viernes, 23 de octubre de 2015

Santa Bonifacia Rodriguez Castro - San Román de Rouen - San Benito de Herbauge - San Ignacio de Constantinopla 23102015

Santa Bonifacia Rodriguez Castro

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Bonifacia Rodríguez Castro (1837-1905) fue una sencilla trabajadora  Benedicto XVI ha proclamado su santidad y la ha ofrecido como modelo a los cristianos de todo el mundo. El papa ha canonizado a la fundadora de las Siervas de San José, pionera de la promoción laboral y educativa de la mujer en la segunda mitad del siglo XIX.

Santa Bonifacia nació en Salamanca, España, el 6 de junio de 1837, en una familia artesana. La principal preocupación de sus padres, Juan y María Natalia, era la educación en la fe de sus seis hijos, de los cuales Bonifacia era la mayor. Su primera escuela fue el hogar de sus padres, donde Juan, sastre, tenía su taller de costura, por lo que Bonifacia lo primero que vio al nacer fue un taller.

Terminada la enseñanza primaria, aprendió el oficio de cordonera, con el que empezó a ganarse la vida a los quince años, a la muerte de su padre, para ayudar a su familia.

Pasadas las primeras estrecheces, monta su propio taller de “cordonería, pasamanería y demás labores”, en el que trabaja con el mayor recogimiento posible e imita la vida oculta de la Familia de Nazaret.

A partir de 1865, fecha del matrimonio de Agustina, única de sus hermanos que llega a la edad adulta, Bonifacia y su madre se entregan a una vida de intensa piedad, yendo todos los días a la cercana Clerecía, iglesia regentada por la Compañía de Jesús.

Un grupo de chicas de Salamanca, atraídas por su testimonio, acuden a su casa-taller en las fiestas. Buscan en Bonifacia una amiga que las ayude. Deciden formar la Asociación de la Inmaculada y San José, llamada después Asociación Josefina. La santidad se mueve entre costuras, como el Dios de santa Teresa se movía entre los pucheros. El taller de Bonifacia tiene una clara proyección apostólica y social de prevención de la mujer trabajadora.

Bonifacia se siente llamada a la vida religiosa. Piensa en las dominicas pero un acontecimiento cambiará el rumbo de su vida: el encuentro con el jesuita catalán Francisco Javier Butinyà, que llega a Salamanca en 1870, con una gran inquietud los trabajadores manuales.

Atraída por su mensaje de la santificación del trabajo, Bonifacia se pone bajo su dirección espiritual. Butinyà entra en contacto con las chicas que frecuentan su taller. Piensa en la fundación de una nueva congregación femenina, orientada a la prevención de la mujer trabajadora.

Bonifacia le confía su llamada a ser dominica, pero el jesuita le propone fundar con él la Congregación de Siervas de san José, a lo que ella accede. Con otras seis mujeres de la Asociación Josefina, entre ellas su madre, inicia en Salamanca, en su propio taller, la vida en comunidad en 1874, en un momento conflictivo en la vida política del país.

Era un novedoso proyecto de vida religiosa femenina, inserta en el mundo del trabajo a la luz de la contemplación de la Sagrada Familia, recreando en las casas de la congregación el Taller de Nazaret. En este taller, las siervas de San José ofrecían trabajo a las mujeres pobres, evitando los peligros que en aquella época suponía para ellas salir a trabajar fuera de casa.

Era una forma de vida religiosa demasiado nueva y arriesgada para no tener oposición. Es combatida por el clero diocesano de Salamanca. Butinyà es desterrado con los jesuitas y en enero de 1875 el obispo Lluch i Garriga, que había apoyado el proyecto, es trasladado a Barcelona. Bonifacia se ve sola al frente del Instituto a tan sólo un año de su nacimiento.

Los nuevos directores de la comunidad, nombrados por el obispo entre los sacerdotes seculares, siembran la desunión entre las hermanas, algunas de las cuales comienzan a oponerse al taller como forma de vida y a la acogida de la mujer trabajadora en él. Bonifacia Rodríguez, fundadora, no consiente cambios en el carisma definido por el padre Butinyà en las constituciones.

