Todos los Santos
fecha: 1 de noviembre
hagiografía: El Testigo Fiel
hagiografía: El Testigo Fiel
Elogio: Solemnidad de
Todos los Santos que están con Cristo en la gloria. En el gozo único de esta
festividad, la Iglesia Santa, todavía peregrina en la tierra, celebra la
memoria de aquellos cuya compañía alegra los cielos, recibiendo así el estímulo
de su ejemplo, la dicha de su patrocinio y, un día, la corona del triunfo en la
visión eterna de la divina Majestad.
Oración: Dios todopoderoso
y eterno, que nos has otorgado celebrar en una misma fiesta los méritos de
todos los santos, concédenos, por esta multitud de intercesores, la deseada
abundancia de tu misericordia y tu perdón. Por nuestro Señor Jesucristo, tu
Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por
los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
Esta
fiesta proviene de la Iglesia Oriental, pero fue adoptada por Roma hacia el
609/10, cuando el Papa Bonifacio IV cambia el Panteón Romano (que venía de
tiempos paganos, en homenaje a todos los dioses del Imperio) por un templo a la
Virgen y a todos los mártires. La fecha del 13 de mayo, que fue la de la
consagración de la nueva iglesia, se celebró a partir de entonces como memoria
del triunfo de los santos, a tal punto que llegó a ser fiesta fija anual.
Alcuino de York (735-804), teólogo celta de la corte carolingia, fue uno de los
grandes promotores de la difusión de esta solemnidad fuera de la diócesis de
Roma, así que probablemente se deba a él -que como celta consideraba el 1º de
noviembre como fiesta de la llegada del invierno (antecedente del actual
Hallowen)- el cambio de fecha, que fue consagrado por el papa Gregorio IV, que
en el año 835 transfirió definitivamente la solemnidad al 1º de noviembre y la
extendió a todo el imperio.
Apresurémonos
hacia los hermanos que nos esperan
De un sermón de San Bernardo, abad
¿De qué
sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma
solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los honores terrenos, si reciben
del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo? ¿De
qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores,
ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda
en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar
en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo.
El
primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el
de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y
compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los
patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con
el ejército incontable de los mártires, con la asociación de los confesores con
el coro de las vírgenes, para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en
la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y
nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y
nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos
atención.
Despertémonos,
por fin, hermanos; resucitemos con Cristo, busquemos los bienes de arriba,
pongamos nuestro corazón en los bienes del cielo. Deseemos a los que nos
desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el
deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la
felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que
poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye
peligro alguno el anhelo de compartir su gloria.
El
segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos es que,
como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida,
y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria.
Entretanto, aquel que es nuestra cabeza se nos representa no tal como es, sino
tal como se hizo por nosotros, no coronado de gloria, sino rodeado de las
espinas de nuestros pecados. Teniendo a aquel que es nuestra cabeza coronado de
espinas, nosotros, miembros suyos, debemos avergonzarnos de nuestros
refinamientos y de buscar cualquier púrpura que sea de honor y no de irrisión.
Llegará un día en que vendrá Cristo, y entonces ya no se anunciará su muerte,
para recordaros que también nosotros estamos muertos y nuestra vida está oculta
con él. Se manifestará la cabeza gloriosa y, junto con él, brillarán
glorificados sus miembros, cuando transfigurará nuestro pobre cuerpo en un
cuerpo glorioso semejante a la cabeza, que es él.
Deseemos,
pues, esta gloria con un afán seguro y total. Mas, para que nos sea permitido
esperar esta gloria y aspirar a tan gran felicidad, debemos desear también, en
gran manera, la intercesión de los santos, para que ella nos obtenga lo que
supera nuestras fuerzas.
Del Oficio de Lecturas de hoy: San Bernardo abad, Sermón 2 (Opera Omnia, ed. cisterc, 5 [1968], 364-368). El cuadro es la parte superior del fresco del Juicio Final del Beato Angélico
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