miércoles, 28 de octubre de 2015

San Narciso de Jerusalén - Beato MIguel Rua - San Feliciano de Cartago - San Honorato de Vercelli 29102015

San Narciso de Jerusalén

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San Narciso de Jerusalén, obispo
Conmemoración de san Narciso, obispo de Jerusalén, merecedor de alabanzas por su santidad, paciencia y fe. Acerca de cuándo debía celebrarse la Pascua cristiana, manifestó estar de acuerdo con el papa san Víctor, y que no había otro día que el domingo para celebrar el misterio de la Resurrección de Jesucristo. Descansó en el Señor a la edad de ciento dieciséis años.
San Narciso nació haciaa el año 100, y vivió, como veremos, unos 116 años. Además de ser obispo de Jerusalén, fue testigo privilegiado del gran cambio que se obró en la cristiandad de la Ciudad Santa, cuando, por la política de Adriano, se pasó de población judía a población gentil, de obispos de origen judío a obispos de origen gentil, al primero de los cuales, san Marcos de Jerusalén, hemos celebrado hace pocos días. Al igual que con éste, también con san Narciso nuestra fuente privilegiada es Eusebio de Cesarea, pero, sea por un especial gusto que Eusebio tuviera en las noticias de la vida de Narciso, sea que por su longevidad había mucho para contar, le dedica, además de los pequeños fragmentos en las listas cronológicas, una pequeña narración continuada, que transcribiré.

Pero antes de eso, algunos pocos datos que pueden ayudar a ubicarnos: san Narciso fue elegido obispo cuando ya era septagenario; su figura era respetada, y también, por qué no, también un poco envidiada. Así que no le faltaron pruebas, como la difamación que nos mencionará Eusebio, sin decirnos propiamente en qué consistió. Del relato de Eusebio surge que a causa de esa difamación se alejó algún tiempo del episcopado, sin embargo debemos tener presente que las causas pueden ser más complejas, y Eusebio escribe cien años más atrde de los hechos. Aclaro esto porque no se ve del todo bien por qué, pasando tres episcopados en medio (que plantean problemas de cronología aun no resueltos), Narciso reaparece como si nada hubiera pasado, y le restituyen su cargo. Allí se produce el acontecimeinto que Eusebio, siguiendo sus fuentes, pone todo en manos directas de la Providencia: que va revelando a unos y a otros lo que quiere que ocurra, pero que, seguramente ocurrió de alguna manera un poco más compleja: san Alejandro viene de Capadocia a Jerusalén para visitar los lugares santos, y es elegido obispo de Jerusalén para ayudar a san Narciso, que era ya muy anciano: es el primer caso perfectamente registrado de un obispo coadjutor, algo tan común en las enormes diócesis de la actualidad.

San Narciso tuvo fama de gran taumaturgo, de lo cual nos queda el milagro de la lámpara que nos contará Eusebio, también con él tenemos testimonio de que la Iglesia de Jerusalén, como la de Alejandría, adhiere a la celebración de la Pascua en domingo, a diferencia de las iglesias de Asia, que seguían celebrando la Pascua en la fecha judía, es decir, el 14 Nisán (los llamados «cuartodecimanos»). A cien años por delante, el relato de Eusebio es, como siempre, tan vivo, que nos deja con ganas de más:

Muchos, pues, y diversos son los milagros que los ciudadanos de aquella iglesia recuerdan de Narciso, transmitidos por tradición de los hermanos que se han sucedido. Entre ellos refieren también el siguiente prodigio realizado por él: Dicen que una vez, durante la gran vigilia de Pascua, faltó el aceite a los diáconos, por lo cual se apoderó de toda la muchedumbre un gran desánimo. Narciso mandó entonces a los que preparaban las luces que sacasen agua y se la llevaran a él. Hecho esto, oró sobre el agua y con toda la sinceridad de su fe en el Señor ordenó echarla en las lámparas. Ejecutado que se hubo también esto, por un poder maravilloso y divino y contra todo razonamiento, la naturaleza del agua cambió su cualidad en la del aceite, y muchos de los hermanos que allí estaban conservaron largo tiempo, desde entonces hasta nuestros días, un poquito de aquel aceite como prueba del milagro de entonces.

