sábado, 11 de abril de 2020
Viernes Santo: Jesús sigue crucificado en los sufridores y sufridoras de hoy (Leonardo Boff) 10042020
Viernes Santo: Jesús sigue crucificado en los sufridores
y sufridoras de hoy
2020-04-10
En este tiempo del
coronavirus que está produciendo miedo y trayendo muerte a muchas personas en
todo el mundo, la celebración del Viernes Santo adquiere un significado
especial. Hay Alguien que también sufrió y, en medio de terribles dolores, fue
crucificado, Jesús de Nazaret. Sabemos que entre todos los que sufren se establece
un misterioso lazo de solidaridad. El Crucificado, aunque por la resurrección
haya sido hecho el hombre nuevo y el Cristo cósmico, continúa, por eso mismo,
sufriendo y siendo crucificado en solidaridad con todos los crucificados de la
historia. Así será hoy y hasta el final de los tiempos.
Jesús no murió porque
todos tenemos que morir. Fue asesinado como resultado de un doble proceso
judicial, uno por la autoridad política romana y el otro por la autoridad
religiosa judía. Su asesinato judicial se debió a su mensaje del Reino de Dios,
que implicaba una revolución absoluta de todas las relaciones, a su nueva
imagen de Dios, como “Papá” (Abba) lleno de misericordia, a la libertad
que predicó y vivió frente a las doctrinas y tradiciones que pesaban sobre las
espaldas del pueblo, a su amor incondicional, especialmente a los pobres y
enfermos a quienes compadecía y curaba y, finalmente, por presentarse como el
Hijo de Dios. Estas actitudes rompieron con el statu quo político-religioso de
la época. Decidieron eliminarlo.
Tampoco murió
simplemente porque Dios así lo quiso, lo cual sería contradictorio con la
imagen amorosa de Dios que anunció. Lo que Dios quiso, esto sí, fue su
fidelidad al mensaje del Reino y a Él, aunque eso implicase la muerte. La
muerte fue el resultado de esta fidelidad de Jesús a su Padre y a su causa, el
Reino, fidelidad que es uno de los mayores valores de una persona.
Los que lo crucificaron
no podían definir el sentido de esta condena. El Crucificado mismo definió su
sentido: una expresión de amor extremo y de entrega sin reservas para alcanzar
la reconciliación y el perdón de todos los que lo crucificaron y de solidaridad
con todos los crucificados en la historia, especialmente con aquellos que son
crucificados inocentemente. Es el camino de la liberación y de la salvación
humana y divina.
Para que esa muerte
fuese realmente muerte, como última soledad humana, pasó por la tentación más
terrible por la que alguien puede pasar: la tentación de la desesperación. Esto
hace patente en su grito en la cruz. El choque ahora no es con las autoridades
que lo condenaron. Es con su Padre.
El Padre con quien
experimentó una profunda intimidad filial, el Padre que había anunciado como
misericordioso y con la bondad de una Madre, el Padre, cuyo proyecto, el Reino,
había proclamado y anticipado en su praxis liberadora, este Padre ahora, en el
momento supremo de la cruz, parece haberlo abandonado. Jesús pasa por el
infierno de la ausencia de Dios.
Hacia las tres de la
tarde, momentos antes del desenlace final, Jesús grita con fuerte voz: “Eloí,
Eloí, lemá sabachtani: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ”
Jesús está al borde de la desesperanza. Desde el vacío más abisal de su
espíritu, surgen preguntas aterradoras que constituyen la tentación más
terrible, peor que las tres de Satanás en el desierto.
¿Era absurda mi lealtad
al Padre? La lucha sostenida por el Reino, la gran causa de Dios, ¿no tiene
sentido? ¿Fueron en vano los peligros que corrí, las persecuciones que soporté,
el degradante proceso capital que sufrí y la crucifixión que estoy padeciendo?
Jesús está desnudo,
indefenso, totalmente vacío ante el Padre que calla. Este silencio revela todo
su misterio. Jesús no tiene nada a lo que aferrarse.
Para los criterios
humanos, él fracasó por completo. Su certeza interior se desvaneció. Pero
aunque el suelo desaparece bajo sus pies, él continúa confiando en el Padre.
Entonces grita con fuerte voz: “¡Dios mío, Dios mío! ” En el auge de la
desesperación, Jesús se entrega al Misterio verdaderamente sin nombre. Él será
su única esperanza y seguridad. Ya no tiene ningún apoyo en sí mismo, solo en
Dios. La esperanza absoluta de Jesús solo es comprensible asumiendo su absoluta
desesperanza.
La grandeza de Jesús
consistió en soportar y vencer esta terrible tentación. Pero esta
tentación le proporcionó el despojamiento total de sí mismo, un estar desnudo y
un vacío absoluto. Solo así la muerte es realmente completa, en palabras del
Credo, un “descender a los infiernos” de la existencia, sin que nadie te pueda
acompañar. De ahora en adelante, nadie estará solo en la muerte. Él estará con
nosotros porque ha experimentado la soledad de este “infierno” del Credo.
Las últimas palabras de
Jesús muestran su entrega, no resignada sino libre: “Padre, en tus manos
entrego mi espíritu” (Lc 23,46). “Todo está consumado” (Jn 19,30) “Y dando un
fuerte grito, Jesús expiró” (Mc 15,37).
Este vacío total es la
condición previa para la plenitud total. Ella vino por su resurrección. Ésta no
es la reanimación de un cadáver, como el de Lázaro, sino la irrupción
del hombre nuevo (novíssimus Adam: 2Cor 15,45), cuyas virtualidades
latentes implosionaron y explosionaron en plena realización y floración.
Ahora el Crucificado es
el Resucitado, presente en todas las cosas, el Cristo cósmico de las epístolas
de San Pablo y de Teilhard de Chardin. Pero su resurrección aún no está
completa. Mientras sus hermanos y hermanas permanecen crucificados, la plenitud
de la resurrección está en proceso y todavía tiene futuro. Como enseña San
Pablo, “él es el primero entre muchos hermanos y hermanas” (Rm 8,29; 2Cor
15,20). Por eso, con su presencia de Resucitado acompaña el viacrucis de
dolores de sus hermanas y hermanos humillados y ofendidos.
Está siendo crucificado
en los millones de personas que pasan hambre todos los días en las favelas, en
los que están sujetos a condiciones inhumanas de vida y de trabajo. Crucificado
en aquellos que en las UCI están luchando, sin aire, contra el coronavirus.
Crucificado en los marginados de los campos y las ciudades, en los
discriminados por ser negros, indígenas, quilombolas, pobres y de otra opción
sexual.
Continúa crucificado en
los perseguidos por la sed de justicia, en aquellos que se juegan la vida en
defensa de la dignidad humana, especialmente la de los invisibles. Crucificado
en todos los que luchan, sin éxito inmediato, contra los sistemas que extraen
la sangre de los trabajadores, dilapidan la naturaleza y producen heridas
profundas en el cuerpo de la Madre Tierra. No hay en esta vía dolorosa
suficientes estaciones para retratar todas las formas por las que el
Crucificado/Resucitado sigue siendo perseguido, encarcelado, torturado y
condenado.
Pero ninguno de ellos
está sólo. Jesús camina, sufre y resucita en todos estos compañeros suyos de
tribulación y de esperanza. Cada victoria de la justicia, de la solidaridad y
del amor son bienes del Reino que está ya realizándose en la historia, Reino,
del cual ellos serán los primeros herederos.
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