San Francisco de Asís, fundador
fecha: 4 de octubre
n.: 1181 - †: 1226 - país: Italia
canonización: C: Gregorio IX 16 jul 1228
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 1181 - †: 1226 - país: Italia
canonización: C: Gregorio IX 16 jul 1228
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: Memoria de san Francisco, el cual, después de una juventud
despreocupada, se convirtió a la vida evangélica en Asís, localidad de Umbría,
en Italia, y encontró a Cristo sobre todo en los pobres y necesitados,
haciéndose pobre él mismo. Instituyó los Hermanos Menores y, viajando, predicó
el amor de Dios a todos y llegó incluso a Tierra Santa. Con sus palabras y
actitudes mostró siempre su deseo de seguir a Cristo, y escogió morir recostado
sobre la nuda tierra.
Patronazgos: patrono de Italia y Asís, de los tejedores, los comerciantes de tela,
sastres, trabajadores sociales, de los que trabajan en la protección del medio
ambiente; protector de los pobres, los cojos, los ciegos, los presos y los náufragos.
Tradiciones, refranes, devociones: El cordonazo de San Francisco, por tierra y por
mar se ha de notar ( el «cordonazo» es un temporal o borrasca que suele ocurrir
hacia el equinoccio de otoño).
Otoñada segura, San Francisco la procura.
Otoñada segura, San Francisco la procura.
refieren a este santo: Beato Andrés
Caccioli, Beato Cristóbal
de Romagna, Santo Domingo de
Guzmán, Beato Egidio de
Asís, Beata Elena
Enselmini, Santa Inés de
Asís, Beato Juan de
Pina, Beato Luquesio, Beato Peregrino
de Falerone
Oración: Dios todopoderoso, que otorgaste a
san Francisco de Asís la gracia de asemejarse a Cristo por la humildad y la
pobreza, concédenos caminar tras sus huellas, para que podamos seguir a tu Hijo
y entregarnos a ti con amor jubiloso. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los
siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
Se ha dicho que san Francisco entró en la
gloria desde antes de morir y que es el único santo a quien todas las
generaciones hubiesen canonizado unánimemente. Estas exageraciones, que no
carecen de fundamento, nos permiten afirmar con la misma verdad que san
Francisco es el único santo de nuestros días a quien todos los no católicos
estarían de acuerdo en canonizar. Ciertamente no existe ningún santo que sea
tan popular como él entre los protestantes y aun entre los no cristianos. San
Francisco de Asís cautivó la imaginación de sus contemporáneos presentándoles
la pobreza, la castidad y la obediencia en los términos que los trovadores
empleaban para cantar al amor, y con su sencillez ha conquistado a nuestro
mundo tan complicado. Los que sueñan en reformas sociales y religiosas acuden
al ejemplo del Pobrecito de Asís para justificar sus aspiraciones, y los
sentimentales no pueden resistir a su inmensa bondad. Pero los rasgos idílicos
relacionados con su nombre -su matrimonio con la Pobreza, su amor por los
pajarillos, la liebre acosada, el haIcón, el jilguero de la cueva, su pasión por
la naturaleza (la naturaleza en el siglo XIII era todavía una cosa «natural»),
sus hazañas y palabras románticas- todos esos rasgos no son, por decirlo así,
más que chispazos de un alma que vivía sumergida en lo sobrenatural, que se
nutría en el dogma cristiano y que se había entregado enteramente, no sólo a
Cristo, sino a Cristo crucificado.
Francisco nació en Asís, ciudad de Umbría,
en 1181 o 1182. Su padre, Pedro Bernardone, era comerciante. El nombre de su
madre era Pica y algunos autores afirman que pertenecía a una noble familia de
la Provenza. Tanto el padre como la madre de Francisco eran personas de gran
probidad y ocupaban una situación desahogada. Pedro Bernardone comerciaba
especialmente en Francia. Como se hallase en dicho país cuando nació su hijo,
las gentes le apodaron «Francesco» (el francés), por más que en el bautismo
recibió el nombre de Juan. En su juventud, Francisco era muy dado a las
románticas tradiciones caballerescas que propagaban los trovadores. Disponía de
dinero en abundancia y lo gastaba pródigamente, con ostentación. Ni los
negocios de su padre, ni los estudios le interesaban lo más mínimo. Lo que le
interesaba realmente era gozar de la vida. Sin embargo, no era de costumbres
licenciosas y jamás rehusaba una limosna a los mendigos que se la pedían por
amor de Dios. Cuando Francisco tenía unos veinte años, estalló la discordia
entre las ciudades de Perugia y Asís y el joven cayó prisionero de los
peruginos. La prisión duró un año, y Francisco la soportó alegremente. Sin embargo,
cuando recobró la libertad, cayó gravemente enfermo. La enfermedad, en la que
el joven probó una vez más su paciencia, fortaleció y maduró su espíritu.
Cuando se sintió con fuerzas suficientes, determinó ir a combatir en el
ejército de Galterio y Briena en el sur de Italia. Con ese fin, se compró una
costosa armadura y un hermoso manto. Pero un día en que paseaba ataviado con su
nuevo atuendo, se topó con un caballero mal vestido que había caído en la
pobreza; movido a compasión ante aquel infortunio, Francisco cambió sus ricos
vestidos por los del caballero pobre. Esa noche vio en sueños un espléndido
palacio con salas colmadas de armas, sobre las cuales se hallaba grabado el
signo de la cruz y le pareció oír una voz que le decía que esas armas le pertenecían
a él y a sus soldados. Francisco partió a Apulia con el alma ligera y la
seguridad de triunfar, pero nunca llegó al frente de batalla. En Espoleto cayó
nuevamente enfermo y, durante la enfermedad, oyó una voz celestial que le
exhortaba a «servir al amo y no al siervo». El joven obedeció. Al principio
volvió a su antigua vida, aunque tomándola menos a la ligera. Las gentes, al
verle ensimismado, le decían que estaba enamorado. «Sí -replicaba Francisco-
voy a casarme con una joven más bella y más noble que todas las que conocéis».
