Santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia
fecha: 15 de octubre
n.: 1515 - †: 1582 - país: España
otras formas del nombre: Teresa de Ávila
canonización: B: Pablo V 24 abr 1614 - C: Gregorio XV 12 mar 1622
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 1515 - †: 1582 - país: España
otras formas del nombre: Teresa de Ávila
canonización: B: Pablo V 24 abr 1614 - C: Gregorio XV 12 mar 1622
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: Fiesta de santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia, la
cual, nacida en Ávila, ciudad de España, y agregada a la Orden Carmelitana,
llegó a ser madre y maestra de una observancia más estrecha; en su corazón
concibió un plan de crecimiento espiritual bajo la forma de una ascensión por
grados del alma hacia Dios, pero a causa de la reforma de su Orden hubo de
sufrir dificultades, que superó con ánimo esforzado. Compuso libros, en los que
muestra una sólida doctrina y el fruto de su experiencia.
Patronazgos: patrona de España, Ávila, Alba de Tormes, y Nápoles, de los
escritores españoles y los fabricantes de encajes; para invocar en las
necesidades espirituales, y contra los dolores de cabeza y enfermedades
cardíacas.
Tradiciones, refranes, devociones: Por Santa Teresa, derrama el trigo sobre la
tierra.
refieren a este santo: Beata Ana de San
Bartolomé, San Francisco de
Borja, San Juan de la
Cruz, San Pedro de
Alcántara
Oración: Oh, Santa Teresa, Virgen seráfica,
querida esposa de Tu Señor Crucificado, tú, quien en la tierra ardió con un
amor tan intenso hacia tu Dios y mi Dios, y ahora iluminas como una llama
resplandeciente en el paraíso, obtén para mi también, te lo ruego, un destello
de ese mismo fuego ardiente y santo que me ayude a olvidar el mundo, las cosas
creadas, aún a mí mismo, porque tu ardiente deseo era verle adorado por todos
los hombres. Concédeme que todos mis pensamientos, deseos y afectos sean
dirigidos siempre a hacer la voluntad de Dios, la Bondad suprema, aun estando
en gozo o en dolor, porque Él es digno de ser amado y obedecido por siempre.
Obtén para mí esta gracia, tú que eres tan poderosa con Dios: que yo me llene
de fuego, como tú, con el santo amor de Dios. Amén. (Oración a Santa Teresa de
Jesús de San Alfonso María de Ligorio)

Santa Teresa es, sin duda, una de las
mujeres más grandes y admirables de la historia y fue considerada doctora de la
Iglesia por el pueblo cristiano aun antes de que ese título fuera reconocido
oficialmente en 1970 por Pablo VI. Sus padres eran Alonso Sánchez de Cepeda y
Beatriz Dávila y Ahumada. La santa habla de ellos con gran cariño. Alonso
Sánchez tuvo tres hijos de su primer matrimonio, y Beatriz de Ahumada le dio
otros nueve. Al referirse a sus hermanos y medios hermanos, santa Teresa
escribe: «por la gracia de Dios, todos se asemejan en la virtud a mis padres,
excepto yo». Teresa nació en la ciudad castellana de Ávila, el 28 de marzo de
1515. A los siete años, tenía ya gran predilección por la lectura de las vidas
de santos. Su hermano Rodrigo era casi de su misma edad de suerte que
acostumbraban jugar juntos. Los dos niños, muy impresionados por el pensamiento
de la eternidad, admiraban las victorias de los santos al conquistar la gloria
eterna y repetían incansablemente: «Gozarán de Dios para siempre, para siempre,
para siempre...» Teresa y su hermano consideraban que los mártires habían
comprado la gloria a un precio muy bajo y resolvieron partir al país de los
moros con la esperanza de morir por la fe. Así pues, partieron de su casa a
escondidas, rogando a Dios que les permitiese dar la vida por Cristo; pero en
Adaja se toparon con uno de su tíos, quien los devolvió a los brazos de su
afligida madre. Cuando ésta los reprendió, Rodrigo echó la culpa a su hermana.
En vista del fracaso de sus proyectos,
Teresa y Rodrigo decidieron vivir como ermitaños en su propia casa y empezaron
a construir una celda en el jardín, aunque nunca llegaron a terminarla. Teresa
amaba desde entonces la soledad. En su habitación tenía un cuadro que
representaba al Salvador que hablaba con la Samaritana y solía repetir frente a
esa imagen: «Señor, dame de beber para que no vuelva a tener sed». La madre de
Teresa murió cuando ésta tenía catorce años. «En cuanto empecé a caer en la
cuenta de la pérdida que había sufrido, comencé a entristecerme sobremanera;
entonces me dirigí a una imagen de Nuestra Señora y le rogué con muchas
lágrimas que me tomase por hija suya». Por aquella época, Teresa y Rodrigo
empezaron a leer novelas de caballerías y aun trataron de escribir una. La
santa confiesa en su «Autobiografía»: «Esos libros no dejaron de enfriar mis
buenos deseos y me hicieron caer insensiblemente en otras faltas. Las novelas
de caballerías me gustaban tanto, que no estaba yo contenta cuando no tenía una
entre las manos. Poco a poco empecé a interesarme por la moda, a tomar gusto en
vestirme bien, a preocuparme mucho del cuidado de mis manos, a usar perfumes y
a emplear todas las vanidades que el mundo aconsejaba a las personas de mi
condición». El cambio que paulatinamente se operaba en Teresa, no dejó de
preocupar a su padre, quien la envió, a los quince años de edad a educarse en
el convento de las agustinas de Ávila, en el que solían estudiar las jóvenes de
su clase.
