San Jenaro de Benevento | |
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San Jenaro de Benevento, obispo y mártir
San Jenaro, obispo de Benevento, mártir por Cristo en Puzzuoli, cerca de la ciudad de Nápoles, en la Campania, en tiempo de persecución contra la fe cristiana.
Jenaro, natural según unos, de Nápoles y, según otros, de Benevento, fue obispo en la última de las ciudades nombradas cuando estalló la terrible persecución de Diocleciano. Sucedió por entonces que Sosso, diácono de Miseno, Próculo, diácono de Pozzuoli, y los laicos Euticio y Acucio fueron detenidos en Pozzuoli por orden del gobernador de Campania, ante el cual habían confesado su fe. Por su sabiduría y sus virtudes, Sosso había conquistado la amistad de san Jenaro y, en cuanto éste tuvo noticias de que aquel siervo de Dios y otros compañeros habían caído en manos de los perseguidores, decidió ir a visitarlos y a darles consuelo y aliento en la prisión. Como era de esperarse, sus visitas no pasaron inadvertidas para los carceleros, quienes dieron cuenta a sus superiores de que un hombre de Benevento iba con frecuencia a hablar con los cristianos. El gobernador mandó que aprehendieran al imprudente desconocido y lo llevaran a su presencia. Jenaro, el obispo, Festo, su diácono, y Desiderio, un lector de su iglesia, fueron detenidos dos días más tarde y conducidos a Nola, donde se hallaba el gobernador. Ahí, los tres soportaron con entereza los interrogatorios y las torturas a que fueron sometidos. Poco tiempo después, el gobernador debió trasladarse a Pozzuoli y los tres confesores, cargados con pesadas cadenas, tuvieron que caminar delante de su carro hasta aquella ciudad, donde fueron arrojados a la misma prisión en que se hallaban los otros cuatro mártires antes mencionados. A todos se les condeno a ser despedazados por las fieras y sólo aguardaban, hacinados en la inmunda celda, a que se cumpliera la sentencia. Un día antes de la llegada de san Jenaro y sus dos compañeros, los otros cuatro confesores fueron expuestos a las bestias que no hicieron otra cosa más que rondar en torno suyo, sin atacarlos. Algunos días más tarde, los siete condenados fueron conducidos a la arena del anfiteatro y, para decepción del público, las fieras hambrientas y provocadas no hicieron otra cosa que rugir mansamente, sin acercarse siquiera a sus presuntas víctimas. El pueblo, irritado y sorprendido, imputó a la magia la salvación de los cristianos y vociferó para pedir que los mataran, de suerte que ahí mismo los siete confesores fueron condenados a morir decapitados. La sentencia se ejecutó cerca de Pozzuoli, y en el mismo sitio fueron enterrados los restos de los mártires.
Con el correr del tiempo, la ciudad de Nápoles entró en posesión de las reliquias de san Jenaro que, en el siglo quinto, fueron trasladadas desde la pequeña iglesia de San Jenaro, vecina a la Solfatara, donde se hallaban sepultadas. Durante las guerras de los normandos, los restos del santo fueron llevados a Benevento y, poco después, al monasterio de Monte Vergine, pero en 1497, se trasladaron con toda solemnidad a Nápoles que, desde entonces, honra y venera a san Jenaro como su patrono principal.
