Santa Laura de Santa
Catalina de Siena Montoya y Upeguí, virgen
y fundadora
fecha: 21 de octubre
n.: 1874 - †: 1949 - país: Colombia
canonización: B: Juan Pablo II 25 Abr 2004 - C: Francisco 12 May 2013
hagiografía: Vaticano
n.: 1874 - †: 1949 - país: Colombia
canonización: B: Juan Pablo II 25 Abr 2004 - C: Francisco 12 May 2013
hagiografía: Vaticano
Elogio: En el lugar de
Belencito, cerca de Medellín, en Colombia, santa Laura de Santa Catalina de
Siena Montoya y Upeguí, virgen, que con notable éxito se dedicó a anunciar el
Evangelio entre los pueblos indígenas que aún desconocían la fe en Cristo, y
fundó la Congregación de Hermanas Misioneras de María Inmaculada y Santa
Catalina de Siena.
La
Madre Laura Montoya Upegui, estando en la Basílica de San Pedro en el mes de
noviembre del año 1930, después de una viva oración eucarística escribe: «Tuve
fuerte deseo de tener tres largas vidas: La una para dedicarla a la adoración,
la otra para pasarla en las humillaciones y la tercera para las misiones; pero
al ofrecerle al Señor estos imposibles deseos, me pareció demasiado poco una
vida para las misiones y le ofrecí el deseo de tener un millón de vidas para
sacrificarlas en las misiones entre infieles! Mas, ¡he quedado muy triste! y le
he repetido mucho al Señor de mi alma esta saetilla: ¡Ay! Que yo me muero al
ver que nada soy y que te quiero!».
Esta
gran mujer que así escribe, la Madre Laura Montoya, maestra de misión en
América Latina, servidora de la verdad y de la luz del Evangelio, nació en
Jericó, Antioquia, pequeña población colombiana, el 26 de Mayo de 1874, en el
hogar de Juan de la Cruz Montoya y Dolores Upegui, una familia profundamente
cristiana. Recibió el Bautismo cuatro horas después de su nacimiento. El
sacerdote le dio el nombre de María Laura de Jesús. Dos años tenía Laura cuando
su padre fue asesinado. Dejó a su esposa y sus tres hijos en orfandad y dura
pobreza, a causa de la confiscación de los bienes por parte de sus enemigos.
Esta
mujer admirable crece sin estudios, por las dificultades de pobreza e
itinerancia a causa de su orfandad, hasta la edad de 16 años cuando ingresa en
la Normal de Institutoras de Medellín, para ser maestra elemental y de esta
manera ganarse el sustento diario. Sin embargo, llega a ser una erudita en su
tiempo, una pedagoga connotada, formadora de cristianas generaciones, escritora
castiza de alto vuelo y sabroso estilo, mística profunda por su experiencia de
oración contemplativa.
En
1914, apoyada por monseñor Maximiliano Crespo, obispo de Santa Fe de Antioquia,
funda una familia religiosa: Las Misioneras de María Inmaculada y Santa
Catalina de Siena, obra religiosa que rompe moldes y estructuras insuficientes
para llevar a cabo su ideal misionero según lo expresa en su Autobiografía:
Necesitaba mujeres intrépidas, valientes, inflamadas en el amor de Dios, que
pudieran asimilar su vida a la de los pobres habitantes de la selva, para
levantarlos hacia Dios.
Maestra
catequista de los indios
Su
profesión de maestra la llevó por varias poblaciones de Antioquia y luego al
Colegio de La Inmaculada en Medellín. En su magisterio no se contenta con el
saber humano sino que expone magistralmente la doctrina del Evangelio. Forma
con la palabra y el ejemplo el corazón de sus discípulas, en el amor a la
Eucaristía y en los valores cristianos. En un momento de su trayectoria como
maestra, se siente llamada a realizar lo que ella llamaba «la Obra de los
indios»: En 1907 estando en la población de Marinilla, escribe: «me vi en Dios
y como que me arropaba con su paternidad haciéndome madre, del modo más
intenso, de los infieles. Me dolían como verdaderos hijos». Este fuego de amor
la impulsa a un trabajo heroico al servicio de los indígenas de las selvas de América.
Busca
recursos humanos, fomenta el celo misionero entre sus discípulas, escoge cinco
compañeras a quienes prende el fuego apostólico de su propia alma. Aceptando de
antemano los sacrificios, humillaciones, pruebas y contradicciones que se ven
venir, acompañadas por su madre Doloritas Upegui, el grupo de «Misioneras
catequistas de los indios» sale de Medellín hacia Dabeiba el 5 de Mayo de 1914.
Parten hacia lo desconocido, para abrirse paso en la tupida selva. Van, no con
la fuerza de las armas, sino con la debilidad femenina apoyada en el Crucifijo
y sostenida por un gran amor a María la Madre y Maestra de esta Obra misionera.
Comprende la dignidad humana y la vocación divina del indígena. Quiere
insertarse en su cultura, vivir como ellos en pobreza, sencillez y humildad y
de esta manera derribar el muro de discriminación racial que mantenían algunos
líderes civiles y religiosos de su tiempo. La solidez de su virtud fue probada
y purificada por la incomprensión y el desprecio de los que la rodeaban, por
los prejuicios y las acusaciones de algunos prelados de la iglesia que no
comprendieron en su momento, aquel estilo de ser «religiosas cabras», según su
expresión, llevadas por el anhelo de extender la fe y el conocimiento de Dios
hasta los más remotos e inaccesibles lugares, brindando una catequesis
vivencial del Evangelio. Su Obra misionera rompió esquemas, para lanzar a la
mujer como misionera en la vanguardia de la evangelización en América latina.
Escribe a las Hermanas: »No tienen sagrario pero tienen naturaleza; aunque la
presencia de Dios es distinta, en las dos partes está y el amor debe saber
buscarlo y hallarlo en donde quiera que se encuentre.»
Redacta
para ellas las «Voces Místicas», inspirada en la contemplación de la
naturaleza, y otros libros como el Directorio o guía de perfección, que ayudan
a las Hermanas a vivir en armonía entre la vida apostólica y la contemplativa.
Su Autobiografía es su obra cumbre, libro de confidencias íntimas, experiencia
de sus angustias, desolaciones e ideales, vibraciones de su alma al contacto
con la divinidad, vivencias de su lucha titánica por llevar a cabo su vocación
misionera. Allí muestra su «pedagogía del amor», pedagogía acomodada a la mente
del indígena, que le permite adentrarse en la cultura y el corazón del indio y
del negro del continente americano.
Esta
infatigable misionera, pasó nueve años en silla de ruedas sin dejar su
apostolado de la palabra y de la pluma. Después de una larga y penosa agonía,
murió en Medellín el 21 de octubre de 1949. A su muerte dejó extendida su
Congregación de Misioneras en 90 casas que se difundieron por el mundo.
fuente: Vaticano
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modificación relevante: ant 2012
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