Poco a poco, con la mucha oración, fue concibiendo el deseo de vender todos sus
bienes y comprar la perla preciosa de la que habla el Evangelio. Aunque
ignoraba lo que tenía que hacer para ello, una serie de claras inspiraciones
sobrenaturales le hizo comprender que la batalla espiritual empieza por la
mortificación y la victoria sobre los instintos. Paseándose en cierta ocasión a
caballo por la llanura de Asís, encontró a un leproso. Las llagas del mendigo
aterrorizaron a Francisco; pero, en vez de huir, se acercó al leproso, que le
tendía la mano para recibir una limosna y le dio un beso.
A partir de entonces, comenzó a visitar y
servir a los enfermos en los hospitales. Algunas veces regalaba a los pobres
sus vestidos, otras, el dinero que llevaba. En cierta ocasión, mientras oraba
en la iglesia de San Damián en las afueras de Asís, le pareció que el crucifijo
le repetía tres veces: «Francisco, repara mi casa, pues ya ves que está en
ruinas». El santo, viendo que la iglesia se hallaba en muy mal estado, creyó
que el Señor quería que la reparase; así pues, partió inmediatamente, tomó una
buena cantidad de vestidos de la tienda de su padre y los vendió junto con su
caballo. En seguida llevó el dinero al pobre sacerdote que se encargaba de la
iglesia de San Damián, y le pidió permiso de quedarse a vivir con él. El buen
sacerdote consintió en que Francisco se quedase con él, pero se negó a aceptar
el dinero. El joven lo depositó en el alféizar de la ventana. Pedro Bernardone,
al enterarse de lo que había hecho su hijo, se dirigió indignado a San Damián.
Pero Francisco había tenido buen cuidado de ocultarse. Al cabo de algunos días
pasados en oración y ayuno, Francisco volvió a entrar en la población, pero
estaba tan desfigurado y mal vestido, que las gentes se burlaban de él como si
fuese un loco. Pedro Bernardone, muy desconcertado por la conducta de su hijo,
le condujo a su casa, le golpeó furiosamente (Francisco tenía entonces
veinticinco años), le puso grillos en los pies y le encerró en una habitación.
La madre de Francisco se encargó de ponerle en libertad cuando su marido se
hallaba ausente y el joven retornó a San Damián. Su padre fue de nuevo a
buscarle ahí, le golpeó en la cabeza y le conminó a volver inmediatamente a su
casa o a renunciar a su herencia y pagarle el precio de los vestidos que le
había robado. Francisco no tuvo dificultad alguna en renunciar a la herencia,
pero dijo a su padre que el dinero de los vestidos pertenecía a Dios y a los
pobres. Su padre le obligó a comparecer ante el obispo Guido de Asís, quien
exhortó al joven a devolver el dinero y a tener confianza en Dios: «Dios no
desea que su Iglesia goce de bienes injustamente adquiridos». Francisco
obedeció a la letra la orden del obispo y añadió: «Los vestidos que llevo
puestos pertenecen también a mi padre, de suerte que tengo que devolvérselos».
Acto seguido se desnudó y entregó sus vestidos a su padre, diciéndole
alegremente: «Hasta ahora tú has sido mi padre en la tierra. Pero en adelante
podré decir: 'Padre nuestro, que estás en los cielos'». Pedro Bernardone
abandonó el palacio episcopal «temblando de indignación y profundamente
lastimado». El obispo regaló a Francisco un viejo vestido de labrador, que
pertenecía a uno de sus siervos. Francisco recibió la primera limosna de su
vida con gran agradecimiento, trazó la señal de la cruz sobre el vestido con un
trozo de tiza y se lo puso.
En seguida partió en busca de un sitio
conveniente para establecerse. Iba cantando alegremente las alabanzas divinas
por el camino real, cuando se topó con unos bandoleros que le preguntaron quién
era. El respondió: «Soy el heraldo del Gran Rey». Los bandoleros le golpearon y
le arrojaron en un foso cubierto de nieve. Francisco prosiguió su camino
cantando las divinas alabanzas. En un monasterio obtuvo limosna y trabajo como
si fuese un mendigo. Cuando llegó a Gubbio, una persona que le conocía, le
llevó a su casa y le regaló una túnica, un cinturón y unas sandalias de
peregrino. El atuendo era muy pobre pero decente. Francisco lo usó dos años, al
cabo de los cuales volvió a San Damián. Para reparar la iglesia, fue a pedir
limosna en Asís, donde todos le habían conocido rico y, naturalmente, hubo de
soportar las burlas y el desprecio de más de un mal intencionado. El mismo se
encargó de transportar las piedras que hacían falta para reparar la iglesia y
ayudó en el trabajo a los albañiles. Una vez terminadas las reparaciones en la
iglesia de San Damián, Francisco emprendió un trabajo semejante en la antigua
iglesia de San Pedro. Después, se trasladó a una capillita llamada Porciúncula,
que pertenecía a la abadía benedictina de Monte Subasio. Probablemente el
nombre de la capillita aludía al hecho de que estaba construida en una reducida
parcela de tierra. La Porciúncula se hallaba en una llanura, a unos cuatro
kilómetros de Asís y, en aquella época, estaba abandonada y casi en ruinas. La
tranquilidad del sitio agradó a Francisco tanto como el título de Nuestra
Señora de los Ángeles, en cuyo honor había sido erigida la capilla. Francisco
la reparó y fijó en ella su residencia. Ahí le mostró finalmente el cielo lo
que esperaba de él, el día de la fiesta de san Matías del año 1209. En aquella
época, el evangelio de la misa de la fiesta decía: «Id a predicar, diciendo: El
Reino de Dios ha llegado ... Dad gratuitamente lo que habéis recibido
gratuitamente ... No poseáis oro ... ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo
... He aquí que os envío como corderos en medio de los lobos ...» (Mt 10,7-19).
