La pascua en un prolongado viernes santo
2020-04-13
¿Cómo celebrar la pascua, la victoria de la vida sobre la
muerte, y más aún, la irrupción del ser humano nuevo, en el contexto de un
viernes santo de pasión, dolor y muerte, que no sabemos cuándo termina, bajo el
ataque del coronavirus sin distinción a toda la humanidad?
Apesadumbrados,
incluso en esta pandemia es apropiado celebrar la pascua con una reservada
alegría. No es sólo una fiesta cristiana, responde a una de las más antiguas
utopías humanas: la irrupción del ser humano nuevo.
En
todas las culturas conocidas, desde la antigua epopeya mesopotámica de
Gilgamés, pasando por el mito griego de Pandora, hasta la utopía de la Tierra
sin Males de los Tupí-Guaraní, existe la percepción de que el ser humano tal
como lo conocemos debe ser superado. No está listo. Aún no ha acabado de nacer.
El verdadero ser humano está latente en los dinamismos de la cosmogénesis y la
antropogénesis. Aparece como un proyecto infinito, portador de innumerables
potencialidades que forcejean por irrumpir. Intuye que sólo será plenamente ser
humano, el ser humano nuevo, entonces, cuando tales potencialidades se realicen
plenamente.
Todos
sus esfuerzos, por grandes que sean, se topan con una barrera insuperable: la
muerte. Incluso la persona más vieja, llegará un día en que también morirá.
Alcanzar una inmortalidad biológica, conservando las actuales condiciones
espacio-temporales, como algunos proponen, sería un verdadero infierno: buscar
realizar el infinito dentro de sí y encontrar sólo finitos que nunca lo sacian.
Siempre está a la espera. Tal vez el espíritu mataría al cuerpo para realizar
lo infinito de su deseo.
Pero
he aquí que un ser humano se levanta en Galilea, Jesús de Nazaret, y proclama:
“El tiempo de espera ha terminado. Se acerca el nuevo orden que va a ser
introducido por Dios. Revolucionad vuestra forma de pensar y de actuar. Creed
esta buena noticia” (cf. Mc 1,15; Mt 4,17).
Conocemos
la trágica saga del profético Predicador: “Vino a los suyos, y los suyos no le
recibieron” (Jn 1,11). Él, que “pasó por el mundo haciendo el bien” (Hch 10,39)
fue rechazado, y terminó clavado en la cruz.
Pero
he aquí que tres días después, las mujeres fueron muy de madrugada al sepulcro
y oyeron una voz: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? Jesús
no está aquí. Ha resucitado” (Lc 24,5; Mc 16,6).
Este
es el hecho nuevo y siempre esperado: la buena noticia se ha hecho realidad. De
un muerto surgió un resucitado, un ser nuevo. Este es el significado de la
Pascua, la fiesta central del cristianismo. Sus seguidores pronto entendieron
que el Resucitado era la realización del sueño ancestral de la humanidad: la
espera ha terminado. Ahora es el tiempo de la vida plena sin muerte. Liberado
del espacio y del tiempo y de los condicionamientos humanos, el Resucitado
aparece, desaparece, se hace presente con los caminantes de Emaús, se presenta
en la playa y come con los apóstoles y se le reconoce al partir el pan.
Los
Apóstoles no saben cómo definirlo. San Pablo, el mayor genio del pensamiento
cristiano, eligió la palabra correcta: “Él es el novísimo Adán” (1Cor 15,45).
Un Adán no sometido ya a la muerte, el que dejó atrás al viejo Adán mortal.
Como
si se burlara, provoca San Pablo: “Oh, muerte, ¿dónde está tu victoria? ¿Dónde
está el aguijón con el que asustabas a los humanos? La muerte ha sido tragada
por la victoria de Cristo” (1Cor 15,55). Y lo define como “un cuerpo
espiritual” (1Cor 15,44), es decir, es concreto y reconocible como cuerpo
humano, pero de una manera diferente, con las cualidades del espíritu. El
espíritu tiene una dimensión cósmica. Está en el cuerpo, pero también en las
estrellas más distantes y en el corazón de Dios. Lo espiritual también se
entiende como la forma de ser propia del Espíritu Santo. Está en todo, mueve
todas las cosas y llena el universo.
Un
antiguo texto, de los años 50, del Evangelio de Santo Tomás dice bellamente:
“Levanta la piedra y estoy debajo de ella; parte la leña y estoy dentro de
ella, porque estaré con vosotros todos los días hasta la plenitud de los
tiempos”. Levantar una piedra requiere fuerza, cortar leña requiere esfuerzo.
Incluso ahí, está el Resucitado, en las cosas más cotidianas.
En
sus epístolas, especialmente a los Efesios y a los Colosenses, San Pablo
desarrolla una verdadera cristología cósmica. Él “es todo en todas las cosas”
(Col 3,12); “la cabeza de todas las cosas” (Ef 1,10). En el lenguaje de la
cosmología moderna, el paleontólogo y pensador Pierre Teilhard de Chardin dirá
lo mismo en el siglo XX.
Tenemos
que entender la resurrección correctamente. No es la reanimación de un cadáver,
como el de Lázaro que volvió a ser lo que era antes y terminó muriendo. La
resurrección es la plena realización de todas las potencialidades escondidas
dentro de la realidad humana. La muerte ya no ejerce dominio sobre él. Es
efectivamente el nacimiento terminal del ser humano, como si hubiera llegado a
la culminación del proceso evolutivo o lo hubiera anticipado. En la fuerte
expresión de Teilhard de Chardin, el Resucitado explosionó e implosionó en
Dios.
La
pascua es la inauguración del ser humano nuevo, plenamente realizado. Es
aplicable para todos los seres humanos. Por lo tanto, tal bendito evento no es
exclusivo de Jesús. San Pablo nos asegura que participamos de esta
resurrección: “Él es la primicia (la anticipación) de los que mueren” (1Cor
5,20), “el primero entre muchos hermanos y hermanas” (Rm 8,29).
A la luz de esta fiesta pascual podemos decir que la
alternativa cristiana es ésta: la vida o la resurrección. Afirmamos y
reafirmamos con alegría: no vivimos para morir, sino para resucitar.
Este
es uno de los Servicios Koinonía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario