San José Cupertino | |
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San José de Cupertino, religioso presbítero
En Osimo, en el Piceno, san José de Cupertino, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores Conventuales, célebre, en circunstancias difíciles, por su pobreza, humildad y caridad para con los necesitados de Dios.
Jose Desa nació el 17 de junio de 1603 en Cupertino, pequeña población situada entre Brindisi y Otranto. Sus padres eran pobres, y el infortunio se había ensañado contra ellos. José vino al mundo en un miserable cobertizo en la parte posterior de la casa, porque en aquellos momentos sr procedía al embargo del inmueble, ya que su padre, un carpintero, no había podido pagar sus deudas. En aquellas circunstancias, la niñez de José tuvo que ser muy desdichada. Su madre, al quedar viuda, vio a su hijo como una molestia y una carga más para su miseria y lo trataba con extremada dureza, por lo que el niño creció débil, con marcada tendencia a la distracción y la inercia. Llegaba a olvidarse incluso de comer y, si alguien se preocupaba por recordárselo, respondía simplemente: «me olvidé». Acostumbraba a vagar por la ciudad, a paso lento y desganado, y mirar a todas partes con la boca abierta, de manera que se ganó el sobrenombre de «Boccaperta». Nadie le quería bien, a causa de su aire de simpleza y su mal genio; sin embargo, en lo tocante a sus deberes religiosos, los cumplía con una extraordinaria fidelidad y gran fervor. Al llegar a la edad en que debía ganarse el pan, José entró como aprendiz de zapatero y se esforzó por aprender el oficio, sin lograrlo. Al cumplir los diecisiete años, se presentó en el convento de los franciscanos para solicitar su ingreso, pero fue rechazado. Entonces, hizo su solicitud ante los capuchinos, que lo tomaron como hermano lego, pero, al cabo de ocho meses, fue despedido por incapacidad para desempeñar los deberes que imponía la orden. Su torpeza y su despreocupación le incapacitaban para cualquier trabajo, como lo había probado en el convento, donde dejaba caer de continuo los platos y las tazas en el suelo del refectorio, se olvidaba de hacer lo que se le había ordenado y no se podía confiar en él ni siquiera para encender el fuego del horno. Al verse desamparado, José buscó refugio en la casa de un tío suyo muy rico, que se negó rotundamente a ayudar a un «bueno para nada», por muy pariente cercano que fuese, y el joven José se vio obligado a regresar a la miseria y el desprecio de su casa. Por supuesto que su madre no tuvo el menor placer en verlo regresar y, para deshacerse de él lo más pronto posible, rogó y suplicó a su hermano, un fraile franciscano, que admitieran a José en el convento, con tanta insistencia que, al fin, logró sus propósitos, y el joven ingresó como criado al monasterio franciscano de Grottella. Se le dio un hábito de terciario y se le puso a trabajar en los establos. Al parecer, fue entonces cuando se produjo un cambio radical en José: desempeñó con notable destreza los deberes que se le encomendaban y, con su humildad, su dulzura, su amor por la mortificación y la penitencia, se granjeó tanto afecto y respeto por parte de sus hermanos que, en 1625, la comunidad en pleno resolvió que debía ser admitido entre los religiosos del coro y quedar así calificado como aspirante a recibir las órdenes sagradas.
De esta manera, inició José su noviciado y no tardaron sus virtudes en convertirlo en un objeto de admiración, pero al mismo tiempo, se advirtió que no hacía grandes progresos en los estudios. Por mucho que se esforzara, su capacidad intelectual no le daba más que para leer mal y escribir peor. Carecía . de la facultad de expresarse y, del único texto sobre el que pudo decir algo fue: «¡Bendito el vientre que te concibió!» Cuando se le examinaba para el diaconado, el obispo abrió el libro de los Evangelios a la ventura y, quién sabe por qué casualidad, sus ojos cayeron precisamente sobre aquella frase; de manera que el prelado examinador pidió al hermano José que disertara sobre ella, lo que el joven hizo bien y con presteza. Cuando llegó el momento del examen para el sacerdocio, los primeros candidatos respondieron a las preguntas en forma tan completa y satisfactoria, que los restantes, entre los que se encontraba José, fueron aprobados sin haber pasado por el examen. Tras de haber recibido las órdenes sacerdotales, en 1628, pasó cinco años sin probar el pan o el vino, y las hierbas que comía los viernes, eran tan amargas o desabridas, que sólo él las podía tragar. Sus rigurosos ayunos cuaresmales le privaban absolutamente de todo alimento durante todos los días, a excepción de los jueves y domingos, y pasaba sus horas entregado a los trabajos manuales domésticos y de rutina que eran, bien lo sabía él, los únicos que podía desempeñar.
