Santos Ángeles Custodios
fecha: 2 de octubre
hagiografía: Abel Della Costa
hagiografía: Abel Della Costa
Elogio: Memoria de los santos Ángeles Custodios, que, llamados ante todo a
contemplar en la gloria el rostro del Señor, han recibido también una misión en
favor de los hombres, de modo que con su presencia invisible, pero solícita,
los asistan y acompañen.
Tradiciones, refranes, devociones: Ángel de la guarda, dulce compañía,
No me desampares ni de noche ni de día
No me dejes solo que me perdería. (rima tradicional)
No me desampares ni de noche ni de día
No me dejes solo que me perdería. (rima tradicional)
Oración: Oh Dios, que en tu providencia
amorosa te has dignado enviar para nuestra custodia a tus santos ángeles,
concédenos, atento a nuestras súplicas, vernos siempre defendidos por su
protección y gozar eternamente de su compañía. Por nuestro Señor Jesucristo, tu
Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por
los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
Ángel es una palabra griega que significa
«mensajero» (la misma que está en la raíz de la palabra «eu-angelio», es decir,
«mensaje bueno, propicio»). El paganismo griego conocía dioses (Hermes), y
seres pertenecientes a la esfera divina (los dáimones), encargados de
comunicarse con los hombres de parte de los dioses lejanos, llevarles sus
órdenes, o ayudarlos en las empresas difíciles. También el mundo hebreo
desarrolló una cierta «angelología», es decir, una teología de las mediaciones
angélicas, aunque es un tema que entró secundariamente en la Biblia, y nunca
terminó de dar lugar a un completo desenvolvimiento. En el caso del hebreo
bíblico, las palabras para designar las realidades angélicas son dos: «melek»
(plural: malekim) y «elohim» (es un plural de «El», y casi siempre se utiliza
en plural).
«Melek» significa, al igual que el «ángel»
griego, mensajero. «Elohim», en cambio, es más problemático, porque la palabra
se utiliza también para designar a Dios mismo, así que cuando aparece hay que
recurrir al contexto para saber si se está refiriendo a Dios (que se pone en
plural por respeto), a los (falsos) dioses de los gentiles (que aunque son
falsos, también son elohim), o a los seres del mundo divino, los ángeles. Por
ejemplo, si se comparan distintas traducciones del salmo 8, se verá que algunos
ponen: «[al hombre] lo has hecho poco inferior a los ángeles» (traducción
litúrgica), otros: «Apenas inferior a un dios le hiciste» (Biblia de
Jerusalén), o: «lo has hecho poco inferior a Dios» (New American Standard
Bible, en inglés el original). En realidad las tres variantes son correctas:
nuestros idiomas modernos, y sobre todo nuestra mentalidad moderna pide allí
una precisión conceptual que el mundo bíblico original no tenía; digamos que
exigimos saber si el ser humano es apenas inferior a los ángeles, a los dioses
(verdaderos o falsos), o al propio Dios... pero para el poeta que compuso el
salmo, ese verso sólo hablaba de la excelsitud de un ser humano que a pesar de
estar en la tierra sólo puede medirse auténticamente en las realidades divinas,
sin más precisión, pero sin menos rotundidad que esa tremenda y hermosa
confianza en el valor de cada hombre. En vez de comparar al hombre con monos o
moscas de la fruta, el salmo lo parangona con seres divinos, aunque de allí no
pueda deducirse ninguna «teología angélica».
En el esquema mental griego hay como una
escala de poderes -si podemos hablar así-, donde el hombre ocupa un peldaño
inferior al poder de héroes y semidioses, y éstos un peldaño inferior a los
dioses, quienes también están organizados entre sí según sus poderes relativos:
«una y la misma es la naturaleza de dioses y hombres -dirá Píndaro-... pero
nuestros poderes están separados»; semejante expresión, incluso tomándola como
metáfora poética, sería absurda en la Biblia. El esquema mental de la Biblia
hebrea es distinto: Dios está directamente en contacto con el hombre, lo salva,
lo «amasa» para crearlo, se enfada con el hombre, se lamenta, se airía, camina
a su lado, pero no compite con su poder («Yo soy Dios, no un hombre»), no puede
medirse el poder del hombre con el de Dios ni el de Dios con el del hombre.