Un año y medio más tarde, Teresa cayó
enferma, y su padre la llevó a casa. La joven empezó a reflexionar seriamente
sobre la vida religiosa, que le atraía y le repugnaba a la vez. La obra que le
permitió llegar a una decisión fue la colección de «Cartas» de San Jerónimo,
cuyo fervoroso realismo encontró eco en el alma de Teresa. La joven dijo a su
padre que quería hacerse religiosa, pero éste le respondió que tendría que
esperar a que él muriese para ingresar en el convento. La santa, temiendo
flaquear en su propósito, fue a ocultas a visitar a su amiga íntima, Juana
Suárez, que era religiosa en el convento carmelita de la Encarnación, en Ávila,
con la intención de no volver, si Juana le aconsejaba quedarse, a pesar de la
pena que le causaba contrariar la voluntad de su padre. «Recuerdo ... que, al
abandonar mi casa, pensaba que la tortura de la agonía y de la muerte no podía
ser peor a la que experimentaba yo en aquel momento ... El amor de Dios no era
suficiente para ahogar en mí el amor que profesaba a mi padre y a mis amigos».
La santa determinó quedarse en el convento de la Encarnación. Tenía entonces
veinte años. Su padre, al verla tan resuelta, cesó de oponerse a su vocación.
Un año más tarde, Teresa hizo la profesión. Poco después, se agravó un mal. que
había comenzado a molestarla desde antes de profesar, y su padre la sacó del
convento. La hermana Juana Suárez fue a hacer compañía a Teresa, quien se puso
en manos de los médicos; desgraciadamente, el tratamiento no hizo sino empeorar
la enfermedad, probablemente una fiebre palúdica. Los médicos terminaron por
darse por vencidos, y el estado de la enferma se agravó. Teresa consiguió
soportar aquella tribulación, gracias a que su tío Pedro, que era muy piadoso,
le había regalado un librito del P. Francisco de Osuna, titulado: «El tercer
alfabeto espiritual». Teresa siguió las instrucciones de la obrita y empezó a
practicar la oración mental, aunque no hizo en ella muchos progresos por falta
de un director espiritual experimentado. Finalmente, al cabo de tres años,
Teresa recobró la salud.
Su prudencia y caridad, a las que añadía
un gran encanto personal, le ganaron la estima de todos los que la rodeaban.
Por otra parte, una especie de instinto innato de agradecimiento movía a la
joven religiosa a corresponder a todas las amabilidades. Según la reprobable
costumbre de los conventos españoles de la época, las religiosas podían recibir
a cuantos visitantes querían, y Teresa pasaba gran parte de su tiempo charlando
en el recibidor del convento. Eso la llevó a descuidar la oración mental y el
demonio contribuyó, al inculcarle la íntima convicción, bajo capa de humildad,
de que su vida disipada la hacía indigna de conversar familiarmente con Dios.
Además, la santa se decía para tranquilizarse, que no había ningún peligro de
pecado en hacer lo mismo que tantas otras religiosas mejores que ella y
justificaba su descuido de la oración mental, diciéndose que sus enfermedades
le impedían meditar. Sin embargo, añade la santa, «el pretexto de mi debilidad
corporal no era suficiente para justificar el abandono de un bien tan grande,
en el que el amor y la costumbre son más importantes que las fuerzas. En medio
de las peores enfermedades puede hacerse la mejor oración, y es un error pensar
que sólo se puede orar en la soledad». Poco después de la muerte de su padre,
el confesor de Teresa le hizo ver el peligro en que se hallaba su alma y le
aconsejó que volviese a la práctica de la oración. La santa no la abandonó
jamás, desde entonces. Sin embargo, no se decidía aún a entregarse totalmente a
Dios ni a renunciar del todo a las horas que pasaba en el recibidor y al
intercambio de regalillos. Es curioso notar que, en todos esos años de
indecisión en el servicio de Dios, santa Teresa no se cansaba jamás de oír
sermones «por malos que fuesen»; pero el tiempo que empleaba en la oración «se
le iba en desear que los minutos pasasen pronto y que la campana anunciase el
fin de la meditación, en vez de reflexionar en las cosas santas». Convencida
cada vez más de su indignidad, Teresa invocaba con frecuencia a los dos grandes
santos penitentes, María Magdalena y Agustín, con quienes están asociados dos
hechos que fueron decisivos en la vida de la santa. El primero, fue la lectura
de las «Confesiones». El segundo fue un llamamiento a la penitencia que la
santa experimentó ante una imagen de la Pasión del Señor: «Sentí que santa
María Magdalena acudía en mi ayuda ... y desde entonces he progresado mucho en
la vida espiritual».
