Santa Hildegardis, virgen y doctora de la Iglesia
fecha: 17 de septiembre
n.: 1098 - †: 1179 - país: Alemania
otras formas del nombre: Hildegarda de Bingen
canonización: PC: - Doctora por Benedicto XVI, 7 oct 2012
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 1098 - †: 1179 - país: Alemania
otras formas del nombre: Hildegarda de Bingen
canonización: PC: - Doctora por Benedicto XVI, 7 oct 2012
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: En el monasterio de Rupertsberg, cerca de Bingen, en Hesse, santa
Hildegardis, virgen y doctora de la Iglesia, que expuso y describió
piadosamente en libros los conocimientos conseguidos experimentalmente, tanto
sobre ciencias naturales, médicas y musicales, como de contemplación mística.
Patronazgos: patrona de los lingüistas y científicos de la naturaleza.
refieren a este santo: Beato Eugenio
III, San Gerlaco, Santa Isabel de
Schönau, San Ruperto
Santa Hildegarda, abadesa de Ruperstberg,
llamada en su tiempo la «Sibila del Rin», fue una de las grandes figuras del
siglo doce y una de las mujeres más notables de la historia. Fue la primera en
el grupo de los grandes místicos alemanes, poetisa y profetisa, médico y
moralista política que rebatió a los papas y a los príncipes, a los obispos y
hombres de ciencia, con un valor a toda prueba y una justicia invencible. Vino
al mundo en 1098, en la población de Böckelheim, de la región de Nahe y, apenas
cumplidos los ocho años de edad, sus padres la confiaron al cuidado de la beata
Jutta [no inscripta en el MR], hermana del conde Meginhardo de Spanheim, que
vivía recluida en una cabaña vecina a la iglesia de la abadía fundada por san
Disibod en Diessenberg, no lejos de su propio hogar. La niña era enfermiza,
pero eso no impidió que continuase con su educación y que aprendiese a leer y a
cantar en latín, todas las ciencias que cultivaban las monjas de aquellos
tiempos, así como todos los oficios y las artes que adornaban a las mujeres de
la Edad Media, desde las reinas hasta las campesinas. Cuando Hildegarda tuvo la
edad necesaria para recibir el velo monjil, la ermita de la beata Jutta contaba
ya con el suficiente número de reclusas para formar una comunidad, que adoptó
la regla de San Benito. En ella recibió el hábito Hildegarda cuando tenía
quince años y, durante diecisiete años más, llevó en el convento una existencia
tranquila, desprovista de acontecimientos trascendentales, pero sólo en el
aspecto exterior, porque en lo interno creció ante la gracia de Dios,
aumentaron y se multiplicaron las extraordinarias experiencias espirituales que
había tenido desde pequeña y, como ella misma dice, «llegó a ser natural en mí
predecir el futuro en el curso de las conversaciones. Y, muchas veces, cuando
estaba completamente absorbida por lo que pensaba o lo que veía, acostumbraba
decir muchas cosas que parecían extrañas o sin sentido a los que me escuchaban.
En esas ocasiones, yo solía turbarme, me echaba a llorar y, a menudo, hubiera
querido morir de vergüenza. Tenía miedo de revelar a alguien lo que veía y no
se lo confiaba a nadie más que a la noble mujer a cuyo cuidado había sido
entregada, y ella se lo dijo a su vez a un monje que conocía». En el año de
1136 murió la beata Jutta, y entonces Hildegarda ocupó su lugar como priora.