Muchas otras cosas dignas de mención se cuentan de la vida de este hombre, entre ellas también la siguiente. Unos pobres hombrecillos, incapaces de soportar el vigor de aquél y la constancia de su vida, temerosos de ser arrestados y sometidos a castigo, pues eran conscientes de sus delitos innumerables, tomaron la delantera y urdieron y esparcieron una calumnia terrible contra él. Luego, con el fin de asegurarse la confianza de los oyentes, confirmaban con juramento sus acusaciones: uno juraba porque el fuego le destruyese; otro porque una enfermedad funesta consumiera su cuerpo, y un tercero, porque sus ojos cegaran. Pero ni aun así, ni siquiera jurando, un solo fiel les prestó atención, por la templanza de Narciso, que de siempre brilló ante todos y por su conducta virtuosa en todo. Él, sin embargo, no pudiendo sobrellevar en modo alguno la maldad de estas calumnias, y por otra parte, estando desde hacía largo tiempo en busca de una vida filosófica, huyó de la muchedumbre entera de la iglesia y pasó muchos años oculto en regiones desiertas y recónditas. Pero el gran ojo de la justicia tampoco permaneció quieto ante tales desmanes, sino que a toda prisa se dio a la persecución de aquellos impíos con las mismas desgracias con que se habían ligado perjurando contra sí mismos, pues el primero, sin motivo ninguno, simplemente así, habiendo caído una chispita en la casa en que él moraba, la incendió por completo durante la noche, y pereció abrasado con toda su familia; el otro se vio de repente con el cuerpo, desde la planta de los pies hasta la cabeza, lleno de aquella enfermedad con que él mismo se castigó de antemano; y el tercero, así que vio el final de los primeros, temblando ante la ineludible justicia de Dios que lo ve todo, hizo confesión pública de lo que habían tramado en común los tres. En su arrepentimiento, se agotaba de tanto gemir y no cesaba de llorar, tanto que llegó a perder sus dos ojos. Tales fueron los castigos que sufrieron éstos por sus mentiras.
Retirado Narciso, y como nadie sabía dónde podía hallarse, los obispos que presidían las iglesias limítrofes resolvieron imponer las manos a un nuevo obispo. Díos se llamaba éste. Después de presidir no mucho tiempo, le sucedió Germanión, y a éste, Gordio, bajo el cual reapareció Narciso, de alguna parte, como un resucitado. Los hermanos le llamaron de nuevo para ocupar la presidencia. Todos le admiraban todavía más, por causa de su retiro, de su filosofía y, sobre todo, por la venganza que Dios había obrado en su favor. Como quiera que Narciso no estaba ya en condiciones de ejercer el ministerio por causa de su extrema vejez, la providencia de Dios llamó a Alejandro, que era obispo de otra iglesia, para ejercer las funciones episcopales junto con Narciso, conforme a una revelación que tuvo éste en sueños por la noche. Ocurrió, pues, que Alejandro, como obedeciendo a un oráculo, emprendió un viaje desde Capadocia, donde por primera vez fue investido del episcopado, a Jerusalén, por motivos de oración y de estudio de los lugares. La gente de allí le recibió con los mejores sentimientos y ya no le permitieron regresar a su país, conforme a otra revelación que también ellos habían tenido durante la noche y según una voz que se dejó oír clarísima a los más celosos de entre ellos, pues les indicaba que se adelantasen fuera de las puertas de la ciudad y recibiesen al obispo que Dios les había predestinado. Después de obrar así, con el común parecer de los obispos que regían las iglesias circundantes, obligaron a Alejandro a permanecer allí forzosamente.

