San Agustín de Hipona, obispo y doctor de la Iglesia
fecha: 28 de agosto
n.: 354 - †: 430 - país: África Septentrional
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 354 - †: 430 - país: África Septentrional
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: Memoria de san Agustín, obispo y doctor eximio de la Iglesia, que,
convertido a la fe católica después de una adolescencia inquieta por los
principios doctrinales y las costumbres, fue bautizado en Milán por san
Ambrosio y, vuelto a su patria, llevó con algunos amigos una vida ascética y
entregada al estudio de las Sagradas Escrituras. Elegido después obispo de
Hipona, en la actual Argelia, durante treinta y cuatro años fue maestro de su
grey, a la que instruyó con sermones y numerosos escritos, con los cuales
también combatió valientemente los errores de su tiempo y expuso con sabiduría
la recta fe.
Patronazgos: patrono de los teólogos, los impresores y los fabricantes de cerveza;
protector de la vista.
refieren a este santo: San Alipio de
Tagaste, San Aurelio de
Cartago, San Bonifacio I, San Celestino I, San Jerónimo, Santa Melania la
Joven, Santa Mónica, San Pammaquio, San Posidio de
Calama, San Próspero de
Aquitania
Oración: Renueva, Señor, en tu Iglesia, el
espíritu que infundiste en tu obispo san Agustín, para que, penetrados de ese
mismo espíritu, tengamos sed de ti, fuente de la sabiduría, y te busquemos como
el único amor verdadero. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y
reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los
siglos. Amén (oración litúrgica).
San Agustín nació el 13 de noviembre del
año 354 en Tagaste. Esa pequeña población del norte de África estaba bastante
cerca de Numidia, pero relativamente alejada del mar, de suerte que Agustín no
lo conoció sino hasta mucho después. Sus padres eran de cierta posición, pero
no ricos. El padre de Agustín, Patricio, era un pagano de temperamento
violento; pero, gracias al ejemplo y a la prudente conducta de su esposa, Mónica,
se bautizó poco antes de morir. Agustín tenía varios hermanos; él mismo habla
de Navigio, quien dejó varios hijos al morir y de una hermana que consagró su
virginidad al Señor. Aunque Agustín ingresó en el catecumenado desde la
infancia, no recibió por entonces el bautismo, de acuerdo con la costumbre de
la época. En su juventud se dejó arrastrar por los malos ejemplos y, hasta los
treinta y dos años, llevó una vida licenciosa, aferrado a la herejía maniquea.
De ello habla largamente en sus «Confesiones», que comprenden la descripción de
su conversión y la muerte de Mónica. Dicha obra, que hace las delicias de «las
gentes ansiosas de conocer las vidas ajenas, pero poco solícitas de enmendar la
propia», no fue escrita para satisfacer esa curiosidad malsana, sino para
mostrar la misericordia de que Dios había usado con un pecador y para que los
contemporáneos del autor no le estimasen en más de lo que valía. Mónica había
enseñado a orar a su hijo desde niño y le había instruido en la fe, de modo que
el mismo Agustín, que cayó gravemente enfermo, pidió que le fuese conferido el
bautismo y Mónica hizo todos los preparativos para que lo recibiera; pero la
salud del joven mejoró y el bautismo fue diferido. El santo condenó más tarde,
con mucha razón, la costumbre de diferir el bautismo por miedo de pecar después
de haberlo recibido. Pero no es menos lamentable la naturalidad con que, en
nuestros días, vemos los pecados cometidos después del bautismo que son una
verdadera profanación de ese sacramento.
«Mis padres me pusieron en la escuela para
que aprendiese cosas que en la infancia me parecían totalmente inútiles y, si
me mostraba yo negligente en los estudios, me azotaban. Tal era el método
ordinario de mis padres y, los que antes que nosotros habían andado ese camino
nos habían legado esa pesada herencia». Agustín daba gracias a Dios porque, si
bien las personas que le obligaban a aprender, sólo pensaban en las «riquezas
que pasan» y en la «gloria perecedera», la Divina Providencia se valió de su
error para hacerle aprender cosas que le serían muy útiles y provechosas en la
vida. El santo se reprochaba por haber estudiado frecuentemente sólo por temor
del castigo y por no haber escrito, leído y aprendido las lecciones como debía
hacerlo, desobedeciendo así a sus padres y maestros. Algunas veces pedía a Dios
con gran fervor que le librase del castigo en la escuela; sus padres y maestros
se reían de su miedo. Agustín comenta: «Nos castigaban porque jugábamos; sin
embargo, ellos hacían exactamente lo mismo que nosotros, aunque sus juegos
recibían el nombre de 'negocios...' Reflexionando bien, es imposible justificar
los castigos que me imponían por jugar, alegando que el juego me impedía
aprender rápidamente las artes que, más tarde, solo me servirían para jugar
juegos peores». El santo añade: «Nadie hace bien lo que hace contra su
voluntad» y observa que el mismo maestro que le castigaba por una falta sin
importancia, «se mostraba en las disputas con los otros profesores menos dueño
de sí y más envidioso que un niño al que otro vence en el juego». Agustín
estudiaba con gusto el latín, que había aprendido en conversaciones con las
sirvientas de su casa y con otras personas; no el latín «que enseñan los
profesores de las clases inferiores, sino el que enseñan los gramáticos». Desde
niño detestaba el griego y nunca llegó a gustar a Homero, porque jamás logró
entenderlo bien. En cambio, muy pronto tomó gusto por los poetas latinos.
Agustín fue a Cartago a fines del año 370,
cuando acababa de cumplir diecisiete años. Pronto se distinguió en la escuela
de retórica y se entregó ardientemente al estudio, aunque lo hacía sobre todo
por vanidad y ambición. Poco a poco se dejó arrastrar a una vida licenciosa,
pero aun entonces conservaba cierta decencia de alma, como lo reconocían sus
propios compañeros. No tardó en entablar relaciones amorosas con una mujer y,
aunque eran relaciones ilegales, supo permanecerle fiel hasta que la mandó a
Milán, en 385. Con ella tuvo un hijo, llamado Adeodato, el año 372. El padre de
Agustín murió en 371. Agustín prosiguió sus estudios en Cartago. La lectura del
«Hortensius» de Cicerón le desvió de la retórica a la filosofía. También leyó
las obras de los escritores cristianos, pero la sencillez de su estilo le
impidió comprender su humildad y penetrar su espíritu. Por entonces cayó
Agustín en el maniqueísmo. Aquello fue, por decirlo así, una enfermedad de un
alma noble, angustiada por el «problema del mal», que trataba de resolver por
un dualismo metafísico y religioso, afirmando que Dios era el principio de todo
bien y la materia el principio de todo mal. La mala vida lleva siempre consigo
cierta oscuridad del entendimiento y cierta torpeza de la voluntad; esos males,
unidos al del orgullo, hicieron que Agustín profesara el maniqueísmo hasta los
veintiocho años. El santo confiesa: «Buscaba yo por el orgullo lo que sólo
podía encontrar por la humildad. Henchido de vanidad, abandoné el nido,
creyéndome capaz de volar y sólo conseguí caer por tierra».
San Agustín dirigió durante nueve años su
propia escuela de gramática y retórica en Tagaste y Cartago. Entre tanto,
Mónica, confiada en las palabras de un santo obispo que, le había anunciado que
«el hijo de tantas lágrimas no podía perderse», no cesaba de tratar de
convertirle por la oración y la persuasión. Después de una discusión con
Fausto, el jefe de los maniqueos, Agustín empezó a desilusionarse de la secta.
El año 383, partió furtivamente a Roma, a impulsos del temor de que su madre
tratase de retenerle en África. En la Ciudad Eterna abrió una escuela, pero,
descontento por la perversa costumbre de los estudiantes, que cambiaban
frecuente de maestro para no pagar sus servicios, decidió emigrar a Milán,
donde obtuvo el puesto de profesor de retórica. Ahí fue muy bien acogido y el
obispo de la ciudad, san Ambrosio,
le dio ciertas muestras de respeto. Por su parte, Agustín tenía curiosidad por
conocer a fondo al obispo, no tanto porque predicase la verdad, cuanto porque
era un hombre famoso por su erudición. Así pues, asistía frecuentemente a los
sermones de san Ambrosio, para satisfacer su curiosidad y deleitarse con su
elocuencia. Los sermones del santo obispo eran más inteligentes que los
discursos del hereje Fausto y empezaron a producir impresión en la mente y el
corazón de Agustín, quien, al mismo tiempo, leía las obras de Platón y Plotino.
