Santa Catalina de Siena, virgen
y doctora de la Iglesia
fecha: 29 de abril
fecha en el calendario anterior: 30 de abril
n.: 1347 - †: 1380 - país: Italia
canonización: C: Pío II 29 jun 1461
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
fecha en el calendario anterior: 30 de abril
n.: 1347 - †: 1380 - país: Italia
canonización: C: Pío II 29 jun 1461
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: Fiesta de santa Catalina de
Siena, virgen y doctora de la Iglesia, que, habiendo ingresado en las Hermanas
de la Penitencia de Santo Domingo, deseosa de conocer a Dios en sí misma y a sí
misma en Dios, se esforzó en asemejarse a Cristo crucificado. Trabajó también
enérgica e incansablemente por la paz, por el retorno del Romano Pontífice a la
Urbe y por la unidad de la Iglesia, y dejó espléndidos documentos llenos de
doctrina espiritual.
Patronazgos: patrona
de Europa, Italia, Roma y Siena, de las enfermeras, lavanderas y secretarias
parroquiales, de los moribundos, protectora contra los incendios, el dolor de
cabeza y la peste.
refieren a este santo: Santa Catalina
de Suecia, Beata Clara
Gambacorti, Beata María
Mancini, Beato Raimundo
delle Vigne
Oración: Señor Dios, que hiciste a santa
Catalina de Siena arder de amor divino en la contemplación de la pasión de tu
Hijo y en su entrega al servicio de la Iglesia, concédenos, por su intercesión,
vivir asociados al misterio de Cristo para que podamos llenarnos de alegría con
la manifestación de su gloria. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive
y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los
siglos. Amén (oración litúrgica)
Santa Catalina
nació en Siena el día de la fiesta de la Anunciación de 1347. Junto con su
hermana gemela, quien murió poco después de nacida, era la más joven de los
veinticinco hijos de Giacomo Benincasa, un pintor acomodado. Lapa, la madre de
la santa, era hija de un poeta que ha caído en el olvido. Toda la familia vivía
en la espaciosa casa, que la piedad de los habitantes de Siena ha conservado
intacta hasta el día de hoy. Cuando niña, Catalina era muy alegre. En ciertas
ocasiones, al subir por la escalera, se arrodillaba en cada escalón para decir
una Avemaría. A los seis años tuvo una extraordinaria experiencia mística, que
definió prácticamente su vocación: volvía con su hermano Esteban de la casa de
su hermana Buenaventura, que estaba casada, cuando se detuvo de pronto, como si
estuviese clavada en el suelo y fijó los ojos en el cielo; su hermano, que se
había adelantado algunos pasos, regresó y la llamó a gritos, pero la niña no le
oía; Catalina no volvió en sí hasta que su hermano la tomó por la mano: «¡Oh!
-exclamó-, si hubieses visto lo que yo veía no me habríais despertado»; y
empezó a llorar porque había desaparecido la visión en la que el Salvador se le
apareció en su trono de gloria, acompañado por san Pedro, san Pablo y san Juan;
Cristo había sonreído y bendecido a Catalina. A partir de ese instante, la
muchacha se entregó enteramente a Cristo. En vano se esforzó su madre, que no
creía en la visión, por despertar en ella los intereses de los niños de su
edad; lo único que interesaba a Catalina eran la oración y la soledad y sólo se
reunía con los otros niños para hacerles participar en sus devociones.
