Santo Domingo de Guzmán, presbítero y fundador
fecha: 6 de agosto
fecha en el calendario anterior: 4 de agosto
n.: c. 1170 - †: 1221 - país: Italia
canonización: C: Gregorio IX 3 jul 1234
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
fecha en el calendario anterior: 4 de agosto
n.: c. 1170 - †: 1221 - país: Italia
canonización: C: Gregorio IX 3 jul 1234
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: En Bolonia, de la Emilia, muerte de santo Domingo, presbítero, cuya
memoria se celebra el día ocho de agosto.
Patronazgos: patrono de Santo Domingo (Rep. Dominicana), de Managua, Bolonia, Madrid
y Córdoba, de los astrónomos y sacerdotes de órdenes religiosas; protector
contra la fiebre y el granizo.
refieren a este santo: Beato Bertrando
de Garrigues, Beata Cecilia, Beata Diana de
Andaló, Beato Isnardo de
Chiampo, Beato Jordán de
Sajonia, Beato Manés de
Guzmán
Oración: Te pedimos, Señor, que santo Domingo
de Guzmán, insigne predicador de tu palabra, ayude a tu Iglesia con sus
enseñanzas y sus méritos, e interceda también con bondad por nosotros. Por
nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del
Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración
litúrgica).

Santo Domingo nació a principios de 1171
en Calaroga, población de Castilla que entonces se llamaba Calaruega. No
sabemos nada de cierto sobre su padre, aparte de que llevaba el nombre de Félix
y que, al parecer, pertenecía a la familia de Guzmán. La madre de santo Domingo
fue la beata Juana de
Aza. A los catorce años, Domingo partió de la casa de su tío,
que era arcipreste de Gumiel de Izán, e ingresó en la escuela de Palencia. Era
todavía estudiante cuando se le nombró canónigo de la catedral de Osma y,
después de su ordenación, se consagró al cumplimiento de sus deberes de canónigo.
El capítulo vivía en comunidad, bajo la regla de san Agustín y su regularidad y
observancia fueron un magnífico ejemplar para el joven sacerdote. A lo que
parece, Domingo vivió ahí sin distinguirse en nada de los otros canónigos,
ejercitándose en la virtud y preparándose para la tarea que Dios le tenía
reservada. Rara vez salía de la casa de los canónigos, y pasaba la mayor parte
del tiempo en la iglesia, «llorando los pecados ajenos y leyendo y practicando
los consejos que da Casiano en sus Conferencias». Cuando Diego de Acevedo fue
elegido obispo de Osma hacia el año de 1201, Domingo le sucedió en el cargo de
prior del capítulo. Tenía entonces treinta y un años y había practicado la vida
contemplativa a la que acabamos de referirnos durante seis o siete años. En
1204 terminó ese período y el joven hizo su aparición en el mundo en forma
inesperada.
Aquel año, Alfonso IX de Castilla envió al
obispo de Osma a Dinamarca a negociar el matrimonio de su hijo y el prelado
llevó consigo a Domingo. De camino a Dinamarca, los viajeros atravesaron el
Languedoc, donde se había difundido mucho la herejía de los albigenses. En
Toulouse se alojaron en casa de un albigense. Lleno de compasión por su
huésped, Domingo pasó toda la noche en discusión con él y, a la salida del sol,
el hombre había recuperado la fe y abjurado de sus errores. La mayoría de los
autores suponen que en ese instante Domingo comprendió lo que Dios quería de
él. Al regresar de Dinamarca, el obispo y Domingo fueron a Roma a pedir a
Inocencio III que los enviase a predicar el Evangelio a los cumanos en Rusia.
El Pontífice, que supo apreciar el celo y la virtud de los misioneros, los
exhortó para que consagraran sus esfuerzos a luchar dentro de la cristiandad
por desarraigar la herejía. Domingo y el obispo pasaron después por Citeaux, a
cuyos monjes había encargado el Papa especialmente que lucharan contra los
albigenses. En Montpellier se reunieron con el abad de Citeaux y otros dos
monjes, Pedro de Castelnau y Raúl de Fontefroide, que habían trabajado en la
misión del Languedoc. Diego y Domingo cayeron entonces en la cuenta de que
todos los esfuerzos hechos hasta entonces por desarraigar la herejía habían
resultado inútiles.