«Platón me llevó al conocimiento del verdadero Dios y Jesucristo me mostró el
camino». Santa Mónica, que le había seguido a Milán, quería que Agustín se
casara; por otra parte, la madre de Adeodato retornó al África y dejó al niño
con su padre. Pero nada de aquello consiguió mover a Agustín a casarse o a
observar la continencia, y la lucha moral, espiritual e intelectual continuó
sin cambios.
Agustín comprendía la excelencia de la
castidad predicada por la Iglesia católica, pero la dificultad de practicarla
le hacía vacilar en abrazar definitivamente el cristianismo. Por otra parte,
los sermones de san Ambrosio y la lectura de la Biblia le habían convencido de
que la verdad estaba en la Iglesia, pero se resistía todavía a cooperar con la
gracia de Dios. El santo lo expresa así: «Deseaba y ansiaba la liberación; sin
embargo, seguía atado al suelo, no por cadenas exteriores, sino por los hierros
de mi propia voluntad. El Enemigo se había posesionado de mi voluntad y la
había convertido en una cadena que me impedía todo movimiento, porque de la
perversión de la voluntad había nacido la lujuria y de la lujuria la costumbre
y, la costumbre a la que yo no había resistido, había creado en mí una especia
de necesidad cuyos eslabones, unidos unos a otros, me mantenían en cruel
esclavitud. Y ya no tenía la excusa de dilatar mi entrega a Ti alegando que aún
no había descubierto plenamente tu verdad, porque ahora ya la conocía y, sin
embargo, seguía encadenado... Nada podía responderte cuando me decías:
'Levántate del sueño y resucita de los muertos y Cristo te iluminará...' Nada
podía responderte, repito, a pesar de que estaba ya convencido de la verdad de
la fe, sino palabras vanas y perezosas. Así pues, te decía: 'Lo haré pronto,
poco a poco; dame más tiempo.' Pero ese 'pronto' no llegaba nunca, las
dilaciones se prolongaban, y el 'poco tiempo' se convertía en mucho tiempo».
El relato que san Simpliciano le
había hecho de la conversión de Victorino, el profesor romano neoplatónico, le
impresionó profundamente. Poco después, Agustín y su amigo Alipio recibieron
la visita de Ponticiano, un africano. Viendo las epístolas de san Pablo sobre
la mesa de Agustín, Ponticiano les habló de la vida de san Antonio,
y quedó muy sorprendido al enterarse de que no conocían al santo. Después les
refirió la historia de dos hombres que se habían convertido por la lectura de
la vida de san Antonio. Las palabras de Ponticiano conmovieron mucho a Agustín,
quien vio con perfecta claridad las deformidades y manchas de su alma. En sus
precedentes intentos de conversión Agustín había pedido a Dios la gracia de la
continencia, pero con cierto temor de que se la concediese demasiado pronto:
«En la aurora de mi juventud, te había yo pedido la castidad, pero sólo a
medias, porque soy un miserable. Te decía yo, pues: 'Concédeme la gracia de la
castidad, pero todavía no'; porque tenía yo miedo de que me escuchases
demasiado pronto y me librases de esa enfermedad y lo que yo quería era que mi
lujuria se viese satisfecha y no extinguida.» Avergonzado de haber sido tan
débil hasta entonces, Agustín dijo a Alipio en cuanto partió Ponticiano: «¿Qué
estamos haciendo? Los ignorantes arrebatan el Reino de los Cielos y nosotros,
con toda nuestra ciencia, nos quedamos atrás cobardemente, revolcándonos en el
pecado. Tenemos vergüenza de seguir el camino por el que los ignorantes nos han
precedido, cuando por el contrario, deberíamos avergonzarnos de no avanzar por
él.»
