La historia fue escrita por la mano blanca
2020-01-19
Una de las realidades más perversas de la historia humana
ha sido el carácter milenario de la esclavitud. Ahí se muestra que también
podemos ser no sólo sapiens, portadores de amor, empatía, respeto y
devoción, sino también demens, odiadores, agresivos, crueles y sin
piedad. Este lado sombrío nuestro parece dominar la escena social de nuestro
tiempo y también de nuestro país.
La historia de la esclavitud se pierde en la oscuridad de
la noche de los tiempos. Hay toda una literatura sobre la esclavitud,
popularizada en Brasil por el periodista-historiador Laurentino Gomes en tres
volúmenes (sólo el primero ha salido ya a la luz en 2019). Las fuentes
históricas de personas esclavizadas son casi inexistentes, pues se las mantenía
analfabetas. En Brasil, uno de los países más esclavócratas de la historia, las
fuentes fueron quemadas por mandato del ingenuo “genio” Ruy Barbosa, en el afán
de borrar las fuentes de nuestra vergüenza nacional. De ahí que nuestra
historia haya sido escrita por la mano blanca, con tinta de sangre de las
personas esclavizadas.
La palabra esclavo deriva de slavus en latín, nombre
genérico para designar a los eslavos, habitantes de una región de los Balcanes,
al sur de Rusia y a orillas del Mar Negro, gran abastecedora de personas
esclavizadas para todo el Mediterráneo. Eran blancos, rubios, con ojos azules.
Sólo los otomanos de Estambul importaron entre 1450-1700 cerca de 2,5 millones
de esas personas blancas esclavizadas.
En nuestro tiempo las Américas fueron las grandes
importadoras de personas de África que fueron esclavizadas. Entre 1500-1867 su
número es espantoso: 12.521.337 hicieron la travesía transatlántica, 1.818.680
de las cuales murieron en el camino y fueron arrojadas al mar. Brasil fue
campeón del esclavismo. Él solo importó, a partir de 1538, cerca de 4,9
millones de africanos que fueron esclavizados. De los 36 mil viajes transatlánticos,
14.910 se destinaron a los puertos brasileros.
Estas personas esclavizadas eran tratadas como mercancías,
llamadas “piezas”. La primera cosa que el comprador hacía para “tenerlas bien
domesticadas y disciplinadas” era castigarlas: “haya azotes, haya cadenas y
grilletes”. Los historiadores de la clase dominante crearon la leyenda de que
aquí la esclavitud fue blanda, cuando fue cruelísima.
Basta un ejemplo: el holandés Dierick Ruiters, que en 1618
pasó por Rio de Janeiro, relata: “un negro hambriento robó dos panes de azúcar.
El amo, al saber eso, mandó amarrarlo de bruces a una tabla y ordenó que un
negro le azotase con un látigo de cuero; su cuerpo quedó como una llaga abierta
de la cabeza a los pies y los sitios por los que no pasó el látigo fueron
lacerados a navajazos; terminado el castigo, otro negro derramó sobre sus
heridas un pote de vinagre y sal… tuve que presenciar –relata el holandés– la
transformación de un hombre en carne de buey salada; y como si eso no bastase,
derramaron sobre sus heridas brea derretida; le dejaron una noche entera de
rodillas, preso por el cuello a un bloque, como un mísero animal” (Gomes, Escravidão,
p. 304). Con tales castigos la expectativa de vida de una persona esclavizada
en 1872 era de 18,3 años.
El jesuita André João Antonil decía: “para el esclavo son
necesarias tres pes, a saber: palo, pan y paño”. Palo para golpearlo, Pan para
no dejarlo morir de hambre y Paño para esconderle sus vergüenzas.
Sería largo enumerar las estaciones de este viacrucis de
horrores por el cual pasaron estas personas esclavizadas; son más numerosas que
las del Hijo del hombre cuando fue torturado y levantado en el madero de la
cruz, aunque había pasado entre nosotros “haciendo el bien y curando a los
oprimidos” (Hech 10,39).
Es siempre actual el grito desgarrado de Castro Alves en
Voces de África: “Oh Dios, ¿dónde estás que no respondes? ¿En qué mundo, en qué
estrella tú te escondes/embozado en los cielos? Hace dos mil años te mandé mi
grito / que en balde, desde entonces, recorre el infinito… / ¿Dónde estás,
Señor Dios?”
Misteriosamente Dios calló
como se calló en el campo de exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau, que hizo al
Papa Benedicto XVI preguntarse: “¿Dónde estaba Dios en aquellos días? ¿Por
qué hizo silencio? ¿Cómo pudo permitir tanto mal? ”
Y pensar que fueron cristianos los principales
esclavócratas. La fe no los ayudó a ver en esas personas “imágenes y semejanzas
de Dios”, más aún, “hijos e hijas de Dios”, hermanas y hermanos nuestros. ¿Cómo
fue posible la crueldad en los sótanos de tortura de los varios dictadores
militares de Argentina, de Chile, de Uruguay, de El Salvador y de Brasil, que
se decían cristianos y católicos?
Cuando la contradicción es demasiado grande y va más allá
de cualquier racionalidad, simplemente callamos. Es el mysterium iniquitatis,
el misterio de la iniquidad, al que hasta hoy ningún filósofo, teólogo o
pensador le ha encontrado una respuesta. Cristo en la cruz también gritó y
sintió “la muerte” de Dios. Incluso así, vale la apuesta de que todas las
tinieblas juntas no consiguen apagar una lucecita que brilla en la noche. Es
nuestra esperanza contra toda esperanza.
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