Ninguna investigación puede correr el riesgo de depender de los datos sobre el martirio de san Jenaro que mencionamos arriba; los que figuran en sus «actas» son de fecha muy posterior y enteramente indignos de confianza. En realidad, no se sabe nada con certeza de él ni de los otros que fueron también martirizados. Toda la fama del santo radica en ese «milagro permanente» (como lo llama Baronio) que es la licuefacción de la supuesta reliquia de la sangre del santo que se conserva en la capilla del tesoro de la iglesia catedral de Nápoles, un suceso maravilloso que se reproduce periódicamente desde hace cuatrocientos años. La reliquia consiste en una masa sólida, oscura y opaca, que llena hasta la mitad una redoma de cristal sostenida por un relicario de metal. En dieciocho ocasiones durante el año, relacionadas con la traslación de los restos a Nápoles (el sábado anterior al primer domingo de Mayo), con la fiesta del santo (19 de septiembre) y el aniversario de la salvadora intervención del mismo para evitar los catastróficos efectos de una erupción del Vesubio en 1631 (16 de diciembre), un sacerdote expone la famosa reliquia sobre el altar, frente a una urna que contiene la supuesta cabeza de san Jenaro. Los fieles que llenan la iglesia en esas fechas, especialmente representados por un grupo de mujeres pobres conocidas con el nombre de «zie di San Gennaro» (tías de san Jenaro) y que ocupan un lugar de privilegio junto al altar, entonan plegarias y cánticos. Al cabo de un lapso que varía entre los dos minutos y una hora -por regla general-, el sacerdote agita el relicario con la redoma, lo vuelve cabeza abajo y la masa que era negra y sólida y permanecía seca, adherida al fondo del frasco, se desprende y se mueve, se torna líquida y adquiere un color rojizo, a veces burbujea y siempre aumenta de volumen. No sólo se realiza todo eso a la vista de las personas que estén en la nave del templo, sino de aquéllas que tienen el privilegio de ser admitidas en el santuario y que pueden ver el prodigio a menos de un metro de distancia. Y en aquel momento, el sacerdote anuncia con toda solemnidad: «¡Ha ocurrido el milagro!», se canta el Te Deum y la reliquia es venerada por la congregación y por el clero.
Ninguno de los milagros o hechos sobrenaturales comprobados ha sido estudiado con mayor detenimiento, ni examinado por gentes de opiniones más opuestas, que este caso de la licuefacción de la sangre de san Jenaro, y se puede afirmar, sin temor a equívocos, que ningún investigador o perito con experiencia, por racionalista que sea, se atreve a decir ahora que no sucede lo que se asegura que ocurre. No hay ningún truco posible y tampoco hay, hasta ahora, alguna explicación satisfactoria (aunque se han ofrecido muchas por parte de los católicos y de los que no lo son), a no ser la de que se trata de un auténtico milagro. Sin embargo, antes de que un milagro sea reconocido con absoluta certeza, deben agotarse todas las explicaciones naturales, y todas las interrogantes deben tener su respuesta.
Entre los elementos positivamente ciertos en relación con esta reliquia, figuran los siguientes:
- La substancia oscura que se dice ser la sangre de san Jenaro (la que, desde hace más de 300 años permanece herméticamente encerrada dentro de la redoma de cristal que está sujeta y sellada por el armazón metálico del relicario) no ocupa siempre el mismo volumen dentro del recipiente que la contiene. Algunas veces, la masa dura y negra ha llenado casi por completo la redoma y, en otras ocasiones, ha dejado vacío un espacio equivalente a más de una tercera parte de su tamaño.
- Al mismo tiempo que se produce esta variación en el volumen, se registra una variante en el peso que, en los últimos años, ha sido verificada en una balanza rigurosamente precisa. Entre el peso máximo y el mínimo se ha llegado a registrar una diferencia de hasta 27 gramos.
- El tiempo más o menos rápido en que se produce la licuefacción, no parece estar vinculado con la temperatura ambiente. Hubo ocasiones en que la atmósfera tenía una temperatura media de más de 30° centígrados y transcurrieron dos horas antes de que se observaran signos de licuefacción. Por otra parte, en temperaturas de 5° a 8° centígrados más bajas, la completa licuefacción se produjo en un lapso de 10 a 15 minutos.
- No siempre tiene lugar la licuefacción de la misma manera. Se han registrado casos en que el contenido líquido de la redoma, burbujea, se agita y adquiere un color carmesí muy vivo, mientras que, en otras oportunidades, su color es opaco y su consistencia pastosa.
Entre las dificultades que surgen para aceptar el fenómeno como un milagro, cabe señalar las siguientes:
- El hecho de que en la enorme mayoría de los casos de otras reliquias de la sangre de los mártires que se encuentran en Nápoles y en las que se observa más o menos el mismo fenómeno, como la sangre de san Juan Bautista, la de san Esteban y la de santa Úrsula, son reliquias positivamente espurias.
