Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - Publicamos
integralmente el Mensaje que el Santo Padre Francisco ha enviado a las
Obras Misionales Pontificias el 21 de mayo, solemnidad de la Ascensión del
Señor.
"Los que se habían reunido, le preguntaron, diciendo: «Señor, ¿es
ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?». Les dijo: «No os toca a
vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su
propia autoridad; en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va
a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y
Samaría y hasta el confín de la tierra». Dicho esto, a la vista de ellos,
fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la
vista (Hch 1,6-9).
Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la
derecha de Dios. Ellos se fueron a predicar por todas partes, y el Señor
cooperaba confirmando la palabra con las señales que los
acompañaban (Mc 16,19-20).
Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y
mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo.
Ellos se postraron ante Él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y
estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios (Lc 24,50-53).
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
Este año había decidido participar en vuestra Asamblea general anual, el
jueves 21 de mayo, fiesta de la Ascensión del Señor, pero se ha cancelado a
causa de la pandemia que nos afecta a todos. Por eso, deseo enviaros a
todos vosotros este mensaje, para haceros llegar, igualmente, lo que tengo
en el corazón para deciros. Esta fiesta cristiana, en estos tiempos
inimaginables que estamos viviendo, me parece aún más rica de sugerencias
para el camino y la misión de cada uno de nosotros y de toda la Iglesia.
Celebramos la Ascensión como una fiesta y, sin embargo, en ella se
conmemora la despedida de Jesús de sus discípulos y de este mundo. El Señor
asciende al Cielo, y la liturgia oriental narra el estupor de los ángeles
al ver a un hombre que con su cuerpo sube a la derecha del Padre. No
obstante, mientras Cristo estaba para ascender al Cielo, los discípulos
—que, además, lo habían visto resucitado— no parecían que hubiesen
entendido aún lo sucedido. Él iba a dar inicio al cumplimiento de su Reino
y ellos se perdían todavía en sus propias conjeturas. Le preguntaban si iba
a restaurar el reino de Israel (cf. Hch 1,6). Pero, cuando Cristo
los dejó, en vez de quedarse tristes, volvieron a Jerusalén «con gran
alegría», como escribe Lucas (24,52). Sería extraño que no hubiera ocurrido
nada. En efecto, Jesús ya les había prometido la fuerza del Espíritu Santo,
que descendería sobre ellos en Pentecostés. Este es el milagro que cambió
las cosas. Y ellos cobraron seguridad, porque confiaron todo al Señor.
Estaban llenos de alegría. Y la alegría en ellos era la plenitud de la
consolación, la plenitud de la presencia del Señor.
Pablo escribe a los Gálatas que la plenitud del gozo de los Apóstoles no es
el efecto de unas emociones que satisfacen y alegran. Es un gozo
desbordante que se puede experimentar solamente como fruto y como don del
Espíritu Santo (cf. 5,22). Recibir el gozo del Espíritu Santo es una
gracia. Y es la única fuerza que podemos tener para predicar el Evangelio,
para confesar la fe en el Señor. La fe es testimoniar la alegría que nos da
el Señor. Un gozo como ese no nos lo podemos dar nosotros solos.
Jesús, antes de irse, dijo a los suyos que les mandaría el Espíritu, el
Consolador. Y así entregó también al Espíritu la obra apostólica de la
Iglesia, durante toda la historia, hasta su venida. El misterio de la
Ascensión, junto con la efusión del Espíritu en Pentecostés, imprime y
confiere para siempre a la misión de la Iglesia su rasgo genético más
íntimo: el de ser obra del Espíritu Santo y no consecuencia de nuestras
reflexiones e intenciones. Y este es el rasgo que puede hacer fecunda la
misión y preservarla de cualquier presunta autosuficiencia, de la tentación
de tomar como rehén la carne de Cristo —que asciende al Cielo— para los
propios proyectos clericales de poder.
Cuando, en la misión de la Iglesia, no se acoge ni se reconoce la obra real
y eficaz del Espíritu Santo, quiere decir que, hasta las palabras de la
misión —incluso las más exactas y las más reflexionadas— se han convertido
en una especie de “discursos de sabiduría humana”, usados para auto
glorificarse o para quitar y ocultar los propios desiertos interiores.
La alegría del Evangelio
La salvación es el encuentro con Jesús, que nos ama y nos perdona,
enviándonos el Espíritu, que nos consuela y nos defiende. La salvación no
es la consecuencia de nuestras iniciativas misioneras, ni siquiera de
nuestros razonamientos sobre la encarnación del Verbo. La salvación de cada
uno puede ocurrir sólo a través de la perspectiva del encuentro con Él, que
nos llama. Por esto, el misterio de la predilección inicia —y no puede no
iniciar— con un impulso de alegría, de gratitud. La alegría del Evangelio,
esa “alegría grande” de las pobres mujeres que, en la mañana de Pascua,
fueron al sepulcro de Cristo y lo hallaron vacío, y que luego fueron las
primeras en encontrarse con Jesús resucitado y corrieron a decírselo a los
demás (cf. Mt 28,8-10). Sólo así, el ser elegidos y predilectos
puede testimoniar ante todo el mundo, con nuestras vidas, la gloria de
Cristo resucitado.
