roma, ciudad en la que cultivó con esmero todos los saberes y
recibió el bautismo cristiano. Después, seducido por el valor de la vida
contemplativa, se entregó a la existencia ascética al ir a Oriente, donde se
ordenó de presbítero. Vuelto a Roma, fue secretario del papa Dámaso, hasta que,
tras fijar su residencia en Belén de Judea, vivió una vida monástica dedicado a
traducir y explicar las Sagradas Escrituras, revelándose como insigne doctor.
De modo admirable fue partícipe en muchas necesidades de la Iglesia y,
finalmente, llegado a una edad provecta, descansó en la paz del Señor.
Patronazgos: patrono de
Dalmacia y Lyon, de los estudiantes, profesores, académicos, teólogos,
traductores, facultades de teología, sociedades científicas, sociedades
bíblicas y ascetas; protector contra enfermedades de los ojos.
refieren a este santo: San Anfiloquio
de Iconio, San Cromacio de
Aquilea, Santa Eustoquio, San Exuperio de
Toulouse, San Gregorio de
Nacianzo, Santa Melania la
Joven, San Pammaquio, Santa Paula, San Siricio
Oración: Oh Dios, tú que
concediste a san Jerónimo una estima tierna y viva por la sagrada Escritura,
haz que tu pueblo se alimente de tu palabra con mayor abundancia y encuentre en
ella la fuente de la verdadera vida. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que
vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos
de los siglos. Amén (oración litúrgica).
Es ésta
una de las más extensas hagiografías que hemos recogido en el santoral de ETF,
pero lo insigne del personaje y lo valioso del contenido detallado con el que
Butler nos alecciona justifica excedernos de lo habitual. La iconografía
jeronimiana es extensísima, con su figura delgada reconocible siempre por la
presencia del león; hemos puesto unos pocos ejemplos: Arcangelo di Jacopo, el
hermoso medallón del san Jerónimo de Tiziano, y San Jerónimo y el León, de
Roger van der Weyden, los tres entre 1450 y 1550.
Jerónimo
(Eusebius Hieronymus Sophronius), el Padre de la Iglesia que más estudió las
Sagradas Escrituras, nació alrededor del año 342, en Stridon, una población
pequeña situada en los confines de la región dálmata de Panonia y el territorio
de Italia, cerca de la ciudad de Aquilea. Su padre tuvo buen cuidado de que se
instruyese en todos los aspectos de la religión y en los elementos de las
letras y las ciencias, primero en el propio hogar y, más tarde, en las escuelas
de Roma. En la gran ciudad, Jerónimo tuvo como tutor a Donato, el famoso
gramático pagano. En poco tiempo, llegó a dominar perfectamente el latín y el
griego (su lengua natal era el ilirio), leyó a los mejores autores en ambos
idiomas con gran aplicación e hizo grandes progresos en la oratoria; pero como
había quedado falto de la guía paterna y bajo la tutela de un maestro pagano,
olvidó algunas de las enseñanzas y de las devociones que se le habían inculcado
desde pequeño. A decir verdad, Jerónimo terminó sus años de estudio sin haber
adquirido los grandes vicios de la juventud romana, pero desgraciadamente ya
era ajeno al espíritu cristiano y adicto a las vanidades, lujos y otras
debilidades, como admitió y lamentó amargamente años más tarde. Por otra parte,
en Roma recibió el bautismo (no fue catecúmeno hasta que cumplió más o menos
los dieciocho años) y, como él mismo nos lo ha dejado dicho, «teníamos la
costumbre, mis amigos y yo de la misma edad y gustos, de visitar, los domingos,
las tumbas de los mártires y de los apóstoles y nos metíamos a las galerías
subterráneas, en cuyos muros se conservan las reliquias de los muertos».
Después de haber pasado tres años en Roma, sintió el deseo de viajar para
ampliar sus conocimientos y, en compañía de su amigo Bonoso, se fue hacia
Tréveris. Ahí fue donde renació impetuosamente el espíritu religioso que
siempre había estado arraigado en el fondo de su alma y, desde entonces, su
corazón se entregó enteramente a Dios.
