San Pascual Bailón, religioso
fecha: 17 de mayo
n.: 1540 - †: 1592 - país: España
otras formas del nombre: Baylón
canonización: B: Pablo V 29 oct 1618 - C: Alejandro VIII 16 oct 1690
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 1540 - †: 1592 - país: España
otras formas del nombre: Baylón
canonización: B: Pablo V 29 oct 1618 - C: Alejandro VIII 16 oct 1690
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: En Villarreal, de la región de Valencia, en España, san Pascual
Bailón, religioso de la Orden de los Hermanos Menores, quien, mostrándose
siempre diligente y benévolo hacia todos, honró constantemente con ardiente
amor el misterio de la Santísima Eucaristía.
Patronazgos: patrono de los congresos eucarísticos, de las asociaciones y
cofradías eucarísticas y de la Adoración Nocturna; también de la Casa Real
española, y de los cocineros y pastores.
refieren a este santo: Santos
Epimaquio, Alejandro, Amonarión, Mercuria, Dionisia y otra compañera
Oración: Oh Dios, que otorgaste a san Pascual
Bailón un amor extraordinario a los misterios del Cuerpo y de la Sangre de tu
Hijo, concédenos la gracia de alcanzar las divinas riquezas que él alcanzó en
este sagrado banquete que preparas a tus hijos. Por nuestro Señor Jesucristo,
tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por
los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
El Martirologio Romano nos dice que san
Pascual Bailón fue un hombre de maravillosa inocencia y vida austera, a quien
proclamó la Santa Sede patrono de los congresos eucarísticos y de las
confradías del Santísimo Sacramento. No podemos menos de maravillarnos de que
ese humilde frailecillo, que nunca fue sacerdote, cuyos padres eran campesinos
y cuyo nombre apenas era conocido en el oscuro pueblo español donde nació,
presida actualmente, desde el cielo, las imponentes asambleas de los congresos
eucarísticos. Gracias al P. Jiménez, hermano en religión, superior y biógrafo
del santo, poseemos bastantes noticias sobre los primeros años de su vida.
Pascual nació en Torre Hermosa, en las fronteras de Castilla y Aragón, el día de
Pentecostés. Como en España se llama a esa fiesta «la Pascua de Pentecostés»,
el niño fue bautizado con el nombre de Pascual. Los padres de Pascual, Martín
Bailón e Isabel Jubera, formaban una piadosa pareja de campesinos, muy
modestos; prácticamente no poseían más que un rebaño de ovejas. Pascual empezó
a trabajar como pastor a los siete años, primero, al cuidado del rebaño de su
padre y después al de otros rebaños. En esa ocupación trabajó hasta los
veinticuatro años. Probablemente la mayor parte de los incidentes que se
cuentan de él en aquella época de su vida, son legendarios; pero hay entre
ellos uno o dos que son auténticos. Así, por ejemplo, Pascual, que nunca había
ido a la escuela, aprendió solo a leer y escribir, pues ansiaba poder rezar el
oficio parvo de la Virgen, que era entonces el libro de oraciones de los
laicos. A pesar de que las veredas eran muy pedregosas y estaban cubiertas de
cardos, Pascual no usaba sandalias; vivía muy pobremente, ayunaba con
frecuencia y llevaba bajo su capa de pastor una especie de hábito religioso.
Cuando no podía asistir a misa, se arrodillaba a hacer oración durante largas
horas, con los ojos fijos en el lejano santuario de Nuestra Señora de la
Sierra, donde se celebraba el santo sacrificio. Cincuenta años más tarde, un
anciano pastor, que había conocido a Pascual en aquella época, atestiguó que
más de una vez, en esas ocasiones, los ángeles llevaron el Santísimo Sacramento
al pastorcito con la hostia suspendida sobre un cáliz para que pudiese verla y
adorarla. También se cuenta que san Francisco y santa Clara se aparecieron a
Pascual y le dijeron que debía ingresar en la Orden de los Frailes Menores. Más
convincente que éste, es el testimonio que se refiere al escrupuloso sentido de
justicia del pastorcito. El daño que sus ovejas causaban, de cuando en cuando,
en las viñas y sembrados le preocupaba tanto, que insistía en compensar a los
propietarios y, con frecuencia lo hacía así de su propia bolsa, aunque ganaba
muy poco. Sus compañeros le respetaban por ello, pero encontraban exagerados
sus escrúpulos.
