Santa Juana Delanoue, virgen y fundadora
fecha: 17 de agosto
n.: 1666 - †: 1736 - país: Francia
otras formas del nombre: Juana de la Cruz
canonización: B: Pío XII 9 nov 1947 - C: Juan Pablo II 31 oct 1982
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 1666 - †: 1736 - país: Francia
otras formas del nombre: Juana de la Cruz
canonización: B: Pío XII 9 nov 1947 - C: Juan Pablo II 31 oct 1982
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: En la localidad de Saumur, cerca de
Angers, en Francia, santa Juana Delanoue, virgen, que, confiada totalmente en
la ayuda de la divina Providencia, acogió primeramente en su casa a huérfanas,
ancianas y mujeres enfermas y de mala vida, y después fundó con algunas
compañeras compañeras, el Instituto de Hermanas de Santa Ana y de la
Providencia.

La historia del cristianismo presenta
numerosos casos de penitentes que, en cooperación con la gracia de Dios,
consiguieron volver las espaldas a una vida de pecado y miseria espiritual y
llegar a las alturas de la santidad. La vida de pecado de muchos de esos santos
penitentes llega a veces a extremos verdaderamente inauditos de maldad y
depravación. Santa Juana Delanoue no tuvo que arrancarse a una vida de pecados
enormes, sino a una vida de mundanidad y egoísmo, a las pequeñeces y ridículas
vanidades del materialismo de una existencia burguesa. Su padre, que era
originario de Saumur, ciudad de Anjou, vendía telas, piezas de alfarería y
objetos de devoción, ya que por la ciudad pasaban los peregrinos que iban al
santuario de Nuestra Señora des Ardilliers. Aunque el negocio prosperaba, la
situación de la familia Delanoue no era precisamente desahogada, pues el
matrimonio tenía doce hijos. Juana, que era la menor, nació en 1666. La madre
de Juana murió veinticinco años más tarde, después de largos años de viudez y
Juana heredó la casa y la tienda, con poca mercancía y menos capital. Asoció
inmediatamente al negocio a su sobrina de diecisiete años, llamada también
Juana Delanoue, quien no sólo se parecía a ella en el nombre.
El primer objetivo de ambas jóvenes era
ganar dinero, y los vecinos empezaron a notar pronto la diferencia con la época
en la que la madre de Juana regenteaba la tienda y ayudaba generosamente a los
mendigos que llamaban a la puerta. Ahora se daba a los mendigos con ella en las
narices y la tienda estaba abierta aún los domingos, lo cual no era sólo una
violación escandalosa del tercer mandamiento, sino también una injusticia para
con los otros comerciantes. Por otra parte, las jóvenes alquilaban como posada
a los peregrinos la habitación de la trastienda, que era una especie de cueva
excavada en la falda de una colina. En una palabra, Juana empezó a internarse
por el camino de «los negocios», sin darse cuenta de que se enredaba, cada vez
más, en toda clase de triquiñuelas y pecados más o menos leves. De niña había
sido muy devota y aún había tendido un tanto a los escrúpulos. Pero la
atmósfera religiosa del lugar era seca y formalista: prácticamente se confundía
el amor de Dios con una serie de devociones y se reducía el cumplimiento de la
voluntad divina a una cuestión de reglas y prescripciones. Juana ya no era una
niña y, en su nueva posición social de dueña de un comercio, no podía ignorar
esa sustitución del espíritu por la letra; así, todo el mundo estaba al
corriente de que Juana Delanoue mandaba a su sobrina a comprar los víveres poco
antes de la comida, para poder decir a los mendigos con conciencia tranquila,
que no tenía nada que darles.
La víspera de la Epifanía de 1693, se
presentó por primera vez en Saumur una extraña mujer, ya entrada en edad, que
durante varios años iba a desempeñar en la vida de Juana un papel curioso y
difícil de definir. Francisca Souchet era una viuda, originaria de Rennes, que
pasaba su tiempo en peregrinar de un santuario a otro. Unos la calificaban de
loca, otros de santa visionaria y otros más de simplona. El hecho es que la
viuda relataba a todo el mundo sus «visiones celestiales» con el lenguaje
oscuro y misterioso de los oráculos y empezando siempre por las palabras: «Él
(Dios) me ha dicho ... » En un arranque de generosidad, Juana ofreció posada a
la viuda por un precio irrisorio. Lo único que dijo la viuda en aquella ocasión
fue: «Dios me ha enviado por vez primera a conocer el camino». Como quiera que
fuese, Juana se mostró particularmente inquieta y nerviosa mientras la viuda
estuvo hospedada en su casa y, durante la cuaresma siguiente, fue a escuchar a
los predicadores de diversas iglesias con la esperanza de encontrar algún
consuelo a su intranquilidad. Finalmente, abrió su corazón al P. Geneteau, que
era un hombre experimentado en la dirección de conciencia y ejercía el cargo de
capellán del hospital municipal. El primer fruto de la dirección del P.
