San Bernardo Calbó © Arzobispado De Barcelona
San Bernardo Calbó, 25 de octubre
Abad cisterciense español
«Abad cisterciense español. Obispo de Vic. Un jurista errante en el camino de su profesión, que fue sorprendido por la enfermedad, y viendo en ello la mano de Dios mudó por completo su conducta y le entregó su vida»
Era español, hijo de uno de los caballeros que rescató Tarragona de manos de los infieles, y se estableció en esa región en la época de la Reconquista; por tanto, Bernardo pertenecía a una familia de relevancia social. Nació en 1180 y fue el tercero de cinco hijos, tres hermanos y una hermana. Creció en la masía de Calbó, y cuando llegó la hora de orientar su futuro profesional se decantó por las leyes. Posiblemente estudió esta carrera en la universidad de Bolonia, como hizo san Raimundo de Peñafort, contemporáneo suyo, aunque los datos de esta etapa de su vida no han podido ser contrastados con rigor por parte de los hagiógrafos. En 1209 se le sitúa en Tarragona, asistiendo jurídica y administrativamente al arzobispado. Su quehacer en esa época pudo no estar guiado por el juicio de Dios y sí por el de esa clase de hombres que no tienen consideraciones a la hora de proceder. Hasta que una grave enfermedad le dio un toque de alerta definitivo alrededor de sus 30 años.
Vislumbrando la voluntad de Dios, y fallecido ya su padre, con la salud recobrada en 1215 se unió a la comunidad cisterciense de Santes Creus, Tarragona. Dio este paso en contra del parecer de los suyos, que es el signo compartido por quienes sintiéndose llamados por Dios se deciden a seguirle afrontando el veto que en sus propios hogares pueden querer imponerles. Ha sido frecuente en todas las épocas de la historia que los más cercanos se dispongan a dar su beneplácito a los hijos si la vía del matrimonio es la elegida, pero no han sido siempre tan benévolos cuando éstos piensan establecer su compromiso con Dios. Toda la apertura, la comprensión y aceptación –a veces de lo objetivamente dañino–, que tantos jóvenes reciben hoy día de sus progenitores, se torna en intransigencia en no pocas ocasiones cuando se trata de dar alas a la vocación religiosa.
En su propio tiempo, Bernando, haciendo caso omiso del juicio negativo que su decisión había suscitado en sus parientes, al integrarse en el monasterio generosamente legó sus pertenencias a su madre y al resto de su familia en un testamento redactado ese mismo año 1215 que revocaba otro anterior. Extrayendo el néctar de la regla cisterciense, fiel al evangelio, hizo de la caridad el hilo conductor de su entrega, única vía para alcanzar la unión con las Personas Divinas. Era bien conocido por los tarraconenses por tratarse de uno de los canónigos de la catedral, elegido también su vicario. Durante doce años de austeridad, oración y penitencia, aquilató su donación en el convento. Fueron sus edificantes virtudes las que se tuvieron en cuenta en el momento en que se planteó la sucesión del abad Ramón cuando éste falleció. Nadie dudó de que Bernardo sería el idóneo para proseguir manteniendo el espíritu observante del monasterio. Y en torno a 1225 asumió esta responsabilidad.
Su labor apostólica no se limitó a la formación de los monjes, sino que fue director espiritual de las religiosas cistercienses de Valldonzella. Esta comunidad se había establecido en Santa Creu d’Olorde en las cercanías de Vallvidrera y quedaron sujetas (fueron donadas) por iniciativa del obispo de Barcelona, Berenguer de Palou, quien las puso bajo la tutela de la Orden del Císter, dependiente del monasterio de Santes Creus. El abad Bernardo fue cofundador de esta comunidad que bajo su amparo vivió una época de gran florecimiento apostólico. También contribuyó a mantener vivo el espíritu reformador de la abadía cisterciense de Ager, Lérida.
En esta época de reconquista, dos figuras señeras de la historia mallorquina, Ramón y Guillermo de Montcada, muy estimados por el rey Jaime I el Conquistador, se disponían a partir a Mallorca para rescatarla. Antes se despidieron del abad Bernardo y se sintieron confortados con su consejo y aliento. Ambos murieron en la batalla de Porto Pi, y a Bernardo le tocó dar cristiana sepultura a sus restos en el monasterio de Santes Creus. En 1230 integró el grupo de electores, entre los que se hallaba san Raimundo de Peñafort, y unidos al arzobispo de Tarragona designaron al obispo de la reconquistada Mallorca. Entre tanto, los rasgos de su piedad y caridad se prodigaban dentro y fuera de la comunidad. Manifestaba una predilección por los enfermos.
Cuando el prelado Guillermo de Tavertet dejó vacante la sede de Vic, Bernardo fue elegido para sucederle dada su trayectoria espiritual y apostólica. A su esmerada formación teológica se unía la prudencia, discreción y exquisitez en el trato. Asumir este oficio supuso para él una contrariedad. Su vocación se hallaba en el silencio del claustro. Pero convencido de que el nombramiento obedecía a la voluntad divina, lo acogió e implantó el espíritu monástico en la sede episcopal. Convivió junto a una comunidad de cuatro monjes que le acompañaron hasta su muerte secundándole en todas las tareas de su ministerio que, naturalmente, tenían el signo de la auténtica consagración. Bernardo fue un insigne Pastor que veló por la liturgia y por la formación de los sacerdotes. Fue enérgico y exigente con su forma de vida. Se distinguió también por la modestia, la generosidad, la bondad, y la caridad. En el ejercicio de su misión llevó consigo la reconciliación y la paz.
El papa Gregorio IX, conocedor de sus virtudes y valía pastoral, pensó en él para luchar contra los valdenses designándole inquisidor en 1232. El santo monje luchó contra los albigenses, y se implicó en la guerra de Valencia firmando la capitulación en 1238. Por su valor fue recompensado por el rey Jaime I. En 1239 y en 1243 participó en sendos concilios provinciales. El 26 de octubre de este último año entregó su alma a Dios con fama de santidad. Antes de cumplirse seis meses de su muerte su vida comenzó a ser examinada por una comisión de canónigos. En 1338 se abrió el proceso de su canonización. Clemente XI en un breve apostólico fijó la fecha de su celebración dentro del císter el 26 de septiembre de 1710.
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