Los testigos, en cualquier situación humana, son aquellos que certifican lo
que otro ha hecho. En este sentido —y sólo así—, podemos nosotros ser
testigos de Cristo y de su Espíritu. Después de la Ascensión, como cuenta
el final del Evangelio de Marcos, los apóstoles y los discípulos «se fueron
a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra
con las señales que los acompañaban» (16,20). Cristo, con su Espíritu, da
testimonio de sí mismo mediante las obras que lleva a cabo en nosotros y
con nosotros. La Iglesia —explicaba ya san Agustín— no rogaría al Señor que
les concediera la fe a aquellos que no conocen a Cristo, si no creyera que
es Dios mismo el que dirige y atrae hacia sí la voluntad de los hombres. La
Iglesia no haría rezar a sus hijos para pedir al Señor la perseverancia en
la fe en Cristo, si no creyese que es el mismo Señor quien tiene en su mano
nuestros corazones. En efecto, si la Iglesia le rogase estas cosas, pero
pensara que se las puede dar a sí misma, significaría que sus oraciones no
serían auténticas, sino solamente fórmulas vacías, frases hechas,
formalismos impuestos por el conformismo eclesiástico (cf. El don de
la perseverancia. A Próspero y a Hilario, 23.63).
Si no se reconoce que la fe es un don de Dios, tampoco tendrían sentido las
oraciones que la Iglesia le dirige. Y no se manifestaría a través de ellas
ninguna sincera pasión por la felicidad y por la salvación de los demás y
de aquellos que no reconocen a Cristo resucitado, aunque se dedique mucho
tiempo a organizar la conversión del mundo al cristianismo.
Es el Espíritu Santo quien enciende y custodia la fe en los corazones, y
reconocer este hecho lo cambia todo. En efecto, es el Espíritu el que
suscita y anima la misión, le imprime connotaciones “genéticas”, matices y
movimientos particulares que hacen del anuncio del Evangelio y de la
confesión de la fe cristiana algo distinto a cualquier proselitismo
político o cultural, psicológico o religioso.
He recordado muchos de estos rasgos distintivos de la misión en la
Exhortación apostólica Evangelii gaudium; retomo algunos de
ellos.
Atractivo. El misterio de la Redención entró y continúa obrando en el mundo
a través de un atractivo que puede fascinar el corazón de los hombres y de
las mujeres, porque es y parece más atrayente que las seducciones basadas
en el egoísmo, consecuencia del pecado. «Nadie puede venir a mí si no lo
atrae el Padre que me ha enviado», dice Jesús en el Evangelio de Juan
(6,44). La Iglesia siempre ha repetido que seguimos a Jesús y anunciamos su
Evangelio por esto: por la fuerza de atracción que ejercen el mismo Cristo
y su Espíritu. La Iglesia —afirmó el Papa Benedicto XVI—– crece en el mundo
por atracción y no por proselitismo (cf. Homilía en la Misa de
apertura de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe, Aparecida, 13 mayo 2007: AAS 99 [2007], 437). San Agustín
decía que Cristo se nos revela atrayéndonos. Y, para poner un ejemplo de
este atractivo, citaba al poeta Virgilio, según el cual toda persona es
atraída por aquello que le gusta. Jesús no sólo es atrayente para nuestra
voluntad, sino también para nuestro gusto (cf. Comentario al Evangelio
de San Juan, 26, 4). Cuando uno sigue a Jesús, contento por ser atraído por
Él, los demás se darán cuenta y podrán asombrarse de ello. La alegría que
se transparenta en aquellos que son atraídos por Cristo y por su Espíritu
es lo que hace fecunda cualquier iniciativa misionera.
Gratitud y gratuidad. La alegría de anunciar el Evangelio brilla siempre
sobre el fondo de una memoria agradecida. Los apóstoles nunca olvidaron el
momento en el que Jesús les tocó el corazón: «Era como la hora décima»
(Jn 1,39). El acontecimiento de la Iglesia resplandece cuando en él se
manifiesta el agradecimiento por la iniciativa gratuita de Dios, porque «Él
nos amó» primero (1 Jn 4,10), porque «fue Dios quien hizo crecer»
(1 Co 3,6). La predilección amorosa del Señor nos sorprende, y el
asombro —por su propia naturaleza— no podemos poseerlo por nosotros mismos
ni imponerlo. No es posible “asombrarse a la fuerza”. Sólo así puede
florecer el milagro de la gratuidad, el don gratuito de sí. Tampoco el
fervor misionero puede obtenerse como consecuencia de un razonamiento o de
un cálculo. Ponerse en “estado de misión” es un efecto del agradecimiento, es
la respuesta de quien, en función de su gratitud, se hace dócil al Espíritu
Santo y, por tanto, es libre. Si no se percibe la predilección del Señor,
que nos hace agradecidos, incluso el conocimiento de la verdad y el
conocimiento mismo de Dios —ostentados como posesión que hay que adquirir
con las propias fuerzas— se convertirían, de hecho, en “letra que mata”
(cf. 2 Co 3,6), como demostraron por vez primera san Pablo y san
Agustín. Sólo en la libertad del agradecimiento se conoce verdaderamente al
Señor. Y resulta inútil —y, más que nada, inapropiado— insistir en
presentar la misión y el anuncio del Evangelio como si fueran un deber
vinculante, una especie de “obligación contractual” de los bautizados.