En el
año 370, Jerónimo se estableció temporalmente en Aquilea donde el obispo, san Valeriano,
se había atraído a tantos elementos valiosos, que su clero era famoso en toda
la Iglesia de Occidente. Jerónimo tuvo amistad con varios de aquellos clérigos,
cuyos nombres aparecen en sus escritos. Entre ellos se encontraba san Cromacio,
el sacerdote que sucedió a Valeriano en la sede episcopal, sus dos hermanos,
los diáconos Joviniano y Eusebio, san Heliodoro y
su sobrino Nepotiano y, sobre todo, se hallaba ahí Rufino, el que fue, primero,
amigo del alma de Jerónimo y, luego, su encarnizado opositor. Ya para entonces,
Rufino provocaba contradicciones y violentas discusiones, con lo cual comenzaba
a crearse enemigos. Al cabo de dos años, algún conflicto, sin duda más grave
que los otros, disolvió al grupo de amigos, y Jerónimo decidió retirarse a
alguna comarca lejana, ya que Bonoso, el que había sido compañero suyo de
estudios y de viajes desde la infancia, se fue a vivir en una isla desierta del
Adriático. Jerónimo, por su parte, había conocido en Aquilea a Evagrio, un
sacerdote de Antioquía con merecida fama de ciencia y virtud, quien despertó el
interés del joven por el Oriente, y hacia allá partió con sus amigos Inocencio,
Heliodoro e Hylas, éste último había sido esclavo de santa Melania.
Jerónimo
llegó a Antioquía en el 374 y allí permaneció durante cierto tiempo. Inocencio
e Hylas fueron atacados por una grave enfermedad y los dos murieron; Jerónimo
también estuvo enfermo, pero sanó. En una de sus cartas a santa Eustoquio le
cuenta que en el delirio de su fiebre tuvo un sueño en el que se vio ante el
trono de Jesucristo para ser juzgado. Al preguntársele quién era, repuso que un
cristiano. «¡Mientes!», le replicaron, «tú eres un ciceroniano, puesto que
donde tienes tu tesoro está también tu corazón». Aquella experiencia produjo un
profundo efecto en su espíritu y su encuentro con san Malco,
cuya extraña historia se relata en esta obra en la fecha del 21 de octubre,
ahondó todavía más el sentimiento. Como consecuencia de aquellas emociones,
Jerónimo se retiró a las salvajes soledades de Calquis, un yermo inhóspito al
sureste de Antioquía, donde pasó cuatro años en diálogo con su alma. Ahí
soportó grandes sufrimientos a causa de los quebrantos de su salud, pero sobre
todo, por las terribles tentaciones carnales:
«En el
rincón remoto de un árido y salvaje desierto», escribió años más tarde a Santa
Eustoquio, «quemado por el calor de un sol tan despiadado que asusta hasta a
los monjes que allí viven, a mi me parecía encontrarme en medio de los deleites
y las muchedumbres de Roma... En aquel exilio y prisión a los que, por temor al
infierno, yo me condené voluntariamente, sin más compañía que la de los
escorpiones y las bestias salvajes, muchas veces me imaginé que contemplaba las
danzas de las bailarinas romanas, como si hubiese estado frente a ellas. Tenía
el rostro escuálido por el ayuno y, sin embargo, mi voluntad sentía los ataques
del deseo; en mi cuerpo frío y en mi carne enjuta, que parecía muerta antes de
morir, la pasión tenía aún vida. A solas con aquel enemigo, me arrojé en
espíritu a los pies de Jesús, los bañé con mis lágrimas y, al fin, pude domar
mi carne con los ayunos durante semanas enteras. No me avergüenzo al revelar
mis tentaciones, pero sí lamento que ya no sea yo ahora lo que entonces fui.