Estas palabras penetraron hasta lo más profundo en el corazón de Francisco y
éste, aplicándolas literalmente, regaló sus sandalias, su báculo y su cinturón
y se quedó solamente con la pobre túnica ceñida con un cordón. Tal fue el
hábito que dio a sus hermanos un año más tarde: la túnica de lana burda de los
pastores y campesinos de la región. Vestido en esa forma, empezó a exhortar a
la penitencia con tal energía, que sus palabras hendían los corazones de sus
oyentes. Cuando se topaba con alguien en el camino, le saludaba con estas
palabras: «La paz del Señor sea contigo». Dios le había concedido ya el don de
profecía y el don de milagros. Cuando pedía limosna para reparar la iglesia de
San Damián, acostumbraba decir: «Ayudadme a terminar esta iglesia. Un día habrá
ahí un convento de religiosas en cuyo buen nombre se glorificarán el Señor y la
universal Iglesia». La profecía se verificó cinco años más tarde en santa Clara
y sus religiosas. Un habitante de Espoleto sufría de un cáncer que le había
desfigurado horriblemente el rostro. En cierta ocasión, al cruzarse con San
Francisco, el hombre intentó arrojarse a sus pies, pero el santo se lo impidió
y le besó en el rostro. El enfermo quedó instantáneamente curado. San
Buenaventura comentaba a este propósito: «No sé si hay que admirar más el beso
o el milagro».
Francisco tuvo pronto numerosos seguidores
y algunos querían hacerse discípulos suyos. El primer discípulo fue Bernardo de
Quintavalle, un rico comerciante de Asís. Al principio Bernardo veía con
curiosidad la evolución de Francisco y con frecuencia le invitaba a su casa,
donde le tenía siempre preparado un lecho próximo al suyo. Bernardo se fingía
dormido para observar cómo el siervo de Dios se levantaba calladamente y pasaba
largo tiempo en oración, repitiendo estas palabras: «Deus meus et omnia» (Mi
Dios y mi todo). Al fin, comprendió que Francisco era «verdaderamente un hombre
de Dios» y en seguida le suplicó que le admitiese como discípulo. Desde
entonces, juntos asistían a misa y estudiaban la Sagrada Escritura para conocer
la voluntad de Dios. Como las indicaciones de la Biblia concordaban con sus
propósitos, Bernardo vendió cuanto tenía y repartió el producto entre los
pobres. Pedro de Cattaneo, canónigo de la catedral de Asís, pidió también a
Francisco que le admitiese como discípulo y el santo les «concedió el hábito» a
los dos juntos, el 16 de abril de 1209. El tercer compañero de san Francisco
fue el hermano Gil, famoso por su gran sencillez y sabiduría espiritual. Cuando
el grupo contaba ya con unos doce miembros, Francisco redactó una regla breve e
informal, que consistía principalmente en los consejos evangélicos para
alcanzar la perfección. En 1210, fue a Roma a presentar su regla a la
aprobación del Sumo Pontífice. Inocencio III se mostró adverso al principio.
Por otra parte, muchos cardenales opinaban que las órdenes religiosas ya
existentes necesitaban de reforma, no de multiplicación y que la nueva manera
de concebir la pobreza era impracticable. El cardenal Juan Colonna alegó en
favor de Francisco que su regla expresaba los mismos consejos con los que el
Evangelio exhortaba a la prefección. Más tarde, el Papa relató a su sobrino,
quien a su vez lo comunicó a san Buenaventura, que había visto en sueños una
palmera que crecía rápidamente y después, había visto a Francisco sosteniendo
con su cuerpo la basílica de Letrán que estaba a punto de derrumbarse. Cinco
años después, el mismo Pontífice tendría un sueño semejante a propósito de
santo Domingo. Inocencio III mandó, pues, llamar a Francisco y aprobó
verbalmente su regla; en seguida le impuso la tonsura, así como a sus
compañeros y les dio por misión predicar la penitencia.
San Francisco y sus compañeros se
trasladaron provisionalmente a una cabaña de Rivo Torto, en las afueras de
Asís, de donde salían a predicar por toda la región. Poco después, tuvieron
dificultades con un campesino que reclamaba la cabaña para emplearla como
establo de su asno. Francisco respondió: «Dios no nos ha llamado a preparar
establos para los asnos», y acto seguido abandonó el lugar y partió a ver al
abad de Monte Subasio. En 1212, el abad regaló a Francisco la capilla de la
Porciúncula, a condición de que la conservase siempre como la iglesia principal
de la nueva orden. El santo se negó a aceptar la propiedad de la capillita y
sólo la admitió prestada. En prueba de que la Porciúncula continuaba como
propiedad de los benedictinos, Francisco les enviaba cada año, a manera de recompensa
por el préstamo, una cesta de pescados cogidos en el riachuelo vecino. Por su
parte, los benedictinos correspondían enviándole un tonel de aceite. Tal
costumbre existe todavía entre los franciscanos de Santa María de los Ángeles y
los benedictinos de San Pedro de Asís.
Alrededor de la Porciúncula, los frailes
construyeron varias cabañas primitivas, porque san Francisco no permitía que la
orden en general y los conventos en particular, poseyesen bienes temporales.