Geneteau fue que Juana cesó de abrir la tienda los domingos.
A las pocas semanas, la vida religiosa de
Juana empezó a enfervorizarse, aunque el espíritu de avaricia seguía
profundamente arraigado en ella. La Sra. Souchet volvió a Saumur en Pentecostés
y al salir de la misa, empezó a referir a Juana sus visiones: «Él dice esto; Él
dice lo otro ...» Lo que «Él» decía era absolutamente ininteligible. Sin
embargo, Juana escuchaba atentamente a la viuda, pues empezó a sospechar que
Dios podía valerse de aquella mujer andrajosa para comunicarle algo y aún
empezó a entrever qué era lo que Dios quería decirle: «Tuve hambre y no me
diste de comer; tuve sed y no me diste de beber; era yo un forastero y no me
recibiste en tu casa; estaba yo desnudo y no me vestiste; estaba enfermo y no
me visitaste ...» Y súbitamente Juana comprendió que su verdadera vocación no
era el comercio, sino el servicio de los pobres; que no estaba hecha para
recibir, sino para dar y para dar sin distinción. Inmediatamente se dirigió a
su guardarropa y sacó sus mejores vestidos: «Este es para la señora de tal. Sé
perfectamente que no lo necesita, pero Dios ha dicho que se lo regale». Esta
notable conversión se confirmó, por decirlo así, un par de semanas más tarde.
Cuando la sobrina llegó a la tienda un día, encontró a Juana de pie,
perfectamente inmóvil e insensible a cuanto sucedía a su alrededor. Cualquiera
que haya sido la naturaleza de aquel éxtasis, el hecho es que duró tres días y
tres noches. Durante él vio Juana que estaba llamada al servicio de los más
abandonados, que otras personas la seguirían en esa ardua empresa y que el P.
Geneteau sería su director y la Madre de Dios su guía. El tiempo demostró la
veracidad de la visión.
¿Pero dónde estaban esos seres abandonados
de los que Juana debía ocupars? Francisca Souchet se lo indicó: «Él me ha dicho
que debéis transladaros a Saint-Florent y consagraros al cuidado de seis niños
que encontraréis en un establo». Así lo hizo Juana y encontró en Saint-Florent,
en un establo, una familia compuesta del padre, la madre y seis hijos, todos
enfermos de hambre y de frío. Juana llenó una carreta con alimentos, vestidos y
cobertores y, durante dos meses, dedicó dos o tres días de la semana al cuidado
de aquella familia. Pero eso fue sólo el comienzo. Pronto empezaron a llegarle
noticias sobre otros miserables y, en 1698, Juana acabó por cerrar la tienda.
Su vocación no era recibir sino dar. Tres años má tarde, tenía ya una docena de
huérfanos en su casa y en el antiguo local.
Las gentes empezaron a Ilamar a la obra
«La Casa de la Providencia», pues no comprendían de dónde sacaba Juana dinero
para sostenerla. La respuesta la dio Francisca Souchet: «El rey de Francia no
va a abriros sus tesoros; pero los tesoros del Rey del cielo estarán siempre a
vuestra disposición». Las malas lenguas no faltaban. Y los hechos justificaron
aparentemente sus malos augurios, ya que una mañana de otoño de 1702, la casa
de Juana se vino abajo, debido a una falla del terreno, y uno de los niños
pereció en la catástrofe. «¡Buena está la casa de la Providencia!», murmuraron
los detractores. Y aún los partidarios de Juana se expresaron en términos más
propios de Job que de Jesucristo. La santa se transladó con sus huérfanos al
establo de la casa de los padres del oratorio. Pero los mendigos y pícaros que
empezaron entonces a frecuentar el lugar turbaban la paz religiosa de la casa,
de suerte que, tres meses más tarde, Juana tuvo que emigrar. Durante los tres
años siguientes, se alojó con su gran familia en una casa que constaba de tres
habitaciones, una cocina y una cueva anexa. Por entonces se unieron a Juana y
su sobrina otras dos jóvenes, Juana Bruneau y Ana María Tenneguin. La santa les
abrió su corazón y les explicó que el Señor le había revelado que iba a fundar
una congregación religiosa consagrada al cuidado de los pobres y de los
enfermos. Según el testimonio del P. Cever, Juana poseía una elocuencia
sencilla, más eficaz que los sonoros párrafos de los predicadores. El hecho es
que las tres jóvenes se mostraron prontas a seguirla.
El 26 de julio de 1704, con la aprobación
del P. Geneteau, las nuevas religiosas vistieron el hábito por primera vez.