Con mucha frecuencia velaba del ocaso al alba entre llantos y golpes en el
pecho, hasta que volvía la calma». De esta manera pone Dios a prueba a sus
siervos, de vez en cuando; pero sin duda que la existencia diaria de san
Jerónimo en el desierto, era regular, monótona y tranquila. Con el fin de
contener y prevenir las rebeliones de la carne, agregó a sus mortificaciones
corporales el trabajo del estudio constante y absorbente, con el que esperaba
frenar su imaginación desatada. Se propuso aprender el hebreo. «Cuando mi alma
ardía con los malos pensamientos», dijo en una carta fechada en el año 411 y
dirigida al monje Rústico, «como último recurso, me hice alumno de un monje que
había sido judío, a fin de que me enseñara el alfabeto hebreo. Así, de las
juiciosas reglas de Quintiliano, la florida elocuencia de Cicerón, el grave
estilo de Fronto y la dulce suavidad de Plinio pasé a esta lengua de tono
siseante y palabras entrecortadas. ¡Cuánto trabajo me costó aprenderla y
cuántas dificultades tuve que vencer! ¡Cuántas veces dejé el estudio, desesperado
y cuántas lo reanudé! Sólo yo que soporté la tarea puedo ser testigo, yo y
también los que vivían junto a mí. Y ahora doy gracias al Señor que me permite
recoger los dulces frutos de la semilla que sembré durante aquellos amargos
estudios». No obstante su tenaz aprendizaje del hebreo de tanto en tanto se
daba tiempo para releer a los clásicos paganos.
Por
aquel entonces, la Iglesia de Antioquía sufría perturbaciones a causa de las
disputas doctrinales y disciplinarias. Los monjes del desierto de Calquis
también tomaron partido en aquellas disensiones e insistían en que Jerónimo
hiciese lo propio y se pronunciase sobre los asuntos en discusión. Él habría
preferido mantenerse al margen de las disputas, pero de todas maneras, escribió
dos cartas a san Dámaso,
que ocupaba la sede pontificia desde el año 366, a fin de consultarle sobre el
particular y preguntarle hacia cuáles tendencias se inclinaba. En la primera de
sus cartas dice: «Estoy unido en comunión con vuestra santidad, o sea con la
silla de Pedro; yo sé que, sobre esa piedra, está construida la Iglesia y quien
coma al Cordero fuera de esa santa casa, es un profano. El que no esté dentro
del arca, perecerá en el diluvio. No conozco a Vitalis; ignoro a Melesio;
Paulino [eran los que reclamaban para sí la sede de Antioquía en perpetua rivalidad]
es extraño para mí. Todo aquel que no recoge con vos, derrama, y el que no está
con Cristo, pertenece al anticristo... Ordenadme, si tenéis a bien, lo que yo
debo hacer». Como Jerónimo no recibiese pronto una respuesta, envió una segunda
carta sobre el mismo asunto. No conocemos la contestación de san Dámaso, pero
es cosa cierta que el Papa y todo el Occidente reconocieron a Paulino como
obispo de Antioquía y que Jerónimo recibió la ordenación sacerdotal de manos
del Pontífice, cuando al fin se decidió a abandonar el desierto de Calquis. Él
no deseaba la ordenación (nunca celebró el santo sacrificio) y, si consintió en
recibirla, fue bajo la condición de que no estaba obligado a servir a tal o
cual iglesia con el ejercicio de su ministerio; sus inclinaciones le llamaban a
la vida monástica de reclusión. Poco después de recibir las órdenes, se
trasladó a Constantinopla a fin de estudiar las Sagradas Escrituras bajo la
dirección de san Gregorio
Nazianceno. En muchas partes de sus escritos Jerónimo se refiere
con evidente satisfacción y gratitud a aquel período en que tuvo el honor de
que tan gran maestro le explicase la divina palabra. En el año de 382, san
Gregorio abandonó Constantinopla, y Jerónimo regresó a Roma, junto con Paulino
de Antioquía y san Epifanio,
para tomar parte en el concilio convocado por san Dámaso a fin de discutir el
cisma de Antioquía. Al término de la asamblea, el Papa lo detuvo en Roma y lo
empleó como a su secretario. A solicitud del Pontífice y de acuerdo con los
textos griegos, revisó la versión latina de los Evangelios que «había sido
desfigurada con transcripciones falsas, correcciones mal hechas y añadiduras
descuidadas». Al mismo tiempo, hizo la primera revisión al salterio en latín.