Una vez que Teresa se retiró de las
conversaciones del recibidor y de otras ocasiones de disipación y de faltas
(que ella exageraba sin duda), Dios empezó a favorecerla frecuentemente con la
oración de quietud y de unión. La oración de unión ocupó un largo período de su
vida, con el gozo y el amor que le son característicos, y Dios empezó a
visitarla con visiones y comunicaciones interiores. Ello la inquietó, porque
había oído hablar con frecuencia de ciertas mujeres a las que el demonio había
engañado miserablemente con visiones imaginarias. Aunque estaba persuadida de
que sus visiones procedían de Dios, su perplejidad la llevó a consultar el
asunto con varias personas; desgraciadamente no todas esas personas guardaron
el secreto al que estaban obligadas, y la noticia de las visiones de Teresa
empezó a divulgarse para gran confusión suya. Una de las personas a las que
consultó Teresa fue Francisco de Salcedo, un hombre casado que era un modelo de
virtud. Éste la presentó al doctor Daza, sabio y virtuoso sacerdote, quien
dictaminó que Teresa era víctima de los engaños del demonio, ya que era
imposible que Dios concediese favores tan extraordinarios a una religiosa tan
imperfecta como ella pretendía ser. Teresa quedó alarmada e insatisfecha.
Francisco de Salcedo, a quien la propia santa afirma que debía su salvación, la
animó en sus momentos de desaliento y le aconsejó que acudiese a uno de los
padres de la recién fundada Compañía de Jesús. La santa hizo una confesión
general con un jesuita, a quien expuso su manera de orar y los favores que
había recibido. El jesuita le aseguró que se trataba de gracias de Dios, pero
la exhortó a no descuidar el verdadero fundamento de la vida interior. Aunque
el confesor de Teresa estaba convencido de que sus visiones procedían de Dios,
le ordenó que tratase de resistir durante dos meses a esas gracias. La
resistencia de la santa fue en vano.
Otro jesuita, el P. Baltasar Álvarez, le
aconsejó que pidiese a Dios ayuda para hacer siempre lo que fuese más agradable
a sus ojos y que, con ese fin, recitase diariamente el «Veni Creator Spiritus».
Así lo hizo Teresa. Un día, precisamente cuando repetía el himno, fue
arrebatada en éxtasis y oyó en el interior de su alma estas palabras: «No
quiero que converses con los hombres sino con los ángeles». La santa, que tuvo
en su vida posterior repetidas experiencias de palabras divinas afirma que son
más claras y distintas que las humanas; dice también que las primeras son
operativas, ya que producen en el alma una fuerte tendencia a la virtud y la
dejan llena de gozo y de paz, convencida de la verdad de lo que ha escuchado.
En la época en que el P. Álvarez fue su director, Teresa sufrió graves
persecuciones, que duraron tres años; además, durante dos años, atravesó por un
período de intensa desolación espiritual, aliviado por momentos de luz y
consuelo extraordinarios. La santa quería que los favores que Dios le concedía
permaneciesen secretos, pero las personas que la rodeaban estaban perfectamente
al tanto y, en más de una ocasión, la acusaron de hipocresía y presunción. El
P. Álvarez era un hombre bueno y timorato, que no tuvo el valor suficiente para
salir en defensa de su dirigida, aunque siguió confesándola. En 1557, san Pedro de
Alcántara pasó por Ávila y, naturalmente, fue a visitar a
la famosa carmelita. El santo declaró que le parecía evidente que el Espíritu
de Dios guiaba a Teresa, pero predijo que las persecuciones y sufrimientos
seguirían lloviendo sobre ella. Las pruebas que Dios le enviaba purificaron el
alma de la santa, y los favores extraordinarios le enseñaron a ser humilde y
fuerte, la despegaron de las cosas del mundo y la encendieron en el deseo de
poseer a Dios. En algunos de sus éxtasis, de los que nos dejó la santa una
descripción detallada, se elevaba varios palmos sobre el suelo. A este
propósito, comenta Teresa: Dios «no parece contentarse con arrebatar el alma a
Sí, sino que levanta también este cuerpo mortal, manchado con el barro
asqueroso de nuestros pecados». En esos éxtasis se manifestaban la grandeza y
bondad de Dios, el exceso de su amor y la dulzura de su servicio en forma
sensible, y el alma de Teresa lo comprendía con claridad, aunque era incapaz de
expresarlo. El deseo del cielo que dejaban las visiones en su alma era
inefable. «Desde entonces, dejé de tener miedo a la muerte, cosa que antes me
atormentaba mucho». Las experiencias místicas de la santa llegaron a las
alturas de los esponsales espirituales, el matrimonio místico y la
transverberación.
