No basta ser bueno, hay que ser
misericordioso
2021-05-03
La
llamada «ley áurea», presente en todas las religiones y caminos espirituales,
dice: "ama al prójimo como a ti mismo", o dicho de otra manera: “no
hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”.
El
cristianismo incorpora esa ética mínima, y así se inscribe dentro de esta
tradición ancestral. Sin embargo, borra todos los límites del amor para que sea
realmente universal e incondicional. Afirma: “amad a vuestros enemigos y orad
por los que os persiguen para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los
cielos, pues Él hace nacer el sol para buenos y malos, y llover sobre justos e
injustos. Si amáis a quienes os ama, ¿qué mérito tenéis? ¿No hacen también eso
los cobradores de impuestos? Si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hay de
extraordinario en eso? ¿No hacen eso también los paganos? (Mt 5,44-47).
Es
muy instructiva la versión que san Lucas da en su evangelio: “Amad a vuestros
enemigos. Así seréis hijos e hijas del Altísimo que es bondadoso con los
ingratos y malos; sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”
(6,35-36).
Esta
afirmación es profundamente consoladora. ¿Quién no se siente a veces “ingrato y
malo”? Entonces nos confortan estas alentadoras palabras: el Padre es
bondadoso, a pesar de nuestras maldades. Y así aliviamos el fardo de nuestra
conciencia que nos persigue por dondequiera que vamos. Aquí resuenan las
consoladoras palabras de la primera epístola de San Juan: “si nuestro corazón
nos acusa, sabe que Dios es mayor que tu corazón” (1Jn 3,20). Estas palabras
deberían ser susurradas al oído de todo moribundo con fe.
Tanta
comprensión divina nos remite a las palabras de uno de los más alentadores
salmos de la Biblia, el salmo 103: “El Señor es rico en misericordia. No está
siempre acusando ni guarda rencor para siempre. Cuanto se elevan los cielos
sobre la tierra, tanto prevalece su misericordia. Como un padre siente
compasión por sus hijos e hijas, así el Señor se compadece de los que lo aman,
porque conoce nuestra naturaleza y sabe que somos polvo (9-14).
Una
de las características del Dios bíblico es su misericordia, porque sabe que
somos frágiles y fugaces “como las flores del campo; basta un soplo de viento y
dejamos de existir” (103,15). Así y todo, nunca deja de amarnos como hijas e
hijos queridos y de compadecerse de nuestras debilidades morales.
Una
de las cualidades fundamentales de la imagen de Dios que el Maestro nos
comunicó fue exactamente su misericordia ilimitada. Para él no basta ser bueno.
Hay que ser misericordioso. La parábola del hijo pródigo lo ilustra con rara
ternura humana. El hijo se marchó de casa, malbarató toda su herencia con una
vida disoluta y, de repente, añorando el hogar, resolvió volver. El padre
estuvo largo tiempo esperando que volviese mirando hacia última vuelta del
camino, para ver si aparecía por allí. Y he aquí que un día, “de lejos”, como
dice el texto, “el padre vio a su hijo y, se conmovió, corrió a su encuentro y
le abrazó llenándole de besos” (15,20). Es el supremo amor que se hace
misericordia. No le reprocha nada. Basta con que haya vuelto a la casa paterna.
Y, lleno de alegría, le preparó una gran fiesta.
Ese
padre misericordioso representa al Padre celestial que ama a los ingratos y
malos. Acogió con infinita misericordia al hijo que se había perdido en la
vida. El único hijo que es criticado es el hijo bueno. Sirvió al padre en todo,
trabajó, observó todos los mandamientos. Era bueno, muy bueno, mas para Jesús
no bastaba ser bueno. Tenía que ser misericordioso. Y no lo fue. Por eso es el
único que recibe una reprimenda, por no comprender al hermano que
regresaba.
Pero
es importante destacar un punto que muestra lo singular del mensaje del
Nazareno, que quiere ir más allá del simple amar al prójimo como nos amamos a
nosotros mismos. ¿Quién es el prójimo para Jesús? No es mi amigo, ni el que
está cerca de mi, a mi lado. Prójimo para Jesús es todo aquel a quien yo me
aproximo. Poco importa su origen o su condición moral. Basta que sea un ser
humano.
La
parábola del buen samaritano es emblemática (Lc 10,30-37). A la vera del camino
yace un infeliz, medio muerto, víctima de un asalto. Pasa un sacerdote, tal vez
va atrasado para su servicio en el templo; pasa también un levita, apresurado
en la preparación del altar. Ambos lo vieron y “pasaron de largo”. Pasa un
samaritano, un hereje para los judíos; “se preocupa de él y tiene compasión de
él”, le cura las heridas, lo lleva a la posada y deja todo pagado antes de
marchar, más lo que pueda necesitar. “¿Quién de los tres fue el prójimo?”,
pregunta el Maestro. El hereje que se acercó a la víctima de los asaltantes. El
amor no discrimina, cada ser humano es digno de amor y de misericordia.
Seguramente el sacerdote y el levita eran gente buena, pero les faltaba
lo principal: la compasión, el corazón que se conmueve delante del dolor del
otro.
Resumiendo,
cuando Jesús manda amar al prójimo, significa amar a ese desconocido y
discriminado; implica amar a los invisibles, a los ceros sociales, a aquellos a
quien nadie mira y pasan de largo, amar a aquellos que, en el momento supremo
de la historia, cuando todo sea sacado a la luz, él los llamará “mis hermanos
más pequeños”. “Cuando amaste a uno de ésos, fue a mí a quien lo hiciste” (Mt
25,40). El amor que todas las tradiciones predican y practican, tiene un “más”.
Va al encuentro del otro más otro, y se queda con él. San Francisco de Asís lo
entendió bien y lo expresa en su famosa oración por la paz: “que yo consuele
más que ser consolado, que yo comprenda más que ser comprendido, y que yo ame,
más que ser amado. En ese “más” se encuentra la originalidad del amor de Jesús,
de los cristianos que van en su seguimiento.
La
Covid-19 está mostrando, especialmente en las periferias, junto a los
criticados miembros del Movimiento de los Sin Tierra y de los Sin Techo y de
otros, que el mensaje de amor misericordioso vivido por el Hijo del Hombre no
se ha apagado, que está vivo y encendido todavía.
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