El director de la congregación, aprovechando un viaje de Bonifacia a Gerona en 1882, para establecer la unión con otras casas de siervas de San José, que Butinyà había fundado en Cataluña a su vuelta del destierro, promueve su destitución como superiora y orientadora del Instituto. Humillaciones, rechazo, desprecios y calumnias recaen sobre ella para hacerla salir de Salamanca. La única respuesta de Bonifacia es el silencio, la humildad y el perdón.

Como solución al conflicto, Bonifacia propone al obispo de Salamanca Narciso Martínez, la fundación de una nueva comunidad en Zamora. Aceptada por él y por el obispo de Zamora Tomás Belestá, Bonifacia sale acompañada de su madre, el 25 de julio de 1883, llevando en su corazón el Taller de Nazaret. Y en Zamora le da vida con toda fidelidad, mientras en Salamanca comienzan las rectificaciones a un proyecto incomprendido.

Bonifacia, en su taller de Zamora, codo a codo con otras mujeres trabajadoras, niñas, jóvenes y adultas, teje la dignidad de la mujer pobre sin trabajo, “preservándola del peligro de perderse” (Decreto de Erección del Instituto. 7 de enero de 1874); teje la santificación del trabajo hermanándolo con la oración al estilo de Nazaret; teje relaciones humanas de igualdad, fraternidad y respeto en el trabajo.

La casa madre de Salamanca se desentiende de Bonifacia y de la fundación de Zamora, dejándola sola y marginada, y, bajo la guía de los superiores eclesiásticos, lleva a cabo modificaciones en las Constituciones de Butinyà para cambiar los fines del Instituto.

El 1 de julio de 1901 León XIII concede la aprobación pontificia a las siervas de San José, solicitada por la casa madre, quedando excluida la casa de Zamora. Es el momento cumbre de la humillación y despojo de Bonifacia. No recibiendo respuesta del obispo de Salamanca Tomás Cámara, llevada por su fuerza de comunión, se pone en camino hacia Salamanca para hablar con aquellas hermanas. Pero al llegar a la casa de Santa Teresa le dicen: “tenemos órdenes de no recibirla”, y se vuelve a Zamora con el corazón partido. Sólo se desahoga con estas palabras: “No volveré a la tierra que me vio nacer ni a esta querida casa de Santa Teresa”. Y el silencio sella sus labios, de modo que la comunidad de Zamora sólo después de su muerte se entera de lo ocurrido.

Llena de confianza en Dios, comienza a decir a las hermanas de Zamora: “cuando yo muera”, segura de que la unión se realizaría entonces. Con esta esperanza, rodeada del cariño de su comunidad y de la gente de Zamora que la veneraba como a una santa, fallece en esta ciudad el 8 de agosto de 1905. El 23 de enero de 1907 la casa de Zamora se incorpora al resto de la congregación.

Cuando su vida se apaga, Bonifacia Rodríguez deja en herencia a la Iglesia: el testimonio de su fiel seguimiento de Jesús en el misterio de su vida oculta en Nazaret; una vida sencillamente evangélica; y un camino de espiritualidad, centrado en la santificación del trabajo hermanado con la oración en la vida cotidiana.

Las Siervas de San José continúan hoy su tarea en doce países: escuelas misioneras en la Amazonia peruana, hospitales en Congo, talleres de bordado en Filipinas o misiones en Vietnam, entre otras obras en favor de las mujeres trabajadoras y los más desfavorecidos.

El milagro que permitió canonizarla fue la curación repentina de Kasongo Bavon, un comerciante de 33 años que se estaba muriendo en una pequeña clínica de las Siervas de San José en Katanga, República Democrática del Congo.



