San Juan María Vianney, presbítero
fecha: 4 de agosto
fecha en el calendario anterior: 8 de agosto
n.: 1786 - †: 1859 - país: Francia
otras formas del nombre: Santo Cura de Ars
canonización: B: Pío X 8 ene 1905 - C: Pío XI 31 may 1925
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
fecha en el calendario anterior: 8 de agosto
n.: 1786 - †: 1859 - país: Francia
otras formas del nombre: Santo Cura de Ars
canonización: B: Pío X 8 ene 1905 - C: Pío XI 31 may 1925
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: Memoria de san Juan María Vianney, presbítero, que durante más de
cuarenta años se entregó de una manera admirable al servicio de la parroquia
que le fue encomendada en la aldea de Ars, cerca de Belley, en Francia, con
asidua predicación, oración y ejemplos de penitencia. Diariamente catequizaba a
niños y adultos, reconciliaba a los arrepentidos y con su ardiente caridad,
alimentada en la fuente de la santa Eucaristía, brilló de tal modo que difundió
sus consejos a lo largo y a lo ancho de toda Europa, y con su sabiduría llevó a
Dios a muchísimas almas.
Patronazgos: patrono universal
de los párrocos.
refieren a este santo: San Pedro Julián Eymard
Oración: Dios de poder y
misericordia, que hiciste admirable a san Juan María Vianney por su celo
pastoral, concédenos por su intercesión y su ejemplo, ganar para Cristo a
nuestros hermanos y alcanzar, juntamente con ellos, los premios de la vida
eterna. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la
unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
La santidad tiene una
belleza innegable. Y de tiempo en tiempo aparece un santo que se gana la
admiración del mundo, como Santa Teresita del Niño Jesús o «el santo Cura de
Ars». La popularidad de este último es tanto más notable, cuanto que no se le
puede rodear tan fácilmente de ese halo de sentimentalismo que, algunas devotas
indisciplinadas y explotadores sin escrúpulos, colocan sobre la cabeza de santa
Teresita del Niño Jesús. La primera dificultad surge ante el rostro duro del
cura santo, porque no se puede crear un atractivo superficial ante una cara de
Voltaire santificado. La vida de un párroco pueblerino francés es tan
desconocida en el extranjero como puede serlo la vida interna en un convento
del Carmelo. Juan María Vianney nació en Dardilly, cerca de Lyon, el 8 de mayo
de 1780. Tres años después, estalló la Revolución Francesa, y un sacerdote que
había jurado la Constitución quedó al frente de la parroquia de Dardilly, de
suerte que los padres del futuro santo tenían que asistir a la misa que
celebraba, de vez en cuando, algún sacerdote fugitivo. Durante el reinado del
Terror, que fue tan devastador en Lyon como en París, Juan María se encargaba
de cuidar el rebaño de su padre, Mateo Vianney, en ambas orillas del riachuelo
de Planches. Juan María era un niño tranquilo y piadoso, que exhortaba a sus
compañeros a ser buenos. Aunque no carecía de cierta habilidad en el juego de
bolos, prefería generalmente jugar «a la iglesia». A los trece años hizo su
primera comunión, en secreto. Poco después, se restableció en Dardilly el culto
regular y, cinco años más tarde, Juan María confesó a su padre que quería ser
sacerdote. El buen hombre, que no podía pagar los estudios de su hijo ni
deseaba prescindir de sus servicios en el trabajo de la granja, no mostró el
menor entusiasmo por el proyecto, de suerte que el joven tuvo que aguardar
hasta los veinte años para realizarlo. A esa edad, partió al pueblecito de
Ecully, donde el P. Balley había fundado un seminario parroquial.
Los estudios le causaron
grandes dolores de cabeza, pues carecía de aptitudes para ellos y sólo había
ido unos cuantos meses a la escuela que se había abierto en Dardilly cuando él
tenía nueve años. El latín le resultaba tan cuesta arriba que, durante algún tiempo,
tanto Juan María como su maestro creyeron que no lograría aprenderlo. En el
verano de 1806, Juan María emprendió a pie una peregrinación al santuario de
san Juan Francisco de Regis, que distaba más de cien kilómetros, para obtener
la ayuda de Dios en sus estudios. Durante el camino vivió de limosna y pidió
alojamiento por caridad. La peregrinación no aumentó sus aptitudes para los
estudios, pero le ayudó a superar la crisis de desaliento. El año siguiente,
recibió el sacramento de la confirmación, que le confirió todavía mayor fuerza
para la lucha; en él tomó Juan María el nombre de Bautista. La gracia del
sacramento llegó en un momento muy oportuno, pues esperaba al joven otra prueba
muy difícil. En efecto, como su nombre no estuviese incluido en la lista de los
que hacían estudios eclesiásticos, fue llamado al servicio militar. El P.