Había hecho de la pobreza el fundamento de su orden y su amor a la pobreza se
manifestaba en su manera de vestirse, en los utensilios que empleaba y en cada
uno de sus actos. Acostumbraba llamar a su cuerpo «el hermano asno», porque lo
consideraba como hecho para transportar carga, para recibir golpes y para comer
poco y mal. Cuando veía ocioso a algún fraile, le llamaba «hermano mosca»
porque en vez de cooperar con los demás echaba a perder el trabajo de los otros
y les resultaba molesto. Poco antes de morir, considerando que el hombre está obligado
a tratar con caridad a su cuerpo, Francisco pidió perdón al suyo por haberlo
tratado tal vez con demasiado rigor. El santo se había opuesto siempre a las
austeridades indiscretas y exageradas. En cierta ocasión, viendo que un fraile
había perdido el sueño a causa del excesivo ayuno, Francisco le llevó alimento
y comió con él para que se sintiese menos mortificado.
Al principio de su conversión, viéndose
atacado de violentas tentaciones de impureza, solía revolcarse desnudo sobre la
nieve. Cierta vez en que la tentación fue todavía más violenta que de
ordinario, el santo se disciplinó furiosamente; como ello no bastase para
alejarla, acabó por revolcarse sobre las zarzas y los abrojos. Su humildad no
consistía simplemente en un desprecio sentimental de sí mismo, sino en la
convicción de que «ante los ojos de Dios el hombre vale por lo que es y no
más». Considerándose indigno del sacerdocio, Francisco sólo llegó a recibir el
diaconado. Detestaba de todo corazón las singularidades. Así, cuando le contaron
que uno de los frailes era tan amante del silencio que sólo se confesaba por
señas, respondió disgustado: «Eso no procede del Espíritu de Dios sino del
demonio; es una tentación y no un acto de virtud». Dios iluminaba la
inteligencia de su siervo con una luz de sabiduría que no se encuentra en los
libros. Cuando cierto fraile le pidió permiso de estudiar, Francisco le
contestó que, si repetía con devoción el «Gloria Patri», llegaría a ser sabio a
los ojos de Dios y él mismo era el mejor ejemplo de la sabiduría adquirida en
esa forma. Sus contemporáneos hablan con frecuencia del cariño de Francisco por
los animales y del poder que tenía sobre ellos. Por ejemplo, es famosa la
reprensión que dirigió a las golondrinas cuando iba a predicar en Alviano:
«Hermanas golondrinas: ahora me toca hablar a mí; vosotras ya habéis parloteado
bastante». Famosas también son las anécdotas de los pajarillos que venían a
escucharle cuando cantaba las grandezas del Creador, del conejillo que no
quería separarse de él en el Lago Trasimeno y del lobo de Gubbio amansado por
el santo. Algunos autores consideran tales anécdotas como simples alegorías, en
tanto que otros les atribuyen valor histórico.
Los primeros años de la orden en Santa
María de los Ángeles fueron un período de entrenamiento en la pobreza y la
caridad fraternas. Los frailes trabajaban en sus oficios y en los campos
vecinos para ganarse el pan de cada día. Cuando no había trabajó suficiente,
solían pedir limosna de puerta en puerta; pero el fundador les había prohibido
que aceptasen dinero. Estaban siempre prontos a servir a todo el mundo,
particularmente a los leprosos y menesterosos. San Francisco insistía en que
llamasen a los leprosos «mis hermanos cristianos» y los enfermos no dejaban de
apreciar esta profunda delicadeza. El número de los compañeros del santo
continuaba en aumento; entre ellos se contaba el famoso «juglar de Dios», fray
Junípero; a causa de la sencillez del hermanito, Francisco solía repetir:
«Quisiera tener todo un bosque de tales juníperos». En cierta ocasión en que el
pueblo de Roma se había reunido para recibir a fray Junípero, sus compañeros le
hallaron jugando apaciblemente con los niños fuera de las murallas de la
ciudad. Santa Clara acostumbraba llamarle «el juguete de Dios».
Clara había partido de Asís para seguir a
Francisco, en la primavera de 1212, después de oírle predicar. El santo
consiguió establecer a Clara y sus compañeras en San Damián, y la comunidad de
religiosas llegó pronto a ser, para los franciscanos, lo que las monjas de
Prouille habían de ser para los dominicos: una muralla de fuerza femenina, un
vergel escondido de oración que hacía fecundo el trabajo de los frailes. En el
otoño de ese año, Francisco, no contento con todo lo que había sufrido y
trabajado por las almas en Italia, resolvió ir a evangelizar a los mahometanos.
Así pues, se embarcó en Ancona con un compañero rumbo a Siria; pero una
tempestad hizo naufragar la nave en la costa de Dalmacia. Como los frailes no
tenían dinero para proseguir el viaje se vieron obligados a esconderse
furtivamente en un navío para volver a Ancona. Después de predicar un año en el
centro de Italia (el señor de Chiusi puso entonces a la disposición de los
frailes un sitio de retiro en Monte Alvernia, en los Apeninos de Toscana), san
Francisco decidió partir nuevamente a predicar a los mahometanos en Marruecos.
Pero Dios tenía dispuesto que no llegase nunca a su destino: el santo cayó
enfermo en España y, después, tuvo que retornar a Italia. Ahí se consagró
apasionadamente a predicar el Evangelio a los cristianos.