- Por siete veces, la sangre de san Jenaro se tornó líquida mientras un joyero hacía reparaciones en el relicario, pero a menudo, durante las exhibiciones del mes de diciembre, no se produjo la licuefacción.
- La autenticidad de la misma reliquia es muy problemática, puesto que no contamos con registros sobre el culto a san Jenaro, anteriores al siglo quinto. Además, existe una consideración de mayor peso: si la reliquia no es auténtica, ¿por qué ocurre con ella tan grande maravilla? ¿Qué propósitos tendría el milagro en una reliquia falsa?
A esto se podría responder de la misma manera que a las interrogantes sobre otros muchos milagros: no tratemos de entender los infinitos caminos de Dios. Y si bien es verdad que durante siglos la licuefacción de la sangre de san Jenaro ha sido una manifestación permanente de la omnipotencia de Dios para cientos de miles de napolitanos, es necesario tener en cuenta que los prodigios de esta naturaleza son, definitivamente, un obstáculo para la fe de otras gentes, de distinto temperamento, pero que también deben ser salvadas. Los milagros que registran las Sagradas Escrituras son hechos revelados y objetos de fe1. Hay otros milagros que no se consideran bajo el mismo punto de vista, y nuestra fe no los tiene como sustento, a diferencia de los anteriores, a pesar de que confirman e ilustran esa misma fe; tampoco exigen o admiten esos prodigios un asentimiento mayor que el indicado por la prudencia y que proviene de las pruebas obtenidas por las autoridades humanas en la materia, de las cuales dependen. No porque se confirme la realización de tales milagros, se deben admitir a ojos cerrados; las pruebas del hecho y de las circunstancias en que se produjo tienen que ser examinadas a fondo y debidamente pesadas y, cuando eso falla, es la prudencia la que rechaza o admite nuestro asentimiento. Si las evidencias humanas establecen la certeza de un milagro fuera de toda duda posible, mayores motivos habrá para alentarnos a elevar nuestros espíritus hacia Dios en humilde adoración, en amorosa alabanza, para honrarle en sus santos ya que, por medios tan maravillosos, nos da pruebas tangibles de la gloria a la que los ha exaltado.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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Obispo y mártir(+ 305) Los santos Jenaro, Festo, Desiderio, Sosso, Eutiques y Acucio, de los que tenemos Passiones muy posteriores, parece que derramaron su sangre por Cristo al comienzo del siglo IV.
En una breve nota hagiográfica de la Liturgia de las Horas se lee, efectivamente, que Jenaro "fue obispo de Benevento; durante la persecución de Diocleciano sufrió el martirio, juntamente con otros cristianos, en la ciudad de Nápoles, en donde se le tiene una especial veneración". Los obispos de Benevento con este nombre son por lo menos dos: San Jenaro, mártir en el 305, y San Jenaro 11, que en el 342 participó en el concilio de Sardes.
Este último, perseguido ,por los arrianos por su adhesión a la fe de Nicea, se lo habría venerado como mártir. Pero la mayoría de los historiadores se inclinan a identificar al patrono de Nápoles con el primero, o mejor con un mártir napolitano de Pozzuoli. Condenado "ad bestias" en el anfiteatro de Pozzuoli, junto con los compañeros de fe, a causa del atraso de un juez, fue decapitado en vez de ser echado en pasto a las fieras para la gratuita y macabra diversión de los paganos. Más de un siglo después, en el 432, con ocasión del traslado de las reliquias de Pozzuoli a Nápoles, una mujer le habría entregado al obispo Juan dos ampollas pequeñas con la sangre coagulada de San Jenaro.
Casi como garantía de la afirmación de la mujer la sangre se volvió líquida ante los ojos del obispo y de una gran muchedumbre de fieles. Ese acontecimiento extraordinario se repite constantemente todos los años en determinados días, es decir, el sábado anterior al primer domingo de mayo y en los ocho días siguientes; el 16 de diciembre y el 19 de septiembre y durante toda la octava de las celebraciones en su honor. El fenómeno se realiza también en fechas variables, y de ahí deducen los devotos del santo acontecimientos faustos o infaustos.