A los doce años
de edad, sus padres trataron de que empezase a preocuparse un poco más de su
apariencia exterior. Por dar gusto a su madre y a Buenaventura, Catalina
arregló sus cabellos y se vistió a la moda durante algún tiempo, pero pronto se
arrepintió de esa concesión. Hizo a un lado toda consideración humana y declaró
abiertamente que no pensaba casarse nunca. Como sus padres insistieron en buscarle
un partido, la santa se cortó los cabellos, que con su color de oro mate
constituían el principal adorno de su belleza. La familia se indignó y trató de
vencer la resistencia de Catalina por medio de una verdadera persecución. Todos
se burlaban de ella, de la mañana a la noche, le confiaban los trabajos más
desagradables y, como sabían que amaba la soledad, no la dejaban sola un
momento, y le quitaron su antiguo cuartito. La santa soportó todo con
invencible paciencia. Muchos años más tarde, en su tratado sobre la Divina
Providencia, más conocido con el nombre de «El Diálogo», dijo que Dios le había
enseñado a construirse en el alma un santuario, al que ninguna tempestad ni
tribulación podía entrar. Finalmente, el padre de Catalina comprendió que era inútil
toda oposición y le permitió llevar la vida a la que se sentía llamada. La
joven dispuso nuevamente de su antiguo cuartito, no mayor que una celda, en el
que se enclaustraba con las ventanas entreabiertas para orar y ayunar, tomar
disciplinas y dormir sobre tablas. Con cierta dificultad, logró el permiso que
había deseado tanto tiempo, de hacerse terciara en la Orden de Santo Domingo.
Después de su admisión, aumentó todavía las mortificaciones para estar a la
altura del espíritu, entonces tan riguroso, de la regla.
Aunque tuvo
consolaciones y visiones celestiales, no le faltaron pruebas muy duras. El
demonio producía en su imaginación formas horrendas o figuras muy atractivas y
la tentaba de la manera más vil. La santa atravesó por largos períodos de desolación,
en los que Dios parecía haberla abandonado. Un día en que el Señor se le
apareció al cabo de uno de aquellos períodos, Catalina exclamó: «Señor, ¿dónde
estabas cuando me veía yo sujeta a tan horribles tentaciones?» Cristo le
contestó: «Hija mía, yo estaba en tu corazón, para sostenerte con mi gracia». A
continuación le dijo que, en adelante, permanecería con ella de un modo más
sensible, porque el tiempo de la prueba se acercaba a su fin. El martes de
carnaval de 1366, mientras la ciudad se entregaba a la celebración de la
fiesta, el Señor se apareció de nuevo a Catalina, que estaba orando en su
cuarto. En esta ocasión acompañaban a Cristo, su Madre Santísima y un coro
celestial. La Virgen tomó por la mano a la joven y la condujo hacia el Señor, quien
puso en su dedo un anillo de esponsales y la alentó al anunciarle que ahora
estaba ya armada con una fe capaz de vencer todos los ataques del enemigo. La
santa veía siempre el anillo, que nadie más podía ver. Esos esponsales místicos
marcaron el fin de los años de soledad y preparación. Poco después, Catalina
recibió aviso del cielo de que debía salir a trabajar por la salvación del
prójimo y la santa empezó, poco a poco, a hacerse de amigos y conocidos. Como
las otras terciarias, fue a asistir a los enfermos en los hospitales, pero
escogía de preferencia los casos más repugnantes. Entre las enfermas que
atendió, se contaban una leprosa llamada Teca y otra mujer que sufría de un
cáncer particularmente repulsivo. Ambas correspondieron ingratamente a sus
cuidados, la insultaban y esparcían calumnias sobre ella cuando se hallaba
ausente. Pero la bondad de la santa acabó por conquistarlas.
Nuestro Señor
había dicho a Catalina: «Deseo unirme más contigo por la caridad hacia el
prójimo». De hecho, la vida de apostolado de la santa no interfería su unión
con Dios. El beato Raimundo
de Cápua dice que la única diferencia era que «Dios no se
le aparecía únicamente cuando estaba sola, como antes, sino también cuando
estaba acompañada». Catalina era arrebatada en éxtasis, lo mismo mientras
conversaba con sus parientes, que cuando acababa de recibir la comunión en la
iglesia. Muchas gentes la vieron elevarse del suelo mientras hacía oración.