El sistema albigense se basaba en el
dualismo del bien y el mal. A este ultimo principio, opuesto al bien,
pertenecía la materia y todo lo material. Por consiguiente, los albigenses
negaban la realidad de la Encarnación y rechazaban los sacramentos; la perfección
exigía que el hombre renunciase a la procreación, comiese y bebiese lo menos
posible y el suicidio era cosa laudable. Naturalmente, la mayoría de los
albigenses no practicaban estrictamente su doctrina, pero el reducido círculo
de los «perfectos» vivía en una pureza heroica y su proceder ascético
contrastaba con la vida fácil de los monjes cistercienses. En aquellas
circunstancias resultaba inútil tratar de convertir a los herejes mediante el
empleo razonable de las cosas materiales, ya que el pueblo seguía
instintivamente a quienes llevaban una vida heroica, que no eran ciertamente
los predicadores cistercienses. Viendo esto, santo Domingo y el obispo de Osma
exhortaron a los cistercienses a imitar el ejemplo de los herejes, a no viajar
a caballo, a no alojarse en las mejores hosterías y a despedir a los criados
que tenían a su servicio. Una vez que consiguiesen hacerse oír del pueblo, a
causa de su vida de penitencia, deberían emplear las armas de la persuasión y
la discusión en vez de las amenazas. La tarea era tanto más difícil, cuanto que
el albigenismo constituía una religión nueva más bien que una herejía originada
en el cristianismo y su forma más avanzada amenazaba la existencia misma de la
sociedad humana. Santo Domingo estaba persuadido de que era posible oponer un
dique al albigenismo, y Dios quiso valerse de su predicación como instrumento
para hacer penetrar su gracia en el corazón de numerosos herejes.
Santo Domingo no se contentó con pedir a
otros el ejemplo, sino que lo dio él mismo. Así pues, organizó una serie de
conversaciones con los herejes, que hicieron algún efecto en el pueblo, pero no
entre los jefes de la herejía. El obispo de Osma volvió poco después a su
diócesis, en tanto que su compañero se quedaba en Francia, pero antes de que
partiese el prelado, santo Domingo había dado ya el primer paso para fundar la
orden que estaba destinada a marcar el alto al albigenismo. Había observado que
las mujeres desempeñaban un papel muy importante en la difusión de la herejía y
que las jóvenes, después de recibir en su casa los principios de la mala
doctrina, iban a proseguir su educación en conventos albigenses. En 1206, el
día de la fiesta de santa María Magdalena, santo Domingo recibió una señal del
cielo y, en menos de seis meses, fundó en Prouille un convento con nueve monjas
a las que había convertido de la herejía y, cerca de ahí, alojó a los hombres
que le ayudaban en el apostolado. En esa forma, empezó a preparar predicadores
virtuosos, a ofrecer refugio a las mujeres convertidas, a ver por la educación
de las jóvenes y a organizar una casa religiosa en la que se oraba
constantemente.

El asesinato del legado pontificio, Pedro
de Castelnau, a manos de un criado del conde de Toulouse, desencadenó una
«cruzada» contra los albigenses, en la que se practicaron todos los horrores y
crueldades de una guerra civil. El caudillo de los albigenses era Raimundo VI,
conde de Toulouse; el de los católicos era Simón IV de Montfort, conde de
Leicester. Santo Domingo no creía en la eficacia ni en la legitimidad de una
empresa que tratase de imponer la ortodoxia por la fuerza, y es falso que haya
tenido algo que ver en el establecimiento de la Inquisición, ya que el tribunal
empezó a funcionar en el sur de Francia desde fines del siglo XII (la Orden se
hizo cargo de la Inquisición posteriormente). El santo no se mezcló jamás en
ninguna de las crueles ejecuciones que llevó a cabo la Inquisición. Los
historiadores de la época mencionan únicamente, como armas de santo Domingo, la
instrucción, la paciencia, la penitencia, el ayuno, las lágrimas y la oración.
En cierta ocasión en que el obispo de Toulouse fue a visitar su diócesis con
una comitiva de soldados y criados, el santo le reprendió con estas palabras:
«En vano intentaréis convertir de esa manera a los enemigos de la fe. La
oración es más eficaz que la espada y la humildad más útil que los vestidos
finos». Domingo estuvo a punto de ser elegido obispo en tres ocasiones; pero se
opuso firmemente, pues sabía que Dios le destinaba a otra tarea.
Santo Domingo había predicado ya diez años
en el Languedoc, y a su alrededor se había reunido un grupo de predicadores.
Hasta entonces, había portado el hábito de los Canónigos Regulares de San
Agustín y observado su regla. Pero deseaba ardientemente reavivar el espíritu
apostólico de los ministros del altar, puesto que su ausencia era la causa
principal del escándalo del pueblo y del florecimiento del vicio y la herejía.