Los testimonios de este fenómeno comienzan desde 1329 y son tan numerosos y concordantes que no se pueden tener dudas. El prodigio, porque así lo considera hasta la ciencia, merece la afectuosa admiración con que lo sigue el pueblo. La sincera devoción de los napolitanos por este mártir, históricamente poco identificable, ha hecho que la memoria de San Jenaro, celebrada litúrgicamente desde 1586, se haya conservado en el nuevo calendario.
Puesto que el fenómeno no tiene ninguna explicación natural, pues no depende ni de la temperatura ni del ambiente, podemos atribuirle el significado simbólico de vivo testimonio de la sangre de todos los mártires en la vida de la Iglesia, que nació de la sangre de la primera víctima, Cristo crucificado.
Entre los elementos positivamente ciertos en relación con esta reliquia, figuran los siguientes:
1 -La substancia oscura que se dice ser la sangre de San Genaro (la que, desde hace más de 300 años permanece herméticamente encerrada dentro del recipiente de cristal que está sujeta y sellada por el armazón metálico del relicario) no ocupa siempre el mismo volumen dentro del recipiente que la contiene. Algunas veces, la masa dura y negra ha llenado casi por completo el recipiente y, en otras ocasiones, ha dejado vacío un espacio equivalente a más de una tercera parte de su tamaño.
2 -Al mismo tiempo que se produce esta variación en el volumen, se registra una variante en el peso que, en los últimos años, ha sido verificada en una balanza rigurosamente precisa. Entre el peso máximo y el mínimo se ha llegado a registrar una diferencia de hasta 27 gramos.
3 -El tiempo más o menos rápido en que se produce la licuefacción, no parece estar vinculado con la temperatura ambiente. Hubo ocasiones en que la atmósfera tenía una temperatura media de más de 30º centígrados y transcurrieron dos horas antes de que se observaran signos de licuefacción. Por otra parte, en temperaturas de 5º a 8º centígrados más bajas, la completa licuefacción se produjo en un lapso de 10 a 15 minutos.
4 -No siempre tiene lugar la licuefacción de la misma manera. Se han registrado casos en que el contenido líquido burbujea, se agita y adquiere un color carmesí muy vivo, en otras oportunidades, su color es opaco y su consistencia pastosa. Aunque no se ha podido descubrir razón natural para el fenómeno, la Iglesia no descarta que pueda haberlo. La Iglesia no se opone a la investigación porque ella busca la verdad. La fe católica enseña que Dios es todopoderoso y que todo cuanto existe es fruto de su creación. Pero la Iglesia es cuidadosa en determinar si un particular fenómeno es, en efecto, de origen sobrenatural .
La Iglesia pide prudencia para no asentir ni rechazar prematuramente los fenómenos. Reconoce la competencia de la ciencia para hacer investigación en la búsqueda de la verdad, cuenta con el conocimiento de los expertos. Una vez que la investigación establece la certeza de un milagro fuera de toda duda posible, da motivo para animar nuestra fe e invitarnos a la alabanza.
En el caso de los santos, el milagro también tienen por fin exaltar la gloria de Dios que nos da pruebas de su elección y las maravillas que El hace en los humildes.
Oremos
Señor, tú que nos has congregado hoy para venerar la memoria del mártir San Jenaro, concédenos que podamos ir a gozar en tu reino, juntamente con él, de la alegría que no tiene fin. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
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Santa María Guillerma Emilia de Rodat | |
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Santa María Guillerma Emilia de Rodat, virgen y fundadora
En Villefranche, en la región de Rodez, en Francia, santa María Guillerma Emilia de Rodat, virgen, fundadora de la Congregación de la Sagrada Familia, dedicadas a la educación de niñas y a ayuda para los necesitados.