Poco a poco, la santa reunió a un grupo de amigos y discípulos que formaban
como una gran familia y la llamaban «Mamá». Los más notables de entre ellos,
eran sus confesores de la Orden de Santo Domingo, Tomás della Fonte y Bartolomé
Domenici; el agustino Tantucci, el rector del hospital de la Misericordia,
Mateo Cenni; Mateo Vanni, el artista a quien la posteridad debe los más
hermosos retratos de la santa, el joven aristócrata y poeta, Neri de Landoccio
dei Pagliaresi, Lisa Colombini, cuñada de Catalina, la noble viuda Alessia
Saracini, el inglés Guillermo Flete, ermitaño de San Agustín, y el P. Santi, un
anacoreta al que el pueblo llamaba «El Santo», que frecuentemente iba a visitar
a Catalina porque, según decía, al charlar con ella alcanzaba mayor paz del
alma y valor para perseverar en la virtud de los que había conseguido en toda
su vida de anacoreta. Catalina amaba tiernamente a su familia espiritual y
consideraba a cada uno de sus miembros como a un hijo que Dios le había dado
para que le condujese a la perfección. La santa no sólo leía el pensamiento de
sus hijos, sino que, con frecuencia, conocía las tentaciones de los que se
hallaban ausentes. El motivo de sus primeras cartas fue el de mantenerse en
contacto con ellos.
Como era de
esperar, la opinión de la ciudad estaba muy dividida a propósito de Catalina.
Mientras unos la aclamaban como santa, otros -entre los que se contaban algunos
miembros de su propia orden- la trataban de fanática e hipócrita. Probablemente
a raíz de alguna acusación que se había levantado contra ella, Catalina
compareció, en Florencia, ante el capítulo general de los dominicos. Si la
acusación existió en verdad, la santa probó claramente su inocencia. Poco
después, el beato Raimundo de Cápua fue nombrado confesor de Catalina. La elección
fue una gracia para los dos. El sabio dominico fue, a la vez, director y
discípulo de la santa, y ésta consiguió, por medio suyo, el apoyo de su orden.
El beato Raimundo fue, más tarde, superior general de los dominicos y biógrafo
de su dirigida.
El retorno de
Catalina a Siena, coincidió con una terrible epidemia de peste, en la que se
consagró, con toda su «familia», a asistir a los enfermos. «Nunca fue más
admirable que entonces», escribió Tomás Caffarini, quien la había conocido
desde niña. «Pasaba todo el tiempo con los enfermos; los preparaba a bien morir
y les enterraba personalmente». El beato Raimundo, Mateo Cenni, el P. Santi y
el P. Bartolomé, que habían contraído la enfermedad al atender a las víctimas,
debieron su curación a la santa. Pero ésta no limitaba su caridad al cuidado de
los enfermos: visitaba también, regularmente, a los condenados a muerte, para
ayudarlos a encontrar a Dios. El mejor ejemplo en este sentido fue el de un
joven caballero de Perugia, Nicolás de Toldo, que había sido condenado a muerte
por hablar con ligereza sobre el gobierno de Siena. La santa describe los
pormenores de su conversión, en forma muy vívida, en la más famosa de sus
cartas. Movido por las palabras de Catalina, Nicolás se confesó, asistió a la
misa y recibió la comunión. La noche anterior a la ejecución, el joven se
reclinó sobre el pecho de Catalina y escuchó sus palabras de consuelo y
aliento. Catalina estaba junto al cadalso a la mañana siguiente. Al verla orar
por él, Nicolás sonrió lleno de gozo y murió decapitado, al tiempo que
pronunciaba los nombres de Jesús y de Catalina. «Entonces vi al Dios hecho
Hombre, resplandeciente como el sol, que recibía a esa alma en el fuego de su
amor divino», afirma ésta.
Estos sucesos y
la fama de santidad y milagros de Catalina le habían ganado ya un sitio único
en el corazón de sus conciudadanos. Muchos de ellos la llamaban «la beata
popolana» y acudían a ella en todas sus dificultades. La santa recibía tantas
consultas sobre casos de conciencia, que había tres dominicos encargados
especialmente de confesar a las almas que Catalina convertía. Además, como
poseía una gracia especial para arreglar las disensiones, las gentes la
llamaban constantemente para que fuese el árbitro en todas sus diferencias. Sin
duda que Catalina quiso encauzar mejor las energías que los cristianos perdían
en luchas fratricidas, cuando respondió enérgicamente al llamamiento del papa
Gregorio XI para emprender la Cruzada que tenía por fin rescatar el Santo
Sepulcro de manos de los turcos. Sus esfuerzos en ese sentido le hicieron
entrar en contacto con el papa.
