Santa Emilia de Vialar, virgen y fundadora
fecha: 24 de agosto
fecha en el calendario anterior: 17 de junio
n.: 1797 - †: 1856 - país: Francia
canonización: B: Pío XII 18 jun 1939 - C: Pío XII 24 jun 1951
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
fecha en el calendario anterior: 17 de junio
n.: 1797 - †: 1856 - país: Francia
canonización: B: Pío XII 18 jun 1939 - C: Pío XII 24 jun 1951
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: En Marsella, en Francia, santa
Emilia de Vialar, virgen, que, tras haber trabajado con denuedo en la difusión
del Evangelio en regiones lejanas, fundó la Congregación de Hermanas de San
José de la Aparición y la propagó ampliamente.
Ana Margarita Adelaida Emilia de Vialar
fue la mayor y la única mujer entre los hijos del barón Jacques Augustíne de
Vialar y su esposa Antoinette, hija de aquel barón de Portal que fue médico
oficial de Luis XVIII y Carlos X de Francia. Nació en la ciudad de Gaillac, en
el Languedoc, en 1797. A la edad de quince años fue retirada del colegio en
París, a fin de que hiciera compañía a su padre, que había quedado viudo. Vivió
algún tiempo en la casa de Gaillac, pero bien pronto surgieron profundas
diferencias entre padre e hija, porque Emilia se negaba a considerar un
conveniente matrimonio. En cierta ocasión, el señor de Vialar, en el colmo de
la indignación, lanzó una jarra a la cabeza de su hija y ordenó que, a partir
de aquel momento, quedase la joven relegada a un puesto secundario en el hogar.
Las dificultades aumentaron para Emilia, en vista de que en varias leguas a la
redonda, no había un sacerdote ni persona alguna capaz de aconsejarla y guiarla
en aquellos penosos momentos. «Pero Dios acudió en mi ayuda y fue mi director»,
declaró la santa posteriormente; pero aun así, no siempre era fácil distinguir
la voz de Dios de la propia voz. Sobre las experiencias religiosas de Emilia de
Vialar en aquella época, la más importante fue una visión de Nuestro Señor que
mostraba las heridas de Su Pasión y que impresionó a la santa de tal manera
que, hasta hoy, se conmemora a diario el acontecimiento en la congregación que
fundó. En 1818, cuando tenía veintiún años, visitó la casa de Gaillac un joven
sacerdote (posteriormente rector), el padre Mercier, en quien Emilia encontró a
un amigo que la comprendió y trató de ayudarla. El sacerdote comenzó por poner
a prueba su vocación religiosa y, por su consejo, Emilia se dedicó a atender a
los niños abandonados o descuidados por sus padres y a socorrer a los pobres en
general. Eso le provocó nuevas dificultades con su padre, que protestaba de que
se utilizara la terraza de su residencia como una especie de refugio para los
enfermos, los desheredados y los abandonados. Pero Emilia soportó con paciencia
todos los reproches y, durante quince años, fue el ángel bueno de Gaillac.
Entonces (en 1832), ocurrió el acontecimiento que indicó, tanto a ella como al
padre Mercier, que había llegado el momento de actuar: murió el barón de
Portal, abuelo materno de Emilia; la parte de la herencia que a ésta le
correspondió, sumaba una fortuna considerable.