San Francisco dio a su orden el nombre de
«Frailes Menores» por humildad, pues quería que sus hermanos fuesen los siervos
de todos y buscasen siempre los sitios más humildes. Con frecuencia exhortaba a
sus compañeros al trabajo manual y, si bien les permitía pedir limosna, les
tenía prohibido que aceptasen dinero. Pedir limosna no constituía para él una
vergüenza, ya que era una manera de imitar la pobreza de Cristo. El santo no
permitía que sus hermanos predicasen en una diócesis sin permiso expreso del
obispo. Entre otras cosas, dispuso que «si alguno de los frailes se apartaba de
la fe católica en obras o palabras y no se corregía, debería ser expulsado de
la hermandad». Todas las ciudades querían tener el privilegio de albergar a los
nuevos frailes, y las comunidades se multiplicaron en Umbría, Toscana,
Lombardía y Ancona. Se cuenta que en 1216, Francisco solicitó del Papa Honorio
III la indulgencia de la Porciúncula o «perdón de Asís». Según la tradición,
Jesucristo se apareció a san Francisco en la capillita de la Porciúncula. A
causa de la aparición, Honorio III concedió indulgencia plenaria a quienes
visitasen la capilla en un día determinado del año (actualmente el 2 de
agosto). Se ha discutido mucho si tal indulgencia fue concedida en la época de
San Francisco, pero lo cierto es que entonces no se empleaba el método de salir
de la capilla y volver a entrar para ganar una nueva indulgencia. Como escribía
Nicolás de Lyra, «eso es más bien ridículo que devoto». Y otros teólogos de la
Edad Media opinaban como él. El año siguiente, conoció en Roma a santo Domingo,
quien había predicado la fe y la penitencia en el sur de Francia en la época en
que Francisco era «un gentilhombre de Asís». San Francisco tenía también la
intención de ir a predicar en Francia. Pero, como el cardenal Ugolino (quien
fue más tarde Papa con el nombre de Gregorio IX) le disuadiese de ello, envió
en su lugar a los hermanos Pacífico y Agnelo. Este último había de introducir
más tarde la orden de los frailes menores en Inglaterra. El sabio y bondadoso
cardenal Ugolino ejerció una gran influencia en el desarrollo de la orden. Los
compañeros de san Francisco eran ya tan numerosos, que se imponía forzosamente
cierta forma de organización sistemática y de disciplina común. Así pues, se
procedió a dividir a la orden en provincias, al frente de cada una de las
cuales se puso a un ministro, «encargado del bien espiritual dé los hermanos;
si alguno de ellos llegaba a perderse por el mal ejemplo del ministro, éste
tendría que responder de él ante Jesucristo». Los frailes habían cruzado ya los
Alpes y tenían misiones en España, Alemania y Hungría.
El primer capítulo general se reunió en la
Porciúncula, en Pentecostés del año de 1217. En 1219, tuvo lugar el capítulo
«de las esteras», así llamado por las cabañas que debieron construirse
precipitadamente con esteras para albergar a los delegados. Se cuenta que se
reunieron entonces cinco mil frailes. Nada tiene de extraño que en una
comunidad tan numerosa, el espíritu del fundador se hubiese diluido un tanto.
Los delegados encontraban que san Francisco se entregaba excesivamente a la
ventura, es decir, con demasiada confianza en Dios, y exigían un espíritu más
práctico. El santo se indignó profundamente y replicó: «Hermanos míos, el Señor
me llamó por el camino de la sencillez y la humildad y por ese camino persiste
en conducirme, no sólo a mí sino a todos los que estén dispuestos a seguirme
... El Señor me dijo que deberíamos ser pobres y locos en este mundo y que ése
y no otro sería el camino por el que nos llevaría. Quiera Dios confundir
vuestra sabiduría y vuestra ciencia y haceros volver a vuestra primitiva
vocación, aunque sea contra vuestra voluntad, y aunque la encontréis tan
defectuosa». A quienes le propusieron que pidiese al Papa permiso para que los
frailes pudiesen predicar en todas partes sin autorización del obispo,
Francisco repuso: «Cuando los obispos vean que vivís santamente y que no tenéis
intenciones de atentar contra su autoridad, serán los primeros en rogaros que
trabajéis por el bien de las almas que les han sido confiadas. Considerad como
el mayor de los privilegios el no gozar de privilegio alguno ...» Al terminar
el capítulo, san Francisco envió a algunos frailes a la primera misión entre
los infieles de Túnez y Marruecos y se reservó para sí la misión entre los
sarracenos de Egipto y Siria. En 1215, durante el Concilio de Letrán, el papa
Inocencio III había predicado una nueva cruzada, pero tal cruzada se había
reducido simplemente a reforzar el Reino Latino de Oriente. Francisco quería
blandir la espada de Dios.
En junio de 1219, se embarcó en Ancona con
doce frailes. La nave los condujo a Damieta, en la desembocadura del Nilo. Los
cruzados habían puesto sitio a la ciudad, y Francisco sufrió mucho al ver el
egoísmo y las costumbres disolutas de los soldados de la cruz. Consumido por el
celo de la salvación de los sarracenos, decidió pasar al campo del enemigo, por
más que los cruzados le dijeron que la cabeza de los cristianos estaba puesta a
precio. Habiendo conseguido la autorización del legado pontificio, Francisco y
el hermano Iluminado se aproximaron al campo enemigo, gritando: «¡Sultán,
sultán!» Cuando los condujeron a la presencia de Malek-al-Kamil, Francisco
declaró osadamente: «No son los hombres quienes me han enviado, sino Dios
todopoderoso. Vengo a mostrarles, a ti y a tu pueblo, el camino de la
salvación; vengo a anunciarles las verdades del Evangelio». El sultán quedó
impresionado y rogó a Francisco que permaneciese con él. El santo replicó: «Si
tú y tu pueblo estáis dispuestos a oír la palabra de Dios, con gusto me quedaré
con vosotros. Y si todavía vaciláis entre Cristo y Mahoma, manda encender una
hoguera; yo entraré en ella con vuestros sacerdotes y así veréis cuál es la
verdadera fe». El sultán contestó que probablemente ninguno de los sacerdotes querría
meterse en la hoguera y que no podía someterlos a esa prueba para no
soliviantar al pueblo. Pocos días más tarde, Malek-al-Kamil mandó a Francisco
que volviese al campo de los cristianos. Desalentado al ver el reducido éxito
de su predicación entre los sarracenos y entre los cristianos, el santo pasó a
visitar los Santos Lugares. Ahí recibió una carta en la que sus hermanos le
pedían urgentemente que retornase a Italia.
