Volver a la «normalidad» sería autocondenarse
2020-05-06
Cuando pase la pandemia del coronavirus no nos estará
permitido volver a la «normalidad» anterior. Sería, en primer lugar, un
desprecio a los miles de personas que han muerto asfixiadas por el virus, y una
falta de solidaridad con sus familiares y amigos. En segundo lugar, sería la
demostración de que no hemos aprendido el mensaje de lo que, más que una
crisis, es un llamado urgente a cambiar nuestra forma de vivir en nuestra única
Casa Común. Se trata de un llamamiento de la propia Tierra viva, ese superorganismo
autorregulado del que somos su parte inteligente y consciente.
El sistema actual pone en peligro las bases de la Vida
Volver a la anterior configuración del mundo, hegemonizado
por el capitalismo neoliberal, incapaz de resolver sus contradicciones internas
–y cuyo ADN es su voracidad por un crecimiento ilimitado a costa de la
sobreexplotación de la naturaleza y la indiferencia ante la pobreza y la
miseria de la gran mayoría de la humanidad producida por ella–, es olvidar que
dicha configuración está sacudiendo los cimientos ecológicos que sostienen toda
la Vida en el planeta. Volver a la “normalidad” anterior (business as usual)
sería prolongar una situación que podría implicar nuestra propia destrucción.
Si no hacemos una «conversión ecológica radical», en
palabras del Papa Francisco, la Tierra viva podrá reaccionar y contraatacar con
virus aún más violentos, capaces de hacer desaparecer a la especie humana. Ésta
no es una opinión meramente personal, sino la opinión de muchos biólogos,
cosmólogos y ecologistas que están estudiando sistemáticamente la creciente
degradación de los sistemas-Vida y del sistema-Tierra. Hace diez años (2010),
como resultado de mis investigaciones en cosmología y en el nuevo paradigma
ecológico, escribí el libro Cuidar la Tierra-proteger la vida: cómo evitar
el fin del mundo (Dabar, México). Los pronósticos que adelantaba han sido
confirmados plenamente por la situación actual.
El proyecto capitalista y neoliberal ha sido rechazado
Una de las lecciones que hemos aprendido de la pandemia es
la siguiente: si se hubieran seguido los ideales del capitalismo neoliberal
–competencia, acumulación privada, individualismo, primacía del mercado sobre
la vida y minimización del Estado– la mayoría de la humanidad estaría perdida.
Lo que nos ha salvado ha sido la cooperación, la interdependencia de todos con
todos, la solidaridad y un Estado suficientemente equipado para ofrecer la
posibilidad universal de tratamiento del coronavirus, en el caso del Brasil, el
Sistema Único de Salud (SUS).
Hemos hecho algunos descubrimientos: necesitamos un
«contrato social mundial», porque seguimos siendo rehenes del obsoleto
soberanismo de cada país. Los problemas mundiales requieren una solución
mundial, acordada entre todos los países. Hemos visto el desastre en la
Comunidad Europea, en la que cada país tenía su plan, sin considerar la
necesaria cooperación con otros países. Ha sido una devastación generalizada en
Italia, en España y últimamente en Estados Unidos, donde la medicina está
totalmente privatizada.
Otro descubrimiento ha sido la «urgencia de un centro
plural de Gobierno Mundial» para asegurar a toda la comunidad de Vida (no sólo
la vida humana sino la de todos los Seres Vivos) lo suficiente y decente para
vivir. Los bienes y servicios naturales son escasos y muchos de ellos no son
renovables. Con ellos debemos satisfacer las demandas básicas del sistema-vida,
pensando también en las generaciones futuras. Es el momento oportuno para crear
una renta mínima universal para todos, la persistente prédica del valiente y
digno político Eduardo Suplicy.
Una comunidad de destino compartido
Los chinos han visto claramente esta exigencia al promover una
comunidad de destino compartido para toda la humanidad, texto incorporado
en el renovado artículo 35 de la Constitución china. Esta vez, o nos salvamos
todos, o engrosaremos la procesión de los que se dirigen a la fosa común. Por
eso, debemos cambiar urgentemente nuestra forma de relacionarnos con la
Naturaleza y con la Tierra, no como señores, montados sobre ella,
dilapidándola... sino como partes conscientes y responsables, poniéndonos junto
a ella y a sus pies, cuidadores de toda la Vida.