El mismo Alejandro, en carta privada a los antinoítas, que todavía hoy se conserva entre nosotros, menciona el episcopado de Narciso, compartido con él, cuando escribe textualmente al final de la carta: «Os saluda Narciso, el que rigió antes que yo la sede episcopal de aquí, y ahora, a sus ciento dieciséis años cumplidos, ocupa su lugar junto a mí en las oraciones y os exhorta, lo mismo que yo, a tener un mismo sentir».

Historia Eclesiástica, IV,9-11, BAC, 1973(1ª), traducción de Argimiro Velasco Delgado; hay también otras citas incidentales sobre san Narciso en el mismo libro IV, especialmente en relación a la cuestión de la fecha de Pascua.
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En el día de hoy es posible elegir entre dos obispos homónimos de la misma época, pero de características muy dispares. Uno fue obispo de Jerusalén y en el año 195 contribuyó a decidir que la Pascua se celebrase siempre en domingo. Al parecer murió a los ciento dieciséis años.   El otro san Narciso, más popular, tiene una historia más enredada; quizá fue de origen centroeuropeo y es probable que durante la persecución de Diocleciano tuviese que huir y se refugiara en la ciudad de Augusta o Augsburgo.   Allí se alojó en casa de «una mujer principal, pero deshonesta», una cortesana famosa cuyo nombre era Afra (incluida también en el santoral). Esta además era idólatra, pero la oración de Narciso la convirtió junto con su madre y tres criadas suyas.   Más tarde, en unión de su diácono Félix, llega a Gerona, que convierte en su centro apostólico, y unos años después, quizá en el recinto extramuros del cementerio de los fieles (se supone que donde hoy se levanta la colegiata de San Félix, que debe su nombre a un santo anterior), cuando iba a celebrar misa fue asesinado con el citado diácono. Murió a consecuencia de tres heridas en el hombro, en la garganta y en el tobillo.   En Gerona (de donde es patrón, además de serlo de Augsburgo) es el santo de las moscas, ya que se dice que en 1285 de su sepulcro salieron enjambres de tábanos que con sus picaduras mortales hicieron huir al ejército francés invasor.





Señor, tú que colocaste a San Narciso en el número de los santos pastores y lo hiciste brillar por el ardor de la caridad y de aquella fe que vence al mundo, haz que también nosotros, por su intercesión, perseveremos firmes en la fe y arraigados en el amor y merezcamos así participar de su gloria. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.


Beato MIguel Rua

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BEATO MIGUEL RÚA 1910
San Juan Bosco, en 1852, se encontró en la calle con unos jóvenes que le pedían alguna medalla. A cada uno le obsequió su medalla, menos a uno pálido y delgaducho, de noble mirada, al cual el santo le dijo: "A ti sólo te doy esto", al mismo tiempo el santo hacía un gesto con su mano derecha como si partiera su propio brazo izquierdo en la mitad. El joven no entendió ni se atrevió a preguntar, pero 30 años más tarde, le preguntará a Don Bosco: "¿Qué me quiso decir en mi niñez cuando me ofreció regalarme la mitad de su brazo?", y el santo le responderá: "Te quise decir que los dos obraríamos siempre ayudándonos el uno al otro y que tú serías mi mejor colaborador". San Juan Bosco una vez mas probó ser un gran profeta pues así fue en verdad.

Miguel Rúa nació en Turín (Italia) de una modesta familia. Hizo sus estudios de primaria con los Hermanos Cristianos que lo apreciaron mucho porque era sin duda el alumno de mejor conducta que tenían en su escuela.  Y resultó que al Instituto de los Hermanos iba San Juan Bosco a confesar y los alumnos se encariñaron de tal manera con este amable santo que ya no aceptaban confesarse con ningún sacerdote que no fuera él. Rúa fue uno de los que se dejaron ganar totalmente por la impresionante simpatía y santidad del gran apóstol.

Al quedar huérfano de padre, empezó a frecuentar el Oratorio de Don Bosco, donde los muchachos pobres de la ciudad iban a pasar alegre y santamente los días festivos. Allí oyó un día que el santo le preguntaba: "Miguelín: ¿nunca has deseado ser sacerdote?". Al jovencito le brillaron los ojos de emoción y le respondió: "Si, lo he deseado mucho, pero no tengo cómo hacer los estudios".