A partir de entonces, sus revelaciones y
sus visiones la acosaban de continuo. Una voz interior le instaba a que
escribiera sobre ellas, pero siempre se sentía cohibida por lo que pudieran
decir las gentes, por las posibles burlas y su propia incapacidad para
expresarse por escrito. Sin embargo, la voz de Dios insistía y parecía decirle:
«Yo soy la vida y la luz inaccesible con la que iluminaré a quien sea mi
voluntad. Según mi voluntad, yo puedo mostrar, a través de cualquiera de los
seres humanos, mayores maravillas de las que se han visto en los tiempos
pasados». Por fin, se decidió Hildegarda a abrir su corazón a su confesor, el
monje Godofredo, y lo autorizó a referir el asunto a su abad Conon, quien,
luego de un detenido estudio, ordenó a Hildegarda que pusiera por escrito lo
que ella creyese que Dios le decía. Así lo hizo la monja y comenzó a escribir
sobre la caridad de Cristo, la continuidad del Reino de Dios, los santos
ángeles, el demonio y el infierno. El abad Conon sometió esos escritos a la
atención del arzobispo de Mainz, quien los examinó en compañía de sus teólogos
para alcanzar un veredicto favorable: «Esas visiones provienen de Dios». El
abad escogió entonces a un monje llamado Volmar para que actuara como
secretario de Hildegarda que, en seguida, comenzó a dictar la principal de sus
obras: un libro que tituló «Scivias», al hacer un apócope de las palabras
latinas «Nosce vias» (Domini, caminos del conocimiento del Señor). Nos dice
Hildegarda que, en el año de 1141, «un rayo de luz de brillantez deslumbrante
bajó del cielo a iluminar mi mente y a penetrar en mi corazón como una llama
que calienta sin quemar, como el sol que nos da la tibieza de sus rayos. Y
súbitamente supe y entendí las explicaciones de los salmos, los Evangelios y
otros libros de la Iglesia católica y del Antiguo y el Nuevo Testamento, pero
no la interpretación de los textos y las palabras, ni la división de las
sílabas o los tiempos de las frases». Tardó diez años en completar el libro de
las «Scivias», que comprende veintiséis visiones sobre las relaciones entre
Dios y los hombres por la Creación, la Redención y la Iglesia, junto con
algunas profecías apocalípticas, advertencias y alabanzas, expresadas en forma
simbólica. Una y otra vez reitera que ella contemplaba todas esas cosas en
repetidas visiones que eran la inspiración de toda su obra y su trabajo activo.
En 1147, el papa beato Eugenio
III visitó Tréveris, y el arzobispo de Mainz le hizo
entrega de los escritos de santa Hildegarda. El Pontífice nombró a una comisión
para que examinara los escritos y a la autora y, tan pronto como recibió un
informe favorable, los leyó él mismo y los discutió con sus consejeros, entre
los que figuraba san Bernardo de
Claraval, quien manifestó sus deseos de que el Papa aprobara las
visiones de la santa y las declarase genuinas. El Pontífice escribió una carta
a Híldegardis para expresarle su admiración y su contento por los favores que
le había dispensado el cielo y para aconsejarle que no se dejase llevar por el
orgullo. Además, la autorizaba a escribir y a publicar, con prudencia, todo lo
que el Espíritu Santo le inspirase, y terminaba con una exhortación para que
siguiera viviendo con sus hermanas en el lugar que había escogido y en la fiel
observancia de la regla de San Benito. Santa Hildegarda escribió una extensa
carta de respuesta, llena de alusiones parabólicas sobre las calamidades de los
tiempos y con ciertas advertencias al papa Eugenio respecto a las ambiciones de
sus propios colaboradores y servidores.
El lugar al que se refería el Papa en su
carta, era la nueva casa que Hildegarda había tomado para hospedar a su
comunidad, mucho más amplia y cómoda que el local de Diessenberg. Los monjes de
san Disibod, cuyo monasterio había adquirido importancia gracias a la vecindad
con el convento de Hildegarda, con sus reliquias de la beata Jutta y la
creciente reputación de la abadesa, se opusieron enérgicamente a la emigración
de las monjas. El abad llegó a acusar a Hildegarda de haberse dejado dominar
por el orgullo, sin embargo, ella sostuvo en todo momento que Dios le había
revelado la necesidad de trasladar su comunidad y el lugar al que debían ir.
Aquel lugar era el Rupertsberg, un monte solitario y árido a orillas del Rin,
cerca de Bingen. En el curso de la disputa con los monjes de san Disibod,
Hildegarda sufrió mucho, perdió la salud y se debilitó grandemente. El abad
Conon, quizá al sospechar que no estaba realmente enferma, le hizo una visita
por sorpresa y, al comprobar que no fingía, le dijo que en cuanto se pusiera
bien, iría con ella a visitar Rupertsberg. Inmediatamente se sintió curada y se
levantó para irse con el abad. Esto bastó para que Conon retirara sus
objeciones, pero no así el resto de los monjes que se mantenían firmes en su
actitud, a pesar de que el jefe de la oposición, un monje llamado Arnoldo, se
puso en favor de Hildegarda, luego de haber sanado de una dolorosa enfermedad
tras de orar en la iglesia de la abadesa. El traslado se llevó a cabo entre los
años 1147 y 1150, cuando las monjas abandonaron la casa, el jardín y el huerto
de Diessenberg para ir a habitar en una construcción mayor pero inconclusa, con
su iglesia casi en ruinas y en un lugar desierto.