Deberíamos poder afirmar que para la Biblia Dios es a la vez completamente
inmanente a nuestro mundo, no menos que completamente trascendente. para usar
la expresión de san Agustín -en perfecta sintonía con la sensibilidad de la
Escritura- Dios es «más interior que lo más íntimo mío, superor a lo más alto
mío» (Conf. III,11). Esa doble afirmación, paradójica pero que forma parte de
la «experiencia de Dios» del creyente, la expresa la Biblia con metáforas,
muchas veces bellas pero violentas y primitivas (como cuando Elías ve la
«espalda» de Dios, o Jacob «lucha con 'Alguien'» en la noche), otras con una
expresión muy querida por la Biblia: el «rostro de Dios». De Dios nunca vemos
su ser sino un rostro, una manifestación. Sin embargo con el tiempo la misma fe
fue exigiendo que se depurara más el lenguaje religioso para hablar del
contacto con Dios con el hombre, y así se va imponiendo una nueva expresión,
que aparece con la teología del profetismo: «Melek Yahveh»: el Ángel de Yahveh
(el Mensajero de Yahveh). Si recorremos los primeros libros de la Biblia lo
encontraremos mucho, sobre todo allí donde el contexto exige que sea el propio
Dios quien habla, el texto dirá que ha sido Melek Yahveh; por ejemplo, en el
relato del «sacrificio de Abraham» (Gn 22), vemos que quien se le dirige es
Melek Yahveh, pero luego queda claro que el diálogo se produce con el propio
Dios («ya que no me has negado...»); lo mismo pasa con la
revelación de la zarza ardiendo, y en muchos otros relatos. El «ángel» -para
esos textos bíblicos- no es otro que el propio Dios, y no un ser separado y
distinto; sin embargo no es indiferente que los textos hablen de Melek Yahveh,
en vez de hablar directamente de Yahveh, ya que ese «ángel» cumple una función
específica: paradójicamente, no la de revelar a Dios, sino la de velarlo, la de
no exponerlo tanto.
En el Nuevo Testamento, las cosas no
cambian muy radicalmente, a pesar de haber sido escrito en griego y en una
cultura que estaba ya en estrecho contacto con la mentalidad griega.
Posiblemente una de las mejores definiciones bíblicas de «ángel», una de las
definiciones más utilizadas por la teología, esté precisamente en carta a los
Hebreos, 1,14: «espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de
heredar la salvación». Sin embargo, esta frase no está dicha en el contexto de
una definición teológica sino de una polémica religiosa, contra aquellos que
pretenden poner a los ángeles en un peldaño superior al hombre, y el versículo
anterior dirá: «¿a qué ángel dijo [Dios] alguna vez: 'Siéntate a mi diestra,
hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies?», Está claro que carta
a los Hebreo no quiere exaltar a los ángeles, sino por el contrario, volver a
situarlos en la posición subordinada que tienen en los textos bíblicos del
Antiguo Testamento. Cristo, como verdadero hombre, se dirige a hombres, y es a
los hombres a quienes abrió las puertas del Santuario Divino (Heb 9,12).
Para la teología, los ángeles son
espíritus puros, individuales, dotados de inteligencia y voluntad, creados por
Dios para asistirlo y sobre todo para realizar misiones entre los hombres y
para servir al santuario divino en la liturgia eterna (ver, por ejemplo,
Apocalipsis). Puesto que toda nuestra experiencia, incluso la que penetra en
las realidades espirituales, comienza con los sentidos, con lo corpóreo y
físico que nos rodea, poco podemos decir de ellos que no esté en peligro de
desvariar y fantasear sobre realidades que se nos escapan. En la cuestión de
los ángeles, como en todas las realidades que por su propia definición
trascienden nuestras posibilidades de conocimiento natural, posiblemente lo
mejor sea mantenernos en la confesión de fe sencilla y poética de la Biblia,
sin pretender decir mucho más que lo que ella dice. No sabemos en realidad cómo
existen y actúan los «ángeles custodios», si quisiéramos racionalizarlos
teológicamente, terminaríamos en absurdos antropológicos; pero sí sabemos que
Dios envía a sus ángeles para que nos acompañen en este mundo de soledad y
dolor, como Rafael acompañó a Tobías. Igual que Rafael, los ángeles presentan a
Dios las oraciones de los hombres, las introducen en el coro celestial. A la
mirada materialista el hombre le parece «no más que un mono», sin embargo,
Jesús nos advierte que cada hombre, incluso el más pequeño y desvalido, está ya
mismo -no sólo cuando muera- ante el rostro de Dios, precisamente a través de
su ángel: «Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo
que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que
está en los cielos.» (Mt 18,10). Ciudadanos de la tierra, y a la vez ya
habitantes de los cielos; seres desvalidos y vacilantes, y a la vez cada uno
tan valioso y amado personalmente por Dios, que mientras por fuerza Dios tiene que
aguantar que esté cada uno lejos de él por un tiempo, crea superabundantemente
una realidad espiritual propia de cada hombre para que en ella habitemos, y en
ella podamos encontrarnos con él.