Santa Teresa nos dejó el siguiente relato
sobre el fenómeno de la transverberación: «Ví a mi lado a un ángel que se
hallaba a mi izquierda, en forma humana. Confieso que no estoy acostumbrada a
ver tales cosas, excepto en muy raras ocasiones. Aunque con frecuencia me acontece
ver a los ángeles, se trata de visiones intelectuales, como las que he referido
más arriba ... El ángel era de corta estatura y muy hermoso; su rostro estaba
encendido como si fuese uno de los ángeles más altos que son todo fuego. Debía
ser uno de los que llamamos querubines ... Llevaba en la mano una larga espada
de oro, cuya punta parecía un ascua encendida. Me parecía que por momentos
hundía la espada en mi corazón y me traspasaba las entrañas y, cuando sacaba la
espada, me parecía que las entrañas se me escapaban con ella y me sentía arder
en el más grande amor de Dios. El dolor era tan intenso, que me hacía gemir,
pero al mismo tiempo, la dulcedumbre de aquella pena excesiva era tan
extraordinaria, que no hubiese yo querido verme libre de ella». El anhelo de
Teresa de morir pronto para unirse con Dios, estaba templado por el deseo que
la inflamaba de sufrir por su amor. A este propósito escribió: «La única razón
que encuentro para vivir, es sufrir, y eso es lo único que pido para mí». Según
reveló la autopsia en el cadáver de la santa, había en su corazón la cicatriz
de una herida larga y profunda («Estoy convencido de que santa Teresa murió en
un trasporte de amor ... En cuanto a la herida de la arteria coronaria ... hay
que reconocer que, aunque haya sido causada por el arranque de amor
sobrenatural descrito por san Juan de la Cruz, los síntomas de fatiga ... ,
sobre los que existen varios testimonios, prueban que la santa tenía una
predisposición a la dilatación y la ruptura del miocardio.» Dr. Juan
L'hermitte, en Etudes Carmelites, 1936, vol. II, p. 242.). El año siguiente
(1560), para corresponder a esa gracia, la santa hizo el voto de hacer siempre
lo que le pareciese más perfecto y agradable a Dios. Un voto de esa naturaleza
está tan por encima de las fuerzas naturales, que sólo el esforzarse por
cumplirlo puede justificarlo. Santa Teresa cumplió perfectamente su voto.

El relato que la santa nos dejó en su
«Autobiografía» sobre sus visiones y experiencias espirituales, tiene el tono
de la verdad. Es imposible leerlo sin quedar convencido de la sinceridad de su
autora, que en todos sus escritos da muestras de una extraordinaria sencillez
de estilo y de una preocupación constante por no exagerar los hechos. La
Iglesia califica de «celestial» la doctrina de santa Teresa, en la oración del
día de su fiesta. Las obras de la «mística Doctora» ponen al descubierto los
rincones más recónditos del alma humana. La santa explica con una claridad casi
increíble las experiencias más inefables. Y debe hacerse notar que Teresa era una
mujer relativamente inculta, que escribió sus experiencias en la común lengua
castellana de los habitantes de Ávila, que ella había aprendido «en el regazo
de su madre»; una mujer que escribió sin valerse de otros libros, sin haber
estudiado previamente las obras místicas y sin tener ganas de escribir, porque
ello le impedía dedicarse a hilar; una mujer, en fin, que sometió sin reservas
sus escritos al juicio de su confesor y sobre todo, al juicio de la Iglesia. La
santa empezó a escribir su autobiografía por mandato de su confesor: «La
obediencia se prueba de diferentes maneras». Por otra parte, el mejor
comentario de las obras de la santa es la paciencia con que sobrellevó las
enfermedades, las acusaciones y los desengaños; la confianza absoluta con que
acudía en todas las tormentas y dificultades al Redentor crucificado y el
invencible valor que demostró en todas las penas y persecuciones. Los escritos
de santa Teresa subrayan sobre todo el espíritu de oración, la manera de
practicarlo y los frutos que produce. Como la santa escribió precisamente en la
época en que estaba consagrada a la difícil tarea de fundar conventos de
carmelitas reformadas, sus obras, prescindiendo de su naturaleza y contenido,
dan testimonio de su vigor, industriosidad y capacidad de recogimiento. Santa
Teresa escribió el «Camino de Perfección» para dirigir a sus religiosas, y el
libro de las «Fundaciones» para edificarlas y alentarlas. En cuanto al
«Castillo Interior», puede considerarse que lo escribió para la instrucción de
todos los cristianos, y en esa obra se muestra la santa como verdadera doctora
de la vida espiritual.
Las carmelitas, como la mayoría de las
religiosas, habían decaído mucho del primer fervor, a principios del siglo XVI.
Ya hemos visto que los recibidores de los conventos de Ávila eran una especie
de centro de reunión de las damas y caballeros de la ciudad. Por otra parte,
las religiosas podían salir de la clausura con el menor pretexto, de suerte que
el convento era el sitio ideal para quien deseaba una vida fácil y sin
problemas. Las comunidades eran sumamente numerosas, lo cual era a la vez causa
y efecto de la relajación. Por ejemplo, en el convento de Ávila había 140
religiosas. Santa Teresa comentaba más tarde: «La experiencia me ha enseñado lo
que es una casa llena de mujeres. ¡Dios nos guarde de ese mal!» Ya que tal
estado de cosas se aceptaba como normal, las religiosas no caían generalmente
en la cuenta de que su modo de vida se apartaba mucho del espíritu de sus
fundadores. Así, cuando una sobrina de santa Teresa, que era también religiosa
en el convento de la Encarnación de Ávila, le sugirió la idea de fundar una
comunidad reducida, la santa la consideró como una especie de revelación del
cielo, no como una idea ordinaria. Teresa, que llevaba ya veinticinco años en
el convento, resolvió poner en práctica la idea y fundar un convento reformado.