Humildad. Si la verdad y la fe, la felicidad y la salvación no son una
posesión nuestra, una meta alcanzada por nuestros méritos, entonces el
Evangelio de Cristo se puede anunciar solamente desde la humildad. Nunca se
podrá pensar en servir a la misión de la Iglesia con la arrogancia
individual y a través de la ostentación, con la soberbia de quien desvirtúa
también el don de los sacramentos y las palabras más auténticas de la fe,
haciendo de ellos un botín que ha merecido. No se puede ser humilde por
buena educación o por querer parecer cautivadores. Se es humilde si se
sigue a Cristo, que dijo a los suyos: «Aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón» (Mt 11,29). San Agustín se pregunta cómo es
posible que, después de la Resurrección, Jesús se dejó ver sólo por sus
discípulos y no, en cambio, por los que lo habían crucificado. Responde que
Jesús no quería dar la impresión de querer «burlarse de quienes le habían
dado muerte. Era más importante enseñar la humildad a los amigos que echar
en cara a los enemigos la verdad» (Discurso 284, 6).
Facilitar, no complicar. Otro rasgo de la auténtica obra misionera es el
que nos remite a la paciencia de Jesús, que también en las narraciones del
Evangelio acompañaba siempre con misericordia las etapas de crecimiento de
las personas. Un pequeño paso, en medio de las grandes limitaciones
humanas, puede alegrar el corazón de Dios más que las zancadas de quien va
por la vida sin grandes dificultades. Un corazón misionero reconoce la
condición actual en la que se encuentran las personas reales, con sus
límites, sus pecados, sus debilidades, y se hace «débil con los débiles» (1
Co 9,22). “Salir” en misión para llegar a las periferias humanas no
quiere decir vagar sin dirección ni sentido, como vendedores impacientes
que se quejan de que la gente es muy ruda y anticuada como para interesarse
por su mercancía. A veces se trata de aminorar el paso para acompañar a
quien se ha quedado al borde del camino. A veces hay que imitar al padre de
la parábola del hijo pródigo, que deja las puertas abiertas y otea todos
los días el horizonte, con la esperanza de la vuelta de su hijo
(cf. Lc 15,20). La Iglesia no es una aduana, y quien participa de
algún modo en la misión de la Iglesia está llamado a no añadir cargas
inútiles a las vidas ya difíciles de las personas, a no imponer caminos de
formación sofisticados y pesados para gozar de aquello que el Señor da con
facilidad. No pongamos obstáculos al deseo de Jesús, que ora por cada uno
de nosotros y nos quiere curar a todos, salvar a todos.
Cercanía en la vida “cotidiana”. Jesús encontró a sus primeros discípulos
en la orilla del lago de Galilea, mientras estaban ocupados en su trabajo.
No los encontró en un convenio, ni en un seminario de formación, ni en el
templo. Desde siempre, el anuncio de salvación de Jesús llega a las
personas allí donde se encuentran y así como son en la vida de cada día. La
vida ordinaria de todos, la participación en las necesidades, esperanzas y
problemas de todos, es el lugar y la condición en la que quien ha
reconocido el amor de Cristo y ha recibido el don del Espíritu Santo puede
dar razón a quien le pregunte de la fe, de la esperanza y de la caridad.
Caminando juntos, con los demás. Principalmente en este tiempo en el que
vivimos, no se trata de inventar itinerarios de adiestramiento “dedicados”,
de crear mundos paralelos, de construir burbujas mediáticas en las que
hacer resonar los propios eslóganes, las propias declaraciones de
intenciones, reducidas a tranquilizadores “nominalismos declaratorios”. He
recordado ya otras veces —a modo de ejemplo—, que en la Iglesia hay quien
continúa a evocar enfáticamente el eslogan: “Es la hora de los laicos”,
pero mientras tanto parece que el reloj se hubiera parado.
El “sensus fidei” del Pueblo de Dios. Hay una realidad en el mundo que
tiene una especie de “olfato” para el Espíritu Santo y su acción. Es el
Pueblo de Dios, predilecto y llamado por Jesús, que, a su vez, sigue
buscándolo y clama siempre por Él en las angustias de la vida. El Pueblo de
Dios mendiga el don de su Espíritu; confía su espera a las sencillas palabras
de las oraciones y nunca se acomoda en la presunción de la propia
autosuficiencia. El santo Pueblo de Dios reunido y ungido por el Señor, en
virtud de esta unción, se hace infalible “in credendo”, como enseña la
Tradición de la Iglesia. La acción del Espíritu Santo concede al Pueblo de
los fieles un “instinto” de la fe —el sensus fidei— que le ayuda
a no equivocarse cuando cree lo que es de Dios, aunque no conozca los
razonamientos ni las formulaciones teológicas para definir los dones que experimenta.
Es el misterio del pueblo peregrino que, con su espiritualidad popular,
camina hacia los santuarios y se encomienda a Jesús, a María y a los
santos; que recurre y se revela connatural a la libre y gratuita iniciativa
de Dios, sin tener que seguir un plan de movilización pastoral.
Predilección por los pequeños y por los pobres. Todo impulso misionero, si
está movido por el Espíritu Santo, manifiesta predilección por los pobres y
por los pequeños, como signo y reflejo de la preferencia que el Señor tiene
por ellos. Las personas directamente implicadas en las iniciativas y
estructuras misioneras de la Iglesia no deberían justificar nunca su falta
de atención a los pobres con la excusa —muy usada en ciertos ambientes
eclesiásticos— de tener que concentrar sus propias energías en los
cometidos prioritarios de la misión. La predilección por los pobres no es
algo opcional en la Iglesia.