Desde el momento de su ordenación, la existencia de san José fue una serie ininterrumpida de éxtasis, curaciones milagrosas y sucesos sobrenaturales, en una escala que no tiene paralelo en ninguno otro de los santos. Todo lo que de cualquier manera se refiriese particularmente a Dios o a los misterios de la religión, podía arrebatarle los sentidos y tomarle insensible a lo que sucedía a su alrededor; las distracciones y olvidos de su niñez y su juventud tuvieron ahora un fin y un propósito claro y definido. A la vista de un cordero en el jardín de los capuchinos en Fossombrone, quedó arrobado en la contemplación del inmaculado Cordero de Dios, y se afirma que en aquella ocasión, se elevó por los aires con el animalillo en los brazos. En todo momento tuvo un dominio especial sobre las bestias, semejante al que tenía san Francisco; se dice que las ovejas se reunían en torno suyo y escuchaban atentas sus plegarias; una golondrina del convento le seguía por todas partes e iba volando a donde él le mandaba. Particularmente durante la misa o el rezo de los oficios, tenía raptos que le elevaban del suelo. Durante los diecisiete años que pasó en Grottella se registraron setenta casos de levitación, y el más extraordinario de todos ellos ocurrió cuando los frailes construían un calvario. Faltaba por colocar la cruz del medio que tenía una altura de casi diez metros y era pesadísima, de manera que ni los esfuerzos de diez hombres podían levantarla hasta su sitio. Se afirma que entonces se asomó el hermano José por la puerta del convento, voló los setenta y ocho metros que le separaban del lugar donde se hallaban los otros frailes, tomó la pesada cruz en sus brazos, «como si fuera de paja» y la levantó para dejarla en su lugar, sobre el simulado montículo del Calvario. Fueron varios los testigos que dieron cuenta de este sorprendente suceso, aunque lo mismo que ocurrió con muchas otras de las maravillas obradas por el santo, sólo se dieron a conocer y se registraron después de la muerte de José, cuando ya había transcurrido el tiempo necesario para que no se exagerasen los acontecimientos y se fabricasen las leyendas en base a ellos. Pero cualquiera que haya sido la naturaleza y la realidad de aquellos sucesos, no cabe duda de que la vida diaria de san José estuvo rodeada por tantos fenómenos perturbadores y extraños que, por lo menos durante treinta y cinco años, sus superiores le prohibieron oficiar la misa en público, tomar parte en el coro, comer a la mesa con los hermanos y asistir a las procesiones y otras ceremonias públicas. Algunas veces, cuando se hallaba en rapto y sin sentido, los frailes trataron de volverlo en sí con golpes, quemaduras y pinchazos con agujas, pero nada de eso le producía efecto alguno y sólo despertaba, según se dice, al oír la voz de su superior. Al recuperar los sentidos, sonreía a todos dulcemente y les pedía perdón por lo que él llamaba «su ataque de mareos».