Doña Guiomar de Ulloa, que era una viuda muy rica, le ofreció ayuda generosa
para la empresa. San Pedro de Alcántara, san Luis Beltrán y
el obispo de Ávila, aprobaron el proyecto, y el P. Gregorio Fernández,
provincial de las carmelitas, autorizó a Teresa a ponerlo en práctica. Sin
embargo, el revuelo que provocó la ejecución del proyecto, obligó al provincial
a retirar el permiso y santa Teresa fue objeto de las críticas de sus propias
hermanas, de los nobles, de los magistrados y de todo el pueblo. A pesar de
eso, el P. Ibáñez, dominico, alentó a la santa a proseguir la empresa con la
ayuda de Doña Guiomar. Doña Juana de Ahumada, hermana de santa Teresa,
emprendió con su esposo la construcción de un convento en Ávila en 1561, pero
haciendo creer a todos que se trataba de una casa en la que pensaban habitar.
En el curso de la construcción, una pared del futuro convento se derrumbó y
cubrió bajo los escombros al pequeño Gonzalo, hijo de doña Juana, que se
hallaba allí jugando. Santa Teresa tomó en brazos al niño, que no daba ya
señales de vida, y se puso en oración; algunos minutos más tarde, el niño
estaba perfectamente sano, según consta en el proceso de canonización. En lo
sucesivo, Gonzalo solía repetir a su tía que estaba obligada a pedir por su
salvación, puesto que a sus oraciones debía el verse privado del cielo.
Por entonces, llegó de Roma un breve que
autorizaba la fundación del nuevo convento. San Pedro de Alcántara, don
Francisco de Salcedo y el Dr. Daza, consiguieron ganar al obispo a la causa, y
la nueva casa se inauguró bajo sus auspicios el día de San Bartolomé de 1562.
Durante la misa que se celebró en la capilla con tal ocasión, tornaron el velo
la sobrina de la santa y otras tres novicias. La inauguración causó gran
revuelo en Ávila. Esa misma tarde, la superiora del convento de la Encarnación
mandó llamar a Teresa y la santa acudió con cierto temor, «pensando que iban a
encarcelarme». Naturalmente tuvo que explicar su conducta a su superiora y al
P. Ángel de Salazar, provincial de la orden. Aunque la santa reconoce que no
faltaba razón a sus superiores para estar disgustados, el P. Salazar le
prometió que podría retornar al convento de San José en cuanto se calmase la
excitación del pueblo. La fundación no era bien vista en Ávila, porque las
gentes desconfiaban de las novedades y temían que un convento sin fondos
suficientes se convirtiese en una carga demasiado pesada para la ciudad. El
alcalde y los magistrados hubiesen acabado por mandar demoler el convento, si
no los hubiese disuadido de ello el dominico Báñez. Por su parte, Santa Teresa
no perdió la paz en medio de las persecuciones y siguió encomendando a Dios el
asunto; el Señor se le apareció y la reconfortó. Entre tanto, Francisco de
Salcedo y otros partidarios de la fundación enviaron a la corte a un sacerdote
para que defendiese la causa ante el rey, y los dos dominicos, Báñez e Ibáñez,
calmaron al obispo y al provincial. Poco a poco fue desvaneciéndose la
tempestad y, cuatro meses más tarde, el P. Salazar dio permiso a santa Teresa
de volver al convento de San José, con otras cuatro religiosas de la
Encarnación. La santa estableció la más estricta clausura y el silencio casi
perpetuo. El convento carecía de rentas y reinaba en él la mayor pobreza; las
religiosas vestían toscos hábitos, usaban sandalias en vez de zapatos (por ello
se les llamó «descalzas») y estaban obligadas a la perpetua abstinencia de
carne. Santa Teresa no admitió al principio más que a trece religiosas, pero
más tarde, en los conventos que no vivían sólo de limosnas sino que poseían
rentas, aceptó que hubiese veintiuna. En 1567, el superior general de los carmelitas,
Juan Bautista Rubio (Bossi), visitó el convento de Ávila y quedó encantado de
la superiora y de su sabio gobierno; concedió a santa Teresa plenos poderes
para fundar otros conventos del mismo tipo (a pesar de que el de San José había
sido fundado sin que él lo supiese) y aun la autorizó a fundar dos conventos de
frailes reformados («carmelitas contemplativos»), en Castilla. Santa Teresa
pasó cinco años con sus trece religiosas en el convento de San José,
precediendo a sus hijas no sólo en la oración, sino también en los trabajos
humildes, como la limpieza de la casa y el hilado. Acerca de esa época
escribió: «Creo que fueron los años más tranquilos y apacibles de mi vida, pues
disfruté entonces de la paz que tanto había deseado mi alma ... Su Divina
Majestad nos enviaba lo necesario para vivir sin que tuviésemos necesidad de
pedirlo, y en las raras ocasiones en que nos veíamos en necesidad, el gozo de
nuestras almas era todavía mayor». La santa no se contenta con generalidades,
sino que desciende a ejemplos menudos, como el de la religiosa que plantó
horizontalmente un pepino por obediencia y la cañería que llevó al convento el
agua de un pozo que, según los plomeros, era demasiado bajo. En agosto de 1567,
santa Teresa se trasladó a Medina del Campo, donde fundó el segundo convento, a
pesar de las múltiples dificultades que surgieron. La condesa de la Cerda
quería que fundase otro convento en Malagón, y Santa Teresa le hizo en Madrid
una visita que ella misma califica de «muy aburrida». Una vez que dejó
establecido el convento de Malagón, fue a fundar otro en Valladolid. La
siguiente fundación tuvo lugar en Toledo; fue esa empresa especialmente
difícil, porque la santa sólo tenía cinco ducados al comenzar; pero, según
escribía, «Teresa y cinco ducados no son nada; pero Dios, Teresa y cinco
ducados bastan y sobran». Una joven de Toledo, que gozaba de gran fama de
virtud, pidió ser admitida en el convento y dijo a la fundadora que traería
consigo su Biblia. Teresa exclamó: «¿Vuestra Biblia? ¡Dios nos guarde! No
entréis en nuestro convento, porque nosotras somos unas pobres mujeres que sólo
sabemos hilar y hacer lo que se nos dice».