Ante la llanura donde se levanta la antigua ciudad de Rodez, en el sur de Francia, hay una magnífica casa señorial a la que se conoce con el nombre de Druelle, y fue ahí donde nació, en 1787, la niña Marie Guillemette Emilie de Rodat. Apenas tenía dieciocho meses cuando la llevaron a vivir con su abuela materna en el castillo de Ginals, construido sobre una colina en las afueras de Villefranche-de-Rourgue. Allí se encontraba al estallar la Revolución cuyos horrores no llegaron a afectar aquella casa solariega en un lugar tan remoto.
A pesar de que de ninguna manera se vio libre de las travesuras y berrinches de la niñez, sí fue lo que puede llamarse una niña piadosa, y una prima suya que se atrevió a besarla, recibió un impresionante bofetón para que aprendiera a no andar con aquellas veleidades. Sin embargo, cuando cumplió los dieciséis años y comenzó a conocer algo de la vida en sociedad, su devoción se entibió bastante: descubrió que su confesor era demasiado estricto y se buscó otro, abrevió sus plegarias para no perder tiempo, y así por el estilo. Su abuela, mujer severa y vigilante, no dejó de advertir aquellos cambios y decidió que, en vista de que rechazaba la compañía de «las monjas y las gentes piadosas» en Villefranche, debía volver a la austera y monótona existencia de Ginals donde por entonces vivían sus padres. Aquella mudanza que se le impuso como castigo le sirvió en realidad para descubrir dónde radicaba su felicidad y su deber. Desde el día de Corpus Christi de 1804, experimentó una repentina y definitiva renovación espiritual y ya nunca volvió a mirar hacia atrás: «Me hallaba envuelta a tal punto en Dios», confiesa ella misma, «que hubiera podido orar sin detenerme quién sabe hasta cuándo, sobre todo si me hallaba en la iglesia ... Sólo durante una época de mi vida me sentí hastiada y aburrida y eso fue cuando le dí la espalda a Dios».
Al año siguiente, después de cumplir los dieciocho años, Emilia regresó a Villefranche, con el propósitu de ayudar a las monjas a establecer la Maison Saint-Cyr, donde ella misma había asistido a la escuela. No cabe duda de que Emilia pensaba encontrar ahí su propia vocación, pero la comunidad no resultó satisfactoria para ella, puesto que comprendía a monjas de cierta edad, salidas de varios conventos con motivo de la revolución y reunidas fortuitamente bajo un techo. Su falta de unidad interna se reflejaba en la forma como trataron a Emilia: unas aprobaban prontamente sus ideas, otras encontraban exagerado y fuera de propósito su entusiasmo. La joven se había hecho cargo de cuidar a los niños durante los recreos, de prepararlos para la primera comunión y de enseñarles geografía; la segunda de sus obligaciones invadió la tercera, porque los nombres de santos en los diversos lugares geográficos le brindaban la ocasión de extraer una lección edificante de la vida del bienaventurado en cuestión. Pero no fue su trabajo en la escuela ni su amor por los niños lo que influyó en su vida espiritual, sino los consejos y conversaciones del padre Marty, el director espiritual del establecimiento. Por consejo de éste, durante los once años que Emilia pasó en la Maison Saint-Cyr, hizo el intento de buscar su camino en otra parte: en Figeac con las Damas de Nevers, en Cahors con las Hermanas de la congregación del Picpus, en Moissac con las Hermanas de la Misericordia; y tras cada una de aquellas expiriencias, desalentada e inquieta, regresaba a Villefranche y se reprochaba su inestabilidad.