Durante la ausencia de Francisco, sus dos
vicarios, Mateo de Narni y Gregorio de Nápoles, habían introducido ciertas
inovaciones que tendían a uniformar a los frailes menores con las otras órdenes
religiosas y a encuadrar el espíritu franciscano en el rígido esquema de la
observancia monástica y de las reglas ascéticas. Las religiosas de San Damián
tenían ya una constitución propia, redactada por el cardenal Ugolino sobre la
base de la regla de San Benito. Al llegar a Bolonia, Francisco tuvo la
desagradable sorpresa de encontrar a sus hermanos hospedados en un espléndido
convento. El santo se negó a poner los pies en él y vivió con los frailes
predicadores. En seguida mandó llamar al guardián del convento franciscano, le
reprendió severamente y le ordenó que los frailes abandonasen la casa. Tales
acontecimientos tenían a los ojos del santo las proporciones de una verdadera
traición: se trataba de una crisis de la que tendría que salir la orden
sublimada o destruida. San Francisco se trasladó a Roma donde consiguió que
Honorio III nombrase al cardenal Ugolino protector y consejero de los
franciscanos, ya que el purpurado había depositado una fe ciega en el fundador
y poseía una gran experiencia en los asuntos de la Iglesia. Al mismo tiempo,
Francisco se entregó ardientemente a la tarea de revisar la regla, para lo que
convocó a un nuevo capítulo general que se reunió en la Porciúncula en 1221. El
santo presentó a los delegados la regla revisada. Lo que se refería a la
pobreza, la humildad y la libertad evangélica, características de la orden,
quedaba intacto. Ello constituía una especie de reto del fundador a los
disidentes y legalistas que, por debajo del agua, tramaban una verdadera
revolución del espíritu franciscano. El jefe de la oposición era el hermano Elías
de Cortona. El fundador había renunciado a la dirección de la orden, de suerte
que su vicario, fray Elías, era prácticamente el ministro general. Sin embargo,
no se atrevió a oponerse al fundador, a quien respetaba sinceramente. En
realidad, la orden era ya demasiado grande, como lo dijo el propio San
Francisco: «Si hubiese menos frailes menores, el mundo los vería menos y
desearía que fuesen más». Al cabo de dos años, durante los cuales hubo de
luchar contra la corriente cada vez más fuerte que tendía a desarrollar la
orden en una dirección que él no había previsto y que le parecía comprometer el
espíritu franciscano, el santo emprendió una nueva revisión de la regla.
Después la comunicó al hermano Elías para que éste la pasase a los ministros,
pero el documento se extravió y el santo hubo de dictar nuevamente la revisión
al hermano León, en medio del clamor de los frailes que afirmaban que la
prohibición de poseer bienes en común era impracticable. La regla, tal como fue
aprobada por Honorio III en 1223, representaba sustancialmente el espíritu y el
modo de vida por el que había luchado san Francisco desde el momento en que se
despojó de sus ricos vestidos ante el obispo de Asís. Unos dos años antes san
Francisco y el cardenal Ugolino habían redactado una regla para la cofradía de
laicos que se habían asociado a los frailes menores y que correspondía a lo que
actualmente llamamos tercera orden, fincada en el espirito de la «Carta a todos
los cristianos», que Francisco había escrito en los primeros años de su
conversión. La cofradía, formada por laicos entregados a la penitencia, que
llevaban una vida muy diferente de la que se acostumbraba entonces, llegó a ser
una gran fuerza religiosa en la Edad Media.
San Francisco pasó la Navidad de 1223 en
Grecchio, en el valle de Rieti. Con tal ocasión, había dicho a su amigo, Juan
da Vellita: «Quisiera hacer una especie de representación viviente del
nacimiento de Jesús en Belén, para presenciar, por decirlo así, con los ojos
del cuerpo la humildad de la Encarnación y verle recostado en el pesebre entre
el buey y el asno». En efecto, el santo construyó entonces en la ermita una
especie de cueva y los campesinos de los alrededores asistieron a la misa de
media noche, en la que Francisco actuó como diácono y predicó sobre el misterio
de la Natividad. Probablemente ya existía para entonces la costumbre del
«belén» o «nacimiento», pero el hecho de que el santo la hubiese practicado
contribuyó indudablemente a popularizarla. San Francisco permaneció varios
meses en el retiro de Grecchio, consagrado a la oración, pero ocultó
celosamente a los ojos de los hombres las gracias especialísimas que Dios le
comunicó en la contemplación. El hermano León, que era su secretario y
confesor, afirmó que le había visto varias veces durante la oración elevarse
tan alto sobre el suelo, que apenas podía alcanzarle los pies y, en ciertas
ocasiones, ni siquiera eso. Alrededor de la fiesta de la Asunción de 1224, el
santo se retiró a Monte Alvernia y se construyó ahí una pequeña celda. Llevó
consigo al hermano León, pero prohibió que fuese alguien a visitarle hasta
después de la fiesta de san Miguel. Ahí fue donde tuvo lugar, alrededor del día
de la Santa Cruz de 1224, el milagro de la estigmatización del santo, que la
Orden celebra cada año el 17 de septiembre. Francisco trató de ocultar a los
ojos de los hombres las señales de la Pasión del Señor que tenía impresas en el
cuerpo; por ello, a partir de entonces llevaba siempre las manos dentro de las
mangas del hábito y usaba calcetines y zapatos. Sin embargo, deseando el
consejo de sus hermanos, comunicó lo sucedido al hermano Iluminado y algunos