Las dinámicas y los criterios arriba descritos forman parte de la misión de
la Iglesia, animada por el Espíritu Santo. Normalmente, en los enunciados y
en los discursos eclesiásticos, se reconoce y afirma la necesidad del
Espíritu Santo como fuente de la misión de la Iglesia, pero también sucede
que tal reconocimiento se reduce a una especie de “homenaje formal” a la
Santísima Trinidad, una fórmula introductoria convencional para las
intervenciones teológicas y para los planes pastorales. Hay en la Iglesia
muchas situaciones en las que el primado de la gracia se reduce a un
postulado teórico, a una fórmula abstracta. Sucede que muchos proyectos y
organismos vinculados a la Iglesia, en vez de dejar que se transparente la
obra del Espíritu Santo, acaban confirmando solamente la propia
autorreferencialidad. Muchos mecanismos eclesiásticos a todos los niveles
parecen estar absorbidos por la obsesión de promocionarse a sí mismos y sus
propias iniciativas, como si ese fuera el objetivo y el horizonte de su
misión.
Hasta aquí he querido retomar y volver a proponer criterios y sugerencias
sobre la misión de la Iglesia que ya había expuesto de forma más extensa en
la Exhortación apostólica Evangelii gaudium. Lo he hecho porque creo
que también para las OMP puede ser útil y fecundo —y no aplazable—
confrontarse con esos criterios y sugerencias en esta etapa de su camino.
Las OMP y el tiempo presente:
talentos a desarrollar, tentaciones y enfermedades a evitar
¿Hacia dónde conviene mirar de cara al presente y al futuro de las OMP?
¿Cuáles son los estorbos que hacen el camino más gravoso?
En la fisionomía, es decir, en la identidad de las Obras Misionales
Pontificias, se aprecian ciertos rasgos distintivos —algunos, por así
decirlo, genéticos; otros, adquiridos durante el largo recorrido histórico—
que con frecuencia se descuidan o se dan por supuestos. Pues bien, esos
rasgos justamente pueden custodiar y hacer preciosa —sobre todo en el
momento presente— la contribución de esta “red” a la misión universal, a la
que toda la Iglesia está llamada.
- Las Obras Misionales nacieron de forma espontánea del fervor
misionero manifestado por la fe de los bautizados. Existe y permanece una
íntima afinidad, una familiaridad entre las Obras Misionales y
el sensus fidei infalible in credendo del Pueblo fiel
de Dios.
- Las Obras Misionales, desde el principio, avanzaron sobre dos
“binarios” o, mejor dicho, sobre dos vías que van siempre paralelas y que,
en su sencillez, han sido siempre familiares al corazón del Pueblo de Dios:
la oración y la caridad, en la forma de limosna, que «libra
de la muerte y purifica del pecado» (Tb 12,9), el «amor intenso» que
«tapa multitud de pecados» (cf. 1 P 4,8). Los fundadores de las
Obras Misionales, empezando por Pauline Jaricot, no se inventaron las
oraciones y las obras a las que confiar sus intenciones de anunciar el
Evangelio, sino que las tomaron simplemente del tesoro inagotable de los
gestos más cercanos y habituales para el Pueblo de Dios en camino por la
historia.
- Las Obras Misionales, surgidas de forma gratuita en la trama de la
vida del Pueblo de Dios, por su configuración simple y concreta, han sido
reconocidas y valoradas por la Iglesia de Roma y por sus obispos, quienes,
en el último siglo, han pedido poder adoptarlas como peculiar instrumento
del servicio que ellos prestan a la Iglesia universal. De aquí que se haya
atribuido a tales Obras la calificación de “Pontificias”. Desde ese
momento, resalta en la fisionomía de las OMP su característica de
instrumento de servicio para sostener a las Iglesias particulares en la
obra del anuncio del Evangelio. De este modo, las Obras Misionales
Pontificias se ofrecieron con docilidad como instrumento de servicio a la
Iglesia, dentro del ministerio universal desempeñado por el Papa y por la
Iglesia de Roma, que “preside en la caridad”. Así, con su propio itinerario
y sin entrar en complicadas disputas teológicas, las OMP han desmentido los
argumentos de aquellos que, también en los ambientes eclesiásticos,
contraponen de modo inadecuado carismas e instituciones, leyendo siempre
las relaciones entre ambas realidades a través de una engañosa “dialéctica
de principios”. En cambio, en la Iglesia, incluso los elementos
estructurales permanentes —como los sacramentos, el sacerdocio y la
sucesión apostólica— son continuamente recreados por el Espíritu Santo y no
están a disposición de la Iglesia como un objeto de posesión adquirida (cf.
Card. J. Ratzinger, Los movimientos eclesiales y su colocación
teológica. Intervención durante el Convenio mundial de movimientos
eclesiales, Roma, 27-29 mayo 1998).
- Las Obras Misioneras, desde su primera difusión, se estructuraron
como una red capilar extendida en el Pueblo de Dios, totalmente sujeta
y, de hecho, “inmanente” a las redes de las instituciones y realidades ya
presentes en la vida eclesial, como las diócesis, las parroquias, las
comunidades religiosas. La vocación peculiar de las personas implicadas en
las Obras Misionales nunca se ha vivido ni percibido como una vía
alternativa, como una pertenencia “externa” a las formas ordinarias de la
vida de las Iglesias particulares. La invitación a la oración y a la
colecta de recursos para la misión siempre se ha ejercido como un servicio
a la comunión eclesial.