"Pues te vienes cada día a mi casa y yo te daré clases de latín", le dijo Don Bosco. Y así empezó el joven sus clases de secundaria.

Más tarde Don Bosco lo envió a que recibiera clases de un excelente profesor de la ciudad, y cuando le pidió informes acerca de su alumno, el profesor respondió: "Es el mejor de la clase en todo: en aplicación, en conducta y en buenos modales".

San Juan Bosco deseaba mucho fundar una comunidad religiosa para educar a los jóvenes, y se propuso formar a sus futuros religiosos de entre sus propios alumnos. Al primero que eligió para ello fue al joven Rúa. Le impuso la sotana y se interesó porque fuera haciendo sus estudios lo más completamente posible.

En 1856 Don Bosco hizo una votación entre los centenares de alumnos de su Oratoria de Turín (en el cual había muchos internos). Las preguntas eran estas: 1ª. ¿Cuál es el más santo y piadoso de los oratorianos? 2ª. ¿Cuál es el más simpático y buen compañero de todo el Oratorio? La segunda pregunta la ganó 
Santo Domingo SavioLa primera la ganó por amplia votación el joven Rúa. La votación de aquellos jóvenes resultó ser muy acertada pues ambos llegaron a ser formalmente reconocidos por la Iglesia por su santidad.

Rúa fue el primer alumno de Don Bosco que, ordenado de sacerdote, se quedó a colaborarle en su obra. Fue también el primer director de colegio salesiano y el hombre de confianza que acompañó durante 37 años al gran apóstol en todas sus empresas apostólicas. En él depositaba San Juan Bosco toda su confianza y era en todo como su mano derecha.

Del beato Miguel Rúa hizo San Juan Bosco el siguiente elogio: "Si Dios me dijera: hágame la lista de las mejores cualidades que desea para sus religiosos, yo no sé qué cualidades me atrevería a decir, que ya no las tenga el Padre Miguel Rúa". 

Cuando el Padre Rúa fue nombrado para ser director del primer colegio salesiano que se fundaba fuera de Turín, le pidió a su maestro Don Bosco que le trazara un plan de comportamiento, y el santo le escribió lo siguiente: "Ante todo trate de hacerse querer, más que de hacerse temer. Recuerde lo que decía San 
Vicente de Paúl: ‘Yo tenía un carácter demasiado serio y un temperamento amargo, y me di cuenta de que si no hay amabilidad, se hace más mal que bien en el apostolado. Y me propuse adquirir un modo de ser amable y bondadoso’. Este sea su plan de comportamiento". Miguel Rúa conservó toda su vida estos consejos y llegó a practicarlos de manera admirable.

San Juan Bosco decía al final de su vida: "Si el Padre Rúa quisiera hacer milagros, los haría, porque tiene la virtud suficiente para conseguirlos". El era humilde y no hablaba de sus logros. Pero un día, ya ancianito, le preguntaron los religiosos jóvenes: "Padre, ¿nunca le ha sucedido algún hecho extraordinario?". Y él, por bromear, les dijo: "Sí, un día me dijeron: ya que está reemplazando a Don Bosco que era tan milagroso, por favor coloque sus manos sobre una enferma que está moribunda. Yo lo hice, y tan pronto como le coloqué las manos sobre la cabeza, en ese mismo instante... ¡la pobre mujer se murió!".
Cuando San Juan Bosco era ya muy ancianito, el Santo Padre León XIII le dijo: "Dígame cuál es su sacerdote de mayor reemplazo". El santo le dijo que era Miguel Rúa y este recibió el encargo Pontificio de reemplazar a Don Bosco cuando muriera. Y así lo hizo en 1888 al morir el santo. Quedó Rúa elegido como Superior General de los salesianos y en los 22 años que dirigió la Congregación Salesiana, esta multiplicó por cinco el número de sus religiosos y abrió casas y obras sociales en gran cantidad de países.
Los salesianos decían: "Si alguna vez se perdiera nuestra Regla o nuestros Reglamentos, bastaría observar cómo se porta el Padre Rúa, para saber ya qué es lo que los demás debemos hacer". Su exactitud era admirable. Siempre amable y bondadoso, comprensivo con todos y lleno de paciencia, pero exactísimo en el cumplimiento de todos sus deberes.