Balley intentó explicar el error a las autoridades, Mateo Vianney trató de
conseguir un sustituto para su hijo, pero todo fue en vano y Juan María hubo de
presentarse en Lyon el 26 de octubre de 1809. Dos días después, cayó enfermo y
fue internado en el hospital, de suerte que su regimiento partió a España sin
él. Entonces recibió la orden de ir a reunirse con otro regimiento en Roanne,
el 5 de enero por la mañana. Pero, cuando iba en camino, se detuvo a orar en
una iglesia y llegó a su destino cuando el destacamento ya había partido. Las
autoridades militares le ordenaron que alcanzase al destacamento en Renaison,
sin más insignia militar que la mochila. Cuando se hallaba descansando un poco
en las montañas de Le Forez, presentó ante él un desconocido que se echó a los
hombros su mochila y le ordenó que le siguiese. Juan quedó tan desconcertado,
que no discutió la orden siguió al desconocido hasta una cabaña del remoto pueblecito
montañés de Les Noës. Entonces cayó en la cuenta de que el desconocido era un
desertor del ejército y que en los bosques de los alrededores se ocultaban
otros muchos como él. Juan María comprendió que se hallaba en una situación muy
comprometida y no supo qué hacer. Al cabo de unos días de reflexión, decidió
presentarse al alcalde de la localidad. El Señor Fayot era un hombre bondadoso
y de gran sentido común; haciendo notar a Juan María que ya era técnicamente un
desertor, le aconsejó que escogiese el menor de los males y se quedase
escondido; además, tuvo la bondad de buscarle alojamiento en casa de un primo
suyo. El escondite de Juan María era un gran montón de heno en el establo. Con
el pseudónimo de Jerónimo Vincent, pasó catorce meses en Les Noës, entregado al
estudio del latín, a la enseñanza de los hijos de su huésped y a colaborar en
los trabajos de la granja; así se ganó el respeto y el cariño de todos. Los
soldados estuvieron a punto de echarle mano en varias ocasiones; en una de
ellas, cuando se hallaba escondido bajo el montón de heno, el sable de uno de
los gendarmes le rozó las costillas. En marzo de 1810, el emperador, con
ocasión de su matrimonio con la archiduquesa María Luisa, concedió la amnistía
a todos los desertores. A principios del año siguiente, el hermano de Juan
María se enroló como sustituto voluntario y el santo pudo volver al pueblo.
En 1811 recibió la
tonsura y, a fines del año siguiente, fue a estudiar filosofía en el seminario
menor de Verriéres. Naturalmente, no se distinguió en los estudios; pero
trabajó con tal humildad y tesón que, en el verano de 1813, pasó al seminario
mayor de Lyon. Ahí se daban todas las clases en latín y, aunque los superiores
tuvieron en cuenta las cualidades de Juan María y le facilitaron las cosas todo
lo posible, éste no pudo dar pie con bola. A fines del primer trimestre,
abandonó el seminario y se trasladó a Ecully para estudiar bajo la dirección
personal del P. Balley. Tres meses después, se presentó al examen y, en el oral
lo hizo tan mal, que los examinadores no pudieron por menos de reprobarle. En
consecuencia, no se le podía admitir para el sacerdocio, pero le aconsejaron
que intentase conseguir la ordenación en otra diócesis. El P. Balley fue
entonces a ver al P. Bochard, uno de los examinadores, quien aceptó acompañar
al rector del seminario en una entrevista privada con Juan María. Los dos
sacerdotes quedaron muy bien impresionados con la conversación y fueron a
presentar al vicario general el caso del «seminarista menos sabio y más devoto
de Lyon». El P. Courbon, que gobernaba la diócesis en ausencia del obispo, sólo
les preguntó una cosa: «¿Es bueno el señor Vianney?». «Sí, es un verdadero
modelo», fue la respuesta. «En tal caso, puede ordenarse tranquilamente; Dios
hará el resto». El 2 de julio de 1814, Juan María recibió las órdenes menores y
el subdiaconado y volvió a Ecully a proseguir sus estudios. En junio de 1815,
recibió el diaconado y, el 12 de agosto, se le confirió el sacerdocio. Al día
siguiente, cantó su primera misa y fue nombrado vicario del P. Balley, a cuya
intuición y perseverancia debe la Iglesia, después de Dios, el que Juan María
Vianney haya recibido el sacerdocio.