Agustín se levantó y salió al jardín.
Alipio le siguió, sorprendido de sus palabras y de su conducta. Ambos se
sentaron en el rincón más alejado de la casa. Agustín era presa de un violento
conflicto interior, desgarrado entre el llamado del Espíritu Santo a la
castidad y el deleitable recuerdo de sus excesos. Levantándose del sitio en que
se hallaba sentado, fue a tenderse bajo un árbol, clamando: «¿Hasta cuándo,
Señor? ¿Vas a estar siempre airado? ¡Olvida mis antiguos pecados!» Y se repetía
con gran aflicción: «¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no
hoy? ¿Por qué no voy a poner fin a mis iniquidades en este momento?» En tanto
que se repetía esto y lloraba amargamente, oyó la voz de un niño que cantaba en
la casa vecina una canción que decía: «Tolle lege, tolle lege» (Toma y lee,
toma y lee). Agustín empezó a preguntarse si los niños acostumbraban repetir
esas palabras en algún juego, pero no pudo recordar ninguno en el que esto
sucediese. Entonces le vino a la memoria que san Antonio se había convertido al
oír la lectura de un pasaje del Evangelio. Interpretó pues, las palabras del
niño como una señal del cielo, dejó de llorar y se dirigió al sitio en que se
hallaba Alipio con el libro de las Epístolas de san Pablo. Inmediatamente lo
abrió y leyó en silencio las primeras palabras que cayeron bajo sus ojos: «No
en las riñas y en la embriaguez, no en la lujuria y la impureza, no en la
ambición y en la envidia: poneos en manos del Señor Jesucristo y abandonad la
carne y la concupiscencia.» (Rom 13,13-14) Ese texto hizo desaparecer las últimas
dudas de Agustín, que cerró el libro y relató serenamente a Alipio todo lo
sucedido. Alipio leyó entonces el siguiente versículo de san Pablo: «Tomad con
vosotros a los que son débiles en la fe» (Rom 14,1). Aplicándose el texto a sí
mismo, siguió a Agustín en la conversión. Ambos se dirigieron al punto a narrar
lo sucedido a santa Mónica, la cual alabó a Dios «que es capaz de colmar
nuestros deseos en una forma que supera todo lo imaginable». La escena que
acabamos de referir tuvo lugar en septiembre de 386, cuando Agustín tenía
treinta y dos años, y se narra en el Libro VIII de las Confesiones (cap. 12).
El santo renunció inmediatamente al
profesorado y se trasladó a una casa de campo en Casiciaco, cerca de Milán, que
le había prestado su amigo Verecundo. Santa Mónica, su hermano Navigio, su hijo
Adeodato, san Alipio y algunos otros amigos, le siguieron a ese retiro, donde
vivieron en una especie de comunidad. Agustín se consagró a la oración y el
estudio y, aun éste era una forma de oración, por la devoción que ponía en él.
Entregado a la penitencia, a la vigilancia diligente de su corazón y sus
sentidos, dedicado a orar con gran humildad, el santo se preparó a recibir la
gracia del bautismo, que había de convertirle en una nueva criatura, resucitada
con Cristo. «Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a amarte. ¡Hermosura
siempre antigua y siempre nueva, demasiado tarde empecé a amarte! Tú estabas
conmigo y yo no estaba contigo. Yo estaba lejos, corriendo detrás de la
hermosura por Ti creada; las cosas que habían recibido de Ti el ser, me
mantenían lejos de Ti. Pero tú me llamaste, me llamaste a gritos, y acabaste
por vencer mi sordera. Tú me iluminaste y tu luz acabó por penetrar en mis
tinieblas. Ahora que he gustado de tu suavidad estoy hambriento de Ti. Me has
tocado y mi corazón desea ardientemente tus abrazos.» (Confesiones X,27) Los
tres diálogos «Contra los Académicos», «Sobre la vida feliz» y «Sobre el
orden», se basan en las conversaciones que Agustín tuvo con sus amigos en esos
siete meses.