- Las Obras Misionales, convertidas con el tiempo en una red extendida
por todos los continentes, manifiestan por su propia configuración la
variedad de matices, condiciones, problemas y dones que caracterizan la
vida de la Iglesia en los diferentes lugares del mundo. Una pluralidad que
puede proteger contra homogenizaciones ideológicas y unilateralismos
culturales. En este sentido, también a través de las OMP se puede
experimentar el misterio de la universalidad de la Iglesia, en la que la
obra incesante del Espíritu Santo crea armonía entre las distintas voces,
mientras que el Obispo de Roma, con su servicio de caridad, ejercido
también a través de las Obras Misionales Pontificias, custodia la unidad de
la fe.
Todas las características hasta aquí descritas pueden ayudar a las Obras
Misionales Pontificias a evitar las insidias y patologías que amenazan su
camino y el de otras muchas instituciones eclesiales. Señalaré algunas de
ellas.
Insidias a evitar
Autorreferencialidad. Las organizaciones y los entes eclesiásticos,
más allá de las buenas intenciones de cada particular, acaban a veces
replegándose sobre sí mismos, dedicando sus fuerzas y su atención, sobre
todo, a su propia promoción y a la celebración de sus propias iniciativas
en clave publicitaria. Otros parecen dominados por la obsesión de redefinir
continuamente su propia relevancia y sus propios espacios en el seno de la
Iglesia, con la justificación de querer relanzar mejor su propia misión.
Por estas vías —dijo una vez el entonces cardenal Joseph Ratzinger— se
alimenta también la idea falsa de que una persona es más cristiana si está
más comprometida en estructuras intraeclesiales, cuando en realidad casi
todos los bautizados viven la fe, la esperanza y la caridad en su vida
ordinaria, sin haber formado parte nunca de comisiones eclesiásticas y sin
interesarse por las últimas novedades de política eclesial (cf. Una
compañía siempre reformable, Conferencia en el “Meeting de Rimini”, 1 septiembre
1990).
Ansia de mando. Sucede a veces que las instituciones y los organismos
surgidos para ayudar a la comunidad eclesial, poniendo al servicio los
dones suscitados en ellos por el Espíritu Santo, pretenden ejercer con el
tiempo supremacías y funciones de control en las comunidades a las que
deberían servir. Esta postura suele ir acompañada por la presunción de
ejercitar el papel de “depositarios” dispensadores de certificados de
legitimidad hacia los demás. De hecho, en estos casos, se comportan como si
la Iglesia fuera un producto de nuestros análisis, de nuestros programas,
acuerdos y decisiones.
Elitismo. Entre aquellos que forman parte de organismos o entidades
estructuradas de la Iglesia, gana terreno, en diversas ocasiones, un
sentimiento elitista, la idea no declarada de pertenecer a una
aristocracia, a una clase superior de especialistas que busca ampliar sus
propios espacios en complicidad o competencia con otras élites
eclesiásticas, y que adiestra a sus miembros con los sistemas y las lógicas
mundanas de la militancia o de la competencia técnico-profesional, con el
propósito principal de promover siempre sus propias prerrogativas
oligárquicas.
Aislamiento del pueblo. La tentación elitista en algunas realidades
vinculadas a la Iglesia va a veces acompañada por un sentimiento de
superioridad y de intolerancia hacia la multitud de los bautizados, hacia
el Pueblo de Dios que quizás asiste a las parroquias y a los santuarios,
pero que no está compuesto de “activistas” comprometidos en organizaciones católicas.
En estos casos, también se mira al Pueblo de Dios como a una masa inerte,
que tiene siempre necesidad de ser reanimada y movilizada por medio de una
“toma de conciencia” que hay que estimular a través de razonamientos,
llamadas de atención, enseñanzas. Se actúa como si la certeza de la fe
fuera consecuencia de palabras persuasivas o de métodos de adiestramiento.
Abstracción. Los organismos y las realidades vinculadas a la Iglesia,
cuando son autorreferenciales, pierden el contacto con la realidad y se
enferman de abstracción. Se multiplican encuentros inútiles de
planificación estratégica, para producir proyectos y directrices que sólo
sirven como instrumentos de autopromoción de quien los inventa. Se toman
los problemas y se seccionan en laboratorios intelectuales donde todo se
manipula y se barniza según las claves ideológicas de preferencia; donde
todo, se puede convertir en simulacro fuera de su contexto real, incluso
las referencias a la fe y las menciones a Jesús y al Espíritu Santo.
Funcionalismo. Las organizaciones autorreferenciales y elitistas,
incluso en la Iglesia, frecuentemente acaban dirigiendo todo hacia la
imitación de los modelos de eficiencia mundanos, como aquellos impuestos
por la exacerbada competencia económica y social. La opción por el
funcionalismo garantiza la ilusión de “solucionar los problemas” con
equilibrio, de tener las cosas bajo control, de acrecentar la propia
relevancia, de mejorar la administración ordinaria de lo que se tiene.