A la famosa TINA (There Is No Alternative), «no hay
alternativa» de la cultura del capital, debemos confrontar una TIaNA (There
Is a New Alternative), «hay una nueva alternativa». Si hasta ahora la
centralidad estaba ocupada por el beneficio, el mercado y la dominación de la
naturaleza y de los otros (imperialismo), en esta segunda será la vida en su
gran diversidad, también la humana con sus muchas culturas y tradiciones la que
organizará la nueva forma de habitar la Casa Común. Esto es imperativo, y está
dentro de las posibilidades humanas: tenemos la ciencia y la tecnología,
tenemos una acumulación fantástica de riqueza monetaria, pero falta a la gran
mayoría de la humanidad y, lo que es peor, a los Jefes de Estado, conciencia de
esta necesidad y voluntad política de implementarla. Tal vez, ante el riesgo
real de nuestra desaparición como especie, por haber llegado a límites
insoportables para la Tierra, el instinto de supervivencia nos haga a todos
sociables, fraternos, colaboradores y solidarios unos con otros. El tiempo de
la competencia ha pasado. Ahora es el tiempo de la cooperación.
La inauguración de una civilización biocentrada
Creo que inauguraremos una civilización biocentrada,
cuidadosa y amiga de la Vida, como algunos dicen, “la tierra de la buena
esperanza”. Se podrá realizar el «bien vivir y convivir» de los pueblos
indígenas andinos: la armonía de todos con todos, en la familia, en la
sociedad, con los demás seres de la naturaleza, con las aguas, con las montañas
y hasta con las estrellas del firmamento.
Como el premio Nobel de economía Joseph Stiglitz ha dicho
con razón: “tendremos una ciencia no al servicio del mercado, sino el mercado
al servicio de la ciencia”, y yo añadiría: y la ciencia al servicio de la Vida.
No saldremos de la pandemia de coronavirus como entramos.
Seguramente habrá cambios significativos, tal vez incluso estructurales. El
conocido líder indígena, Ailton Krenak, del valle do Rio Doce (del Río
Dulce, en Brasil), ha dicho acertadamente: «No sé si saldremos de esta
experiencia de la misma manera que entramos. Es como una sacudida para ver lo
que realmente importa; el futuro está aquí y es ahora, puede que mañana ya no
estemos vivos; ojalá que no volvamos a la normalidad» (O Globo,
01/05/2020, B 6).
Lógicamente, no podemos imaginar que las transformaciones
se produzcan de un día a otro. Es comprensible que las fábricas y las cadenas
de producción quieran volver a la lógica anterior. Pero ya no serán aceptables.
Deberán someterse a un proceso de reconversión en el que todo el aparato de
producción industrial y agroindustrial deberá incorporar el factor ecológico
como elemento esencial. La responsabilidad social de las empresas no es
suficiente. Se impondrá la responsabilidad socio-ecológica.
Se buscará energías alternativas a las fósiles, menos
impactantes para los ecosistemas. Se tendrá más cuidado con la atmósfera, las
aguas y los bosques. La protección de la biodiversidad será fundamental para el
futuro de la vida y de la alimentación, humana y de toda la comunidad de la
Vida.
¿Qué tipo de Tierra habitada queremos para el futuro?
Seguramente habrá una gran discusión de ideas sobre qué
futuro queremos, y qué tipo de Tierra queremos habitar. Cuál será la
configuración más adecuada a la fase actual de la Tierra y de la propia
humanidad, la fase de planetización y de la percepción cada vez más clara de
que no tenemos otra casa común para habitar que ésta. Y que tenemos un destino
común, feliz o trágico. Para que sea feliz, debemos cuidarla para que todos
podamos caber dentro, incluida la naturaleza.
Existe el riesgo real de polarización de modelos binarios:
por un lado los movimientos de integración, de cooperación general; y, por
otro, la reafirmación de las soberanías nacionales con su proteccionismo. Por
un lado el capitalismo «natural» y verde, y por otro el comunismo reinventado
de tercera generación como pronostican Alain Badiou y Slavoy Zizek.