Para eso proyectaba fundar un grupo de religiosos, que no serían necesariamente
sacerdotes ni se dedicarían exclusivamente a la contemplación, como los monjes,
sino que unirían a la contemplación el estudio de las ciencias sagradas y la
práctica de los ministerios pastorales, especialmente de la predicación. El
objetivo principal del santo era el de multiplicar en la Iglesia los
predicadores celosos, cuyo espíritu y ejemplo facilitasen la difusión de la luz
de la fe y el calor de la caridad, capaces de ayudar eficazmente a los obispos
a curar las heridas que habían infligido a la Iglesia la falsa doctrina y la
vida disipada. Para facilitar la tarea de Santo Domingo, el obispo Fulk, de
Toulouse, le concedió, en 1214, una renta, y, al año siguiente, aprobó la
fundación embrionaria de la nueva orden. Pocos meses más tarde, santo Domingo
acompañó al obispo al cuarto Concilio de Letrán.
Inocencio III acogió muy amablemente al
santo y aprobó el convento de religiosas de Prouille. Además, introdujo en el
décimo canon del Concilio una cláusula que ponía de relieve la obligación de
predicar y la necesidad de elegir pastores poderosos en obras y palabras,
capaces de instruir y edificar a los fieles con el ejemplo y la predicación.
Aunque en dicho canon el Pontífice subrayaba la necesidad de formar
predicadores aptos, la aprobación de la nueva orden no era tarea fácil, porque
el mismo Concilio había legislado contra la multiplicación de las órdenes
religiosas. Se dice que Inocencio III había resuelto negarse a la petición,
pero que aquella misma noche soñó que la iglesia de San Juan de Letrán estaba a
punto de derrumbarse y que santo Domingo la sostenía. Como quiera que fuese, lo
cierto es que el Papa aprobó verbalmente la nueva fundación y ordenó al santo
que consultase con sus hermanos cuál de las reglas religiosas ya aprobadas
querían seguir. En agosto de 1216, se reunieron en Prouille, Domingo y sus
dieciséis compañeros, de los cuales ocho eran franceses, siete españoles y uno
inglés. Tras de discutir los pros y los contras, decidieron adoptar la regla de
San Agustín, que era la más antigua y menos detallada de cuantas existían, que
había sido escrita para sacerdotes por un sacerdote y predicador eminente.
Santo Domingo añadió algunas cláusulas, tomadas en parte de las reglas de los
premonstratenses. Inocencio III murió el 18 de julio de 1216 y Honorio III fue elegido
para sustituirle. Ello retardó un poco el viaje de santo Domingo a Roma, pero
entretanto, terminó el primer convento de Toulouse, al que el obispo regaló la
iglesia de San Román. Ahí empezaron los primeros dominicos a llevar vida
comunitaria con votos religiosos.
Santo Domingo llegó a Roma en octubre de
1216. Honorio III aprobó ese mismo año la nueva comunidad y sus constituciones,
«en consideración a que los religiosos de vuestra orden serán paladines de la
fe y luz del mundo, Nos confirmamos vuestra orden». Santo Domingo continuó sus
prédicas en Roma con gran éxito, hasta después de la Pascua. Fue entonces
cuando se hizo amigo del cardenal Ugolino (más tarde Gregorio IX) y de san Francisco de
Asís. Según cuenta la leyenda, santo Domingo soñó que la ira
divina estaba a punto de descargarse sobre el mundo pecador, pero lo salvó la
intercesión de Nuesta Señora ante su hijo al señalarle a dos personajes: el uno
era el propio santo Domingo, el otro era un desconocido. Al día siguiente, se
hallaba el santo en oración en la iglesia, cuando entró en ella un mendigo
cubierto de harapos. El santo reconoció inmediatamente en él al hombre de su
sueño; así pues, se le acercó, le abrazó y le dijo: «Vos sois mi compañero y
tenéis que estar a mi lado, pues si permanecemos unidos no habrá poder humano
capaz de resistirnos». El encuentro de los dos hombres de Dios, Domingo y
Francisco se celebra dos veces al año, en sus respectivas fiestas; en efecto, en
esos días los miembros de cada orden cantan la misa en las iglesia de los de la
otra y se reúnen «para comer el pan que no ha faltado en siete siglos». Algunos
autores han comparado a santo Domingo con san Francisco; pero la comparación es
poco inteligente, ya que ambos santos se completan y corrigen el uno al otro, y
los únicos puntos que tienen en común, son la fe, cl celo y la caridad.