El vicario general de
Lyon había dicho en la ordenación de Juan María: «La Iglesia no necesita sólo
sacerdotes sabios, sino también sacerdotes santos». Y Mons. Simon, obispo de
Grénoble, había predicho que sería «un buen sacerdote». En efecto, Juan María
sabía todo lo que un sacerdote necesita saber, aunque no lo hubiese aprendido
en los libros. Por ejemplo, por lo que toca a la teología moral, el P. Bochard
le había examinado a fondo sobre «casos» difíciles y el santo había respondido
muy acertadamente, basándose en el sentido común, pues la auténtica casuística
no es más que una aplicación del sentido común. Poco después de haber sido
nombrado vicario de Ecully, Juan María recibió las facultades para oír
confesiones. Su primer penitente fue su propio párroco, y su confesionario
empezó pronto a llenarse de fieles. Más tarde, había de pasar las tres cuartas
partes de la jornada en el confesonario. Sin hacer alarde de ello, el párroco y
el vicario empezaron a emularse en la austeridad y vivían como monjes de la
Tebaida, aquél acusó a éste ante el vicario general, de «sobrepasar todos los
límites», y el vicario acusó al párroco de practicar mortificaciones excesivas.
El P. Courbon no pudo menos de sonreír y de manifestar que los fieles de Ecully
podían considerarse felices de tener dos sacerdotes que hiciesen penitencia por
ellos. En 1817, murió el P. Balley, cosa que produjo una pena enorme a su
vicario. A principios del año siguiente, el P. Vianney fue nombrado cura de
Ars-en-Dombes, una remota aldea de 230 almas, «que era, en todos los sentidos
de la palabra, un verdadero agujero».
Se ha exagerado mucho la
decadencia espiritual de Ars en la época en que el P. Vianney llegó a la aldea,
como se ha exagerado también la «ignorancia» del párroco. En realidad, la
población de Ars no era mejor ni peor que la de cualquier aldea a principios
del siglo XIX: ni el vicio, ni la inmoralidad se practicaban abiertamente, pero
tampoco existía una religiosidad muy pronunciada; podría decirse que el gran
pecado de Ars era, ni más ni menos, «el mortal escándalo de la indiferencia en
la vida ordinaria». Por lo demás, había varias familias profundamente
cristianas, entre las que se contaba la del alcalde y la de «la señora del
castillo». Dicha señora era la Srta. Garnier des Garets («Mademoiselle d'Ars»),
dama sinceramente piadosa, aunque su piedad tenía algo de ostentoso. El nuevo
cura (que en realidad no era entonces más que una especie de capellán o vicario
aislado) no sólo continuó, sino que redobló sus penitencias, sobre todo el
empleo de la disciplina. Durante los seis primeros años, no comió prácticamente
nada más que patatas, para hacer penitencia por sus «débiles ovejas». Los malos
espíritus de la impureza, la embriaguez y la injusticia «sólo se arrojan con el
ayuno y la oración»; ahora bien, como el pueblo de Ars no parecía muy dispuesto
a orar y ayunar, el santo cura se propuso hacerlo por su grey.
Una vez que hubo
visitado todas las casas de la localidad y organizado el catecismo de los
niños, el P. Vianney decidió emprender a fondo la reconversión de Ars. Para
ello se valió del trato personal con los habitantes, de la dirección espiritual
en el confesonario y de la predicación. Preparaba cuidadosamente sus sermones y
los pronunciaba con naturalidad y fervor («¿Eran largos los sermones del Señor
Cura? -preguntó Mons. Convert. Sí, muy largos, y siempre versaban sobre el
infierno... Hay quienes dicen que no hay infierno; pero el Señor Cura era de
los que de veras creen en él»). Las gentes del lugar estaban demasiado
preocupadas por los asuntos materiales y demasiado habituadas a la indiferencia
para convertirse de golpe. Por otra parte, en aquella época todavía se dejaba
sentir la influencia del jansenismo en la doctrina y los métodos de muchos
teólogos y directores espirituales, ortodoxos pero demasiado rigoristas. Así
pues, nada tiene de extraño que el cura de Ars haya sido muy estricto. Había en
la población muchas tabernas, en las que se gastaba inútilmente el dinero, se
practicaba la embriaguez y se charlaba en forma inconveniente. Las dos tabernas
más próximas a la iglesia fueron las primeras en cerrar sus puertas por falta
de clientes. Más tarde, desaparecieron otras dos. Cierto que se abrieron luego
otras siete, pero todas fracasaron. El señor cura luchó con todas sus fuerzas
contra la blasfemia, la mundanidad y la obscenidad y, como no vacilaba en
pronunciar desde el púlpito las expresiones que ofendían a Dios, nadie podía
llamarse a engaño. Durante más de ocho años predicó la perfecta observancia de
las fiestas de la Iglesia, que no consistía simplemente en asistir a la misa y
a las vísperas, sino en suprimir todo trabajo que no fuese absolutamente
necesario. Pero, sobre todo, declaró guerra a muerte al baile, pues lo
consideraba como una ocasión de pecado para los que bailaban y para los que
veían bailar. El P. Vianney se mostraba implacable con los que bailaban, tanto
en público como en privado; si no prometían renunciar definitivamente al baile
y no cumplían su palabra, les rehusaba la absolución. La batalla contra el
baile y la falta de modestia en el vestir, duró veinticinco años, pero el santo
Cura acabó por ganarla. Incluso pintó sobre el arco de la capilla de San Juan
Bautista estas palabras: «Sa téte fut le prix d'une danse!» (su cabeza fue el
precio de un baile).
