La herencia de exclusión en la historia
de Brasil
2017-09-08
El proceso de
colonización de ayer y la recolonización actual, impuesta por los países
centrales, está teniendo el efecto de producir, consolidar y profundizar
nuestra dependencia y fragilizar nuestra democracia, siempre amenazada por
algún golpe de las élites adineradas, cuando se dan cuenta del ascenso de las
clases populares, vistas como una amenaza a sus altos niveles de acumulación.
Así fue con el golpe de 2017 detrás del cual estaban y están los dueños del
dinero.
Hay
que reconocer que seguimos en la periferia de los países centrales, que desde
el siglo XVI nos mantienen enganchados a ellos. Brasil no se sostiene de pie
autónomamente. Yace injustamente “acostado eternamente en cuna espléndida”. La
mayoría de la población está compuesta por los supervivientes de una gran
tribulación histórica de sometimiento y de marginación.
La
Casa grande y la Senzala constituyen los goznes teóricos
articuladores de todo el edificio social. La mayoría de los habitantes de la Senzala,
sin embargo, aún no ha descubierto que la opulencia de la Casa Grande
fue construida con su trabajo superexplotado, con su sangre y con sus vidas, absolutamente
desgastadas.
Nunca
tuvimos una Bastilla que derribara a los dueños seculares del poder y del
privilegio y permitiese la emergencia de otro sujeto de poder, capaz de moldear
la sociedad brasileña de forma que todos pudieran caber en ella. Las clases
acomodadas practicaron la conciliación entre ellas, excluyendo siempre al
pueblo. El juego nunca cambió, sólo se barajan de otra manera las cartas de la
misma y única baraja, como mostró Marcel Burztyn: El país de las
alianzas, las élites y el continuismo en Brasil (1990) y más
recientemente Jessé de Souza: Atraso de las élites: de la esclavitud
hasta hoy día (2017).
La
filósofa Marilena Chauí resumió sintéticamente el legado perverso de esta
herencia: “La sociedad brasileña es una sociedad autoritaria, sociedad
violenta, con una economía predatoria de los recursos humanos y naturales,
conviviendo con naturalidad con la injusticia, la desigualdad, la ausencia de
libertad y con los espantosos índices de las diversas formas
institucionalizadas –formales e informales– de exterminio físico y psíquico, y
de exclusión social, política y cultural” (500 años, cultura y política en
Brasil, 1993: 51-52). El golpe parlamentario, jurídico y mediático de 2016
se enmarca en esta tradición.
El
orden capitalista se encuentra en una posición absolutamente hegemónica en este
escenario de la historia, sin oposición o alternativa inmediata a él.
Como
nunca antes, el orden y la cultura del capital muestran inequívocamente su
rostro inhumano, creando una absurda concentración de riqueza a costa de la
devastación de la naturaleza, del agotamiento de la fuerza de trabajo y de una
terrible pobreza mundial.
Hay
crecimiento/desarrollo sin trabajo porque la utilización creciente de la
informatización y de la robotización suprime el trabajo humano y crea
desempleados estructurales, hoy totalmente descartables. Se cuentan por
millones en los países centrales y entre nosotros, particularmente, tras el
golpe parlamentario de 2016.
El
mercado mundial, caracterizado por una competencia feroz, es profundamente
asesino. Quien está en el mercado, existe; quien no resiste, deja de existir.
Los países pobres pasan de la dependencia a ser prescindibles. Son excluidos
del nuevo orden-desorden mundial y entregados a su propia miseria, como África,
o son integrados de forma subalterna, como los países latinoamericanos,
especialmente el Brasil del golpe parlamentario.
Los
incluidos de forma agregada asisten a un drama terrible. Ven como se crean
dentro de ellos islas de bienestar material con todas las ventajas de los
países centrales, un 30% de la población, al lado del mar de miseria y de
exclusión de las grandes mayorías, que en Brasil alcanzan a más de la mitad de
la población. Es la perversidad del orden del capital, un sistema anti-vida
como a menudo lo ha incriminado el Papa Francisco.
No
debemos evitar la dureza de las palabras, pues la tasa de iniquidad social para
gran parte de la humanidad se presenta insostenible desde el sentido de una
ética mínima y de compasión solidaria. Una razón más para convencernos de
que no hay futuro para un Brasil insertado de esta forma en la globalización
económico-financiera, excluyente y destructora de la esperanza, es ver cómo
está siendo impuesta con la máxima celeridad por el nuevo gobierno ilegítimo.
Hay
que buscar otro paradigma diferente y alternativo no sólo para Brasil sino para
el mundo. Lentamente está siendo gestado en los movimientos de base y en
sectores progresistas del mundo entero con sensibilidad ecológico-social,
fundada en el cuidado y en la responsabilidad colectiva. De lo contrario
podemos ser llevados por un camino sin retorno.
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