El 13 de agosto de 1217, los frailes
predicadores se reunieron con el fundador en Prouille. Santo Domingo les dio
instrucciones sobre la manera de predicar y enseñar y los exhortó a estudiar
sin descanso; sobre todo, les recordó que su principal obligación era la
santificación propia y que estaban llamados a proseguir la obra de los
Apóstoles para establecer en el mundo el reino de Cristo. También les habló de
la humildad, de la desconfianza en sí mismos y de la confianza en Dios; en esa
forma serían capaces de superar todas las aflicciones y persecuciones, y de
pelear la gran batalla contra el mundo y los poderes del infierno. Con gran
sorpresa de todos, pues la herejía había ganado terreno en el sitio en que se
encontraban, santo Domingo dispersó a sus hermanos el día de la Asunción en
todas direcciones, diciéndoles: «Tened confianza en mí. Yo sé lo que hago.
Nuestra obligación no es almacenar la semilla, sino sembrarla». Cuatro de los
frailes partieron a España, siete a París, dos volvieron a Toulouse, dos
permanecieron en Prouille y el fundador se dirigió a Roma en el mes de
diciembre. Santo Domingo tenía la intención de renunciar a su papel en la
naciente orden e ir a predicar el Evangelio a los tártaros, pero Dios iba a
disponer las cosas de otro modo.

Cuando santo Domingo llegó a Roma, el Papa
le confió la Iglesia de San Sixto. Al mismo tiempo que fundaba allí un
convento, enseñaba teología; su predicación en San Pedro llamó la atención de
la multitud. En aquella época, la mayoría de las religiosas de Roma no
observaban la clausura y vivían sin reglas, unas en pequeños conventos y otras
en casa de sus padres o amigos. Inocencio III había intentado varias veces
reunir a todas las religiosas dispersas en un convento de clausura, pero no lo
había logrado. Así pues, encargó a santo Domingo de llevar a cabo esa reforma y
así lo hizo éste. Cedió a las religiosas su propio monasterio de San Sixto, que
acababa de construir; el Papa le dio, en cambio para sus frailes una casa en el
Aventino y la iglesia de Santa Sabina. Se cuenta que el Miércoles de Ceniza de
1218, la abadesa y las religiosas que iban a transladarse al convento de San
Sixto, se hallaban en la casa capitular con santo Domingo y tres cardenales,
cuando un mensajero les llevó la noticia de que un joven, Napoleón, sobrino del
cardenal Stephen, acababa de matarse al caer del caballo. Santo Domingo ordenó
que transportasen el cadáver a la casa capitular y pidió al hermano Tancredo
que prepararse el altar para la misa. Los cardenales y sus comitivas, la
abadesa y sus monjas, los frailes y una gran multitud que se había reunido, se
dirigieron a la iglesia. Al terminar la celebración del santo sacrificio, santo
Domingo enderezó un tanto los maltrechos miembros del cadáver, se arrodilló a
orar e hizo la señal de la cruz sobre el muerto. En seguida, levantó las manos
al cielo y exclamó: «Napoleón, en el nombre de Nuestro Señor Jesucrito te mando
que te levantes». El joven resucitó al punto, sin una sola herida, en presencia
de la multitud.
Como fray Mateo de Francia había tenido
éxito en la fundación de una casa de la orden en la Universidad de París, santo
Domingo envió a algunos de sus hermanos a la Universidad de Bolonia, donde
el beato Reginaldo
de Orléans llevó a cabo la fundación de uno de los más
famosos conventos de la orden. Entre 1218 y 1219, el fundador viajó por España,
Francia e Italia, fundando conventos. En el verano de 1219, llegó a Bolonia,
donde estableció su residencia habitual hasta el fin de su vida. En 1220,
Honorio III confirmó al santo en el cargo de superior general. En Pentecostés
de ese mismo año, se reunió el primer capítulo general de la orden, en Bolonia;
en él se redactaron las constituciones definitivas, que hicieron de la Orden de
Predicadores «la más perfecta de las organizaciones monásticas que produjo la
Edad Media» (Hauck): una orden religiosa en el sentido moderno de la palabra,
donde la unidad es la orden y no el convento, cuyos miembros dependen de un
superior general y cuyas reglas llevan la marca inconfundible del fundador,
particularmente por lo que se refiere a la capacidad de adaptación y a la supresión
de la propiedad. Santo Domingo predicaba en todos los sitios por donde pasaba y
oraba constantemente por la conversión de los infieles y de los pecadores. Si
tal hubiese sido la voluntad de Dios, el santo habría querido verter su sangre
por Cristo e ir a predicar a los bárbaros la buena nueva del Evangelio. Por
ello, hizo del ministerio de la palabra el fin principal de su institución.