Al
mismo tiempo que desarrollaba aquellas actividades oficiales, alentaba y
dirigía el extraordinario florecimiento del ascetismo que tenía lugar entre las
más nobles damas romanas. Entre ellas se encuentran muchos nombres famosos en
la antigua cristiandad, como el de santa Marcela,
junto con su hermana santa Ásela y
la madre de ambas, santa Albina; santa Lea, santa Melania la
Mayor, la primera de aquellas damas que hizo una peregrinación a
Tierra Santa; santa Fabiola, santa Paula y
sus hijas, santa Blesila y santa Eustoquio. Pero al morir san Dámaso, en el año
384, el secretario quedó sin protección y se encontró, de buenas a primeras, en
una situación difícil. En sus dos años de actuación pública, había causado
profunda impresión en Roma por su santidad personal, su ciencia y su honradez,
pero precisamente por eso, se había creado antipatías entre los envidiosos,
entre los paganos y gentes de mal vivir, a quienes había condenado
vigorosamente y también entre las gentes sencillas y de buena voluntad, que se
ofendían por las palabras duras, claras y directas del santo y por sus
ingeniosos sarcasmos. Cuando hizo un escrito en defensa de la decisión de
Blesila, la viuda joven, rica y hermosa que súbitamente renunció al mundo para
consagrarse al servicio de Dios, Jerónimo satirizó y criticó despiadadamente a
la sociedad pagana y a la vida mundana y, en contraste con la modestia y recato
de que Blesila hacía ostentación, atacó a aquellas damas «que se pintan las
mejillas con púrpura y los párpados con antimonio; las que se echan tanta
cantidad de polvos en la cara, que el rostro, demasiado blanco, deja de ser
humano para convertirse en el de un ídolo y, si en un momento de descuido o de
debilidad, derraman una lágrima, fabrican con ella y sus afeites, una
piedrecilla que rueda sobre sus mejillas pintadas. Son esas mujeres a las que
el paso de los años no da la conveniente gravedad del porte, las que cargan en
sus cabezas el pelo de otras gentes, las que esmaltan y barnizan su perdida
juventud sobre las arrugas de la edad y fingen timideces de doncella en medio
del tropel de sus nietos». No se mostró menos áspero en sus críticas a la
sociedad cristiana, como puede verse en la carta sobre la virginidad que
escribió a santa Eustoquio, donde ataca con particular fiereza a ciertos
elementos del clero: «Todas sus ansiedades se hallan concentradas en sus
ropas... Se les tomaría por novios y no por clérigos; no piensan en otra cosa
más que en los nombres de las damas ricas, en el lujo de sus casas y en lo que
hacen dentro de ellas». Después de semejante proemio, describe a cierto clérigo
en particular, que detesta ayunar, gusta de oler los manjares que va a engullir
y usa su lengua en forma bárbara y despiadada. Jerónimo escribió a santa
Marcela en relación con cierto caballero que se suponía, erróneamente, blanco
de sus ataques: «Yo me divierto en grande y me río de la fealdad de los
gusanos, las lechuzas y los cocodrilos, pero él lo toma todo para sí mismo...
Es necesario darle un consejo: si por lo menos procurase esconder su nariz y
mantener quieta su lengua, podría pasar por un hombre bien parecido y sabio».