La santa había encontrado en Medina del
Campo a dos frailes carmelitas que estaban dispuestos a abrazar la reforma: uno
era Antonio de Jesús de Heredia, superior del convento de dicha ciudad y el
otro, Juan de Yepes, más conocido con el nombre de Juan de la Cruz.
Aprovechando la primera oportunidad que se le ofreció, santa Teresa fundó un
convento de frailes en el pueblecito de Duruelo en 1568; a éste siguió, en
1569, el convento de Pastrana. En ambos reinaba la mayor pobreza y austeridad.
Santa Teresa dejó el resto de las fundaciones de conventos de frailes a cargo
de san Juan de la Cruz. La santa fundó también en Pastrana un convento de
carmelitas descalzas. Cuando murió Don Ruy Gómez de Silva, quien había ayudado
a Teresa en la fundación de los conventos de Pastrana, su mujer quiso hacerse
carmelita, pero exigiendo numerosas dispensas de la regla y conservando el tren
de vida de una princesa. Teresa, viendo que era imposible reducirla a la
humildad propia de su profesión, ordenó a sus religiosas que se trasladasen a
Segovia y dejasen a la princesa su casa de Pastrana. En 1570 la santa, con otra
religiosa, tomó posesión en Salamanca de una casa que hasta entonces había
estado ocupada por ciertos estudiantes «que se preocupaban muy poco de la
limpieza». Era un edificio grande, complicado y ruinoso, de suerte que al caer
la noche la compañera de la santa empezó a ponerse muy nerviosa. Cuando se
hallaban ya acostadas en sendos montones de paja («lo primero que llevaba yo a
un nuevo monasterio era un poco de paja para que nos sirviese de lecho»),
Teresa preguntó a su compañera en qué pensaba. La religiosa respondió: «Estaba
yo pensando qué haría su reverencia si muriese yo en este momento y su
reverencia quedase sola con un cadáver». La santa confiesa que la idea la
sobresaltó, porque, aunque no tenía miedo de los cadáveres, la vista de ellos
le producía siempre «un dolor en el corazón». Sin embargo, respondió
simplemente: «Cuando eso suceda, ya tendré tiempo de pensar lo que haré, por eI
momento lo mejor es dormir». En julio de ese año, mientras se hallaba haciendo
oración, tuvo una visión del martirio de los beatos jesuitas Juan Acevedo y sus
compañeros, entre los que se contaba su pariente Francisco Pérez Godoy. La
visión fue tan clara, que Teresa tenía la impresión de haber presenciado
directamente la escena, e inmediatamente la describió detalladamente al P.
Álvarez, quien un mes más tarde, cuando las nuevas del martirio llegaron a
España, pudo comprobar la exactitud de la visión de la santa.
Por entonces, san Pío V nombró a varios
visitadores apostólicos para que hiciesen una investigación sobre la relajación
de las diversas órdenes religiosas, con miras a la reforma. El visitador de los
carmelitas de Castilla fue un dominico muy conocido, el P. Pedro Fernández.
Naturalmente, el efecto que le produjo el convento de la Encarnación de Ávila fue
muy malo, e inmediatamente mandó llamar a santa Teresa para nombrarla superiora
del mismo. La tarea era particularmente desagradable para la santa, tanto
porque tenía que separarse de sus hijas, como por la dificultad de dirigir una
comunidad que, desde el principio, había visto con recelo sus actividades de
reformadora. Al principio, las religiosas se negaron a obedecer a la nueva
superiora, cuya sola presencia producía ataques de histeria en algunas. La
santa comenzó por explicarles que su misión no consistía en instruirlas y
guiarlas con el látigo en la mano, sino en servirlas y aprender de ellas:
«Madres y hermanas mías, el Señor me ha enviado aquí por la voz de la
obediencia a desempeñar un oficio en el que yo jamás había pensado y para el
que me siento muy mal preparada ... Mi única intención es serviros ... No
temáis mi gobierno. Aunque he vivido largo tiempo entre las carmelitas
descalzas y he sido su superiora, sé también, por la misericordia del Señor,
cómo gobernar a las carmelitas calzadas». De esta manera se ganó la simpatía y
el afecto de la comunidad y le fue menos difícil restablecer la disciplina
entre las carmelitas calzadas, de acuerdo con sus constituciones. Poco a poco
prohibió completamente las visitas demasiado frecuentes (lo cual molestó mucho
a ciertos caballeros de Ávila), puso en orden las finanzas del convento e
introdujo el verdadero espíritu del claustro. En resumen, fue aquella una
realización característicamente teresiana. En Veas, a donde había ido a fundar
un convento, la santa conoció al P. Jerónimo Gracián, quien la convenció
fácilmente para que extendiese su campo de acción hasta Sevilla. El P. Gracián
era un fraile de la reforma carmelita que acababa precisamente de predicar la
cuaresma en Sevilla. Fuera de la fundación del convento de San José de Ávila,
ninguna otra fue más difícil que la del de Sevilla; entre otras dificultades
una novicia que había sido despedida, denunció a las carmelitas descalzas ante
la Inquisición como «iluminadas» y otras cosas peores.