A los dieciocho o diecinueve años, Pascual
pidió, por primera vez, la admisión en la Orden de los Frailes Menores
Descalzos. Por entonces, vivía aún san Pedro de
Alcántara, el autor de la austera reforma que había poblado los
conventos de monjes fervorosos. Probablemente los frailes del convento de
Loreto, que no conocían a aquel joven procedente de un pueblo a trescientos
kilómetros de distancia, no estaban muy seguros de su firmeza y demoraron la
admisión. Algunos años más tarde, le recibieron en el convento y muy pronto
comprendieron que Dios les había puesto un tesoro entre las manos. Aunque toda
la comunidad vivía todavía en el fervor de los primeros años de la reforma, el
hermano Pascual se distinguió pronto en todas las virtudes religiosas. Muy
probablemente, los biógrafos del santo exageran un tanto en sus elogios. Pero
la descripción que el P. Jiménez nos dejó de su amigo, tiene toda la sencillez
de la verdad. La caridad de Pascual maravillaba aun a aquellos hombres tan
mortificados, que compartían con él las austeridades de la vida y de la regla
común. El santo se mostraba inflexible en cuestiones de conciencia. Se cuenta
que un día, cuando ejercía el oficio de portero, se presentaron dos damas que
querían confesarse con el padre guardián:
-«Dígales que no estoy», le ordenó éste.
-«Les diré que Vuestra Reverencia está ocupado», respondió Pascual.
-«No -insistió el guardián-; dígales que no estoy».
Entonces el hermanito replicó humilde y respetuosamente: «Padre mío, no puedo decir que vuestra reverencia no está, pues eso sería una mentira y un pecado venial». Dicho esto, volvió tranquilamente a la portería. Estos chispazos de independencia, que iluminan de vez en cuando la monotonía de los catálogos de virtudes, nos permiten asomarnos, por momentos, a la realidad de aquella alma tan fervorosa y tan transparente. Da gusto leer las ingenuas mañas de que el santo se valía para conseguir, de cuando en cuando, alguna cosa mejor para los pobres y los enfermos; y saber que las lágrimas asomaban a los ojos de aquel hombre austero y poco comunicativo, cuando tenía ocasión de palpar la miseria de los otros. Aunque San Pascual nunca reía, no por ello dejaba de ser alegre. Su piedad y su espíritu de penitencia no tenían nada de triste. El P. Jiménez narra que, en cierta ocasión, cuando el santo se hallaba solo en el refectorio, poniendo la mesa, uno de sus hermanos se asomó por una ventanita y le vio ejecutar una deliciosa danza frente a la estatua de la Virgen que presidía en la sala, como un nuevo «juglar de Nuestra Señora». El curioso fraile se retiró sin hacer ruido; a los pocos minutos entró en el refectorio y pronunció el saludo habitual: «Alabado sea Jesucristo», y encontró a Pascual tan radiante de alegría, que su recuerdo le estimuló en la devoción durante varias semanas. El P. Jiménez, que era nada menos que provincial de los alcantarinos en la época de mayor fervor de la reforma de san Pedro, nos dejó este autorizado testimonio: «No recuerdo haber visto jamás una sola falta en el hermano Pascual, aunque viví con él en varios de nuestros conventos y fuimos compañeros de viaje en dos ocasiones. Ahora bien, el cansancio y la monotonía de los viajes dan fácilmente ocasión de descuidarse un poco en la virtud...»