La levitación (nombre que se da a la elevación del cuerpo humano desde el suelo que pisa, sin que intervenga ninguna fuerza física) en una forma u otra, se registró en unos doscientos santos y beatos (y en otros muchos que no lo fueron) y, en sus casos, semejante fenómeno se ha interpretado como una marca especial del favor de Dios, por el cual pone de manifiesto, aun para los sentidos físicos, que la plegaria es una elevación de la mente y el corazón hacia Dios. Tanto por la extensión como por el número de esas experiencias, san José de Cupertino nos ofrece los ejemplos clásicos de levitación, porque si bien algunos de los fenómenos que le ocurrieron en su juventud podrían ponerse en tela de juicio, los que se registraron en sus últimos años estuvieron bien atestiguados. Por ejemplo, uno de sus biógrafos declara: «En 1645, el embajador de España en la corte pontificia, el Gran Almirante de Castilla, pasó por ahí (por Asís) y visitó a José de Cupertino en su celda. Luego de conversar con él un buen rato, bajó a la iglesia y dijo a su esposa: 'Vengo de ver y de hablar con otro san Francisco'. La señora manifestó entonces su gran deseo de gozar de un privilegio igual y el padre guardián mandó decir a José que bajase a la iglesia para hablar con Su Excelencia. El hermano respondió: 'Obedeceré, pero no puedo decir si podré hablar con la dama'. En efecto, momentos después apareció en la puerta de la iglesia, pero en el mismo instante clavó los ojos en una imagen de la Virgen María que se hallaba en el altar y, de pronto, se elevó del suelo y voló unos doce pasos por encima de las cabezas de los que estaban en la nave, hasta quedar parado a los pies de la estatua. Permaneció ahí un momento y oró en homenaje a la Señora y, luego de emitir su grito peculiar, voló de nuevo hasta la puerta de la iglesia y regresó de prisa a su celda, mientras el almirante, su esposa y todos los miembros de su séquito que presenciaron la escena, permanecían inmóviles en su sitio, como paralizados por el asombro». Ese suceso que se relata en dos de las biografías del santo, se presentó apoyado por numerosas referencias de los testigos oculares durante las deposiciones en el proceso de canonización. «Es todavía más digna de confianza», dice el padre Thurston en «The Month» de mayo de 1919, «la evidencia de la levitación del santo suministrada en Osimo, donde pasó los últimos seis años de su vida. Ahí le vieron sus hermanos en religión elevarse por los aires hasta una altura de tres metros y medio a cuatro metros para besar la frente del Niño Dios que se hallaba en brazos de una imagen de la Virgen, muy por encima del altar, y no se limitó a eso, sino que alzó de los brazos de la Virgen la imagen del Niño, que estaba hecha de cera y, como si la arrullara, voló con ella en sus brazos hasta su celda donde continuó suspendido en los aires en todas las actitudes y posturas imaginables. En otra ocasión, durante aquellos últimos años de su vida, levantó a otro de los frailes y lo transportó en su vuelo alrededor de una habitación y se afirma que ya había hecho lo mismo en varias oportunidades previas. Durante la última misa que celebró, el día de la Asunción de 1663, un mes antes de su muerte, tuvo un rapto que le levantó más largo tiempo que todos los anteriores. Y para todos estos sucesos contamos con la evidencia de numerosos testigos oculares que hicieron sus deposiciones bajo juramento, como de costumbre, unos cuatro o cinco años más tarde solamente. Sería irrazonable suponer que aquellos testigos se engañaron en cuanto al hecho preciso de que el santo flotaba en los aires, puesto que todos estaban convencidos de haberlo visto así bajo todas las condiciones y circunstancias posibles». Próspero Lambertini, el que después fue el Papa Benedicto XIV, suprema autoridad en las evidencias y procedimientos de las causas de canonización, estudió personalmente, todos los pormenores en el caso de san José de Cupertino. El escritor dice más adelante: «Cuando la causa se presentó a discusión ante la Congregación de Ritos, (Lambertini) era 'promotor Fidei' (el personaje que vulgarmente se conoce con el nombre de 'Ahogado del Diablo') y es cosa sabida que su animadversión hacia las pruebas que se habían sometido a su consideración era firme y exigente. Sin embargo, debemos creer que aquellos escrúpulos quedaron completamente satisfechos, puesto que no sólo fue el propio Lambertini quien, instalado ya en el trono de San Pedro, emitió el decreto de beatificación en 1753, sino que en su obra magna, 'De Servorum Dei Beatificatione', dice lo que sigue: 'Mientras yo desempeñaba el cargo de promotor de la Fe, se sometió a la consideración de la Sacra Congregación de Ritos, la causa del venerable siervo de Dios, José de Cupertino, causa ésta que, después de mi retiro, fue llevada a una conclusión favorable. En el curso del proceso, los testigos oculares de indiscutible integridad suministraron evidencias sobre las famosas levitaciones o levantamientos desde el suelo y vuelos prolongados del mencionado siervo de Dios cuando se hallaba arrebatado en éxtasis'. No cabe la menor duda de que Benedicto XIV, un crítico apegado a normas estrictas que conocía el valor de las evidencias y que había estudiado las deposiciones originales con más detenimiento que cualquier otro de los miembros del tribunal, creía a pie juntillas que los testigos de las levitaciones de san José habían observado realmente lo que aseguraban haber visto».