Los carmelitas de Italia veían con malos
ojos el progreso de la reforma en España, lo mismo que los carmelitas no
reformados de España, pues comprendían que un día u otro se verían obligados a
reformarse. El P. Rubio, superior general de la Orden, quien hasta entonces
había favorecido a santa Teresa, se pasó al lado de sus enemigos y reunió en
Plasencia un capítulo general que aprobó una serie de decretos contra la
reforma. El nuevo nuncio apostólico, Felipe de Sega, destituyó al P. Gracián de
su cargo de visitador de los carmelitas descalzos y encarceló a san Juan de la
Cruz en un monasterio; por otra parte, ordenó a santa Teresa que se retirase al
convento que ella eligiera y que se abstuviese de fundar otros nuevos. La
santa, al mismo tiempo que encomendaba el asunto a Dios, decidió valerse de los
amigos que tenía en el mundo y consiguió que el propio Felipe II interviniese
en su favor. En efecto, el monarca convocó al nuncio y le reprendió severamente
por haberse opuesto a la reforma del Carmelo; además, en 1580, obtuvo de Roma
una orden que eximía a los carmelitas descalzos de la jurisdicción del
provincial de los calzados. El P. Gracián fue elegido provincial de los
carmelitas descalzos. «Esa separación fue uno de los mayores gozos y
consolaciones de mi vida, pues en aquellos veinticinco años nuestra orden había
sufrido más persecuciones y pruebas de las que yo podría escribir en un libro.
Ahora estábamos por fin en paz, calzados y descalzos, y nada iba a distraernos
del servicio de Dios».
Indudablemente santa Teresa era una mujer
excepcionalmente dotada. Su bondad natural, su ternura de corazón y su
imaginación chispeante de gracia, equilibradas por una extraordinaria madurez
de juicio y una profunda intuición psicológica, le ganaban generalmente el
cariño y el respeto de todos. Razón tenía el poeta Crashaw al referirse a santa
Teresa bajo los símbolos aparentemente opuestos de «el águila» y «la paloma».
Cuando le parecía necesario, la santa sabía hacer frente a las más altas
autoridades civiles o eclesiásticas, y los ataques del mundo no le hacían
doblar la cabeza. Las palabras que dirigió al P. Salazar: «Guardaos de oponeros
al Espíritu Santo», no fueron un reto de histérica; y no fue un abuso de
autoridad lo que la movió a tratar con dureza implacable a una superiora que se
había incapacitado a fuerza de hacer penitencia. Pero el águila no mataba a la
paloma, como puede verse por la carta que escribió a un sobrino suyo que
llevaba una vida alegre y disipada: «Bendito sea Dios porque os ha guiado en la
elección de una mujer tan buena y ha hecho que os caséis pronto, pues habíais
empezado a disiparos desde tan joven, que temíamos mucho por vos. Esto os
mostrará el amor que os profeso». La santa tomó a su cargo a la hija ilegítima
y a la hermana del joven, la cual tenía entonces siete años: «Las religiosas
deberíamos tener siempre con nosotras a una niña de esa edad». El ingenio y la
franqueza de Teresa jamás sobrepasaban la medida, ni siquiera cuando los
empleaba como un arma. En cierta ocasión en que un caballero indiscreto alabó
la belleza de su pies descalzos, Teresa se echó a reír y le dijo que los mirase
bien porque jamás volvería a verlos. Los famosos dichos «Bien sabéis lo que es
una comunidad de mujeres» e «Hijas mías, estas son tonterías de mujeres»,
prueban el realismo con que la santa consideraba a sus súbditas. Criticando un
escrito de su buen amigo Francisco de Salcedo, Teresa le escribía: «El señor
Salcedo repite constantemente: `Como dice San Pablo', `Como dice el Espíritu
Santo', y termina declarando que su obra es una serie de necedades. Me parece
que voy a denunciarle a la Inquisición». La intuición de santa Teresa se
manifestaba sobre todo en la elección de las novicias de las nuevas
fundaciones. Lo primero que exigía, aun antes que la piedad, era que fuesen
inteligentes, es decir, equilibradas y maduras, porque sabía que es más fácil
adquirir la piedad que la madurez de juicio. «Una persona inteligente es
sencilla y sumisa, porque ve sus faltas y comprende que tiene necesidad de un
guía. Una persona tonta y estrecha es incapaz de ver sus faltas, aunque se las
pongan delante de los ojos; y como está satisfecha de sí misma, jamás se
mejora». «Aunque el Señor diese a esta joven los dones de la devoción y la
contemplación, jamás llegará a ser inteligente, de suerte que será siempre una
carga para la comunidad. ¡Que Dios nos guarde de las monjas tontas!» Imposible
ser más realista que santa Teresa.