La víspera de la Pascua del año 387, san
Agustín recibió el bautismo, junto con Alipio y su querido hijo Adeodato, quien
tenía entonces quince años y murió poco después. En el otoño de ese año,
Agustín resolvió retornar a África y fue a embarcarse en Ostia con su madre y
algunos amigos. Santa Mónica murió ahí en noviembre de 387. Agustín consagra
seis conmovedores capítulos de las Confesiones a la vida de su madre. Viajó a
Roma unos cuantos meses después y, en septiembre de 388, se embarcó para
África. En Tagaste vivió casi tres años con sus amigos, olvidado del mundo y al
servicio de Dios con el ayuno, la oración y las buenas obras. Además de meditar
sobre la ley de Dios, Agustín instruía a sus prójimos con sus discursos y
escritos. El santo y sus amigos habían puesto todas sus propiedades en común y
cada uno las utilizaba según sus necesidades. Aunque Agustín no pensaba en el
sacerdocio, fue ordenado el año 391 por el obispo de Hipona, Valerio, quien le
tomó por asistente. Así pues, el santo se trasladó a dicha ciudad y estableció
una especie de monasterio en una casa próxima a la iglesia, como lo había hecho
en Tagaste. San Alipio, Evodio, san Posidio y
otros, formaban parte de la comunidad y vivían «según la regla de los santos
Apóstoles». El obispo, que era griego y tenía además cierto impedimento de la
lengua, nombró predicador a Agustín. En el Oriente era muy común la costumbre
de que los obispos tuviesen un predicador, a cuyos sermones asistían; pero en
el Occidente eso constituía una novedad. Más todavía, Agustín obtuvo permiso de
predicar aun en ausencia del obispo, lo cual era inusitado. Desde entonces, el
santo no dejó de predicar hasta el fin de su vida. Se conservan casi
cuatrocientos sermones del santo, la mayoría de los cuales no fueron escritos
directamente por él, sino tomados por sus oyentes. En la primera época de su
predicación, Agustín se dedicó a combatir el maniqueísmo y los comienzos del
donatismo y consiguió extirpar la costumbre de efectuar festejos en las
capillas de los mártires. El santo predicaba siempre en latín, a pesar de que
los campesinos de ciertos distritos de la diócesis sólo hablaban el púnico y
era difícil encontrar sacerdotes que les predicasen en su lengua.
El año 395, San Agustín fue consagrado
obispo coadjutor de Valerio. Poco después murió este último y el santo le
sucedió en la sede de Hipona. Procedió inmediatamente a establecer la vida
común regular en su propia casa y exigió que todos los sacerdotes, diáconos y
subdiáconos que vivían con él renunciasen a sus propiedades y se atuviesen a
las reglas. Por otra parte, no admitía a las órdenes sino a aquellos que
aceptaban esa forma de vida. San Posidio, su biógrafo, cuenta que los vestidos
y los muebles eran modestos pero decentes y limpios. Los únicos objetos de
plata que había en la casa eran las cucharas; los platos eran de barro o de
madera. El santo era muy hospitalario, pero la comida que ofrecía era frugal;
el uso mesurado del vino no estaba prohibido. Durante las comidas, se leía
algún libro para evitar las conversaciones ligeras. Todos los clérigos comían
en común y se vestían del fondo común. Como lo dijo el papa Pascual II, «San
Agustín adoptó con fervor y contribuyó a regularizar la forma de vida común que
la primitiva Iglesia había aprobado como instituida por los Apóstoles». El
santo fundó también una comunidad femenina. A la muerte de su hermana, que fue
la primera «abadesa», escribió una carta sobre los primeros principios
ascéticos de la vida religiosa. En esa epístola y en dos sermones se halla
comprendida la llamada «Regla de San Agustín», que constituye la base de las
constituciones de tantos canónigos y canonesas regulares. El santo obispo
empleaba las rentas de su diócesis, como lo había hecho antes con su
patrimonio, en el socorro de los pobres. Posidio refiere que, en varias
ocasiones, mandó fundir los vasos sagrados para rescatar cautivos, como antes
lo había hecho san Ambrosio. San Agustín menciona en varias de sus cartas y
sermones la costumbre que había impuesto a sus fieles de vestir una vez al año
a los pobres de cada parroquia y, algunas veces, llegaba hasta a contraer
deudas para ayudar a los necesitados. Su caridad y celo por el bien espiritual
de sus prójimos era ilimitado. Así, decía a su pueblo -como un nuevo Moisés o
un nuevo San Pablo-: «No quiero salvarme sin vosotros». «¿Cuál es mi deseo?