Pero gracias a la inagotable energía de
santa Hildegarda, no tardó en surgir en Rupertsberg un verdadero monasterio,
«con agua corriente en todas las dependencias», según dicen las crónicas, con
capacidad para alojar cómodamente a cincuenta monjas. Para su recreo, la
versatilidad de Hildegarda les proporcionó, una serie de nuevos himnos,
cánticos y motetes, para los que ella escribía letra y música, así como una
especie de juego moral o cantata sacra, llamada Ordo Virtutum, y también
escribió unas cincuenta homilías alegóricas para que fueran leídas en la casa
capitular y en el refectorio. Cuando escribió las biografías de san Disibod y
de san Ruperto, se dijo que lo había hecho por revelación (lo mismo que para
otras muchas de sus obras que, probablemente, fueron escritas de manera
natural), aunque esto se puede desmentir fácilmente al demostrar que las dos
biografías contienen todos los datos comunes a las tradiciones que circulaban
por aquel entonces. Entre las diversiones a que se entregaba en sus horas de
ocio -es difícil imaginar que Santa Hildegarda tuviese horas de ocio-, se
encuentra el juego llamado «lenguaje desconocido», una especie de esperanto del
que se conservan hasta hoy unas novecientas palabras y un alfabeto. Parece que
esas palabras son sencillamente versiones asonantes de términos latinos y
algunos alemanes con la agregación de sufijos formados con la letra «z». Desde
Rupertsberg, la abadesa mantuvo abundante correspondencia, y unas trescientas
de sus cartas han sido coleccionadas e impresas, no obstante que los
investigadores han declarado sus dudas sobre la autenticidad de algunas de las
que supuestamente escribió o recibió. Aparte de las epístolas dirigidas a una u
otra de las muchas abadesas que la consultaban, el resto de sus cartas parecen
homilías, profecías o tratados alegóricos. Estaban destinadas a papas,
emperadores y reyes (incluso Enrique II de Inglaterra, antes de que asesinara a
Tomás Becket), a obispos y abades. Una vez escribió a san Bernardo y tuvo
respuesta; también mandó cartas a san Eberardo de Salzburgo y, con mucha
frecuencia, a la mística del Cister, santa Isabel de
Schönau. En dos cartas dirigidas a los clérigos de Colonia y de
Tréveris, se refiere a la indiferencia, el descuido y la avaricia de numerosos
sacerdotes y vaticina, en términos que para ella deben haber sido claros, las
calamidades que habrían de ocurir por esta causa.
Sus cartas están llenas de esas profecías
y advertencias, por lo cual adquirió gran fama y popularidad en poco tiempo.
Las gentes de todas las clases sociales y de las más diversas fortunas, acudían
de todas partes para consultarla; sin embargo, otras gentes la denunciaron como
fraudulenta, bruja y demoníaca. Si bien lo que decía iba casi siempre envuelto
en complicados simbolismos, cuando alababa o reprobaba (lo que era muy
frecuente) recurría a la más absoluta claridad. Cierta vez, Enrique, el
arzobispo de Mainz, le escribió en un tono seco y autoritario para que
autorizara a una de sus monjas, una tal Richardis, a que fuera abadesa de otro
monasterio. Ella respondió con estas palabras: «Todas las razones que se me den
para la promoción de esa joven mujer carecen de valor delante de Dios. El
espíritu de ese Dios que nos vigila con celo, dice: `Llorad y gemid vosotros,
pastores, por no saber lo que hacéis al distribuir los puestos santos para
satisfacer vuestros propios intereses y los echáis a perder al entregarlos a
hombres perversos, ajenos de virtud' ... En cuanto a vos, ¡alerta! Vuestros
días están contados». A decir verdad, el arzobispo fue depuesto y murió poco
después. Al obispo de Speyer le escribió para advertirle que sus actos
encerraban tanta maldad, que su alma se hallaba agonizante, y al emperador
Conrado III le aconsejó que reformara su vida antes de que tuviera que
avergonzarse por ella. Pero Hildegarda no pretendía hacer aquellas
declaraciones por iniciativa o ideas propias. «Yo no soy más que un pobre vaso
de tierra y si digo esas cosas, no es por mí misma, sino por la luz serena»,
confesaba en una carta a Santa Isabel de Schönau. Sin embargo, aquellas
seguridades no la salvaban de las críticas y siempre estaba en dificultades con
alguien, incluso sus propias monjas que eran, por lo general, jóvenes de la
nobleza alemana, en las que aún conservaban su fuerza, el orgullo y la vanidad.
«Muchas de ellas -admitía la santa- persisten en mirarme con malos ojos y, a
mis espaldas, me despedazan con sus malignas lenguas: dicen que no pueden
tolerar mi insistencia sobre la disciplina que trato de imponerles y que nunca
permitirán que yo las gobierne».