-«Dígales que no estoy», le ordenó éste.
-«Les diré que Vuestra Reverencia está ocupado», respondió Pascual.
-«No -insistió el guardián-; dígales que no estoy».
Entonces el hermanito replicó humilde y respetuosamente: «Padre mío, no puedo decir que vuestra reverencia no está, pues eso sería una mentira y un pecado venial». Dicho esto, volvió tranquilamente a la portería. Estos chispazos de independencia, que iluminan de vez en cuando la monotonía de los catálogos de virtudes, nos permiten asomarnos, por momentos, a la realidad de aquella alma tan fervorosa y tan transparente. Da gusto leer las ingenuas mañas de que el santo se valía para conseguir, de cuando en cuando, alguna cosa mejor para los pobres y los enfermos; y saber que las lágrimas asomaban a los ojos de aquel hombre austero y poco comunicativo, cuando tenía ocasión de palpar la miseria de los otros. Aunque San Pascual nunca reía, no por ello dejaba de ser alegre. Su piedad y su espíritu de penitencia no tenían nada de triste. El P. Jiménez narra que, en cierta ocasión, cuando el santo se hallaba solo en el refectorio, poniendo la mesa, uno de sus hermanos se asomó por una ventanita y le vio ejecutar una deliciosa danza frente a la estatua de la Virgen que presidía en la sala, como un nuevo «juglar de Nuestra Señora». El curioso fraile se retiró sin hacer ruido; a los pocos minutos entró en el refectorio y pronunció el saludo habitual: «Alabado sea Jesucristo», y encontró a Pascual tan radiante de alegría, que su recuerdo le estimuló en la devoción durante varias semanas. El P. Jiménez, que era nada menos que provincial de los alcantarinos en la época de mayor fervor de la reforma de san Pedro, nos dejó este autorizado testimonio: «No recuerdo haber visto jamás una sola falta en el hermano Pascual, aunque viví con él en varios de nuestros conventos y fuimos compañeros de viaje en dos ocasiones. Ahora bien, el cansancio y la monotonía de los viajes dan fácilmente ocasión de descuidarse un poco en la virtud...»
Pero el rasgo más conocido de san Pascual,
por lo menos fuera de España, es su devoción al Santísimo Sacramento. Muchos
años antes de que empezasen a organizarse los congresos eucarísticos y de que el
santo fuese nombrado patrono de ellos, el P. Salmerón escribió una biografía
titulada: «Vida del Santo del Sacramento, San Pascual Bailón». Pascual era,
para sus hermanos en religión, «el santo del Santísimo Sacramento», porque
acostumbraba pasar largas horas arrodillado ante el tabernáculo, con los brazos
en cruz. Ya el P. Jiménez, el primero de los biógrafos de san Pascual, decía
que el santo hermanito, en cuanto tenía un momento libre, se dirigía
apresuradamente a la capilla y que su mayor delicia era ayudar a una misa tras
otra, desde muy temprano. Al terminar los maitines y laudes, cuando el resto de
la comunidad se retiraba a dormir, san Pascual se quedaba con frecuencia
arrodillado en el coro; ahí le sorprendía la aurora, dispuesto a ayudar a las misas
que iban a celebrarse. No podemos citar aquí las largas y sencillas oraciones
que el santo rezaba después de la comunión, tal como las dejó escritas el P.
Jiménez. Dicho autor supone que el mismo san Pascual las había compuesto, pero
la cosa no es tan clara. San Pascual tenía un «cartapacio», que él mismo se
había fabricado con trozos de papel que encontró en el basurero; en él había
escrito, con su hermosa letra, algunas oraciones y reflexiones que él compuso o
que había encontrado en sus lecturas. Se conserva todavía uno de esos
cartapacios; probablemente san Pascual tenía dos. Poco después de su muerte,
algunas de las oraciones de los cartapacios llegaron a oídos de san Juan de
Ribera, que era entonces arzobispo de Valencia. El santo quedó
tan impresionado, que inmediatamente pidió una reliquia de aquel hermanito lego
que había llegado a un conocimiento tan profundo de las cosas divinas. El P.