¿Para qué soy obispo? ¿Para qué he venido al mundo? Sólo para vivir en
Jesucristo, para vivir en Él con vosotros. Ésa es mi pasión, mi honor, mi
gloria, mi gozo y mi riqueza».
Pocos hombres han poseído un corazón tan
afectuoso y fraternal como el de san Agustín. Se mostraba amable con los
infieles y frecuentemente los invitaba a comer con él; en cambio, se rehusaba a
comer con los cristianos de conducta públicamente escandalosa y les imponía con
severidad las penitencias canónicas y las censuras eclesiásticas. Aunque jamás
olvidaba la caridad, la mansedumbre y las buenas maneras, se oponía a todas las
injusticias sin acepción de personas. San Agustín se quejaba de que la
costumbre había hecho tan comunes ciertos pecados que, en caso de oponerse abiertamente
a ellos, haría más mal que bien y seguía fielmente las tres reglas de san
Ambrosio: no meterse a hacer matrimonios, no incitar a nadie a entrar en la
carrera militar y no aceptar invitaciones en su propia ciudad para no verse
obligado a salir demasiado. Generalmente, la correspondencia de los grandes
hombres es muy interesante por la luz que arroja sobre su vida y su pensamiento
íntimos. Así sucede, particularmente con la correspondencia de san Agustín. En
la carta quincuagésima cuarta, dirigida a Januario, alaba la comunión diría,
con tal de que se la reciba dignamente, con la humildad con que Zaqueo recibió
a Cristo en su casa; pero también alaba la costumbre de los que, siguiendo el
ejemplo del humilde centurión, sólo comulgan los sábados, los domingos y los
días de fiesta, para hacerlo con mayor devoción. En la carta a Ecdicia explica
las obligaciones de la mujer respecto de su esposo, diciéndole que no se vista
de negro, puesto que eso desagrada a su marido y que practique la humildad y la
alegría cristianas vistiéndose ricamente por complacer a su esposo. También la
exhorta a seguir el parecer de su marido en todas las cosas razonables,
particularmente en la educación de su hijo, en la que debe dejarle la
iniciativa. En otras cartas, el santo habla del respeto, el afecto y la
consideración que el marido debe a la mujer. La modestia y humildad de san
Agustín se muestran en su discusión con san Jerónimo sobre la interpretación de
la epístola a los Gálatas. A consecuencia de la pérdida de una carta, san
Jerónimo, que no era muy paciente, se dio por ofendido. San Agustín le
escribió: «Os ruego que no dejéis de corregirme con toda confianza siempre que
creáis que lo necesito; porque, aunque la dignidad del episcopado supera a la
del sacerdocio, Agustín es inferior en muchos aspectos a Jerónimo». El santo
obispo lamentaba la acritud de la controversia que sostuvieron san Jerónimo y
Rufino, pues temía en esos casos que los adversarios sostuviesen su opinión más
por vanidad que por amor de la verdad. Como él mismo escribía, «sostienen su
opinión porque es la propia, no porque sea la verdadera; no buscan la verdad,
sino el triunfo».
Durante los treinta y cinco años de su
episcopado, San Agustín tuvo que defender la fe católica contra muchas
herejías. Una de las principales fue la de los donatistas, quienes sostenían
que la Iglesia católica había dejado de ser la Iglesia de Cristo por mantener
la comunión con los pecadores y que los herejes no podían conferir válidamente
ningún sacramento. Los donatistas eran muy numerosos en África, donde no
retrocedieron ante el asesinato de los católicos y todas las otras formas de la
violencia. Sin embargo, gracias a la ciencia y el infatigable celo de san
Agustín y a su santidad de vida, los católicos ganaron terreno paulatinamente.