Como era el día de la fiesta de Santa Ana, tomaron el nombre de Hermanas de
Santa Ana. Por falta de sitio, la santa tenía que rechazar constantemente a
huérfanos y ancianos que necesitaban de sus cuidados. Juana había soñado
durante años en ver su pequeña Casa de la Providencia transformada en una gran
mansión. Como decía Mons. Trochu, era la manera de demostrar a los detractores
de la obra que aquella «burra de Balaam» sabía más que los sabios del mundo. En
1706, reuniendo todo su valor, la santa pidió a los padres del oratorio que le
alquilaran la gran «Casa de la Fuente». Los padres aceptaron el trato, no sin
elevar el precio de la renta 150%, ya que los nuevos inquilinos eran más sucios
y revoltosos que sus predecesores. En ese mismo año, pasó por Saumur san Luis
Grignion de Montfort (quien sería canonizado el año de la
beatificación de Juana, 1947), y la santa decidió consultar con él su vocación
y su obra. San Luis la reprendió al principio, diciéndole que el orgullo la
había llevado a la exageración en la mortificación. Sin embargo, acabó por
decirle, en presencia de las otras religiosas: «Proseguid por el mismo camino.
El Espíritu del Señor os guía por el camino de la penitencia. Escuchad su voz y
no temáis».
Los siguientes diez años fueron un período
de altibajos, de consuelos y pruebas. El obispo de Angers, Mons. Poncet de la
Riviére, aprobó las reglas de la nueva congregación. La santa, al hacer los
primeros votos, tomó el nombre de Juana de la Cruz. Pero los padres del
oratorio, que procedían como señores feudales, dieron a la santa no pocos
dolores de cabeza, ya que pretendían apoderarse de la dirección de las
religiosas y de la obra. Embebidos en el espíritu jansenista, los oratorianos
veían con malos ojos que el P. Geneteau hubiese autorizado a Juana y a su
comunidad a comulgar diariamente. No sabemos de dónde sacaba la santa el dinero
necesario para sostener su obra. En el año de carestía de 1709, había más de
cien personas en la Casa de la Providencia. Dos años después, el escorbuto puso
en peligro la vida de las religiosas y de sus pupilos. En uno de los peores
momentos, se presentó inesperadamente un nuevo bienhechor, Enrique de Valliére,
gobernador de Annecy, quien estableció la obra sobre bases más firmes,
regalando a la comunidad «La Casa de los Tres Angeles». Otros tres bienhechores
se encargaron de la construcción de las dependencias y del pago de las
reparaciones que fue necesario hacer. Cuando los edificios quedaron terminados,
casi hacía falta un guía para encontrar el camino, pues había sitio para los
huérfanos, los enfermos y los ancianos. En esa forma, en 1717, la Casa de la
Providencia se convirtió en la Gran Casa de la Providencia. Antes de tomar
posesión de la «Casa de los Tres Angeles», la madre Juana hizo un retiro
espiritual de diez días, en el que tuvo las experiencias místicas más
extraordinarias.
Por entonces se retiró el P. Geneteau y le
sustituyó el P. de Tigné, quien dirigió a las religiosas con no menor
prudencia, bondad y generosidad. También él se vio obligado a moderar a la
santa en sus penitencias, que dos siglos más tarde Pío XI calificó de
«increíbles». Desde la época de su conversión, dormía sentada en una silla o
recostada en un cofre, con una piedra por almohada. Ya en vida, se atribuyeron
a la madre Juana varias curaciones milagrosas. Sin embargo, Dios permitió que
ella sufriese de atroces dolores de muelas y de oídos y de un extraño mal de
las manos y los pies, cuyo origen, sin duda, no era puramente físico. En 1721,
la congregación empezó a extenderse en Francia, donde pronto tuvo una docena de
casas. Pero la santa nunca creía haber hecho bastante. Finalmente, en
septiembre de 1735, fue presa de una violenta fiebre, a la que siguieron cuatro
meses de grandes sufrimientos espirituales. Dios quiso que recobrase la paz del
alma, pero no la salud del cuerpo. La madre Juana murió apaciblemente el 17 de
agosto de 1736, a los setenta años de edad. «Aquella modesta tendera hizo más
por los pobres de Saumur que todos los miembros del Consejo juntos. El rey les
mandó que construyesen un hospicio gratuito para cien ancianos y no lo
hicieron. Juana Delanoue, sólo con limosnas, consiguió construir un asilo para
trescientas personas.» «¡Fue una gran mujer y una gran santa!» Tal era la
opinión de los habitantes de Saumur. Y la Iglesia proclamó ante el mundo entero
la santidad de Juana Delanouecon su beatificación en 1947, y su canonización
por SS Juan Pablo II en 1982.
La fuente biográfica principal son las
memorias de la hermana María Laigle, quien vivió en la comunidad de Saumur a
principios del siglo XVIII. El primer biógrafo de la beata fue el P. Cever
(Discours). La biografía oficial es la de Mons. Trochu (1938).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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