Cierto día, durante la primavera de 1815, Emilia de Rodat visitó la casa de un enfermo donde gran número de vecinos discutían (sin duda que con poca discreción y caridad) la casi imposibilidad de mandar a los hijos a la escuela, porque carecían de dinero para pagarla. Con la claridad y la rapidez de un relámpago, surgió la idea en su mente y así la puso en práctica. «Yo daré la instrucción necesaria a esos pobres niños», dijo para sí misma y, sin pérdida de tiempo, fue a abrir su corazón al padre Marty. Eso, precisamente, era lo que él había estado esperando y, en cosa de pocas semanas, Emilia empezó a instruir a los niños pobres en su propia habitación de la Maison Saint-Cyr. No era más que una habitación pequeña, pero Emilia se las arregló para recibir en ella a cuarenta niños y a las maestras que le ayudaban. Aquel fue el principio de lo que habría de llegar a ser la Congregación de la Sagrada Familia (hay más congregaciones con ese mismo nombre), aunque naturalmente no faltaron las oposiciones y las dificultades. Los padres de una de las ayudantes, llamada Eleonor Dutriac, la amenazaron con un proceso legal por hacer trabajar a Eleonor que sólo tenía dieciséis años, en condiciones inhumanas; algunas de las otras monjas del establecimiento trataron rudamente a Emilia; buena parte de la opinión pública se puso en su contra, y muchos miembros del clero la criticaron. Pero a pesar de todo y con el callado pero firme apoyo del padre Marty, Emilia siguió adelante, recurrió a sus propios bienes para alquilar y acondicionar una casa y, en mayo de 1816, se inició su escuela gratuita. Entretanto, la comunidad en la Maison Saint-Cyr, se venía abajo; menos de dieciocho meses después de que la hermana Emilia (ya para entonces había hecho sus votos) abandonó el edificio, regresó a hacerse cargo de él, con otras ocho hermanas y un centenar de alumnos. Las gentes dejaron de burlarse y de criticar al grupo y, por el contrario, se dispusieron a darle apoyo.
Transcurrieron dos años antes de que la hermana Emilia pudiese adquirir otro edificio más amplio y mejor, en un monasterio abandonado, con su capilla y su jardín; pero fue entonces cuando ocurrió una catástrofe que estuvo a punto de acabar con la naciente comunidad. En ésta se produjo una serie de fallecimientos sucesivos que se iniciaron con la muerte de la hermana Eleonor Dutriac, cuya causa no pudo ser descubierta por los médicos y la que el famoso sacerdote Mons. Alejandro von Hohenlohe atribuyó a la influencia diabólica. La hermana Emilia se sintió inclinada a considerar aquellos desastres como un signo de que ella no estaba llamada a hacer una fundación, y llegó a pensar seriamente en fundir su comunidad con la de las Hijas de María, recientemente establecida por Adela de Batz de Trenquelléon. Casi seguro que esto era lo que habría sucedido, a no ser por la enérgica actitud de las hermanas de Villefranche que se negaron a tener otra madre superiora que no fuese Emilia de Rodat. Esta tuvo que ceder, y se llevó a cabo la instalación de la nueva casa. En el otoño de 1820, todas las hermanas hicieron sus votos perpetuos y tomaron el hábito, cuya característica es la orla transparente del velo que cubre la parte superior de la cara.
Durante los siete años siguientes, la madre Emilia sufrió terribles enfermedades corporales: primero unas adherencias cancerosas en la nariz y, luego, un mal que le dejó para siempre extraños ruidos en los tímpanos (posiblemente el mal de Menier) . Precisamente debido a su mala salud, se pudo establecer la primera de las filiales en Aubin, a donde la madre Emilia había ido a consultar con un médico. El padre Marty no estaba completamente en favor de aquella fundación, debido al gran número de dificultades legales, pero la madre Emilia, no obstante que nunca había pensado más que en una sola comunidad y una escuela, siguió los dictados de su propio criterio. Después tuvo que arrepentirse de su indocilidad y se lamentaba de que «la palabra Aubin llegó a adquirir en mis oídos la discordante sonoridad del grito de un pavo real». Cerca de Aubin había una mina de carbón y muchos de los mineros eran ingleses. Estos y sus familiares se beneficiaron con el convento y la escuela y contribuyeron a la formación de una especie de hermanas terciarias que atendían a las necesidades de los fieles a distancia del convento (Inglaterra pagó su deuda de gratitud a las hermanas, al acogerlas cordialmente citando fueron expulsadas de Francia, en 1904). Pocos meses más tarde, la ayuda directa del padre Marty fue retirada cuando se nombró a éste vicario general del obispo de Rodez.