otros, pero añadió que le habían sido reveladas ciertas cosas que jamás
descubriría a hombre alguno sobre la tierra. En cierta ocasión en que se
hallaba enfermo, alguien propuso que se le leyese un libro para distraerle. El
santo respondió: «Nada me consuela tanto como la contemplación de la vida y
Pasión del Señor. Aunque hubiese de vivir hasta el fin del mundo, con ese solo
libro me bastaría». Francisco se había enamorado de la santa pobreza mientras
contemplaba a Cristo crucificado y meditaba en la nueva crucifixión que sufría
en la persona de los pobres. El santo no despreciaba la ciencia, pero no la
deseaba para sus discípulos. Los estudios sólo tenían razón de ser como medios
para un fin y sólo aprovecharían a los frailes menores si no les impedían
consagrar a la oración un tiempo todavía más largo, y si les enseñaban más bien
a predicarse a sí mismos que a hablar a otros. Francisco aborrecía los estudios
que alimentaban más la vanidad que la piedad, porque entibiaban la caridad y
secaban el corazón. Sobre todo, temía que la señora Ciencia se convirtiese en
rival de la dama Pobreza. Viendo con cuánta ansiedad acudían a las escuelas y
buscaban los libros sus hermanos, Francisco exclamó en cierta ocasión:
«Impulsados por el mal espíritu, mis pobres hermanos acabarán por abandonar el
camino de la sencillez y de la pobreza». Antes de salir de Monte Alvernia, el
santo compuso el «Himno de alabanza al Altísimo». Poco después de la fiesta de
san Miguel, bajó finalmente al valle, marcado por los estigmas de la Pasión y
curó a los enfermos que le salieron al paso.
Los dos años que le quedaban de vida
fueron un período de sufrimiento tan intenso como su gozo espiritual. Su salud
iba empeorando, los estigmas le hacían sufrir y le debilitaban y casi había
perdido la vista. En el verano de 1225 estuvo tan enfermo, que el cardenal
Ugolino y el hermano Elías le obligaron a ponerse en manos del médico del Papa
en Rieti. El santo obedeció con sencillez. De camino a Rieti fue a visitar a
santa Clara en el convento de San Damián. Ahí, en medio de los más agudos
sufrimientos físicos, escribió el «Cántico del hermano Sol» y lo adaptó a una
tonada popular para que sus hermanos pudiesen cantarlo. Después se trasladó a
Monte Rainerio, donde se sometió al tratamiento brutal que el médico le había
prescrito, pero la mejoría que ello le produjo fue sólo momentánea. Sus
hermanos le llevaron entonces a Siena a consultar a otros médicos, pero para
entonces el santo estaba moribundo. En el testamento que dictó para sus
frailes, les recomendaba la caridad fraterna, los exhortaba a amar y observar
la santa pobreza y a amar y honrar a la Iglesia. Poco antes de su muerte, dictó
un nuevo testamento para recomendar a sus hermanos que observasen fielmente la
regla y trabajasen manualmente, no por el deseo de lucro, sino para evitar la
ociosidad y dar buen ejemplo. «Si no nos pagan nuestro trabajo, acudamos a la
mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta». Cuando Francisco volvió
a Asís, el obispo le hospedó en su propia casa. Francisco rogó a los médicos
que le dijesen la verdad, y éstos confesaron que sólo le quedaban unas cuantas
semanas de vida. «¡Bienvenida, hermana Muerte!», exclamó el santo y acto
seguido, pidió que le trasportasen a la Porciúncula. Por el camino, cuando la
comitiva se hallaba en la cumbre de una colina, desde la que se dominaba el
panorama de Asís, pidió a los que portaban la camilla que se detuviesen un
momento y entonces volvió sus ojos ciegos en dirección a la ciudad e imploró
las bendiciones de Dios para ella y sus habitantes. Después mandó a los
camilleros que se apresurasen a llevarle a la Porciúncula. Cuando sintió que la
muerte se aproximaba, Francisco envió a un mensajero a Roma para llamar a la
noble dama Giacoma di Settesoli, que había sido su protectora, para rogarle que
trajese consigo algunos cirios y un sayal para amortajarle, así como una
porción de un pastel que le gustaba mucho. Felizmente, la dama llegó a la
Porciúncula antes de que el mensajero partiese. Francisco exclamó: «¡Bendito
sea Dios que nos ha enviado a nuestra hermana Giacoma! La regla que prohibe la
entrada a las mujeres no afecta a nuestra hermana Giacoma. Decidle que entre».
El santo envió un último mensaje a santa
Clara y a sus religiosas y pidió a sus hermanos que entonasen los versos del
«Cántico del Hermano Sol» en los que alaba a la muerte. En seguida rogó que le
trajesen un pan y lo repartió entre los presentes en señal de paz y de amor
fraternal diciendo: «Yo he hecho cuanto estaba de mi parte, que Cristo os
enseñe a hacer lo que está de la vuestra». Sus hermanos le tendieron por tierra
y le cubrieron con un viejo hábito que el guardián le había prestado. Francisco
exhortó a sus hermanos al amor de Dios, de la pobreza y del Evangelio, «por
encima de todas las reglas», y bendijo a todos sus discípulos, tanto a los
presentes como a los ausentes. Murió el 3 de octubre de 1226, después de
escuchar la lectura de la Pasión del Señor según San Juan. El 16 de julio de
1228, menos de dos años después de su muerte, Gregorio IX canoniza a Francisco
en Asís. Nótese que hubo muchos casos de santos en los que el culto popular
comenzó de manera inmediata, y, por así decirlo, «por aclamación», sin embargo
son escasísimos (si no es acaso el único), en que la canonización regular, es
decir, la proclamación oficial y explícita de un nuevo santo, llega tan
rápidamente.