Ello exasperó tanto a los donatistas, que algunos de ellos afirmaban
públicamente que quien asesinara al santo prestaría un servicio insigne a la
religión y alcanzaría gran mérito ante Dios. El año 405, San Agustín tuvo que
recurrir a la autoridad pública para defender a los católicos contra los
excesos de los donatistas y, en el mismo año, el emperador Honorio publicó
severos decretos contra ellos. El santo desaprobó al principio esas medidas,
aunque más tarde cambió de opinión, excepto en cuanto a la pena de muerte, de
la que no era partidario. En 411, se llevó a cabo en Cartago una conferencia
entre los católicos y los donatistas que fue el principio de la decadencia del
donatismo. Pero, por la misma época, empezó la gran controversia pelagiana.
Pelagio era originario de la Gran Bretaña.
San Jerónimo le describía como «un hombre alto y gordo, repleto de avena de
Escocia». Algunos historiadores afirman que era irlandés. En todo caso, lo
cierto es que había rechazado la doctrina del pecado original y. afirmaba que
la gracia no era necesaria para salvarse; como consecuencia de su opinión sobre
el pecado original, sostenía que el bautismo era un mero título de admisión en
el cielo. Pelagio pasó de Roma a África el año 411, junto con su amigo Celestio
y aquel mismo año, el sínodo de Cartago condenó por primera vez su doctrina.
San Agustín no asistió al concilio, pero desde ese momento empezó a hacer la
guerra al pelagianismo en sus cartas y sermones. A fines del mismo año, el
tribuno san Marcelino le
convenció de que escribiese su primer tratado contra los pelagianos. Sin
embargo, el santo no nombró en él a los autores de la herejía, con la esperanza
de así ganárselos y aun tributó ciertas alabanzas a Pelagio: «Según he oído
decir, es un hombre santo, muy ejercitado en la virtud cristiana, un hombre
bueno y digno de alabanza». Desgraciadamente Pelagio se obstinó en sus errores.
San Agustín le acosó implacablemente en toda la serie de disputas, subterfugios
y condenaciones que siguieron. Después de a Dios, la Iglesia debe a san Agustín
el triunfo sobre el pelagianismo. A raíz del saqueo de Roma por Alarico, el año
410, los paganos renovaron sus ataques contra el cristianismo, atribuyéndole todas
las calamidades del Imperio. Para responder a esos ataques, san Agustín empezó
a escribir su gran obra, «La Ciudad de Dios», en el año de 413 y no la terminó
hasta el año 426. «La Ciudad de Dios» es, después de las «Confesiones», la obra
más conocida del santo. No se trata simplemente de una respuesta a los paganos,
sino de toda una filosofía de la historia providencial del mundo.
En las Confesiones san Agustín había
expuesto con la más sincera humildad y contrición los excesos de su conducta. A
los setenta y dos años, en las Retractaciones, expuso con la misma sinceridad
los errores que había cometido en sus juicios. En dicha obra revisó todos sus
numerosísimos escritos Y corrigió leal y severamente los errores que había
cometido, sin tratar de buscarles excusas. A fin de disponer de más tiempo para
terminar ése y otros escritos y para evitar los peligros de la elección de su
sucesor después de su muerte, el santo propuso al clero y al pueblo que
eligiesen a Heraclio, el más joven de sus diáconos, quien fue efectivamente
elegido por aclamación, el año 426. A pesar de esa precaución, los últimos días
de san Agustín fueron muy borrascosos. El conde Bonifacio, que había sido
general imperial en África, cayó injustamente en desgracia de la regente
Placidia, e incitó a Genserico, rey de los vándalos, a invadir África. Agustín
escribió una carta maravillosa a Bonifacio para recordarle su deber, y el conde
trató de reconciliarse con Placidia. Pero era demasiado tarde para impedir la
invasión de los vándalos. San Posidio, por entonces obispo de Calama, describe
los horribles excesos que cometieron y la desolación que causaron a su paso.