Pero, como ya os dije en el encuentro que tuvimos en 2016, una Iglesia que
tiene miedo a confiarse a la gracia de Cristo y que apuesta por la
eficacidad del sistema está ya muerta, aun cuando las estructuras y los
programas en favor de clérigos y laicos “auto-afanados” durase todavía siglos.
Consejos para el camino
Mirando al presente y al futuro, y buscando también dentro del itinerario
de las OMP los recursos para superar las insidias del camino y seguir
adelante, me permito daros algunas sugerencias, para ayudaros en vuestro
discernimiento. Puesto que habéis iniciado también un proceso de
reconsideración de las OMP que queréis que esté inspirado por las
indicaciones del Papa, ofrezco a vuestra consideración criterios y
sugerencias generales, sin entrar en detalles, porque los contextos diferentes
pueden requerir de igual modo adaptaciones y variaciones.
1) En la medida en que podáis, y sin hacer demasiadas
conjeturas, custodiad o redescubrid la inserción de las OMP en el seno
del Pueblo de Dios, su inmanencia respecto a la trama de la vida real en
que nacieron. Sería buena una “inmersión” más intensa en la vida real de
las personas, tal como es. A todos nos hace bien salir de la cerrazón de
las propias problemáticas internas cuando se sigue a Jesús. Conviene
adentrarse en las circunstancias y en las condiciones concretas, cuidando o
procurando también restituir la capilaridad de la acción y de los contactos
de las OMP en su entrelazamiento con la red eclesial —diócesis, parroquias,
comunidades, grupos—. Si se da preferencia a la propia inmanencia al Pueblo
de Dios, con sus luces y sus dificultades, se puede huir mejor de la
insidia de la abstracción. Es necesario dar respuesta a las preguntas y a
las exigencias reales, más que formular o multiplicar propuestas. Quizás,
desde el cuerpo a cuerpo con la vida ordinaria, y no desde cenáculos
cerrados o a partir de análisis teóricos sobre las propias dinámicas
internas, podrán surgir además intuiciones útiles para cambiar y mejorar
los propios procedimientos operativos, adaptándolos a los diversos contextos
y a las diversas circunstancias.
2) Mi sugerencia es encontrar el modo en el que la estructura esencial de
las OMP siga unida a las prácticas de la oración y de la colecta de
recursos para las misiones, algo valioso y apreciado, debido a su elementalidad
y concreción. Esto manifiesta la afinidad de las OMP con la fe del Pueblo
de Dios. Aun con toda la flexibilidad y demás adaptaciones que se
requieran, conviene que este modelo elemental de las OMP no se olvide ni se
altere. Orar al Señor para que Él abra los corazones al Evangelio y
suplicar a todos para que sostengan también en lo concreto la obra
misionera. En esto hay una sencillez y una concreción que todos pueden
percibir con gozo en el tiempo presente, en el cual, incluso en la
circunstancia del flagelo de la pandemia, se nota por todas partes el deseo
de estar y de quedarse cerca de todo aquello que es, simplemente, Iglesia.
Buscad también nuevos caminos, nuevas formas para vuestro servicio; pero,
al hacerlo, no es necesario complicar lo que es simple.
3) Las OMP son —y así deben experimentarse— un instrumento de
servicio a la misión de las Iglesias particulares, en el horizonte de
la misión de la Iglesia, que abarca siempre todo el mundo. En esto consiste
su contribución siempre preciosa al anuncio del Evangelio. Todos estamos
llamados a custodiar por amor y gratitud, también con nuestras obras, los
brotes de vida teologal que el Espíritu de Cristo hace germinar y crecer
donde Él quiere, incluso en los desiertos. Por favor, en la oración, pedid
primero que el Señor nos disponga a discernir las señales de su obrar, para
después indicárselas a todo el mundo. Sólo esto puede ser útil: pedir que,
para nosotros, en lo íntimo de nuestro corazón, la invocación al Espíritu
Santo no se reduzca a un postulado estéril y redundante de nuestras
reuniones y de nuestras homilías. Sin embargo, no es útil hacer conjeturas
y teorías sobre grandes estrategias o “directivas centrales” de la misión a
las que delegar, como a presuntos y fatuos “depositarios” de la dimensión
misionera de la Iglesia, la tarea de volver a despertar el espíritu
misionero o de dar licencias misioneras a los demás. Si, en alguna
situación, el fervor de la misión disminuye, es signo de que está menguando
la fe. Y, en tales casos, la pretensión de reanimar la llama que se apaga
con estrategias y discursos acaba por debilitarla aún más y hace avanzar
sólo el desierto.
4) El servicio llevado a cabo por las OMP, por su naturaleza, pone a los
agentes en contacto con innumerables realidades, situaciones y
acontecimientos que forman parte del gran flujo de la vida de la Iglesia en
todos los continentes. En este flujo podemos encontrarnos con muchas
lentitudes y esclerosis que acompañan a la vida eclesial, pero también con
los dones gratuitos de curación y consolación que el Espíritu Santo esparce
en la vida cotidiana de lo que podría llamarse la “clase media de la
santidad”. Y vosotros podéis alegraros y exultar saboreando los encuentros
que puedan surgir gracias al trabajo de las OMP, dejándoos sorprender por
ellos. Pienso en las historias que he escuchado de muchos milagros que
ocurren entre los niños, que quizás se encuentran con Jesús a través de las
iniciativas propuestas por la Infancia misionera. Por eso, vuestra acción
no se puede “esterilizar” en una dimensión exclusivamente
burocrática-profesional. No pueden existir burócratas o funcionarios de la
misión. Y vuestra gratitud puede hacerse a la vez don y testimonio para
todos. Podéis indicar para el consuelo de todos —con los medios que tenéis,
sin artificiosidad—, las vicisitudes de personas y comunidades que vosotros
podéis encontrar con mayor facilidad que otros; personas y comunidades en
las que brilla gratuitamente el milagro de la fe, de la esperanza y de la
caridad.