Al momento, adquirió Emilia una gran
mansión en Gaillac y, en la Navidad de 1832, tomó posesión de la casa junto con
tres compañeras: Victoria Teyssonniére, Rose Mongis y Pauline Gineste. Pronto
se les unieron nuevas aspirantes y, tres meses después, el arzobispo de Albi
autorizó al padre Mercier para que impusiera el hábito religioso a doce
postulantes. La comunidad adoptó el nombre de Congregación de las Hermanas de
San José de la Aparición, con referencia a la aparición del ángel a San José
para revelarle el misterio de la encarnación divina (Mateo 1,18-22); su trabajo
consistía en cuidar a los necesitados, especialmente a los enfermos y ocuparse
de la educación de los niños desamparados. No sólo actuaban en Francia, sino
también en el extranjero y participaban en las misiones; en realidad, la
congregación fue primeramente misionera. Las Hermanas de San José se
enfrentaron con las críticas y oposiciones habituales (aunque hubo una
oposición desacostumbrada por parte de una banda de malhechores que, al decir
de las gentes, habían jurado estrangular a todas y cada una de las hermanas),
cuyos detalles han llegado hasta nosotros en las amenas crónicas de Eugénie de
Guérin: las postulantes son demasiado jóvenes y bonitas para exponerlas al
cuidado de los enfermos pobres; el hábito es muy favorecedor, por eso lo toman;
¿una nueva Orden? ¡Bah! ¡Es un desorden! Esa muchacha Vialar ... y cosas por el
estilo. Pero la cronista de Guérin opinaba que la hermana Emilia habría de
hacer muchas cosas buenas y el arzobispo de Albi, Mons. de Gualy, estaba de
acuerdo con ella; el propio arzobispo recibió la profesión de Emilia y de otras
diecisiete hermanas y aprobó formalmente la Regla de la Congregación, en 1835.
En los años anteriores se había hecho una
segunda fundación en Argelia, a donde las religiosas fueron insistentemente
invitadas a trasladarse, por Augustín de Vialar, hermano de Emilia, que era uno
de los consejeros municipales en Argel y deseaba que las Hermanas de San José
se hiciesen cargo de un hospital. Eugenia de Guérin cita las palabras de una
hermana que, en una de sus cartas a la cronista, habla de «la conquista de
Argelia por Emilia de Vialar»; sin embargo, aquella empresa sólo fue temporal.
Después del gran establecimiento de Argelia, se hizo una tercera fundación en
Bóne que, a su vez, dio origen a los conventos en Constantina y en Túnez; el
convento de Túnez tuvo un afiliado en Malta y de ahí nacieron las nuevas casas
en los Balcanes y el Cercano Oriente. Las Hermanas de San José fueron las
primeras monjas católicas que se establecieron en Jerusalén en los tiempos
modernos, invitadas por el padre guardián de los franciscanos en Tierra Santa.
Cuando Mons. Dupuch, el primer obispo de Argelia, celebró la misa en la colina
de Hipona de San Agustín, la madre Emilia y algunas de las hermanas estaban
presentes. Desgraciadamente, sus relaciones con el prelado quedaron dañadas por
un profundo desacuerdo sobre las jurisdicciones: Roma se puso de parte de las
hermanas, pero Mons. Dupuch contaba con el apoyo de los poderes civiles, y las
monjas tuvieron que ceder. A pesar de la gran pérdida que significaba para
ellas, abandonaron el establecimiento de Argelia. Fue entonces cuando la madre
Emilia dedicó su atención a Túnez primero y después a Malta. La fundadora llegó
a las costas de esta isla a nado, lo mismo que san Pablo, porque el barco en
que viajaba naufragó.
Su amigo y auxiliar, el padre Mercier,
había muerto en 1845 y, cuando Emilia regresó a Gaillac, a mediados del año
siguiente, encontró su centro de operaciones en gran confusión y desorden por
falta de un director, y con sus finanzas desquiciadas a causa de la negligencia
de un administrador poco escrupuloso. Las reclamaciones legales que llovieron
sobre el convento de Gaillac, empeoraron la situación y, a fin de cuentas, la
casa matriz tuvo que ser trasladada a Toulouse, luego de que varias de las
monjas más antiguas se separaron de la congregación y se vio seriamente
amenazada su propia existencia. «Ya he recibido mi lección -escribía la madre
Emilia-, ahora sé que la firme y tranquila confianza en Dios vale más que
cualquier esfuerzo por salvaguardar las ventajas materiales». Después de dejar
establecidas en Toulouse a sus monjas, partió a Grecia y fundó otro convento en
la isla de Syra.