Por supuesto, no faltaron las personas para quienes aquellas manifestaciones eran piedra de escándalo. Cuando san José recorría la provincia de Bari y atraía a las multitudes, las autoridades eclesiásticas le denunciaron como a «uno que anda por los caminos de estas provincias y que, como un nuevo Mesías, arrastra a las muchedumbres en pos suya, a causa de ciertos prodigios realizados ante unas cuantas de aquellas gentes ignorantes que están dispuestas a creer cualquier cosa». El vicario general presentó la queja al inquisidor de Nápoles y se hizo comparecer a José. Al examinarse los pormenores de las acusaciones, no hallaron los inquisidores nada digno de censura, pero no por eso levantaron los cargos al acusado, sino que le enviaron a Roma para que se presentara ante el ministro general de su orden. Este le recibió al principio con dureza, pero muy pronto quedó impresionado por la evidente inocencia y el porte humilde de José y acabó por llevarle consigo a ver al Papa Urbano VIII. A la vista del Vicario de Cristo, el santo entró en éxtasis, y dijo el Pontífice Urbano que si José moría antes que él, no dejaría de dar testimonio sobre el milagro que acababa de presenciar. En Roma se decidió enviar a José de regreso a Asís, donde nuevamente sus superiores le trataron con una notable severidad y, por lo menos, fingieron que le consideraban como un hipócrita. Llegó a Asís en 1639 y permaneció ahí trece años. Al principio debió sufrir muy duras pruebas, tanto internas como externas. Hubo temporadas en las que le pareció que Dios le había abandonado; a sus ejercicios religiosos les acompañaba una sequedad espiritual que le afligía en extremo, al tiempo que las más terribles tentaciones le hundían en una melancolía tan profunda, que apenas si levantaba los ojos del suelo. Al ser informado de esto el ministro general, mandó llamar a José a Roma y, tras de retenerlo ahí tres semanas, lo devolvió a Asís. Durante su viaje a Roma, el santo experimentó un retorno de aquellos consuelos divinos que le habían sido retirados temporalmente. Las noticias sobre la santidad y los milagros de José sobrepasaron las fronteras de Italia, y personajes tan distinguidos corno el almirante de Castilla, a quien ya mencionamos, se detenían en Asís para visitarlo. Entre estas personalidades se hallaba también John Frederick, duque de Brunswick y Hanover. Aquel noble señor, que era luterano, se conmovió tanto por lo que presenció, que ahí mismo abrazó la religión católica. El santo solía decir a ciertas personas escrupulosas que acudían a consultarle: «No me gustan los escrúpulos ni la melancolía: si tus intenciones son buenas, no tienes nada que temer». Siempre instaba a la plegaria. «Orad», decía. «Si os turban la aridez o las distracciones, decid un Padre Nuestro y eso basta, porque entonces habréis hecho oración vocal y mental». Cuando el cardenal Lauria le preguntó lo que veían las almas en éxtasis durante sus raptos, repuso: «Se sienten como transportadas dentro de una galería maravillosa, resplandeciente con una belleza interminable y ahí, con una sola mirada en un espejo, comprenden las visiones maravillosas que Dios se complace en mostrarles». En el ir y venir de la vida diaria andaba siempre tan preocupado por las cosas celestiales, que si se cruzaba una mujer en su camino, él suponía, auténticamente y con toda sinceridad, que veía pasar a Nuestra Señora, a Santa Catalina o a Santa Clara y, si era un hombre desconocido el que se atravesaba, lo confundía con alguno de los Apóstoles y muchas veces, al encontrarse con otro fraile compañero suyo, creyó estar ante san Antonio o ante el propio san Francisco.
