La "saudade" de Dios
2020-02-29
“Saudade”, en português, no se puede traducir a otros
idiomas, porque no es una cosa que se define, sino que se vive y se sufre. La
describimos: es una melancolía tierna, una mezcla de un dolor suave por un bien
que fue vivido, que ya no vuelve más, pero que regresa dulcemente a la memoria:
el primer beso de la persona amada, la mirada profunda de una mujer que, en un
andén de la estación del tren, se encontró con la mirada también penetrante de
un hombre y surgió un amor inmediato; el tren partió y nunca más se volvieron a
ver, pero aquella profunda mirada mutua, que llegó hasta el fondo del alma,
nunca pudo ser olvidada. En su máxima intensidad, saudade es la experiencia de
ser tomado totalmente por el Ser de Dios y no sentir ya el cuerpo propio. Esa
saudade es dolorosa cuando no se consigue volver a renovarla. Dejó sólo una
saudade infinita de suprema bienaventuranza. La saudade no deja que el pasado
sea sólo pasado. Aunque ausente, lo vuelve presente, sólo que invisible.
En nuestro peregrinar por la vida, todo lo que de bello,
realizador, impactante y profundo nos toca, deja un rastro de saudade. Un niño
con cáncer, dijo muy bien: saudade es el amor que queda cuando ya todo pasó.
La sociedad moderna tardía y letrada ha saturado a muchos
de bienes materiales, los ha llenado de vanas promesas de felicidad y hasta les
ha forjado un falso evangelio de la prosperidad, para el cual entregan tiempo,
entusiasmo y un sacrificado dinero, como en las iglesias neopentecostales
fundamentalistas, explotados por pastores que son verdaderos lobos con piel de
ovejas. El mercado conscientemente los mantiene ocupados con mil ofertas de
consumo, de viajes, de experiencias nuevas que les hacen difícil encontrarse
consigo mismos. Se vive etsi Deus non daretur, “como si Dios no
existiese” o como si hubiese sido borrado del horizonte de la existencia.
Pero no todo es manipulable en el ser humano. En él hay
misterios, rincones impenetrables que guardan memorias y arquetipos ancestrales.
De ahí puede surgir una saudade muy particular, la saudade de Dios, del Self
que habita lo profundo. Durante muchos siglos daba cohesión a la sociedad y
ofrecía un fundamento a la existencia humana.
Por razones muy complejas que no cabe analizar aquí,
irrumpió el ser humano nuevo de la modernidad, que prescindió de Dios. Se
presentó como un deus minor in terra, como “un dios menor en la tierra”.
Su experiencia fundacional se definió por la voluntad de poder, el poder
ejercido como dominación sobre los otros, sobre la mujer, sobre los pueblos,
sobre la naturaleza, sobre la vida y sobre el espacio exterior. Asumió tantas
tareas en la nueva conformación del mundo que, de repente, se dio cuenta de que
ya no podía realizarlas. El pequeño dios cayó en “el complejo de Dios”. Ya no
tiene fuerzas, se siente frágil, impotente, temeroso de sí mismo, pues ha
creado una máquina de muerte que puede terminar con él de múltiples formas
distintas. Ha inaugurado lo que llaman el antropoceno, una nueva era
geológica en la cual la gran amenaza a la vida y al planeta es él mismo. Hizo
guerras que sólo en el siglo veinte mataron a 200 millones de personas. Devastó
la naturaleza, que ahora se vuelve contra él con huracanes, calentamiento
global, aumento de los océanos, escasez de bienes y servicios, sin los cuales
no se sustenta la vida.
Ahí surge lo que estaba escondido en aquel rincón recóndito
de su interioridad: la “saudade de Dios”. El nombre “Dios” no importa, sino lo
que representa: aquella Energía poderosa y amorosa que sustenta todo y que, por
eso, debe ser viva e inteligente, aquel Valor Incuestionable vivo e irradiante
que orienta los comportamientos humanos y controla las fuerzas de lo Negativo.
El mantra de la cultura ilustrada es engañoso: «Anunciamos la muerte de Dios
porque nosotros lo matamos». Y lo matamos para ocupar su lugar, y para ser el
Superhombre que se ha convertido en “el pequeño dios”, que vive más allá del
bien y del mal. Él decide todo. Durante más de dos siglos ha tratado de
realizar ese propósito y ha fracasado. Ha sucumbido al propio peso de las
tareas que se impuso. Ahora anda errante, solitario, buscando a qué agarrarse.
Vive la ilusión, ya referida por un místico: «El enemigo del Sol subió a una
terraza, cerró los ojos y gritó a todos: ya no hay más sol; el Sol murió porque
yo lo maté». Ignorante, no ve más el sol, no por culpa del sol, sino de sus
ojos cerrados. El Sol estará siempre allí iluminando, pues ésa es su
naturaleza. Tal vez Dios entró en un eclipse. Y eso exacerba aún más la saudade
de Dios, de que Él finalmente penetre la nube de la arrogancia humana y venga
humildemente a ser acogido por nosotros.
Esa saudade de Dios no existe en la inmensa mayoría de los
pueblos que no pasaron por la circuncisión de la modernidad. Jamás se les pasó
por la cabeza la absurda arrogancia de «matar a Dios». Mucho menos pretendieron
ser “el pequeño dios” dominador de todo y de todos. “Viven la saudade de Dios”
sintiéndolo en sus trabajos cotidianos, en el convivir amoroso con la familia,
en la dura lucha para asegurar día tras día los medios de subsistencia. Ellos
no necesitan creer en Dios, pues saben de él, lo sienten y lo viven en la piel
del cuerpo, en el espíritu, en el sufrimiento y en la discreta alegría de
vivir.
Estos son los guardianes de la sagrada memoria del Dios de
mil nombres (Tao, Shiva, Olorum, Javé, Alá, Dios...). Son los profetas y
maestros para los hijos de la modernidad tardía, capaces de humedecerles las
raíces para que reverdezcan y superen la triste soledad que los devora. Basta
que los encuentren y los escuchen. Entonces también ellos “sentirán la saudade
de Dios”.
Qué saudade tenemos de ese Dios, humano, vivo y verdadero.
¡Qué saudade…!
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