A pesar de su mucho trabajo y sus
continuas enfermedades, las actividades de santa Hildegarda no se limitaban a su
convento y, entre los años de 1152 y 1162, hizo numerosos viajes por toda la
región del Rhineland. Fundó una segunda casa en Eibingen, cerca de Rudesheim, y
en sus frecuentes visitas a los conventos, no se mordía la lengua para
reconvenir con dureza a los monjes o monjas, si había descubierto alguna
relajación en la disciplina de sus monasterios. En realidad, sus viajes por las
tierras del Rin fueron un antecedente de los que hicieron posteriormente las
«abadesas inspectoras». En Colonia, Tréveris y otras ciudades, se dirigía a las
personalidades más eminentes y representativas del clero para impartirles las
divinas advertencias que hubiese recibido y para exhortar con el mismo rigor y
firmeza a obispos y laicos por igual. Es posible que el primero de aquellos
viajes haya sido el que realizó a Ingelheim para encontrarse con Federico
Barbarroja. La entrevista tuvo lugar, pero desgraciadamente nunca se ha sabido
lo que se trató en ella. También visitó Metz, Würzburg, Ulm, Werden, Bamberg y,
entre uno y otro de sus incontables viajes que la llevaron, no obstante sus
enfermedades y su debilidad, a lugares remotos e inaccesibles donde hubiera un
monasterio, se daba tiempo para escribir. Entre sus numerosas obras figuran dos
libros de medicina e historia natural. Uno de ellos versa sobre las plantas,
los elementos, árboles, minerales, peces, pájaros, cuadrúpedos, reptiles,
metales, y se distingue por sus minuciosas observaciones científicas; el
segundo de los temas que aborda es el cuerpo humano y las causas, síntomas y
tratamientos de sus enfermedades. Lo extraordinario es que la santa, en sus
tratados, llega a insinuar por lo menos, algunos de los modernos métodos para
el diagnóstico y se aproxima a varios de los grandes descubrimientos
posteriores a su tiempo, como la circulación de la sangre, por ejemplo. También
trata la psicología normal y la morbosa; se refiere al frenesí, a la locura, a
los temores, las obsesiones e idiotez y dice que «si el dolor de cabeza, los
vapores y los mareos atacan al paciente simultáneamente, le hacen disparatar y
trastornan su razón. Por eso muchas gentes creen que el paciente está poseído
por un espíritu maligno, pero no es cierto».
Durante los últimos años de su vida, santa
Hildegarda anduvo envuelta en grandes complicaciones y dificultades, en
relación con un joven que había estado excomulgado y que, al morir, recibió
cristiana sepultura en el cementerio de la abadía de San Ruperto. El vicario
general de Mainz ordenó que el cadáver fuese exhumado para trasladarlo a otro
sitio. Santa Hildegarda se opuso en base a que el joven había recibido los
últimos sacramentos y, además, en que ella había tenido una visión para
revelarle que su acción había sido justificada. Por aquel conflicto, la abadía
fue puesta en un entredicho. Por aquel entonces, Hildegarda dirigió al capítulo
de Mainz una extensa carta sobre música sacra que es, según dice, «el único
recuerdo, casi olvidado, de aquel estado primitivo que perdimos al perder el
Paraíso. Es el símbolo de la armonía que rompió Satanás, la armonía que ayuda
al hombre a tender un puente de santidad entre este mundo y el Mundo de plena
Belleza. Por lo tanto, aquéllos que sin una razón valedera imponen el silencio
en las iglesias donde debería oírse sin cesar el canto en honor de Dios, no
serán dignos de escuchar los gloriosos coros de los ángeles que alaban al Señor
en los cielos». Al parecer, la santa tenía dudas sobre el efecto que habría de
producir su conmovedora elocuencia entre los canónigos de Mainz, puesto que al
mismo tiempo escribió una carta en tono mucho más enérgico al arzobispo, que a
la sazón se encontraba en Italia. A raíz de aquella misiva, el arzobispo dejó
sin efecto la prohibición de la música sacra en las iglesias de Mainz, pero, en
cambio, no accedió a otro pedido de Hildegarda, a pesar de haberlo prometido,
en el sentido de abandonar las luchas y las intrigas en Roma para volver y
gobernar su propia diócesis. Ya para entonces, Hildegarda estaba quebrantada
por las enfermedades y las mortificaciones; no podía mantenerse en pie y se
hacía llevar de un lugar a otro. Pero «aquel instrumento desgastado y roto»,
según la frase de su amigo y capellán, Martín Guihert, aún producía bellos
sonidos; hasta el último momento estuvo a la disposición del que quisiera algo
de ella, dio consejos a los que se los requerían, respondió a complicadas
interrogaciones, escribió, instruyó a sus monjas, alentó a los pecadores y no
tuvo un instante de descanso. Muy poco tiempo después de su controversia con el
capítulo de Mainz, el 17 de septiembre de 1179, murió pacíficamente.