Otros temen un proceso de brutalización radical por parte
de los “dueños del poder económico y militar”, para asegurar sus privilegios y
sus capitales. Sería un despotismo de forma diferente, porque se basaría en los
medios cibernéticos y en la inteligencia artificial, con sus complejos
algoritmos, un sistema de vigilancia sobre todas las personas del planeta. La
vida social y las libertades estarían permanentemente amenazadas. Pero a todo
poder le surgirá siempre un contrapoder. Habría grandes enfrentamientos y
conflictos a causa de la exclusión y la miseria de millones de personas que, a
pesar de la vigilancia, no se conformarán con las migajas que caen de las mesas
de los ricos epulones.
No pocos proponen una glocalización, es decir que el
acento se ponga en lo local, en la región, con su especificidad
geológica, física, ecológica y cultural, pero abierta a lo global, que
involucra a todos. Con este «biorregionalismo» se podría lograr un verdadero
desarrollo sostenible, que aprovechara los bienes y servicios locales.
Prácticamente todo se realizará en la región, con empresas más pequeñas, con
una producción agroecológica, sin necesidad de largos transportes, que consumen
energía y contaminan. La cultura, las artes y las tradiciones serán revividas
como una parte importante de la vida social. La gobernanza será participativa,
reduciendo las desigualdades y haciendo que la pobreza sea menor, siempre
posible, en las sociedades complejas. Es la tesis que el cosmólogo Mark Hathaway
y yo defendemos en nuestro libro común El Tao de la Liberación (Trotta,
2010) que fue bien acogida en el ambiente científico y entre los ecologistas
hasta el punto de que Fritjof Capra se ofreció a hacer un interesante prólogo.
Otros ven la posibilidad de un ecosocialismo planetario,
capaz de lograr lo que el capitalismo, por su esencia competitiva y excluyente,
es incapaz de hacer: un contrato social mundial, igualitario e inclusivo,
respetuoso de la naturaleza, en el que el nosotros (lo comunitario y
societario) y no el yo (individualismo) será el eje estructurador de las
sociedades y de la comunidad mundial. El ecosocialismo planetario
encontró en el franco-brasileño Michael Löwy su más brillante formulador (O
que é ecossocialismo?, disponible en la red). Tendremos, como reafirma la Carta
de la Tierra, así como la encíclica del Papa Francisco «sobre el cuidado de
la Casa Común», un modo de vida verdaderamente sostenible, y no sólo un
«desarrollo» sostenible.
Al final, pasaremos de una sociedad industrial/consumista a
una sociedad de sustentación de toda la vida con un consumo sobrio y solidario;
de una cultura de acumulación de bienes materiales, a una cultura
humanístico-espiritual en la que los bienes intangibles como la solidaridad, la
justicia social, la cooperación, los lazos afectivos, y no en última instancia
la amorosidad y la logique du coeur (la lógica del corazón), estarán en
sus cimientos.
No sabemos qué tendencia predominará. El ser humano es
complejo, indescifrable, y se mueve por la benevolencia, pero también por la
brutalidad. Está completo pero aún no está totalmente (terminado). Aprenderá, a
través de errores y aciertos, que la mejor configuración para la coexistencia
humana con todos los demás seres de la Madre Tierra debe estar guiada por la
lógica del propio universo: éste está estructurado –como nos dicen notables
cosmólogos y físicos cuánticos– según complejas redes de
inter-retro-relaciones. Todo es relación. No existe nada fuera de la relación.
Todo se ayuda «mutuamente» para seguir existiendo y poder co-evolucionar. El
propio ser humano es un rizoma (bulbo de raíces) de relaciones en todas las
direcciones.
Tiempos de crisis como el nuestro, de paso de un tipo de
mundo a otro, son también tiempos de grandes sueños y utopías. Ellas son las
que nos mueven hacia el futuro, incorporando el pasado pero dejando nuestra
propia huella en el suelo de la vida. Es fácil pisar la huella dejada por
otros, pero ella no nos lleva a ningún camino esperanzador. Debemos hacer
nuestra propia huella, marcada por la inagotable esperanza de la victoria de la
vida, porque el camino se hace caminando y soñando. Así pues, caminemos.
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