5) La gratitud ante los prodigios que realiza el Señor entre sus
predilectos, los pobres y los pequeños a los que Él revela lo que es
escondido a los sabios (cf. Mt 11,25-26), también os puede ayudar
a sustraeros de las insidias de los replegamientos autorreferenciales y
a salir de vosotros mismos en el seguimiento a Jesús. La idea de una acción
misionera autorreferencial, que se pasa el tiempo contemplándose e
incensándose por sus propias iniciativas, sería en sí misma un absurdo. No
dediquéis demasiado tiempo y recursos a “miraros” y a redactar planes
centrados en los propios mecanismos internos, en la funcionalidad y en las
competencias del propio sistema. Mirad hacia fuera, no os miréis al espejo.
Romped todos los espejos de vuestra casa. Los criterios a seguir, también
en la realización de los programas, tienen que mirar a aligerar, a hacer
más flexibles las estructuras y los procesos, más que a cargar con
adicionales elementos estructurales la red de las OMP. Por ejemplo, que
cada director nacional, durante su mandato, se comprometa a individuar
algún potencial sucesor, teniendo como único criterio el de indicar no a
personas de su círculo de amigos o compañeros de “cordada” eclesiástica,
sino a personas que le parezca que tienen más fervor misionero que él.
6) Con referencia a la colecta de recursos para ayudar a la
misión, ya en ocasión de otros encuentros pasados, llamé la atención sobre
el riesgo de transformar las OMP en una ONG dedicada sólo a la recaudación
y a la asignación de fondos. Esto depende del ánimo con que se hacen las
cosas, más que de lo que se hace. En cuanto a la recaudación de fondos
puede ser ciertamente aconsejable, y aún más oportuno, utilizar con
creatividad incluso metodologías actualizadas de búsqueda de financiaciones
por parte de potenciales y beneméritos patrocinadores. Pero, si en algunas
zonas disminuye la recaudación de donativos —también por el debilitamiento
de la memoria cristiana—, en esos casos, podemos estar tentados de resolver
nosotros el problema “cubriendo” la realidad y poniendo todo el esfuerzo en
un sistema de colecta más eficaz, que busque grandes donantes. Sin embargo,
el sufrimiento por la pérdida de la fe y por la disminución de los recursos
no hay que eliminarlo, sino hay que ponerlo en las manos del Señor. Y, de
todas formas, es bueno que la petición de donativos para las misiones siga
dirigiéndose prioritariamente a toda la multitud de los bautizados,
buscando también una forma nueva para la colecta en favor de las misiones
que se realiza en las Iglesias de todos los países en octubre, con ocasión
de la Jornada Mundial de las Misiones. La Iglesia continúa, desde siempre,
yendo hacia adelante también gracias al óbolo de la viuda, a la
contribución de toda la multitud de personas que se sienten sanadas y
consoladas por Jesús y que, por ello, por su inmensa gratitud, donan lo que
tienen.
7) Con respecto al uso de las donaciones recibidas, discernid
siempre con un apropiado sensus Ecclesiae la distribución de los
fondos, para sostener las estructuras y los proyectos que, de distintos modos,
realizan la misión apostólica y el anuncio del Evangelio en las distintas
partes del mundo. Tened siempre en cuenta las verdaderas necesidades
primarias de las comunidades y, al mismo tiempo, evitad formas de
asistencialismo que, en vez de ofrecer instrumentos al fervor misionero,
acaban por entibiar los corazones y alimentar también dentro de la Iglesia
fenómenos de clientela parasitaria. Con vuestra contribución, buscad dar
respuestas concretas a exigencias objetivas, sin dilapidar los recursos en
iniciativas con connotaciones abstractas, replegadas sobre sí mismas o
fabricadas por el narcisismo clerical de alguien. No cedáis al complejo de
inferioridad ni a las tentaciones de imitar a aquellas organizaciones tan
funcionales que recogen fondos para causas justas y luego destinan un buen
porcentaje de ellos para financiar su estructura y promocionar su propia
identidad. También esto se convierte a veces en un modo para cuidar los
propios intereses, aunque hagan ver que trabajan en favor de los pobres y
necesitados.
8) Por lo que respecta a los pobres, no os olvidéis de
ellos tampoco vosotros. Esta fue la recomendación que, en el Concilio
de Jerusalén, los apóstoles Pedro, Juan y Santiago dieron a Pablo, Bernabé
y Tito, que discutían sobre su misión entre los incircuncisos: «Sólo nos
pidieron que nos acordáramos de los pobres» (Ga 2,10). Después de
aquella recomendación, Pablo organizó las colectas en favor de los hermanos
de la Iglesia de Jerusalén (cf. 1 Co 16,1). La predilección por
los pobres y los pequeños es parte de la misión de anunciar el Evangelio,
que está desde el principio. Las obras de caridad espirituales y corporales
hacia ellos manifiestan una “preferencia divina” que interpela la vida de
fe de todo cristiano, llamado a tener los mismos sentimientos de Jesús
(cf. Flp 2,5).