A nadie
le puede extrañar que, por justificadas que fuesen sus críticas, causasen
resentimientos tan sólo por la manera de expresarlas. En consecuencia, su
propia reputación fue atacada con violencia y su modestia, su sencillez, su
manera de caminar y de sonreír fueron, a su vez, blanco de los ataques de los
demás. Ni la reconocida virtud de las nobles damas que marchaban por el camino
del bien bajo su dirección, ni la forma absolutamente discreta de su
comportamiento, le salvaron de las calumnias. Por toda Roma circularon las
murmuraciones escandalosas respecto a las relaciones de san Jerónimo con santa
Paula. Las cosas llegaron a tal extremo, que el santo, en el colmo de la
indignación, decidió abandonar Roma y buscar algún retiro tranquilo en el
Oriente. Antes de partir, escribió una hermosa apología en forma de carta
dirigida a santa Asela: «Saluda a Paula y a Eustoquio, mías en Cristo, lo
quiera el mundo o no lo quiera», concluye aquella epístola, «Diles que todos
compareceremos ante el trono de Jesucristo para ser juzgados, y entonces se
verá en qué espíritu vivió cada uno de nosotros». En el mes de agosto del año
385, se embarcó en Porto y, nueve meses más tarde, se reunieron con él en Antioquía,
Paula, Eustoquio y las otras damas romanas que habían resuelto compartir con él
su exilio voluntario, y vivir como religiosas en Tierra Santa. Por indicaciones
de Jerónimo, aquellas mujeres se establecieron en Belén y Jerusalén, pero antes
de enclaustrarse, viajaron por Egipto para recibir consejo de los monjes de
Nitria y del famoso Dídimo, el maestro ciego de la escuela de Alejandría.
Gracias
a la generosidad de Paula, se construyó un monasterio para hombres, próximo a
la basílica de la Natividad, en Belén, lo mismo que otros edificios para tres
comunidades de mujeres. El propio Jerónimo moraba en una amplia caverna, vecina
al sitio donde nació el Salvador. En aquel mismo lugar estableció una escuela
gratuita para niños y una hostería, «de manera que», como dijo Santa Paula, «si
José y María visitaran de nuevo Belén, habría donde hospedarlos». Allí, por lo
menos, transcurrieron algunos años en completa paz. «Aquí se congregan los
ilustres galos y tan pronto como los británicos, tan alejados de nuestro mundo,
hacen algunos progresos en la religión, dejan las tierras donde viven y acuden
a éstas, a las que sólo conocen por relaciones y por la lectura de las Sagradas
Escrituras. Lo mismo sucede con los armenios, los persas, los pueblos de la
India y de Etiopía, de Egipto, del Ponto, Capadocia, Siria y Mesopotamia.
Llegan en tropel hasta aquí y nos ponen ejemplo en todas las virtudes. Las
lenguas difieren, pero la religión es la misma. Hay tantos grupos corales para
cantar los salmos como hay naciones... Aquí tenemos pan y las hortalizas que
cultivamos con nuestras manos; tenemos leche y los animales nos dan alimento
sencillo y saludable. En el verano, los árboles proporcionan sombra y frescura.
En el otoño, el viento frío que arrastra las hojas, nos da la sensación de
quietud. En primavera, nuestras salmodias son más dulces, porque las acompañan
los trinos de las aves. No nos falta leña cuando la nieve y el frío del
invierno nos caen encima. Dejémosle a Roma sus multitudes; le dejaremos sus
arenas ensangrentadas, sus circos enloquecidos, sus teatros empapados en
sensualidad y, para no olvidar a nuestros amigos, le dejaremos también el
cortejo de damas que reciben sus diarias visitas».
