Tú, que llevaste de la mano al Hijo de Dios, ruega por nosotros
2 Mayo, 2017 por Deja un comentario
Las manos de Dios, como manos de alfarero, imprimieron la forma de Cristo en aquel barro primordial que había de ser el hombre creado, varón y mujer. El pueblo de Israel creció cobijado a la sombra de la mano portentosa de Dios, guiado y conducido con brazo extendido y con mano fuerte. Las manos de Cristo repartieron a las multitudes aquel pan del milagro que, tiempo después, habría de ser Él mismo hecho pan de Eucaristía. Esas manos curaron enfermos, acariciaron a los niños, se elevaron continuamente en oración al Padre, tocaron la tierra del dolor y de la agonía en Getsemaní, fueron traspasadas por los clavos de la Cruz y glorificadas por aquella misma diestra de Dios, que en el Principio creó los cielos y la tierra.
Las manos de Cristo fueron, primero, manos de María que guiaron la Encarnación del Verbo. En manos de María descansaron esas manos de Dios, acostumbradas a mostrar su grandioso poder por medio de signos y prodigios extraordinarios. Y así, en las manos de María estaba manifestando el Padre el mayor de todos esos signos y prodigios: un Dios hecho carne y manos de niño, que escondía toda la gloria de su divinidad entre los dedos y las manos de María. Dueña, como Madre, del poder de Dios, Ella sigue teniendo en sus manos maternas las manos gloriosas de Cristo. A la sombra de esas manos de María ha de crecer también tu vida, abandonada a la sombra de ese poder providente de Dios que guía y conduce los hilos de tu día a día. Ella condujo de la mano al Verbo encarnado hacia el Padre. No dudes tampoco de que su mano materna cobija tu alma a la sombra de Dios y te conduce hacia Cristo.
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