Los numerosos milagros que realizó en
vida, se multiplicaron en su tumba, según consta en el proceso de beatificación
que, por dos veces, se inició ante la Santa Sede y nunca llegó a concluirse.
Sin embargo, el Martirologio Romano la nombra como santa y su fiesta se celebra
hasta hoy en varias diócesis de Alemania. Las visiones y revelaciones que santa
Hildegarda afirmó haber recibido o que se atribuyen a ella, se encuentran entre
los más famosos de esos fenómenos, y su don de actualizar las ideas con
símbolos e imágenes ha permitido que se la compare con Dante y con William
Blake. Por ejemplo, la caída de los ángeles la describe de esta manera: «Ví una
gran estrella, con mucho esplendor y hermosura, de la que caían una multitud
enorme de chispas incandescentes que la seguían en su carrera hacía el sur. Y
todos le miraban a Él en su trono, con un aire de hostilidad hasta que, de
pronto, le dieron la espalda y se dirigieron hacia el norte. Repentinamente,
todos quedaron aniquilados y se convirtieron en carboncillos negros ... Y así
cayeron al abismo donde los perdí de vista». En los dibujos que ilustran
algunas hojas del manuscrito, los ángeles caídos se representan con estrellas
negras que ostentan un punto luminoso en el centro y están rodeadas, por un
halo dorado que despide puntitos blancos.. Encima de las estrellas negras,
lejos en el horizonte, relucen todavía algunas estrellitas de luz dorada que se
agrupan en caudas ondulantes y que, según los intérpretes de los símbolos,
representan ojos flamígeros que vigilan ... A menudo, las representaciones de
las estrellas luminosas, las muestran como si estuviesen en movimiento o en
efervescencia, tal como las describieron muchos visionarios, de Ezequiel en
adelante. «Esas visiones las tuve -escribe santa Hildegarda-, no dormida ni en
sueños, ni en momentos de locura, ni con los ojos del cuerpo, ni los oídos de
mi cabeza, ni en lugares escondidos; pero las vi plenamente, de acuerdo con la
voluntad de Dios, cuando estaba despierta y vigilante, con los ojos del
espíritu y los oídos internos. Y la pobre carne humana debe tener muchas
dificultades en investigar y en explicar cómo sucedió eso que digo». Las
visiones relatadas en la «Scivias» obtuvieron la aprobación cautelosa del papa
Eugenio III, pero debe tenerse en cuenta que ni éstas ni otras aprobaciones de
revelaciones particulares, imponen la obligación de creerlas. La Iglesia las
recibe como probables y nunca corno ciertas; por eso, los individuos deben
recurrir a la prudencia y rechazar la veracidad hasta de las más dignas de fe.
Fue proclamada Doctora de la Iglesia por
SS Benedicto XVI el 7 de octubre de 2012.
Gran parte de nuestras informaciones en
relación con la vida y hechos de santa Hildegarda, proviene de su propia
correspondencia y de sus escritos, pero también hay dos o tres biografías de
acuerdo con el concepto que se tenía sobre las biografías en la Edad Media. La
más notable es la que escribieron los dos monjes Godofredo y Teodorico, que se
halla impresa en el Acta Sanctorum, sept., vol. v. Hay otra, la de Guiberto de
Gembloux, editada por el cardenal Pitra en su Analecta Sacra, vol. VIII.
También hay datos de una investigación realizada en 1233 con vistas a su
canonización, que fueron publicados por los bolandistas. Además, en los tiempos
presentes ha surgido una abundante literatura en torno a la eminente mística
alemana. En castellano hay desde hace algunos años un renovado interés en su
obra, que llevó a la edición de las obras en nuestro idioma, y a la publicación
de algunos interesantes sitios web; las referencias pueden encontrarse en
la Brújula de ETF y
en la Biblioteca;
allí mismo se encuentran los links para descargar la reciente película de M.
von Trotta «Visión, acerca de la vida de Hildegarda de Bingen». El Papa
Benedicto XVI ha dedicado unas interesantes catequesis a la santa (primera parte y segunda parte).
Las tres ilustraciones superiores están tomadas del códice Lucca (1220/1230)
del «Libro de las Obras Divinas», la cuarta es fotografía del relicario actual,
en el monasterio de Bingen.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
accedida 2516 veces
ingreso o última modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente
enlace: http://www.eltestigofiel.orgindex.php?idu=sn_3364
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