Pero no
por gozar de aquella paz, podía Jerónimo quedarse callado y con los brazos
cruzados cuando la verdad cristiana estaba amenazada. En Roma había escrito un
libro contra Helvidio sobre la perpetua virginidad de la Santísima Virgen
María, ya que aquél sostenía que, después del nacimiento de Cristo, Su Madre
había tenido otros hijos con José. Este y otros errores semejantes fueron de
nuevo puestos en boga por las doctrinas de un tal Joviniano. San Pamaquio,
yerno de santa Paula, lo mismo que otros hombres piadosos de Antioquía, se
escandalizaron con aquellas ideas y enviaron los escritos de Joviniano a san
Jerónimo y éste, como respuesta, escribió dos libros contra aquél en el año
393. En el primero, demostraba las excelencias de la virginidad cuando se
practicaba por amor a la virtud, lo que había sido negado por Joviniano, y en
el segundo atacó los otros errores. Los tratados fueron escritos con el estilo
recio, característico de Jerónimo, y algunas de sus expresiones les parecieron
a las gentes de Roma demasiado duras y denigrantes para la dignidad del
matrimonio. San Pamaquio y otros con él, se sintieron ofendidos, y así se lo
notificaron a Jerónimo; entonces, éste escribió la «Apología a Pamaquio»,
conocida también como el tercer libro contra Joviniano, en un tono que,
seguramente, no dio ninguna satisfacción a sus críticos. Pocos años más tarde,
Jerónimo tuvo que dedicar su atención a Vigilancio -a quien sarcásticamente
llama Dormancio-, un sacerdote galo romano que desacreditaba el celibato y
condenaba la veneración de las reliquias hasta el grado de llamar a los que la
practicaban, idólatras y adoradores de cenizas. En su respuesta, Jerónimo le
dijo: «Nosotros no adoramos las reliquias de los mártires, pero sí honramos a
aquellos que fueron mártires de Cristo para poder adorarlo a Él. Honramos a los
siervos para que el respeto que les tributamos se refleje en su Señor».
Protestó contra las acusaciones de que la veneración a los mártires era
idolatría, al demostrar que los cristianos jamás adoraron a los mártires como a
dioses y, a fin de probar que los santos interceden por nosotros, escribió: «Si
es cierto que cuando los apóstoles y los mártires vivían aún sobre la tierra,
podían pedir por otros hombres, ¡con cuánta mayor eficacia podrán rogar por
ellos después de sus victorias! ¿Tienen acaso menos poder ahora que están con
Jesucristo?» Defendió el estado monástico y dijo que, al huir de las ocasiones
y los peligros, un monje busca su seguridad porque desconfía de su propia
debilidad y porque sabe que un hombre no puede estar a salvo, si se acuesta
junto a una serpiente. Con frecuencia se refiere Jerónimo a los santos que
interceden por nosotros en el cielo. A Heliodoro lo comprometió a rezar por él
cuando estuviese en la gloria y a santa Paula le dijo, en ocasión de la muerte
de su hija Blesila: «Ahora eleva preces ante el Señor por ti y obtiene para mí
el perdón de mis culpas».
Del año
395 al 400, san Jerónimo hizo la guerra a la doctrina de Orígenes y,
desgraciadamente, en el curso de la lucha, se rompió su amistad de veinticinco
años con Rufino. Tiempo atrás le había escrito a éste la declaración de que
«una amistad que puede morir nunca ha sido verdadera», lo mismo que, mil
doscientos años más tarde, diría Shakespeare:
...Love is not love
which alters when its alteration finds
or bends with the remover to remove.
(No es amor el amor / que se altera ante un tropiezo / o se dobla ante el peligro)
...Love is not love
which alters when its alteration finds
or bends with the remover to remove.