En febrero de
1375, Catalina fue a Pisa, donde la recibieron con enorme entusiasmo y, su
presencia produjo una verdadera reforma religiosa. Pocos días después de su
llegada a dicha ciudad, tuvo otra de las grandes experiencias místicas que
preludiaron las nuevas etapas de su carrera. Después de comulgar en la iglesita
de Santa Cristina, se puso en oración, con los ojos fijos en el crucifijo;
súbitamente se desprendieron de él cinco rayos de color rojo, que atravesaron
las manos, los pies y el corazón de la santa y le causaron un dolor agudísimo.
Las heridas quedaron grabadas sobre su carne como estigmas de la pasión,
invisibles para todos, excepto para la propia Catalina, hasta el día de su muerte.
Se hallaba
todavía en Pisa, cuando supo que Florencia y Perugia habían formado una Liga
contra la Santa Sede y los delegados pontificios franceses. Bolonia, Viterbo,
Ancona y otras ciudades se aliaron pronto con los rebeldes, debido en parte, a
los abusos de los empleados de la Santa Sede. Catalina consiguió que Lucca,
Pisa y Siena, se abstuviesen durante algún tiempo, de participar en la
contienda. La santa fue, en persona, a Lucca y escribió numerosas cartas a las
autoridades de las tres ciudades. El papa apeló, en vano, desde Aviñón, a los
florentinos; después despachó a su legado el cardenal Roberto de Ginebra, al
frente de un ejército y lanzó el interdicto contra Florencia. Esta medida
produjo efectos tan desastrosos en la ciudad, que las autoridades pidieron a
Catalina, quien se hallaba entonces en Siena, que ejerciese el oficio de
mediadora entre Florencia y la Santa Sede. Catalina, siempre dispuesta a
trabajar por la paz, partió inmediatamente a Florencia. Los magistrados le
prometieron que los embajadores de la ciudad la seguirían, en breve, a Aviñón;
pero de hecho, éstos no partieron sino después de largas dilaciones. Catalina
llegó a Aviñón el 18 de junio de 1376 y, muy pronto, tuvo una entrevista con
Gregorio XI, a quien ya había escrito varias cartas «en un tono dictatorial
intolerable, dulcificado apenas por las expresiones de deferencia cristiana».
Pero los florentinos se mostraron falsos; sus embajadores no apoyaron a
Catalina, y las condiciones que puso el papa eran tan severas, que resultaban
inaceptables. Aunque el principal objeto del viaje de Catalina a Aviñón había
fracasado, la santa obtuvo éxito en otros aspectos. Muchas de las dificultades
religiosas, sociales y políticas en que se debatía Europa, se debían al hecho
de que los Papas habían estado ausentes de Roma durante setenta y cuatro años y
a que la Curia de Aviñón estaba formada, casi exclusivamente, por franceses.
Todos los cristianos no franceses, deploraban esa situación, y los más grandes
hombres de la época habían clamado en vano contra ella. El mismo Gregorio XI
había tratado de partir a Roma, pero la oposición de los cardenales franceses
se lo había impedido. Como Catalina había tocado el tema en varias de sus
cartas, nada tiene de extraño que el papa haya tratado el asunto con ella,
cuando se encontraron frente a frente. «Cumplid vuestra promesa», le respondió
la santa, aludiendo a un voto secreto del papa, del que éste no había hablado a
nadie. Gregorio decidió cumplir su voto sin pérdida de tiempo. El 13 de
septiembre de 1376, partió de Aviñón para hacer, por mar, la travesía a Roma,
en tanto que Catalina y sus amigos salían, por tierra, rumbo a Siena. Las dos
comitivas se encontraron de nuevo, casi incidentalmente, en Génova, donde
Catalina había tenido que detenerse debido a la enfermedad de dos de sus
secretarios, Neri di Landoccio y Esteban Maconi. Este último era un noble
sienés, a quien la santa había convertido y quería tal vez más que a ningún
otro de sus hijos, excepto Alessia. Un mes después, Catalina llegó a Siena,
desde donde escribió al papa para exhortarle a hacer todo lo que estaba en su
mano por la paz de Italia. Por deseo especial de Gregorio XI, Catalina fue
nuevamente a Florencia, que seguía estragada por las facciones y obstinada en
su desobediencia. Allí permaneció algún tiempo, a riesgo de perder su vida en
los diarios asesinatos y tumultos; pero siempre se mostró valiente y se mantuvo
serena cuando la espada se levantó contra ella. Finalmente, consiguió hacer la
paz con la Santa Sede, bajo el sucesor de Gregorio XI, Urbano VI.