Por razones que desconocemos, en 1653, la Inquisición de Perugia recibió instrucciones para sacar a José de la comunidad de su orden y ponerlo a cargo de los capuchinos en calidad de fraile solitario en las colinas de Pietrarosa donde debía vivir en estricta reclusión. «¿Será necesario que vaya prisionero?», inquirió, y partió sin tardanza, con tanta prisa, que dejó su sombrero, su capa, su breviario y sus anteojos. Y en efecto, había ido a una prisión. No se le permitía abandonar la clausura del convento, hablar con alguien fuera de los frailes, escribir o recibir cartas; quedó completamente aislado del mundo exterior. Pero sin duda que, aparte de la inquietud y la tristeza que necesariamente experimentaba al verse separado de los otros conventuales y tratado como un criminal, aquella vida debe haber resultado particularmente satisfactoria para san José. Por otra parte, no duró mucho su aislamiento, porque no tardaron las gentes en descubrir el escondite y los peregrinos poblaron el lugar antes desierto. Entonces se le llevó subrepticiamente a otra reclusión igual en la casa de los capuchinos en Fossombrone. Y así pasó el resto de su vida. En 1665 el capítulo general de los franciscanos conventuales pidió que les fuera devuelto su santo a Asís, pero el Papa Alejandro VII respondió que con un san Francisco de Asís había bastante. En 1657, se le permitió residir en la casa de los conventuales en Osimo; sin embargo, ahí fue más estricta su reclusión y sólo a muy contados religiosos se les autorizaba a visitarle en su celda. En medio de todo aquel rigor y hasta el fin de sus días, tuvo el consuelo cotidiano de las manifestaciones sobrenaturales y se puede decir que, si bien los hombres le abandonaron, Dios se estrechaba cada vez más íntimamente con él. El 10 de agosto de 1663, se sintó enfermo y supo que su fin estaba próximo: murió cinco semanas después, a la edad de sesenta años. Fue canonizado en 1767.
Se halla impreso un summarium preparado por la Congregación de Ritos en 1688, con los datos principales de las deposiciones de los testigos en el proceso de beatificación. Debe observarse, sin embargo, que actualmente no existen más que dos copias de ese resumen y que, al parecer, los bolandistas no tuvieron acceso a él. Por lo tanto, se contentaron con imprimir en el Acta Sanctorum sept. vol. V, los datos obtenidos en biografías publicadas anteriormente, como las de Pastrovicchi (1753) y Bernino (1722). La bula de canonización, un extenso documento que contiene abundantes datos biográficos, se halla impresa en las biografías italianas posteriores, así como en la traducción al francés de la obre de Bernino (1856) . En ese mismo libro se relata destacadamente y con lujo de detalles, la historia de las levitaciones y vuelos de san José. Cf. H. Thurston, en The Physical Phenomena of Mysticism (1952).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Oremos
Confesamos, Señor, que solo tú eres santo y que sin ti nadie es bueno, y humildemente te pedimos que la intercesión de San José Cupertino venga en nuestra ayuda para que de tal forma vivamos en el mundo que merezcamos llegar a la contemplación de tu gloria. Por nuestro Señor Jesucristo tu Hijo.
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Beato David Okelo
Beatos David Okelo y Gildo Irwa, catequistas mártires
En la aldea de Paimol, cerca de la misión de Kalongi, en Uganda, beatos David Okelo y Gildo Irwa, catequistas y mártires, que, habiéndose ofrecido espontáneamente para anunciar el Evangelio al pueblo, fueron alanceados hasta la muerte, y así, en el martirio, manifestaron la fuerza de Cristo.
Dos jóvenes catequistas ugandeses, David Okelo, de entre 16 y 18 años, y Gildo Irwa, de entre 12 y 14, fueron martirizados a golpes de lanza y cuchilladas en Palamuku, cerca de Paimol, aldea situada al norte de Uganda, en la cuenca del alto Nilo. Era el año 1918. El ejemplo dado por estos dos jóvenes, unidos por una profunda amistad y por el entusiasmo de enseñar la religión cristiana a sus compatriotas, permanece como signo de coherencia de vida cristiana, fidelidad a Cristo y compromiso en el servicio misionero entre su pueblo.
La fecha de nacimiento de David y Gildo no se conoce con exactitud. Fueron bautizados el 1 de junio de 1916 y confirmados el 15 de octubre del mismo año. Pertenecían a la tribu Acholi, una rama del gran grupo Lwo, cuyos miembros viven aún en su mayor parte en el norte de Uganda, aunque también están presentes en el sur de Sudán, Kenia, Tanzania y Congo. Los misioneros combonianos habían llegado en 1915 a la región de Kitgum, donde comenzaron su labor evangelizadora con la ayuda de algunos catequistas. Existían entonces muchas dificultades, algunas creadas por la primera guerra mundial, otras por la peste, la viruela y la situación de carestía. Para los brujos de la zona la llegada de la nueva religión era la causa de todas las desgracias. Por ello, surgieron movimientos anticristianos y anticolonialistas (los Adwi y los Abas) promovidos por los brujos y apoyados por los traficantes de marfil y de esclavos, que veían en el cristianismo un obstáculo para sus negocios. Además eran frecuentes las luchas tribales.