Cuando Rúa tenía apenas unos 25 años, un día se enfermó muy gravemente y mandó llamar a San Juan Bosco para que le impusiera los santos óleos y le llevaran el viático. El santo respondió: "Miguel no se muere ahora, ni aunque lo lances de un quinto piso". Y después explicó el por qué decía esto. Es que en sueños había visto que todavía en el año 1906 (40 años después) estaría Miguel Rúa extendiendo la comunidad salesiana por muchos países del mundo. Y a él personalmente le dijo después: "Miguel: cuando ya seas muy anciano y al llegar a una casa alguien te diga: ‘Ay padre, ¿por qué se ha envejecido tan exageradamete?’, prepárate porque ya habrá llegado la hora de partir para la eternidad". Y así sucedió. Al principio del año 1910, el Padre Rúa fue a Sicilia a visitar un colegio salesiano y un antiguo discípulo suyo, al verlo le dijo: "Ay padre, ¿por qué se ha envejecido tan exageradamente?". El santo sacerdote palideció y se preparó para bien morir.

El 6 de abril de 1910, después de exclamar: "Salvar el alma, eso es lo más importante", expiró santamente. Había dedicado su vida con todo su corazón a comunicar el amor de Dios según el carisma que recibió de San Juan Bosco.


San Feliciano de Cartago

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En Cartago, san Feliciano, mártir.


San Honorato de Vercelli

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San Honorato de Vercelli, obispo
En Vercelli, en la Liguria, san Honorato, obispo, el cual, discípulo de san Eusebio en el monasterio y compañero suyo también en la cárcel, sucedió a su maestro en la sede, para seguir enseñando la doctrina verdadera, y a la hora de la muerte mereció dar el viático al obispo san Ambrosio..
Un especial vínculo une, en la figura del obispo Honorato, a la Iglesia de Vercelli con la de Milán, ya que fue él quien administró los sacramentos a san Ambrosio en su lecho de muerte, así como el gran obispo de Milán había apoyado la propuesta de que fuera Honorato el sucesor del obispo Limenio en la cátedra de Vercelli. Pues a la muerte de éste la Iglesia de Vercelli estaba dividida por desacuerdos en la elección del sucesor, y esas desaveniencias venían agravadas por la predicación de dos sacerdotes milaneses que se oponían a la reforma que había intentado implantar Limenio, siguiendo a san Eusebio de Vercelli en temas de discuiplina ascética y celibato de los sacerdotes. El problema se resolvió gracias a la intervención de Ambrosio, primero con una carta, que fue su última obra, y luego personalmente, en el 396, consagrando obispo a Honorato, que ya era un miembro respetado del monasterio de Eusebio.

De la acción pastoral del santo es testimonio un poema grabado en la lápida de su tumba, situada en la catedral de la ciudad junto a las de Eusebio y Limenio. En el texto Honorato es descripto como un digno discípulo de Eusebio, el maestro, con quien había compartido el dolor del exilio y la prisión como predicador de la Iglesia ortodoxa y de la doctrina católica, contra la influencia, aun presente, de los arrianos. Su episcopado duró unos veinte años y puso fin un 29 de octubre, aunque no sabemos exactamente de qué año. Sus reliquias descansan en un altar lateral de la Catedral de Vercelli. La iconografía del santo, además del aspecto típico de un santo obispo de edad avanzada, tiene como carácter específico presentarlo junto a Ambrosio moribundo.

Traducido para ETF de un artículo de Damiano Pomi.
fuente: Santi e Beati

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