A la mala salud física de la madre Emilia se sumó entonces una prolongada y severa "noche oscura del alma", pero ella continuó ampliando sus congregaciones y haciendo nuevas fundaciones (antes de su muerte, había treinta y ocho casas). A la enseñanza agregó el cuidado de los enfermos y otras buenas obras, de manera que las exigencias sobre los recursos de las hermanas eran a menudo excesivas; sin embargo, la madre Emilia tuvo siempre una confianza absoluta en que podría responderse a las necesidades de los pobres y así fue siempre, a veces con misteriosas multiplicaciones de dinero y de alimentos, que tenían la marca de lo milagroso. Por otra parte, Emilia insistió siempre en adoptar la más extrema sencillez en todos sus establecimientos y en el ahorro de todo lo posible que se requería para las necesidades de los pobres. Aquella economía se aplicaba a la capilla lo mismo que el refectorio; la madre Emilia estaba al tanto de que los ricos mármoles y las costosas imágenes no eran necesariamente una muestra de honor para Dios, como lo habían dicho y repetido los monjes del Cister y los franciscanos durante la Edad Media. El padre Marty tenía otras ideas, pero aquella diferencia de opinión era un asunto sin la menor importancia, en comparación a las dificultades que surgieron para la iniciación de algunos de los conventos, dificultades aquellas tan terribles, que uno de los biógrafos de la santa afirma que parecían creadas por «la rabia del demonio». Pero no obstante todo aquello, las aspirantes seguían llegando, y no es que la madre Emilia alentase a las jóvenes a «abandonar el mundo», por el contrario, tenía un gran respeto por la libertad personal y la responsabilidad individual, y a menudo recordaba a las gentes que «la vocación religiosa se produce por la gracia de Dios y no por nuestras palabras».
En 1843, las hermanas de Villefranche comenzaron a visitar las cárceles, con resultados muy alentadores, tanto así, que dos años más tarde se inauguró la primera casa de regeneración para mujeres. Asimismo hubo un lugar que Mons. Gély llamaba con buen humor «el Hotel de los Inválidos» y que era en realidad un lugar de retiro para los religiosos y sacerdotes de edad avanzada; a ese hospicio se agregó una casa para los novicios y un orfelinato. Pero no por el rápido crecimiento y la multiplicidad de las tareas, se relegaron a segundo término las monjas enclaustradas de la congregación. La madre Emilia no desperdició la primera oportunidad que se le presentó para establecer un convento de clausura y, así, realizó una idea que había acariciado siempre con verdadero amor, puesto que consideraba que, con ello, su comunidad se personificaba en Marta y María; el trabajo activo de Marta en el mundo era alentado y bendecido por el trabajo de María en el claustro, ofreciéndolo al Salvador. La madre Emilia tenía el don de hacer frases ingeniosas. «Hay gentes que no sirven para el convento, pero el covento sí les sirve a ellas», solía decir; «en el mundo se hallan perdidas y en el convento no hacen mucho bien, pero al menos se conservan alejadas del mal». Si una novicia miraba a su alrededor cuando alguien entraba en la sala, se le ordenaba ir a besar los pies del crucifijo, «como un castigo y no como una recompensa». «Si me encontrase con un ángel junto a un sacerdote, me inclinaría primero ante el sacerdote». «Los evangelistas mencionan las cuatro ocasiones en que habló la Santísima Virgen, pero no nos dicen ni una palabra de lo que habló san José. Si examinamos ese caso como es debido, veremos que hay en él una lección valiosa». «La confesión es una acusación, no una conversación». Hay algo de amargura o de dureza en esas frases elegidas al azar. Por cierto, que la santa no era muy inclinada a hacer bromas, pero al tratar el regocijo de los santos, cambiaba de actitud, consideraba su alegría como una característica de la santidad y siempre destacaba su valor. «Mantened vuestro entusiasmo», escribía a una postulante. «Conservad el valor. Poned toda vuestra confianza en Dios y sólo así tendréis siempre una santa alegría». A las hermanas en Aubin, les decía: «¡Alegraos, alegraos! Debemos mantener lejos toda tristeza». En los días de su juventud, su defecto principal era el orgullo personal y por eso decía en una de sus cartas: «Debo tratar de ser humilde en el mismo grado que fui orgullosa». Por cierto que lo consiguió y aun se sobrepasó un poco, puesto que descuidó su apariencia personal y sus vestimentas, de manera que su biógrafo, el padre Rayelt, afirma que «con una candidez natural, aparecía a veces ridícula». Resulta interesante descubrir en la Francia del siglo diecinueve este eco, si así puede llamarse, de «las locuras por el amor de Cristo» que a veces se producían cuatrocientos o seiscientos años antes.