San Román de Rouen

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San Román de Rouen, obispo
En Rouen, de Neustria, san Román, obispo, que abatió los símbolos de los paganos que eran aún venerados en su ciudad, convenció a los buenos a mejorar y a los malos a abandonar su conducta.
Poseemos muy pocos datos seguros acerca de este obispo. Su padre, quien, según se dice, había sido convertido por san Remigio, pertenecía a una familia franca. Román fue enviado muy joven a la corte de Clotario II. A la muerte de Hidulfo (c. 530), fue elegido obispo de Rouen. Las reliquias de la idolatría no hicieron más que azuzar el celo del santo, quien convirtió a muchos infieles y destruyó los restos de un templo de Venus. Entre otros muchos milagros se cuenta que, durante una inundación del Sena, el santo se arrodilló a la orilla del agua, con un crucifijo en la mano y que las aguas se retiraron inmediatamente. San Román es particularmente famoso en Francia, debido al privilegio de la arquidiócesis de Rouen (que duró hasta la época de la Revolución) de poner en libertad a un condenado a muerte, en honor del santo, el día de la fiesta de la Ascensión. El capítulo solía enviar al parlamento de Rouen una orden de no proceder a las ejecuciones, dos meses antes de la fiesta; el día señalado, se condenaba a muerte al prisionero y en seguida se le ponía en libertad para que trasportase el relicario de san Román en la procesión solemne. El prisionero escuchaba dos exhortaciones y después se le comunicaba que había sido perdonado en honor de san Román. Según la leyenda, el hecho que originó tal privilegio, fue que san Román dio muerte a una enorme serpiente con la ayuda de un asesino, pero en ningún escrito ni biografía del santo, anteriores al siglo XIV, se menciona ese hecho. Lo más probable es que se haya introducido el privilegio de la liberación de un asesino como un símbolo de la Redención. Dicha costumbre recibía los nombres de «Privilége de la Fierté» y «Châsse de St. Romain». El santo murió alrededor del año 640.

 Acta Sanctorum, oct., vol. X. En Vacandard, Vie de St Ouen (1902), pp. 356-358, hay notas muy interesantes sobre esas biografías y sus respectivos autores. Véase también Duchesne, Fastes Épiscopaux, vol. V, p. 207; y L. Pillon, en Gazette des Beaux-Arts, vol. XXX (1903), pp. 441-454.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI



San Benito de Herbauge

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En la región de Herbauge, cerca de Poitiers, en Aquitania, de la Galia, san Benito, presbítero.

San Ignacio de Constantinopla

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San Ignacio de Constantinopla, obispo y confesor
En Constantinopla, san Ignacio, obispo, que, por haber reprendido al césar Bardas por el repudio de su legítima esposa, fue objeto de injurias y desterrado. Restituido a su sede por intervención del papa san Nicolás I, descansó en la paz del Señor.
San Ignacio era de ilustre cuna: su madre era hija del emperador Nicéforo y su padre, Miguel Rangabe, llegó a ser emperador. El reinado de Miguel fue de corta duración. En efecto, el año 813, fue depuesto en favor de Miguel el Armenio, y sus dos hijos fueron mutilados y encerrados en un monasterio. El más joven de los dos, Nicetas, tomó el nombre de Ignacio y se hizo monje. El abad de su monasterio le hizo sufrir mucho. Después de su ordenación de sacerdote fue elegido abad, a la muerte de su predecesor. El año 846, fue nombrado patriarca de Constantinopla. Sus virtudes brillaron espléndidamente en ese cargo; pero la libertad con que se opuso al vicio y reprendió a los pecadores públicos le atrajo una violenta persecución. El césar Bardas, tío del emperador Miguel III, fue acusado de incesto: en la Epifanía del año 857, Ignacio le rehusó la comunión públicamente. Bardas persuadió entonces al emperador Miguel el Ebrio (tal apodo, aunque muy significativo, no es del todo justo) de que se deshiciese del patriarca. El emperador y su tío, ayudados por el obispo Gregorio de Siracusa, inventaron diversas acusaciones, depusieron a Ignacio y le enviaron al destierro.