Francisco había pedido que le sepultasen
en el cementerio de los criminales de Colle d'Inferno. En vez de hacerlo así,
sus hermanos llevaron al día siguiente el cadáver en solemne procesión a la
iglesia de San Jorge, en Asís. Ahí estuvo depositado hasta dos años después de
la canonización. En 1230, fue secretamente trasladado a la gran basílica
construida por el hermano Elías. El cadáver desapareció de la vista de los
hombres durante seis siglos, hasta que en 1818, tras cincuenta y dos días de
búsqueda, fue descubierto bajo el altar mayor, a varios metros de profundidad.
El santo no tenía más que cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco años al morir.
No podemos relatar aquí, ni siquiera en resumen, la azarosa y brillante
historia de la orden que fundó. Digamos simplemente que sus tres ramas -la de
los frailes menores, la de los frailes menores capuchinos y la de los frailes
menores conventuales- forman el instituto religioso más numeroso que existe
actualmente en la Iglesia. Y, según la opinión del historiador David Knowles,
al fundar ese instituto, san Francisco «contribuyó más que nadie a salvar a la
Iglesia de la decadencia y el desorden en que había caído durante la Edad
Media». La literatura relacionada con san Francisco es tan vasta y los
problemas que presentan algunas de las fuentes son tan complicados, que sería
imposible entrar en detalles en el espacio de que disponemos. Digamos en primer
lugar que se conservan algunos breves escritos ascéticos del santo, de los que
hay, naturalmente, ediciones críticas. En segundo lugar, existe toda una serie
de «legendae» (la palabra no indica aquí que se trate de relatos fabulosos), es
decir, las biografías primitivas. Las más importantes, desde el punto de vista
histórico, son la Vita prima, que se atribuye a Tomás de Celano, escrita antes
de 1229; la Vita secunda, escrita entre 1244 y 1247, que completa la anterior y
los Miracula, que datan aproximadamente de 1257. Hay que citar además la
biografía oficial, escrita por san Buenaventura hacia 1263. La Legenda minor,
destinada al uso litúrgico, se basa en la biografía escrita por san
Buenaventura, quien la compuso con miras a pacificar los ánimos: en efecto, en
aquella época había estallado una violenta controversia entre los frailes
«zelanti» o «espirituales» y los partidarios de la observancia mitigada. Los
miembros del primer partido se basaban en los dichos y hechos del fundador, tal
como se conservaban en las primeras biografías. San Buenaventura suprimió
muchos incidentes de la vida del fundador para evitar las ocasiones de
discordia, y los superiores de la orden mandaron destruir las «legendae» primitivas.
Por ello, los manuscritos de tales leyendas son por hoy muy raros y algunos de
ellos sólo han llegado a ver la luz gracias a los esfuerzos de los
investigadores. Está fuera de duda que el hermano León, confidente íntimo de
san Francisco, escribió unas «cedule» o «rotuli» sobre el fundador de la orden.
Otro de los textos primitivos más importantes es el «Sacrum commercium» (las
conversaciones de Francisco y sus hijos con la santa Pobreza), escrito
probablemente por Juan Parenti hacia 1227. Existen la «Legenda triza sociorum»,
la «Legenda Juliani de Spira» y otras obras por el estilo, así como los «Actas
beati Francisci»; esta última obra, con el nombre italiano de Fioretti
(Florecillas), ha sido traducida a todas las lenguas.
La bibliografía franciscana es enorme, y
cada época aporta lo suyo al conocimiento crítico de los orígenes y el
desarrollo de la Orden. Suprimo las referencias bibliográficas del Butler
porque, por este mismo motivo, quedaron ya antiguas. En su lugar, puede
recorrerse en español el Directorio Franciscano,
donde se encontrará escritos de toda clase: las obras atribuidas al fundador,
las diversas legendae, hagiografías sobre san Francisco, santa Clara y los
principales hermanos de la época fundacional, historias de la Orden, estudios
críticos, no sólo mencionados sino reproducidos, etc. Destacables son, allí
mismo, las Obras de san
Francisco (tanto en latín como en castellano), la Enciclopedia
franciscana, la edición de las Florecillas,
y mucho más material que el lector seguramente encontrará a gusto navegar. De
la Videoteca de ETF puede
descargarse la preciosa película de Rossellini basada en las Florecillas,
«Francesco, Giulare di Dio» (1950)
Cuadros:
Benozzo Gozzoli, Escenas de la vida de San Francisco (Escena 3, pared sur), 1452, Fresco, 270 x 220 cm, en el áabside de la capilla de san Francisco, en Montefalco.
Bonaventura Berlinghieri, Altar dedicado a San Francisco y algunos hechos de su vida, 1235, témpera sobre madera.
Fra Angelico, el juicio por el fuego, c. 1429, témpera sobre tabla, 28 x 31 cm, Lindenau-Museum, Altenburg.
Giotto di Bondone, Alegorías franciscanas: San Francisco en la gloria (detalle), c. 1330, fresco, Iglesia de San Francisco, Asís.
Benozzo Gozzoli, Escenas de la vida de San Francisco (Escena 3, pared sur), 1452, Fresco, 270 x 220 cm, en el áabside de la capilla de san Francisco, en Montefalco.
Bonaventura Berlinghieri, Altar dedicado a San Francisco y algunos hechos de su vida, 1235, témpera sobre madera.
Fra Angelico, el juicio por el fuego, c. 1429, témpera sobre tabla, 28 x 31 cm, Lindenau-Museum, Altenburg.
Giotto di Bondone, Alegorías franciscanas: San Francisco en la gloria (detalle), c. 1330, fresco, Iglesia de San Francisco, Asís.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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ingreso o última modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente
enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_3617
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