Jiménez le llevó la reliquia y el arzobispo le dijo: «¡Ah!, Padre Provincial,
las almas sencillas nos están robando el cielo. No nos queda más que quemar
todos nuestros libros». A lo que el P. Jiménez replicó: «Señor, los culpables
no son los libros sino nuestra soberbia; eso es lo que deberíamos quemar».
Según parece, san Pascual sufrió una vez,
en propia carne, los feroces ataques con que los protestantes manifestaban su
odio a los sacramentos y a los católicos: había sido enviado a Francia a llevar
un mensaje muy importante al P. Cristóbal de Cheffontaines, destacado erudito
bretón, que ejercía entonces el cargo de superior general de los observantes.
En aquella época en que las guerras de religión estaban en su apogeo, era una
locura atravesar Francia vestido con el hábito; resulta muy difícil explicarse
por qué los superiores escogieron a aquel sencillo hermanito lego, que no sabía
una palabra de francés. Tal vez pensaban que su sencillez y confianza en Dios
era más eficaz que otros métodos diplomáticos. San Pascual desempeñó con éxito
su misión, pero sufrió muchos malos tratos y, en varias ocasiones, salvó la
vida casi por milagro. En una población fue apedreado por los hugonotes y
recibió una herida en un hombro que le hizo sufrir toda la vida. Según cuentan
casi todos sus biógrafos, empezando por el P. Jiménez, en Orleáns fue sometido
a un interrogatorio acerca del Santísimo Sacramento. El santo confesó
valientemente la fe y venció a sus adversarios en una disputa pública, gracias
a la ayuda sobrenatural de Dios. Entonces los hugonotes le apedrearon
nuevamente, pero ninguna de las piedras dio en el blanco. Confesaremos que no
nos inclinamos mucho a creer que san Pascual haya realmente tomado parte en una
disputa pública formal.
San Pascual murió en el convento de
Villarreal, un domingo de Pentecostés, a los cincuenta y dos años de edad.
Expiró con el nombre de Jesús en los labios, precisamente cuando las campanas
anunciaban el momento de la consagración en la misa mayor. Inmediatamente el
pueblo empezó a venerarle como santo, por los numerosos milagros que había
obrado en vida y que siguió obrando en el sepulcro. Probablemente las
autoridades eclesiásticas decidieron introducir rápidamente su causa por razón
del número de milagros. Pascual fue beatificado en 1618, antes que el mismo san
Pedro de Alcántara, quien había muerto treinta años antes que él y había
reformado la orden a la que Pascual perteneció. Tal vez uno de los factores a
los que se debe atribuir la rapidez de la beatificación del santo hermanito es
que, en su tumba se oyeron, durante dos siglos, unos «golpecitos» que el pueblo
interpretó muy pronto en un sentido portentoso. Los biógrafos del santo
consagran largas páginas a los «golpecitos» y a sus interpretaciones. San
Pascual fue canonizado en 1690.
Casi todos los datos que poseemos sobre
san Pascual provienen de la biografía escrita por el P. Jiménez y del proceso
de beatificación. En Acta Sanctorum, mayo, vol. IV, hay una traducción latina,
un tanto abreviada, de la biografía del P. Jiménez. Existen numerosas
biografías en español, italiano y francés, como las de Salmerón, Olmi,
Briganti, Beufays, Du Lys y L. A. de Porrentruy. Véase el esbozo biográfico
escrito en francés por O. Englebert (1944), y Léon, Aureole Séraphique (trad.
ingl.), vol. II, pp. 177-197. Probablemente la mejor de las biografías modernas
es la que escribió en alemán el P. Grotcken (1909).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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ingreso o última modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente
enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_1654
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