(No es amor el amor / que se altera ante un tropiezo / o se dobla ante el peligro)
Sin
embargo, el afecto de Jerónimo por Rufino sucumbió ante el celo del santo por
defender la verdad. Jerónimo, como escritor, recurría continuamente a Orígenes
y era un gran admirador de su erudición y de su estilo, pero tan pronto como
descubrió que en el Oriente algunos se habían dejado seducir por el prestigio
de su nombre y habían caído en gravísimos errores, se unió a san Epifanio para
combatir con vehemencia el mal que amenazaba con extenderse. Rufino, que vivía
por entonces en un monasterio de Jerusalén, había traducido muchas de las obras
de Orígenes al latín y era un entusiasta admirador suyo, aunque no por eso debe
creerse que estuviese dispuesto a sostener las herejías que, por lo menos
materialmente, se hallan en los escritos de Orígenes. San Agustín fue
uno de los hombres buenos que resultaron afectados por las querellas entre
Orígenes y Jerónimo, a pesar de que nadie mejor que él estaba en posición de
comprender la actitud de Jerónimo, puesto que mantuvo con éste una larga
controversia en relación con la exégesis del capítulo segundo de la epístola de
San Pablo a los gálatas. No obstante que san Agustín empleó a fondo su tacto y
sus buenas maneras, con sus primeras cartas hirió la susceptibilidad de
Jerónimo, quien le escribió en el año 416 con estas palabras: «Nunca he dejado
de atacar a los herejes y he hecho todo lo posible por considerar siempre a los
enemigos de la Iglesia como enemigos personales míos». Sin embargo, parece ser
que, a veces, Jerónimo consideraba que todos aquellos que tuviesen opiniones
distintas a las suyas eran, necesariamente, enemigos de la Iglesia. En la
cuestión de defender el bien y combatir el mal, no tenía el sentido de la
moderación. Era fácil que se dejase arrastrar por la cólera o por la
indignación, pero también se arrepentía con extraordinaria rapidez de sus
exabruptos. Hay una anécdota referente a cierta ocasión en la que el papa Sixto
V contemplaba una pintura donde aparecía el santo cuando se golpeaba el pecho
con una piedra, «Haces bien en utilizar esa piedra», dijo el Pontífice a la imagen,
«porque sin, ella, la Iglesia nunca te hubiese canonizado».
Pero
sus denuncias, alegatos y controversias, por muy necesarios y brillantes que
hayan sido, no constituyen la parte más importante de sus actividades. Nada dio
tanta fama a san Jerónimo como sus obras críticas sobre las Sagradas
Escrituras. Por eso, la Iglesia le reconoce como a un hombre especialmente
elegido por Dios y le tiene por el mayor de sus grandes doctores en la
exposición, la explicación y el comentario de la divina palabra. El papa
Clemente VIII no tuvo escrúpulos en afirmar que Jerónimo tuvo la asistencia
divina al traducir la Biblia. Por otra parte, nadie mejor dotado que él para
semejante trabajo: durante muchos años había vivido en el escenario mismo de
las Sagradas Escrituras, donde los nombres de las localidades y las costumbres
de las gentes eran todavía los mismos. Sin duda que muchas veces obtuvo en
Tierra Santa una clara representación de diversos acontecimientos registrados
en las Escrituras. Conocía el griego y el arameo, lenguas vivas por aquel
entonces y, también sabía el hebreo que, si bien había dejado de ser un idioma
de uso corriente desde el cautiverio de los judíos, aún se hablaba entre los
doctores de la ley. A ellos recurrió Jerónimo para una mejor comprensión de los
libros santos e incluso tuvo por maestro a un docto y famoso judío llamado Bar
Ananías, el cual acudía a instruirle por las noches y con toda clase de
precauciones para no provocar la indignación de los otros doctores de la ley.
Pero no hay duda de que, además de todo eso, Jerónimo recibió la ayuda del
cielo para obtener el espíritu, el temperamento y la gracia indispensables para
ser admitido en el santuario de la divina sabiduría y comprenderla. Además, la
pureza de corazón y toda una vida de penitencia y contemplación, habían
preparado a Jerónimo para recibir aquella gracia. Ya vimos que, bajo el
patrocinio del papa San Dámaso, revisó en Roma la antigua versión latina de los
Evangelios y los salmos, así como el resto del Nuevo Testamento. La traducción
de la mayoría de los libros del Antiguo Testamento escritos en hebreo, fue la
obra que realizó durante sus años de retiro en Belén, a solicitud de todos sus
amigos y discípulos más fieles e ilustres y por voluntad propia, ya que le
interesaba hacer la traducción del original y no de otra versión cualquiera. No
comenzó a traducir los libros por orden, sino que se ocupó primero del Libro de
los Reyes y siguió con los demás, sin elegirlos. Las únicas partes de la Biblia
en latín, conocida como la Vulgata, que no fueron traducidas por san Jerónimo,
son los libros de la Sabiduría, el Eclesiástico, el de Baruc y los dos libros
de los Macabeos. Hizo una segunda revisión de los salmos, con la ayuda del
Hexaplas de Orígenes y los textos hebreos, y esa segunda versión es la que está
incluida en la Vulgata y la que se usó durante siglos en los oficios divinos.