«Es bueno ser objeto de desprecio», declaraba santa Emilia, y por cierto que los calumniadores y los difamadores que rondaron en torno a ella dnrunte algún tiempo, le demostraron absoluto desprecio. Las gentes solían escribirle cartas insultantes y maliciosas y, si acaso la secretaria de la madre Emilia protestaba por las palabras suaves y las amabilidades con que ella respondía a los improperios, replicaba la superiora: «¿No sabes que somos la hez del mundo y que cualquiera tiene derecho a maltratarnos?» Una abnegación semejante sólo podría ser sostenida por medios divinos y, por consiguiente, no debe sorprendernos saber que a menudo era imposible interrumpir las plegarias de santa Emilia, hasta que su estado de éxtasis había pasado.
Las hermanas de la Sagrada Familia perdieron el cariñoso cuidado del padre Marty, en lo que a este mundo se refiere, cuando murió, a fines de 1835. No siempre había estado de acuerdo con la hermana Emilia, ni ella había buscado siempre las reconciliaciones («Es un santo -solía decir-, pero un santo muy terco»); sin embargo, siempre los unió el más sincero afecto, el respeto y el propósito común, y no era lo menos que la madre Emilia debía al padre Marty, la constante solicitud de éste para mantener viva la llama del Espíritu Santo en la comunidad, algo que es de inapreciable valor para los cristianos. La madre Emilia sobrevivió a su viejo amigo diecisiete años.
Fue en abril de 1852 cuando apareció un tumor canceroso en el ojo izquierdo de la madre Emilia y, desde el primer momento, supo que su fin estaba cerca. Renunció al gobierno de la congregación para dejarlo en manos de la madre Foy y no se guardó para sí, como ella misma dijo, nada más que el sufrimiento. Y así fue precisamente, porque sus sufrimientos y su debilidad corporales aumentaron terriblemente de día en día. Durante casi tres semanas, a partir del 3 de septiembre, la madre Emilia permaneció a la espera del momento de su muerte. Entre los proyectos que hizo durante su larga agonía, figuró la Hermandad de la Santa Infancia y sus tareas para los niños abandonados de la China. «Conservad vivo el interés por los niños», decía a sus hijas, «y enseñadlos a amaros por el interés que en ellos tenéis». «La muralla se derrumba», les advirtió en la tarde del 18 de septiembre y, al día siguiente, se derrumbó tan sólo para ser reconstruida en la Jerusalén celestial, donde juegan eternamente aquellos niños a quienes ella dedicó su vida terrenal. Emilia de Rodat fue canonizada en 1950.
Hay diversas biografías en francés, como la de L. Aubineau (1891), la de L. Reylet (1897), la de Mons. Ric. ard en la serie Les Saints (1912), la del R. P. Barthe, L'Esprit d'Emilie de Rodat (2 vols., 1897) y la de M. Arnal (1951). Sus cartas fueron publicadas por separado en 1888. El libro más cómodo y agradable para leerse, es Marie-Emilie de Rodat, por Margarita Savigny Vasco (1940). La autora tuvo acceso, además de todas las fuentes de información impresas en existencia, a cierto material manuscrito y cabe preguntarse si supo hacer el mejor uso posible de su oportunidad, aunque la Academia Francesa le dio las palmas por su obra.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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