Después de esa
memorable reconciliación, Catalina volvió a Siena, donde, según escribe
Raimundo de Cápua, «trabajó activamente en componer un libro, que dictó bajo la
inspiración del Espíritu Santo». Se trataba de su famosísima obra mística,
dividida en cuatro tratados, conocida con el nombre de «Diálogo de Santa
Catalina». Pero ya desde antes, la ciencia infusa que poseía se manifestó en
varias ocasiones, tanto en Siena como en Aviñón y en Génova, para responder a
las abrumadoras cuestiones de los teólogos, con tal sabiduría, que los había
dejado desconcertados. La salud de Catalina empeoraba por momentos y tenía que
soportar grandes sufrimientos, pero en su pálida faz se reflejaba una perpetua
sonrisa y, con su encanto personal ganaba amigos en todas partes. Dos años
después del fin del «cautiverio» de los papas en Aviñón, estalló el escándalo
del gran cisma. A la muerte de Gregorio XI, en 1378, Urbano VI fue elegido en
Roma, en tanto que un grupo de cardenales entronizaba, en Aviñón, a un papa
rival. Urbano declaró ilegal la elección del pontífice de Aviñón, y la
cristiandad se dividió en dos campos. Catalina empleó todas sus fuerzas para
conseguir que la cristiandad reconociese al legítimo papa, Urbano. Escribió
carta tras carta a los príncipes y autoridades de los diferentes países de
Europa. También envió epístolas a Urbano, unas veces para alentarle en la
prueba y, otras, para exhortarle a evitar una actitud demasiado dura que le
restaba partidarios. Lejos de ofenderse por ello, el papa la llamó a Roma para
disfrutar de su consejo y ayuda. Por obediencia al Vicario de Cristo, Catalina
se estableció en la Ciudad Eterna, donde luchó infatigablemente, con oraciones,
exhortaciones y cartas, para ganar nuevos partidarios al papa legítimo. Pero la
vida de la santa tocaba a su fin. En 1380, en una extraña visión se contempló
aplastada contra las rocas por la nave de la Iglesia; al recuperar el sentido,
se ofreció como víctima por Ella. Nunca más se rehizo. El 21 de abril del mismo
año, un ataque de apoplejía la dejó paralítica de la cintura para arriba. Ocho
días después, murió en brazos de Alessia Saracini, a los treinta y tres años de
edad.
Además del
«Diálogo» arriba mencionado, se conservan unas cuatrocientas cartas de la
santa. Muchas de ellas son muy interesantes, desde el punto de vista histórico,
y todas son notables por la belleza del estilo. Los destinatarios eran papas,
príncipes, sacerdotes, soldados, hombres y mujeres piadosos y constituyen, por
su variedad, «la mejor prueba de la personalidad múltiple de la santa». Las
cartas a Gregorio XI, en particular, muestran una extraordinaria combinación de
profundo respeto, franqueza y familiaridad. Se ha llamado a Catalina «la mujer
más grande de la cristiandad». Cierto que su influencia espiritual fue inmensa,
pero, tal vez, su influencia política y social fue menor de lo que se ha
afirmado algunas veces. Como escribió el P. de Gaiffier, «la grandeza de
Catalina consiste en su devoción a la causa de la Iglesia de Cristo». Fue canonizada
en 1461 y el 4 de noviembre de 1970 fue declarada Doctora de la Iglesia por
Pablo VI. En 1999 Juan Pablo II la declaró, junto a santa Brígida y a Edith
Stein, copatrona de Europa.