La visita a Grecia fue el último de los
largos viajes de la madre Emilia (agotadoras empresas que provocaron
comentarios desfavorables entre algunos eclesiásticos de alto rango); pero no
dejaron de hacerse nuevas fundaciones mientras vivió. En 1847, se recibió un
llamado desde Birmania y hacia allá partieron seis hermanas; en 1854, el obispo
de Perth, en Australia, visitó especialmente a la madre Emilia para solicitarle
ayuda y, en consecuencia, un grupo de monjas partió para Freemantle. De esta
manera, en el transcurso de veintidós años, la fundadora vio crecer su
congregación hasta contar con unas cuarenta casas, la mayoría de las cuales
habían sido fundadas por ella misma. Dos años antes, la casa matriz fue
trasladada por segunda vez, en aquella ocasión a Marsella. Ahí, el famoso
obispo san Carlos de
Mazenod, fundador él mismo de una congregación de misioneros
llamada de los Oblatos de María Inmaculada, dispensó una calurosa acogida a la
madre Emilia.
Santa Emilia de Vialar era de una
naturaleza apasionada, pronta a la exaltación, pero perfectamente equilibrada;
estas cualidades se mostraban lo mismo en su rostro que en los actos de su
vida; su intelecto estaba gobernado y dirigido por una fuerza de voluntad excepcional.
Gracias a ello, fue capaz de realizar la obra monumental que levantó durante su
vida, que inició cuando ya tenía cerca de treinta y cinco años y a la que se
opusieron incontables dificultades durante sus etapas iniciales y su
desarrollo. La santa se mostró particularmente firme cuando la integridad
constitucional o canónica de su congregación se vio amenazada; esa fue la causa
del rompimiento con Mons. Dupuch y del abandono de Toulouse como sede de la
casa matriz, cinco años después de haberla establecido. Aquellas dificultades,
sumadas a las que se produjeron en Gaillac en 1846, no la desalentaron, pero en
sus cartas se reflejan sus luchas interiores y las dudas que la asaltaban. La
correspondencia de Santa Emilia es muy voluminosa y en toda ella se advierte su
estilo peculiar, vigoroso y conmovedor, sobre todo cuando alguna emoción
profunda ponía un toque de elocuencia a sus escritos; hay un claro ejemplo de
este caso en el memorial que la madre Emilia escribió al mariscal de campo
Soult, después del desastre de Argelia.
Santa Emilia escogió deliberadamente la
actividad de Marta, pero no por eso dejó de participar en la contemplación de
María. En el relato que escribió por instrucciones de su confesor, podemos ver
la estrecha, la íntima relación en que vivía con Dios; también contamos con los
testimonios de sus hijas en religión, sobre los progresos que hizo en el
sendero de la contemplación. «Me han sometido a muchas pruebas, pero siempre
encontré la ayuda de Dios, escribía ¡Con cuánta frecuencia viene el Señor a
compartir conmigo las largas vigilias! Las manifestaciones de Su amor están
siempre al alcance de mi mano y yo trato de seguirle siempre, aun cuando caigan
sobre mí nuevas tribulaciones ... A medida que aumentan los problemas, crece mi
confianza en Él ...» Se ha dicho con sabiduría que «la civilización es una
cuestión de espíritu»; el espíritu de santa Emilia, inspirado en un amor que el
cardenal Granito di Belmonte califica de «sabio, comprensivo y muy
considerado». Su congregación, «hizo más por la civilización en Africa, Asia y
Australia durante los últimos cien años, de lo que pudieran haber hecho los
conquistadores y colonizadores». El despliegue de energía física de que hizo
gala santa Emilia para realizar obras tan inmensas, resulta todavía más notable
si se tiene en cuenta que, en su juventud, se le formó una hernia al hacer un
gran esfuerzo, precisamente, durante una de sus obras de caridad. A partir de
1850, la hernia le produjo trastornos cada vez más serios y, a fin de cuentas,
fue la causa de su muerte, ocurrida el 24 de agosto de 1856. El lema de su
testamento a las Hermanas de San José de la Aparición, era el precepto: «Amaos
las unas a las otras». Su canonización tuvo lugar en 1951.
En la obra «La vie militante de la B. Mere
Emilie de Vialar» por el canónigo Testas, reeditada en 1939, se encuentra la
biografía clásica de la santa. El propio autor escribió, en 1938, una Historia
Abreviada de Santa Emilia. Las cartas de Eugénie de Guérin (1805-48), a su
hermano Mauricio, a las que nos referimos antes, se publicaron en París a
mediados del siglo anterior.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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