Las ciudades quedaban en ruinas, las casas de campo eran arrasadas y los
habitantes que no lograban huir, morían asesinados. Las alabanzas a Dios no se
oían ya en las iglesias, muchas de las cuales habían sido destruidas. La misa
se celebraba en las casas particulares, cuando llegaba a celebrarse, porque en
muchos sitios no había alma viviente a quien dar los sacramentos; por otra parte,
los pocos cristianos que sobrevivían no encontraban un solo sacerdote a quien
pedírselos. Los obispos y clérigos que sobrevivieron habían perdido todos sus
bienes y se veían reducidos a pedir limosna. De las numerosas diócesis de
África, las únicas que quedaban en pie eran Cartago, Hipona y Cirta, gracias a
que dichas ciudades no habían sucumbido aún.
El conde Bonifacio huyó a Hipona. Ahí se
refugiaron también san Posidio y varios obispos de los alrededores. Los
vándalos sitiaron la ciudad en mayo de 430. El sitio se prolongó durante
catorce meses. Tres meses después de establecido, san Agustín cayó presa de la
fiebre y desde el primer momento, comprendió que se acercaba la hora de su
muerte. Desde que había abandonado el mundo, la muerte había sido uno de los
temas constantes de su meditación. En su última enfermedad, el santo habló de
ella con gozo: «¡Dios es inmensamente misericordioso!» Con frecuencia recordaba
la alegría con que san Ambrosio recibió la muerte y mencionaba las palabras que
Cristo había dicho a un obispo que agonizaba, según cuenta san Cipriano: «Si
tienes miedo de sufrir en la tierra y de ir al cielo, no puedo hacer nada por
ti». El santo escribió entonces: «Quien ama a Cristo no puede tener miedo de
encontrarse con Él. Hermanos míos, si decimos que amamos a Cristo y tenemos
miedo de encontrarnos con Él, deberíamos cubrirnos de vergüenza». Durante su
última enfermedad, pidió a sus discípulos que escribiesen los salmos
penitenciales en las paredes de su habitación y los cantasen en su presencia y
no se cansaba de leerlos con lágrimas de gozo. San Agustín conservó todas sus
facultades hasta el último momento, en tanto que la vida se iba escapando
lentamente de sus miembros. Por fin, el 28 de agosto de 430, exhaló
apaciblemente el último suspiro, a los setenta y dos años de edad, de los
cuales había pasado casi cuarenta consagrado al servicio de Dios. San Posidio
comenta: «Los presentes ofrecimos a Dios el santo sacrificio por su alma y le
dimos sepultura». Con palabras muy semejantes había comentado Agustín la muerte
de su madre. Durante su enfermedad, el santo había curado a un enfermo, sólo
con imponerle las manos. Posidio afirma: «Yo sé de cierto que, tanto como
sacerdote que como obispo, Agustín había pedido a Dios que librase a ciertos
posesos por quienes se le había encomendado que rogase y los malos espíritus
los dejaron libres».
Las principales fuentes sobre la vida y
carácter de san Agustín son sus propios escritos, especialmente las
Confesiones, el De Civitate Dei, la correspondencia y los sermones. Existen
numerosas ediciones y traducciones de dichas obras. Es imposible
recorrer aquí toda la bibliografía agustiniana; simplemente la mención de las
obras publicadas en los últimos años ocuparía muchas páginas. La edición
clásica de las obras de san Agustín en castellano la constituye la monumental
de la BAC, bilingüe en 41 volúmenes, permanentemente reeditada; aunque de sus
obras más populares, como las Confesiones o La Ciudad de Dios, hay versiones
editadas en forma más económica, fragmentarias o completas, de traducciones
antiguas o nuevas. Existe una interesante iniciativa del Instituto Agustino que
tiene en línea la totalidad de la obra en latín, según las más recientes
ediciones críticas, además de la traducción completa al italiano y, por acuerdo
con la BAC, la traducción castellana, que también se ha completado el presente
año (2014). Con este link se
accede al portal castellano, y de allí se puede ir con facilidad
al latino, al italiano, y al motor de búsqueda, fundamental en una obra tan
vasta.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
accedida 8665 veces
ingreso o última modificación relevante: 13-8-2014
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente
enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_3071
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