El Concilio de Trento designó a la Vulgata de San Jerónimo, como el texto
bíblico latino auténtico o autorizado por la Iglesia católica, sin implicar por
ello alguna preferencia por esta versión sobre el texto original u otras
versiones en otras lenguas. En 1907, el papa san Pío X confió a los monjes
benedictinos la tarea de restaurar en lo posible los textos de san Jerónimo en
la Vulgata ya que, al cabo de quince siglos de uso, habían sido
considerablemente modificados y corregidos; esta tarea fue el origen de la que
en la actualidad se llama «neovulgata», que no es la restauración de la de
Jerónimo sino una nueva traducción, pero en el espíritu de la jeronimiana.
En el
año de 404, san Jerónimo tuvo la gran pena de ver morir a su inseparable amiga
santa Paula y, pocos años después, cuando Roma fue saqueada por las huestes de
Alarico, gran número de romanos huyeron y se refugiaron en el Oriente. En
aquella ocasión, san Jerónimo les escribió de esta manera: «¿Quién hubiese
pensado que las hijas de esa poderosa ciudad tendrían que vagar un día, como
siervas o como esclavas, por las costas de Egipto y del África? ¿Quién se
imaginaba que Belén iba a recibir a diario a nobles romanas, damas distinguidas
criadas en la abundancia y reducidas a la miseria? No a todas puedo ayudar,
pero con todas me lamento y lloro y, completamente entregado a los deberes que
la caridad me impone para con ellas, he dejado a un lado mis comentarios sobre
Ezequiel y casi todos mis estudios. Porque ahora es necesario traducir las
palabras de la Escritura en hechos y, en vez de pronunciar frases santas,
debemos actuarlas». De nuevo, cuando su vida estaba a punto de terminar, tuvo
que interrumpir sus estudios por una incursión de los bárbaros y, algún tiempo
después, por las violencias y persecuciones de los pelagianos, quienes enviaron
a Belén a una horda de rufianes para atacar a los monjes y las monjas que ahí
moraban bajo la dirección y la protección de san Jerónimo, el cual había
atacado a Pelagio en sus escritos. Durante aquella incursión, algunos
religiosos y religiosas fueron maltratados, un diácono resultó muerto y casi
todos los monasterios fueron incendiados. Al año siguiente, murió santa
Eustoquio y, pocos días más tarde, san Jerónimo la siguió a la tumba. El 30 de
septiembre del año 420, cuando su cuerpo extenuado por el trabajo y la
penitencia, agotadas la vista y la voz, parecía una sombra, pasó a mejor vida.
Fue sepultado en la iglesia de la Natividad, cerca de la tumba de Paula y
Eustoquio, pero mucho tiempo después, sus restos fueron trasladados al sitio
donde reposan hasta ahora, en la basílica de Santa María la Mayor, en Roma. Los
artistas representan con frecuencia a san Jerónimo con los ropajes de un
cardenal, debido a los servicios que prestó al papa san Dámaso, aunque a veces
también lo pintan junto a un león, porque se dice que domesticó a una de esas
fieras a la que sacó una espina que se había clavado en la pata. La leyenda
pertenece más bien a san Gerásimo,
pero el león podría ser el emblema ideal de aquel noble, indomable y valiente
defensor de la fe.
La
bibliografía sobre Jerónimo es enorme, como es lógico, y no tiene en este caso
sentido reproducir aquí la del artículo origuinal del Butler-Guinea, que ha
quedado por completo desactualizada. Una vida del santo y una introducción más
detallada a su obra puede encontrarse en la «Patrología» de
Quasten-Di Berardino, BAC, 1981, tomo III, pág. 249ss., con
abundante bibliografía.
fuente: «Vidas de los
santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
accedida 3947 veces
ingreso o última modificación
relevante: ant 2012
Estas biografías de
santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta
ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y
servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar
esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el
siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.orgindex.php?idu=sn_3560
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