9) Las OMP, con su red difundida por todo el mundo, reflejan la rica
variedad del “pueblo con muchos rostros” reunido por la gracia de
Cristo, con su fervor misionero. Fervor que no es igual de intenso ni vivaz
en todo tiempo y lugar. Y, además, la misma urgencia compartida de confesar
a Cristo muerto y resucitado, se manifiesta con tonos diversos, según los
diversos contextos. La revelación del Evangelio no se identifica con
ninguna cultura y, en el encuentro con nuevas culturas que no han acogido
la predicación cristiana, no es necesario imponer una forma determinada
cultural junto con la propuesta evangélica. Hoy, también en el trabajo de
las OMP, conviene no llevar cargas pesadas; conviene custodiar su perfil
variado y su referencia común a los rasgos esenciales de la fe. También
puede ofuscar la universalidad de la fe cristiana la pretensión de
estandarizar la forma del anuncio, tal vez orientado todo hacia clichés o a
eslóganes que están de moda en algunos círculos de ciertos países cultural
o políticamente dominantes. A este respecto, también la relación especial
que une a las OMP con el Papa y con la Iglesia de Roma representa un
recurso y un apoyo a la libertad, que ayuda a todos a sustraerse de modas
pasajeras, de servilismos a escuelas de pensamiento unilateral o a
homogeneizaciones culturales con características neocolonialistas;
fenómenos que, por desgracia, se dan también en contextos eclesiásticos.
10) Las OMP no son en la Iglesia un ente independiente, suspendido en
el vacío. Dentro de su especificidad, que conviene cultivar y renovar
siempre, está el vínculo especial que las une al Obispo de la Iglesia de
Roma, que preside en la caridad. Es hermoso y confortante reconocer que
este vínculo se manifiesta en una labor llevada a cabo con la alegría, sin
buscar aplausos o reclamar pretensiones; una obra que, justamente en su
gratuidad, se entrelaza con el servicio del Papa, siervo de los siervos de
Dios. Os pido que el carácter distintivo de vuestra cercanía al Obispo de
Roma sea precisamente este: compartir el amor a la Iglesia, reflejo del
amor a Cristo, vivido y manifestado en el silencio, sin jactarse, sin
delimitar el “terreno propio”; con un trabajo cotidiano que se inspire en
la caridad y en su misterio de gratuidad; con una obra que sostenga a
innumerables personas interiormente agradecidas, pero que quizás no saben a
quién dar las gracias, porque desconocen hasta el nombre de las OMP. El
misterio de la caridad en la Iglesia se lleva a cabo así. Sigamos caminando
juntos hacia adelante, felices de avanzar en medio de las pruebas, gracias
a los dones y a las consolaciones del Señor. Mientras tanto, reconocemos
con alegría en cada paso, que todos somos siervos inútiles, empezando por
mí.
Conclusión
Id con ardor: en el camino que os espera hay mucho que hacer. Si hubiera
que experimentar cambios en los procedimientos, sería bueno que estos
mirasen a aligerar y no a aumentar los pesos; que se dirigiesen a ganar
flexibilidad operativa y no a producir nuevos sistemas rígidos y siempre
amenazados de introversión; teniendo presente que una excesiva
centralización, más que ayudar, puede complicar la dinámica misionera. Y
también que una articulación a escala puramente nacional de las iniciativas
pondría en peligro la fisionomía misma de la red de las OMP, además del
intercambio de dones entre las Iglesias y comunidades locales, algo que se
experimenta como fruto y signo tangible de la caridad entre hermanos, en
comunión con el Obispo de Roma.
En cualquier caso, pedid siempre que toda consideración relativa a la
organización operativa de las OMP esté iluminada por lo único necesario: un
poco de amor verdadero a la Iglesia, como reflejo del amor a Cristo.
Vuestra tarea se realiza al servicio del fervor apostólico, es decir, al
impulso de vida teologal que sólo el Espíritu Santo puede operar en el
Pueblo de Dios. Preocupaos de hacer bien vuestro trabajo, «como si todo
dependiese de vosotros, sabiendo que, en realidad, todo depende de Dios»
(S. Ignacio de Loyola). Como ya os dije en otro encuentro, tened la
prontitud de María. Cuando fue a casa de Isabel, María no lo hizo como un
gesto propio: fue como sierva del Señor Jesús, al que llevaba en su seno.
No dijo nada de sí misma, sólo llevó al Hijo y alabó a Dios. Ella no era la
protagonista. Fue como la sierva de aquel que es también el único
protagonista de la misión. Pero no perdió el tiempo, fue de prisa, para
asistir a su pariente. Ella nos enseña esta prontitud, la prisa de la
fidelidad y de la adoración.
Que la Virgen os custodie a vosotros y a las Obras Misionales Pontificias,
y que su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, os bendiga. Él, antes de subir al
Cielo, nos prometió que estaría siempre con nosotros hasta el final de los
tiempos.
Dado en Roma, en San Juan de Letrán, el 21 de mayo de 2020, Solemnidad de
la Ascensión del Señor.
Francisco
(Agencia Fides 22/5/2020)
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