En este contexto de hostilidad y desconfianza se sitúa el testimonio heroico de los dos jóvenes catequistas, que no dudaron en trasladarse a Paimol para cubrir el vacío dejado en la obra de evangelización por la muerte de Antonio, el hermano de David. Cuando este pidió al padre Cesare Gambaretto sustituir a su hermano, juntamente con su amigo Gildo, el misionero intentó disuadirles, no sólo por su juventud, sino también por el peligro que corrían en aquella violenta zona. «¿Y si os matan?», preguntó entonces el misionero. «¡Iremos al paraíso!», fue la respuesta inmediata. «Ya está allí Antonio -añadió David-, no temo la muerte. ¿No murió Jesús por nosotros?».
Llegaron a su destino en noviembre de 1917 y once meses más tarde fueron asesinados por odio a la fe. Su martirio fue documentado por los habitantes de Paimol y ocho testigos oculares, entre los que se encontraba uno de los que les dieron muerte. En Paimol, David y Gildo se dedicaban sin descanso a su misión de evangelización y ganaban su sustento trabajando duramente en los campos. Un catequista que enseñaba en una aldea dejó este testimonio: «Toda la gente del pueblo sin excepción les amaba por el bien que hacían (...). Murieron en el cumplimiento exacto de su enseñanza».
Al amanecer, David tocaba el tambor para llamar a sus catecúmenos a las oraciones de la mañana. Juntamente con Gildo, rezaba también el rosario. Enseñaba a los catecúmenos a memorizar las oraciones y las preguntas y respuestas del catecismo; durante las clases, para facilitarles el aprendizaje de las verdades fundamentales, les hacía repetir los textos también con la ayuda de cantos. Además, visitaba las aldeas vecinas, desde donde acudían sus catecúmenos, que durante el día ayudaban a sus padres en los campos o con el ganado. Cuando se ponía el sol, David llamaba a la oración en común y a rezar el rosario, concluyendo siempre con una canción a la Virgen. Los domingos, celebraba un servicio de oración, animado a menudo por la presencia de catecúmenos y catequistas de la zona.
Se recuerda a David como un joven de carácter pacífico y tímido, diligente en sus tareas como catequista y querido por todos. Nunca se vio involucrado en disputas tribales o políticas. El padre Cesare Gambaretto, que había administrado los sacramentos a los dos jóvenes mártires, describía a Gildo como un joven de carácter dulce y alegre, muy inteligente. «Era de gran ayuda para David, y reunía a los niños para recibir la instrucción con su dulzura e insistencia infantil (...). Había recibido el bautismo recientemente, cuya gracia preservó en su corazón y dejó traslucir con su comportamiento encantador.» Gildo estuvo siempre disponible y fue ejemplar en sus tareas como catequista-asistente. Espontáneamente, se mostró deseoso de ir con David a enseñar la palabra de Dios a Paimol.
Murieron atravesados por las lanzas de Okidi y Opio, dos Adwi (revolucionarios que se habían alzado en armas contra los jefes impuestos por las autoridades coloniales). Antes de matarles, los Adwi intentaron convencer a David y a Gildo para que abandonaran la región y la enseñanza del catecismo. Podrían haber salvado la vida, pero ellos rechazaron la oferta. A Gildo se le dio la oportunidad de huir, pero él respondió: «Hemos trabajado en la misma obra; si es necesario morir, tendremos que morir juntos». Cuando les sacaron del pueblo para matarles, David lloraba. Fue entonces consolado por el pequeño Gildo: «¿Por qué lloras? Mueres sin motivo; no has hecho mal a nadie». Era poco antes del amanecer del 19 de octubre de 1918.
Los cristianos del lugar, acabada la furia homicida, no olvidaron a sus heroicos catequistas. El lugar del martirio, Palamuku, fue llamado desde entonces Wi-Polo («En el cielo») para recordar el premio concedido por Dios a los dos adolescentes. Fueron beatificados en el año 2002.
fuente: Vaticano
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