En realidad, no se trataba solamente de una venganza individual, sino de una lucha sorda entre dos partidos: por una parte, los miembros de la casa imperial y el clero de la corte, apoyados por la mayoría de los elementos moderados. Por otra parte, un grupo de rigoristas extremosos, que defendían «la independencia del poder religioso», encabezados por los monjes del monasterio de Studium. San Ignacio apoyaba a estos últimos, y por ello fue desterrado a la isla de Terebintos. A pesar de lo que se dijo más tarde, el santo parece haber renunciado en ese momento al gobierno de su diócesis, aunque tal vez en forma condicional. Bardas nombró patriarca a un hombre de ciencia y talento excepcionales, llamado Focio. En la semana anterior a la Navidad del año 858, Focio, que era laico, tomó el hábito de monje y recibió sucesivamente las órdenes de lector, subdiácono, diácono, sacerdote y obispo. Cuando escribió al papa Nicolás I para anunciarle su elección, éste envió a unos legados a Constantinopla para investigar el asunto.

Las consecuencias de la encuesta, que fueron muy importantes, pertenecen más bien a la historia general de la Iglesia. Hagamos notar solamente que las investigaciones de los últimos cincuenta años han revelado la complejidad del asunto y han modificado, para bien o para mal, las conclusiones que se habían aceptado durante muchos siglos. Antiguamente se creía que se trataba de un intento de Constantinopla de mantener tenazmente su independencia completa de Roma, encabezada por el archicismático Focio; actualmente, sabemos que fue en realidad un aspecto de una lucha de partidos político-eclesiásticos, en la que los partidarios de san Ignacio se mostraron tan rebeldes a la Santa Sede como Focio en sus peores momentos.

Nueve años más tarde, en 867, el emperador Miguel III, quien había tomado parte el año anterior en el asesinato de Bardas, fue asesinado por Basilio el Macedonio, que se apoderó del trono. Basilio procedió a deponer a Focio de la sede patriarcal (que había de volver a ocupar diez años después) y llamó a san Ignacio del destierro para ganarse el apoyo de sus partidarios. Entonces, san Ignacio incitó a Adriano II, quien había sucedido a Nicolás I en el trono pontificio, a convocar un concilio ecuménico. La reducida asamblea que se reunió en Constantinopla el año 869 fue el octavo Concilio Ecuménico y el cuarto de Constantinopla. Los Padres conciliares excomulgaron a Focio y condenaron a sus partidarios, pero los trataron con bondad.

En los años que le quedaban de vida, san Ignacio desempeñó los deberes de su oficio con celo y energía, aunque desgraciadamente no con la misma prudencia. En efecto, por irónico que parezca, el santo continuó la política de Focio respecto de la Santa Sede en la cuestión de la jurisdicción patriarcal sobre los búlgaros y llegó incluso a incitar al príncipe búlgaro, Boris, a expulsar a los sacerdotes y obispos latinos, y a acoger a los que él le había enviado. Naturalmente, eso indignó al papa Juan VIII, quien envió a unos legados para que amenazaran a Ignacio con la excomunión; pero san Ignacio murió el 23 de octubre del año 877, antes de que llegase la embajada a Constantinopla. La santidad personal de Ignacio, la valentía con que atacó los vicios de los más altos personajes y la paciencia con que soportó los sufrimientos que se le impusieron injustamente, le han merecido figurar en el Martirologio Romano. Los católicos latinos de Constantinopla, así como los bizantinos, tanto católicos como disidentes, celebran esta fiesta.

En Acta Sanctorum, oct. vol. x, hay una traducción latina de la biografía griega de san Ignacio, escrita por Nicetas de Paflagonia. El historiador Dvornik dice que es «apenas mejor que un panfleto político, de veracidad muy discutible». En Mansi y en Hefele-Leclercq, Conciles vol., IV, se encontrarán la correspondencia diplomática y otros documentos de la época. La opinión sobre Focio empezó a cambiar desde que A. Lapótre publicó su obra Le Pape Jean VIII (1895) y E. Amann sus artículos sobre Juan VIII, Juan IX, Nicolás I y Focio, en Dictionnaire de Théologie Catholique. Naturalmente, no debe confundirse este san Ignacio, obispo de Constantinopla, con el más famoso Ignacio de Antioquía, uno de los más importantes Padres de la Iglesia, cuyo martirio celebramos apenas unos días antes, el 17 de octubre.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

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