Esto es lo que podríamos sintéticamente
declarar de la teología de los ángeles; en cuanto a la historia de su culto,
dejo la palabra al Butler: Desde los primeros tiempos de la Iglesia, se tributó
honor litúrgico a los ángeles. El oficio de la dedicación de la iglesia de san
Miguel Arcángel, en la Vía Salaria, y el más antiguo de los sacramentarios
romanos, llamado «Leonino», aluden indirectamente en las oraciones al oficio de
guardianes que desempeñan los ángeles. Desde la época de Alcuino (muerto el año
804), existe una misa votiva «ad suffragia angelorum postulanda», y el mismo
Alcuino habla dos veces en su correspondencia de los ángeles guardianes. No es
del todo seguro que la costumbre de celebrar esa misa sea de origen inglés,
pero lo cierto es que el texto de Alcuino está incluido en el Misal de
Leofrico, que data de principios del siglo X. La misa votiva de los Ángeles
solía celebrarse el lunes, como lo prueba el Misal de Westminster, compuesto
alrededor del año 1375. En España la tradición dice que también cada una de las
ciudades tiene su ángel guardián particular. Así, por ejemplo, un oficio del
año 1411 hace alusión al ángel guardián de Valencia. Fuera de España, Francisco
de Estaing, obispo de Rodez, obtuvo del Papa León X una bula en la que dicho
Pontífice aprobaba un oficio especial para la conmemoración de los Angeles de
la Guarda el l de marzo. También en Inglaterra estaba muy extendida la devoción
a los ángeles. Heriberto Losinga, obispo de Norwich, quien murió en 1119, habló
con gran elocuencia sobre el tema. Por otra parte, la conocida oración que comienza
«Angele Dei qui custos es mei» se debe probablemente a la pluma del
versificador Reginaldo de Canterbury, quien vivió en la misma época. El Papa
Paulo V autorizó una misa y un oficio especiales, a instancias de Fernando II
de Austria, y concedió la celebración de la fiesta de los Santos Angeles en
todo el imperio. Clemente X la extendió como fiesta de obligación a toda la
Iglesia de Occidente en 1670, y fijó como fecha de la celebración, el primer
día feriado después de la fiesta de San Miguel, lo que luego derivó en el 2 de
octubre como fecha fija.
La bibliografía es la misma que la que ya
presenté para el 29 de septiembre,
artículo que también aconsejo leer en relación a este tema; a lo que agregaría
una pequeña pero estupenda síntesis en las «101 preguntas sobre la Biblia», de
Raymond Brown, especialmente la pregunta 59, pero también en otras. De la
bibliografía del Butler recojo P.J.Duhr en Dictionnaire de spiritualité, vol. I
(1933), cc. 580-625, donde trata a fondo la evolución histórica de la devoción
al ángel de la guarda. Hay cierto pudor en la teología actual de hablar de los ángeles;
ese pudor no es inmotivado. Es verdad que una parte proviene de cierto
racionalismo al uso, pero también hay que tener presente que algunos
divulgadores teológicos pretenden convertir en cuestiones de fe
representaciones del mundo del espíritu que no valen más que en ciertos
contextos o en ciertas épocas. La Iglesia cree, sin duda, en los ángeles (cfr.
por ejemplo, «El credo del
pueblo de Dios», de Pablo VI), y los celebramos en la liturgia,
que es norma principal de la fe vivida; pero la Iglesia no manda creer en ellos
de esta o aquella manera, no manda aceptar como reveladas y de verdad divina
representaciones culturales concretas, como son la cantidad de «coros
angélicos», los nombres de los ángeles, el modo de su existencia, o el modo
como inciden o no en nuestra voluntad o en nuestro mundo. Todo ello queda
librado al leal saber y a la honesta discusión de los teólogos en cada caso, y,
pienso yo -como dije en el artículo-, que debería aceptarse como límite natural
el lenguaje poético y simbólico usado por la Biblia.
Abel Della Costa
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ingreso o última modificación relevante: ant 2012
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