El Resucitado nos lleva siempre de la duda a la confianza
¡Cuántos hombres y mujeres en nuestros días viven marcados por las dudas, los miedos, las inquietudes, la desorientación, la desesperanza, la desilusión y el sin sentido de la vida! ¡Cuánta gente, ante la pregunta de cómo están, responde con sinceridad: voy tirando! Para salir de esta situación es necesario que escuchemos al Señor una y otra vez: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25-26). Esta realidad que nos manifiesta Jesucristo, diciéndonos lo que Él es para nosotros, nos hace acudir a su Persona para beber, para entrar en comunión con Él, para vivir en su amor infinito que es fuente de vida.
A todos vosotros, los que tenéis fe y vivís en una adhesión sincera a Jesucristo siendo miembros activos de la Iglesia, y a los que por los motivos que fuere dudáis o no creéis en Jesucristo, os hago las mismas preguntas que les hizo el Señor a los primeros discípulos: ¿Por qué os alarmáis? ¿Por qué surgen dudas en vuestro corazón? Es muy importante que nos veamos en la verdad de todos los sentimientos que están en el fondo de nuestras vidas. Hay miedos y falta de confianza, hay soledades y tristezas. No sabemos salir por nosotros mismos de esta situación. Y Jesucristo, mientras vamos por el camino de la vida, por esa senda en la que se construye nuestra historia personal y colectiva, se presenta en medio de nosotros. Tengamos la valentía de escucharle y acogerle. Tengamos la osadía de acoger las preguntas que nos hace en lo más profundo de nuestro corazón. Pero, primero, seamos valientes para escuchar lo que nos dice: “Paz a vosotros”. ¿Qué paz es esta? Es el mismo Cristo. Nos lo dice el apóstol Pablo: “Él, Cristo, es nuestra paz” (Ef 2, 14). Y es que Jesucristo no sólo nos ha traído la paz: Él es nuestra paz. Por eso, el apóstol Pablo, en muchas ocasiones, nos dice: “Gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (Ef 1, 2). Es importante experimentar que la paz es el mismo Jesucristo. Por eso, el ser humano necesita acoger al Señor, que es acoger la paz, para quitar los miedos, las dudas, los desconciertos, todos los estados anímicos que nos impiden ser felices y no nos dejan hacer felices a los demás. Y que destruyen al hombre y la convivencia entre todos. Hemos de acoger con confianza al Señor.
Lo primero que entrega Jesucristo a los hombres que le abren las puertas de sus vidas es la paz. Así lo vemos en el Evangelio: “Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dice: paz a vosotros” (Jn 24, 36). Él es la paz. Él es modelo, y da fondo y forma a quien lo acoge en su Vida. Esa Vida es la Paz de Jesucristo, que da a todo ser humano capacidad y gracia para expresar, manifestar y hacer en este mundo que el Amor de Dios sea la fuerza que construye, dinamiza y une a todos los hombres, capacitándonos para crear la “cultura del encuentro”. La Paz que regala el Señor es el conjunto de bienes mesiánicos. Es un don que se nos ofrece; es Cristo mismo, un regalo inmenso para que el hombre, acogiendo al Señor en su vida, dejando que su vida entera sea ocupada por Él, sea capaz de realizar la revolución auténtica que da un rostro de novedad absoluta al hombre y a la historia, haciendo posible que se pongan los cimientos de la civilización que da el Resucitado. Cimientos nuevos para un mundo nuevo. ¡Atrévete a vivir así!
Precisamente eso fue lo que el Señor dice a los discípulos: “¿Por qué os alarmáis? ¿Por qué surgen dudas en vuestro corazón?” (Jn 24, 38). Esos miedos, dudas, desconciertos, reflejan todo un estado de ánimo que Jesús quiere quitar de sus vidas. Y es que con ese estado anímico no se puede hacer nada de nada. Los discípulos del Señor tienen que ser instrumentos de cambio real en este mundo, tienen la Vida misma del Señor y, por ello, es necesario que vivan en su confianza. Nosotros necesitamos pasar de la duda a la confianza. Para ello, no hay más remedio que volver la mirada al Señor, como nos invita el Papa Francisco. Volver al Señor: se nos pide que volvamos a mirarle, nos lo pide Él mismo: “Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Dicho esto les mostró las manos y los pies” (Jn 24, 39-40). El Resucitado es la persona entera de Jesús. Mirar las manos y los pies de Jesús es volver a descubrir esas manos que curan, que liberan, que despiertan vida, que son vitalizantes, que acarician a los niños, que expulsan demonios, que lavan los pies y vendan las heridas, que multiplican los panes y nos hacen descubrir que la lógica del hombre no es la de Dios, que bendicen y perdonan. Y los pies de Jesús, que abren camino, que son pacientes y ligeros, que se gastan de tanto caminar en búsqueda de las ovejas perdidas, que son pies entregados en búsqueda de todos los hombres sin excepción, pies que regalan y acercan el abrazo y la misericordia de Dios a todos los hombres.
Pasemos de la duda a la confianza en el Resucitado. Él viene a poner Luz en nuestra oscuridad, a regalarnos esperanza, a darnos su amistad. En la confianza que supone abrir las puertas de nuestra vida a Jesucristo se hacen verdad aquellas palabras de Jesús: “Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras” (Jn 24, 45). Y también cuando les dio un imperativo: “Vosotros sois testigos de esto” (Jn 24, 48). Tenemos que tener modelos para pasar de la duda a la confianza en Jesucristo. Modelos como Abrahán, que escuchó siempre a Dios y lo obedeció. O Salomón, un buscador apasionado de la sabiduría de Dios que cuando el Señor le dice: “pídeme lo que quieras que te de”, el sabio rey responde: “concede, pues, a tu siervo, un corazón que entienda”. Escuchar y entender nos llevan siempre a la confianza.
Pasar de la duda a la confianza nos hace experimentar estas bienaventuranzas:
1) Bienaventurados, porque en la confianza tenemos los mismos sentimientos de Cristo.
2) Bienaventurados, porque en la confianza creemos en el amor: Dios es amor. Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él.
3) Bienaventurados, porque al darnos la vida el Señor nos convierte en evangelios vivientes: “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, 1).
4) Bienaventurados, porque hemos sido llamados a ser discípulos misioneros: id por todo el mundo y proclamar la buena nueva a toda la creación.
5) Bienaventurados, porque en Cristo encontramos la fuerza necesaria para vivir el amor fraterno.
6) Bienaventurados, porque en cualquier oscuridad tenemos siempre la Luz, que es Cristo.
7) Bienaventurados, porque ser cristianos es pertenecer a Cristo y tenerlo como único dueño y Señor de nuestra vida y de la historia.
8) Bienaventurados, porque en Jesucristo encontramos la verdad de Dios y la verdad del hombre, la gloria de Dios y la gloria del hombre.
Con gran afecto, os bendice:
+Carlos, Arzobispo de Madrid
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