De la deuda de San Pedro de Roma con el Templo de Jerusalén
por En cuerpo y alma
De una manera muy intrincada, bien es verdad, y en un proceso que dura casi catorce siglos, pero así es, fíjense Vds. como caracolean los maravillosos caminos de la historia.
Todo comienza en el año 64 con el incendio de Roma que, provocado o no por Nerón (más parece que sí que que no), en todo caso va a servir al despótico emperador no sólo para convertir en chivos expiatorios del mismo a los primeros cristianos de la capital imperial, sino para construirse un formidable palacio en el mejor solar de la capital del Imperio, con una piscina de tamaño desmesurado.
Cuando finalmente, en el año 68 cae Nerón y tras el paso por el trono imperial de tres emperadores en menos de un año (Galba, Otón y Vitelio) accede a él Vespasiano, su primera medida consiste en congraciarse con el pueblo vaciando la piscina de Nerón, para lo cual tiene que hacer todo un canal al Tíber, y construyendo en su solar el Teatro Flaviano, verdadero nombre del Coliseo, en honor a quién es su constructor, Flavio Vespasiano. El nombre de Coliseo lo recibe de la “colosal” estatua de Nerón que coexistió a su lado durante mucho tiempo, probablemente hasta el saqueo de Roma del 410, tan alta como la Estatua de la Libertad.
Para llevar a cabo la obra faraónica sin precedentes en la historia por sus dimensiones y por sus recursos arquitectónicos, Vespasiano recurre el tesoro del Templo de Jerusalén, del que se ha incautado en pago a la rebelión de los judíos que él mismo tiene que sofocar. De hecho, cuando Vespasiano abandona el escenario palestino porque es elegido emperador de Roma, dejará en él a su hijo Tito, que continúa las guerras judías hasta que las termina definitivamente en el 70 d.C., año en el que se produce el lamentabilísimo evento de la quema del que es uno de los edificios más imponentes de todo el Imperio, el Templo de Jerusalén, levantado por el evangélico Herodes. Aquél cuyas piedras admiraran los discípulos del mismísimo Jesús, que le decían hipnotizados: “¡Maestro, mira qué piedras y qué construcciones!” (Mc. 13, 1). Si va Vd. a Roma, querido lector, no deje de buscar en el célebre Arco de Tito la impresionante menhorah, o candelabro de los siete brazos judío, que forma parte del riquísimo botín de guerra de Tito cuando vuelve triunfador de Judea de la guerra que ha tocado iniciar a su padre.
Pues bien, acontece que muchos siglos más tarde, en el año 1349, va a tener lugar un terrible terremoto que va a afectar grandemente al Coliseo, dejándolo con un perfil que es prácticamente aquél con el que ha llegado a nuestros días. Más de la mitad de las piedras de mármol tibertino del que está hecho su anillo exterior van a caer por tierra derribadas por el seísmo, permaneciendo tiradas sobre el suelo romano durante muchos años, hasta que con ellas se empiecen a construir algunos de los edificios más emblemáticos de los que aún hoy se pueden admirar en la Ciudad Eterna e Infinita. Así por ejemplo, el Palacio Farnesio, sede de la embajada francesa en Roma… y San Pedro, también San Pedro, que hacia 1452 comienza las obras extraordinarias que convertirán una basílica del s. IV en el magnífico edificio que hoy visitan en Roma los casi diez millones de turistas que acuden a ella cada año admirados por su historia y su tesoro. Por cierto, unas piedras que habían sido traídas en su día para construir el Coliseo de las canteras tivolitanas (Tivoli), a 40 kilómetros de Roma, en un tráfico continuo que los historiadores calculan en unos doscientos carros al día durante los diez años que duraron las obras.
Y bien amigos, un simple divertimento histórico con el que dotar de contenido el ambicioso título que he dado a este artículo. Que hayan pasado Vds. un buen ratito les deseo. Y que hagan Vds. mucho bien y no reciban menos… como siempre.
©L.A.
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