Quería que todos sus religiosos se entregasen a la predicación, cada uno según
su capacidad, y que los que tenían especial talento de predicadores sólo
interrumpiesen el ministerio para retirarse, de cuando en cuando, a predicarse
a sí mismos en la soledad y el silencio. La vocación dominicana consiste en
«compartir con los demás el fruto de la contemplación». Esa es la razón por la
cual los miembros de la orden se preparan largamente, mediante la práctica de
la oración, de la humildad, de la abnegación y de la obediencia. Santo Domingo
repetía frecuentemente: «Quien domina sus pasiones es amo del mundo. Quien no
las domina se convierte en su esclavo. Más vale ser martillo que yunque». Santo
Domingo enseñó a sus misioneros a hablar directamente al corazón, mediante la
práctica de la caridad. Alguien le preguntó una vez en qué libro había
preparado el sermón que acababa de predicar: «En el libro del amor», respondió
el fundador. La cultura, la enseñanza y el estudio de la Biblia fueron, desde
el primer momento, elementos esenciales de la orden; nada tiene de extraño que
los dominicos se hayan distinguido en el trabajo intelectual, ni que haya
llamado al fundador «el primer Ministro de Instrucción Pública en la Europa
moderna».
El espíritu de oración y recogimiento es
otra de las características de los dominicos, como lo fue de santo Domingo,
quien pedía incesantemente a Dios que le concediese el verdadero amor del
prójimo y la capacidad de ayudar a los otros. El santo exigía inflexiblemente
el cumplimiento de las reglas que había impuesto. Al llegar a Bolonia, en 1220
advirtió en el convento que se edificaba, cierta elegancia que cuadraba mal con
el espíritu de pobreza de la orden; sin vacilar un instante, mandó que se
detuviese la construcción. Gracias a ese enérgico espíritu de disciplina, la
orden se extendió rápidamente. En 1221, cuando se reunió el segundo capítulo
general, había ya unos sesenta conventos, distribuidos en ocho provincias; los
dominicos habían llegado ya a Polonia, Escandinavia, Palestina y el hermano
Gilberto con otros doce frailes habían fundado las casa de Canterbury, Londres
y Oxford. Al terminar el segundo capítulo general, Santo Domingo fue a visitar
al cardenal Ugolino en Venecia. A la vuelta de ese viaje, se sintió enfermo y
fue iransladado al campo para que respirase un aire más puro, pero, ya había
comprendido que se aproximaba la hora de su muerte. Habló a sus hermanos acerca
de la belleza de la castidad. Como no poseía bienes temporales, redactó su
testamento en estos términos: «Hijos míos muy queridos, he aquí mi herencia:
conservad la caridad entre vosotros, permaneced humildes y observad voluntariamente
la pobreza». Después de exhortar largamente a sus hijos a la pobreza, el santo
pidió que le transladasen de nuevo a Bolonia, porque deseaba per sepultado
«bajo los pies de sus hermanos». Los frailes del convento de Bolonia se
reunieron a rezar las oraciones por los agonizantes en torno al fundador y, al
llegar al «subvenite», santo Domingo repitió esas hermosas palabras y exhaló el
último suspiro. Era el atardecer del 6 de agosto de 1221; el santo tenía
cincuenta y dos años. Su muerte fue un ejemplo de la pobreza de la que había
hablado poco antes a sus hermanos, puesto que expiró «en el lecho del hermano
Moneta, ya que carecía de una cama propia, vestido con el hábito del hermano
Moneta, porque no tenía otro para reemplazar el que había llevado durante
tantos años». El beato Jordán de
Sajonia había escrito en la vida del santo: «Lo único que
podía turbar la serenidad de su alma era el sufrirniento ajeno. El rostro de un
hombre revela si es feliz o no; el rostro anuble y transfigurado de gozo de
Domingo revelaba la paz de su alma. Poseía tal bondad y tal deseo de ayudar al
prójimo, que nadie escapaba a la fuerza de su encanto y cuantos le veían una
vez le amaban para siempre». Al firmar el decreto de canonización de su amigo,
en 1234, Gregorio IX (el tdrnul Ugolino) afirmó que estaba tan seguro de su
santidad como de la de san Pedro y san Pablo.
La primera biografía de santo Domingo fue
la que escribió el beato Jordán de Sajonia, quien le sucedió en el cargo de
superior general. Existen, además, numerosos documentos biográficos
relativamente antiguos. Sin entrar en detalles, baste con decir que los
principales documentos se hallan reunidos en Acta Sanctorum, agosto, vol. II;
en Scriptores O.P., de Quétif y Echard; y en Monumenta O.P. Historica, vols. XV
y XVI.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
accedida 10120 veces
ingreso o última modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente
enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_2740
No hay comentarios:
Publicar un comentario