En 1821, el territorio
de Ars fue convertido en parroquia sufragánea y, en 1823, pasó a formar parte
de la nueva diócesis de Belley. Con esa ocasión, los enemigos del P. Vianney
(pues su celo no dejaba de crearle algunos) le acusaron ante el obispo, quien
envió al deán del cabildo a investigar. Mons. Devie quedó pronto convencido de
la inocencia de su súbdito; con el tiempo, llegó a tener gran confianza en él y
aun le ofreció una importante parroquia, pero el P. Vianney se negó a
aceptarla, después de mucho cavilar. La fama de santidad y eficacia del Cura de
Ars se había ido difundiendo; varios párrocos le pidieron que fuese a predicar
misiones en sus parroquias, y las gentes asaltaban su confesionario. En 1824,
el P. Vianney inauguró en Ars una escuela gratuita para niñas, regenteada por
Catalina Lassagne y Benita Lardet, a quienes él mismo había enviado a formarse
en un convento. De dicha escuela nació tres años más tarde la famosa
institución de «La Providencia», que era un asilo para niños y jóvenes
huérfanos o abandonados. No se aceptaba un céntimo de ninguno de los pupilos,
ni siquiera de los que podían pagar, y las directoras y colaboradoras no
percibían salario alguno. Se trataba de una institución de caridad, que vivía
de limosnas y se preocupaba sobre todo por la salvación de las almas. En
algunas temporadas, el número de pupilos llegaba a sesenta y el P. Vianney
tenía que sudar para sostener a su gran familia. En cierta ocasión, el granero
se llenó milagrosamente de trigo; en otra oportunidad, el cocinero aseguró que
había hecho diez panes de veinte libras cada uno con sólo unas cuantas libras
de harina, gracias a las oraciones del P. Vianney. Esos milagros fueron
transformando poco a poco la actitud de los fieles de Ars, y los visitantes se
hacían lenguas del orden y la excelente conducta que reinaban en «La
Providencia». Pero el elemento decisivo del cambio que se operó en la aldea fue
el ejemplo del P. Vianney: «Nuestro cura es un santo y tenemos que obedecerle»;
«No somos mejores que las gentes de otros pueblos, lo que pasa es que tenemos a
un santo entre nosotros». Algunos llegaban hasta a decir: «Lo que él nos manda
es la voluntad de Dios y, por ello, debemos obedecerle». Pero aun ésos
obedecían, en realidad, porque el P. Vianney era un hombre de Dios.
En tanto que el pueblo
se convertía lentamente a la vida cristiana, el Cura de Ars era objeto de una
verdadera persecución por parte del demonio. En toda la hagiología no existe un
solo caso en el que la acción del demonio haya sido tan larga, variada y
violenta. Los fenómenos iban desde los ruidos y voces hasta los ataques
personales. En cierta ocasión, el lecho del párroco se incendió
inexplicablemente. La persecución que comenzó en 1824, duró más de treinta
años, con algunas intermitencias. Por lo demás, varias personas tuvieron
ocasión de presenciar sus efectos. Pero el P. Vianney tomaba la acción del
demonio con tal naturalidad, que parecía considerarla como parte normal de la
jornada. El P. Toccanier le dijo una vez: «Seguramente que os asustáis mucho en
algunas ocasiones». El P. Vianney replicó: «A todo se acostumbra uno, amigo
mío. El diablo y yo somos ya casi compinches». Además de la persecución del
demonio, el Cura de Ars tuvo que soportar los ataques de los que, si la
naturaleza humana no fuese lo que es, nos sentiríamos tentados a calificar de
preternaturales. Algunos de sus hermanos en el sacerdocio (generalmente no los
mejores ni más inteligentes), incapaces de apreciar la santidad del P. Vianney,
recordando sus fracasos intelectuales en el seminario y prestando oídos a las
hablillas, criticaban su «celo indiscreto», su «ambición» y su «presunción», y
llegaban hasta a tratarle de «charlatán» e «impostor». El P. Vianney comentaba
a este propósito: «¡Pobre curita de Ars! ¡Qué cantidad de cosas desagradables
se imaginan sobre él! Hay quienes por hablar de él se olvidan de predicar el
Evangelio». Pero los enemigos del cura no se limitaron a criticarle en la
sacristía, sino que le denunciaron al obispo de Belley. El P. Vianney se negó a
defenderse y Mons. Devie le dejó en paz, tras de hacer algunas investigaciones.