Los principales
materiales de la vida de Catalina, provienen de la «Legenda Major», escrita por
su confesor, el beato Raimundo de Cápua; del Supplementum de Tomás Caffarini,
que es también el autor de la «Legenda Minor»; del «Processus Contestationum
super sanctitatem et doctrinam Catharinae de Senis» y de los «Miracoli». Naturalmente,
otra de las fuentes son las cartas de la santa, sobre cuyas fechas y texto
original exacto, se discute mucho. Hay, en fin, muchos otros documentos de
menor importancia. La crítica drástica que el historiador Robert Fawtier hizo
de las fuentes, despertó cierta inquietud. La mayor parte de sus críticas,
aparecieron en forma de artículos o contribuciones a las revistas de sociedades
históricas, y el mismo autor se encargó de reeditar algunos de los textos menos
conocidos, como la Legenda Minor. Pero Fawtier reunió sus principales críticas
en dos volúmenes, titulados Sainte Catherine de Sienne: Essai de Critique des
Sources. El primero de esos volúmenes está consagrado a las Sources
hagiographiques (1921) y el segundo, a Les oeuvres de Ste Catherine (1930). En
el apéndice de la obra de Atice Curtayne, Saint Catherine of Siena (1929),
puede verse una crítica de los comentarios de Fawtier; en ese excelente libro
se encontrará también una reimpresión del original italiano de un estudio de
Taurisano. Cf. igualmente Analecta Bollandiana, vol. XLIX (1930), pp. 448-451.
Otras obras útiles son las de J. Jiiergenses, Sainte Catherine de Sienne; E. de
Santis Rosmini, Santa Caterina da Siena (1930) ; y F. Valli, L'infanzia e la
puerizia di S. Caterina (1931). Hay que mencionar N. M. Denis-Boulet, La
corriere politique de Ste Catherine de Sienne (1939) ; M. de la Bedoyére,
Catherine, Saint of Siena (1946) ; y una biografía italiana muy completa
escrita por el P. Taurisano (1948). La double expérience de Catherine Benincasa
(1948), de R. Fautier y L. Canet, es una obra muy completa desde otro punto de
vista. La obra de J. Leclecq, Ste Catherine de Sienne (1922), conserva todavía
su valor. Fawtier puso en duda la fecha del nacimiento de santa Catalina y, por
consiguiente, la edad que tenía al morir, sobre este punto, ver Analecta
Bollandiana, vol. XI (1922) , pp. 365-411. En el sitio del Vaticano puede
leerse (en italiano) la homilía de SS
Pablo VI del 3 de octubre de 1970 en la que declara a la
santa Doctora de la Iglesia.
Lecturas: Tres días de la Liturgia de las Horas incluyen, como segunda lectura del Oficio, escritos tomados de los Diálogos de santa Catalina de Siena:
-XIX Domingo del Tiempo Ordinario: Con lazos de amor.
-Sábado de la XXX semana del Tiempo Ordinario: Cuán bueno y cuán suave es, Señor, tu Espíritu para con todos nosotros.
-El día de la santa: Gusté y vi.
El papa Benedicto XVI dedica la catequesis del 24 de noviembre del 2010 a la figura de la santa.
Cuadro: Fra Bartolomeo: «Los desposorios místicos de Catalina», 1511, Museo del Louvre, París.
Lecturas: Tres días de la Liturgia de las Horas incluyen, como segunda lectura del Oficio, escritos tomados de los Diálogos de santa Catalina de Siena:
-XIX Domingo del Tiempo Ordinario: Con lazos de amor.
-Sábado de la XXX semana del Tiempo Ordinario: Cuán bueno y cuán suave es, Señor, tu Espíritu para con todos nosotros.
-El día de la santa: Gusté y vi.
El papa Benedicto XVI dedica la catequesis del 24 de noviembre del 2010 a la figura de la santa.
Cuadro: Fra Bartolomeo: «Los desposorios místicos de Catalina», 1511, Museo del Louvre, París.
fuente: «Vidas de
los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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Estas
biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una
fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia
completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor,
al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel)
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