En 1580, cuando se llevó a cabo la
separación de las dos ramas del Carmelo, santa Teresa tenía ya sesenta y cinco
años y su salud estaba muy debilitada. En los dos últimos años de su vida fundó
otros dos conventos, lo cual hacía un total de diecisiete. Las fundaciones de
la santa no eran simplemente un refugio de las almas contemplativas, sino
también una especie de reparación ds los destrozos llevados a cabo en los
monasterios por el protestantismo, principalmente en Inglaterra y Alemania.
Dios tenía reservada para los últimos años de vida de su sierva, la prueba
cruel de que interviniera en el proceso legal del testamento de su hermano
Lorenzo, cuya hija era superiora en el convento de Valladolid. Como uno de los
abogados tratase con rudeza a la santa, ésta replicó: «Quiera Dios trataros con
la cortesía con que vos me tratáis a mí». Sin embargo, Teresa se quedó sin
palabra cuando su sobrina, que hasta entonces había sido una excelente
religiosa, la puso a la puerta del convento de Valladolid, que ella misma había
fundado. Poco después, la santa escribía a la madre María de San José: «Os suplico,
a vos y a vuestras religiosas, que no pidáis a Dios que me alargue la vida. Al
contrario, pedidle que me lleve pronto al eterno descanso, pues ya no puedo
seros de ninguna utilidad». En la fundación del convento de Burgos, que fue la
última, las dificultades no escasearon. En julio de 1582, cuando el convento
estaba ya en marcha, santa Teresa tenía la intención de retornar a Ávila, pero
se vio obligada a modificar sus planes para ir a Alba de Tormes a visitar a la
duquesa María Henríquez. La beata Ana de San
Bartolomé refiere que el viaje no estuvo bien proyectado y
que santa Teresa se hallaba ya tan débil, que se desmayó en el camino. Una
noche sólo pudieron comer unos cuantos higos. Al llegar a Alba de Tormes, la
santa tuvo que acostarse inmediatamente. Tres días más tarde, dijo a la beata
Ana: «Por fin, hija mía, ha llegado la hora de mi muerte». El P. Antonio de
Heredia le dio los últimos sacramentos y le preguntó dónde quería que la sepultasen.
Teresa replicó sencillamente: «¿Tengo que decidirlo yo? ¿Me van a negar aquí un
agujero para mi cuerpo?» Cuando el P. de Heredia le llevó el viático, la santa
consiguió erguirse en el lecho, y exclamó: «¡Oh, Señor, por fin ha llegado la
hora de vernos cara a cara!» Santa Teresa de Jesús, visiblemente trasportada
por lo que el Señor le mostraba, murió en brazos de la beata Ana a las 9 de la
noche del 4 de octubre de 1582. Precisamente al día siguiente, entró en vigor
la reforma gregoriana del calendario, que suprimió diez días, de suerte que la
fiesta de la santa fue fijada, más tarde, el 15 de octubre. Teresa fue
sepultada en Alba de Tormes, donde reposan todavía sus reliquias. Su
canonización tuvo lugar en 1622, y en 1970, como ya dijimos, fue proclamada
Dortora de la Iglesia.
Naturalmente, las principales fuentes
siguen siendo la Autobiografía y el Libro de las Fundaciones. El P. Silverio
hizo una edición crítica de las obras completas, en español, en nueve
volúmenes: seis para las obras (1915-1919) y tres para las cartas (1922-1924).
Acerca del carácter y las actividades de Santa Teresa, se encuentran muchos
datos preciosos en las obras de sus primeros biógrafos, particularmente de
quienes la trataron íntimamente en los últimos años de su vida. El primero de
dichos biógrafos fue el P. Francisco de Ribera, quien publicó su obra en 1590.
El P. Diego de Xepes publicó otra biografía en 1599. La tercera fue escrita por
el capellán de santa Teresa, Julián de Ávila, pero su manuscrito se perdió y no
fue descubierto sino hasta 1881. Además se encuentran muchos datos sobre la
santa en los escritos y cartas del P. Jerónimo de Gracián, de la beata Ana de
San Bartolomé y de otros amigos suyos. La magnífica edición Rivadeneyra
(Madrid, 1881) está disponible en facsímil en el Proyecto
Cervantes Virtual; hay también otras ediciones más o menos
completas en línea, de gramática más modernizada que la dicha. Puede
consultarse la Biblioteca de
ETF. En el sitio del Vaticano puede leerse (en italiano)
la homilía de SS
Pablo VI del 27 de septiembre de 1970 en la que declara a
la santa Doctora de la Iglesia.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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ingreso o última modificación relevante: ant 2012
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