En cierta ocasión en que un sacerdote calificó de «loco» al Cura de Ars, Mons.
Devie, haciendo alusión a ello, dijo a su clero durante el retiro anual:
«Señores, confieso que me sentiría muy orgulloso si todos vosotros tuviéseis
algo de esa locura».
Otro de los hechos
extraordinarios que deben mencionarse es que Ars se convirtió en un sitio de
peregrinación en vida del santo. Y los peregrinos no iban para visitar el
santuario de «su querida santa Filomena», que él había construido, sino para
ver al párroco. Indudablemente que había una parte de curiosidad en esas peregrinaciones,
pues es imposible mantener secretos los hechos extraordinarios como el de la
multiplicación de los panes y los ataques del demonio. Pero la causa principal
de las peregrinaciones, que fueron haciéndose cada vez más frecuentes y
numerosas, era el deseo de recibir los consejos del Cura en el confesonario. Y
eso era sobre todo lo que enfurecía a los sacerdotes que no querían al P.
Vianney, algunos de los cuales llegaron incluso a prohibir a sus feligreses que
fuesen a ver al Cura de Ars. Desde 1827, empezaron a acudir a Ars los
peregrinos del exterior. Entre 1830 y 1845 hubo un promedio de trescientos
peregrinos por día. En Lyon se abrió una oficina especial para los viajeros que
iban a Ars y se puso a la disposición del público una serie de billetes de ida
y vuelta por ocho días, pues era imposible conseguir hablar con el santo Cura
en menos tiempo. Ello significaba que el P. Vianney tenía que pasar doce horas
diarias en el confesionario durante el invierno y dieciséis horas durante el
verano. No contento con eso, en los quince últimos años de su vida predicaba
todos los días a las once de la mañana. Se trataba de sermones muy sencillos,
pues el santo no tenía tiempo para prepararlos, pero llegaban al corazón de los
los hombres más cultos y de los más endurecidos. Ricos y pobres, sabios y
sencillos, buenos y malos, clérigos y laicos, obipos, sacerdotes y religiosos,
todos acudían a Ars a arrodillarse en el confesonario del santo Cura y a
sentarse en los bancos del catecismo. El P. Vianney no perdía el tiempo en dar
consejos largos; generalmente sólo decía unas cuantas palabras, una sola frase,
pero esa frase tenía toda la autoridad de un santo y revelaba con frecuencia un
conocimiento sobrenatural del estado del alma del penitente. Muchas veces, el
santo corregía el número de años que habían pasado desde la última confesión
del penitente, o le recordaba algún pecado que había olvidado. El arzobispo de
Auch manifestó que lo único que le dijo el P. Vianney había sido: «Amad mucho a
vuestro clero». Al superior general de un instituto religioso consagrado a la
enseñanza dijo únicamente: «Amad mucho al buen Dios». Durante la confesión de
los pecados, el santo repetía constantemente: «¡Qué pena, qué pena!» y lloraba
sin cesar. Las gentes hacían viajes de centenares de kilómetros y esperaban a
veces día tras día en la iglesia para poder confesarse con él. Y las
conversiones se multiplicaban.
Al principio, el santo
trataba a los forasteros con el mismo rigor que a los habitantes de Ars, pero
con los años adquirió experiencia sobre las necesidades y posibilidades de cada
alma y un conocimiento más profundo de la teología moral, de manera que el
rigor fue cediendo ante la compasión, la bondad y la ternura. Desaconsejaba a
las almas la multiplicación de las devociones y recomendaba sobre todo el
Rosario, el Angelus, las jaculatorias y las oraciones de la liturgia. Solía
decir: «La oración privada es como un poco de paja encendida que se arroja al
viento y arde con llamas muy pequeñas. En cambio, la oración litúrgica es como
si se juntase en un haz toda la paja; entonces arde de veras y el fuego sube al
cielo como una columna». «En el P. Vianney no había afectación ninguna, nada de
exclamaciones, suspiros y trances; cuando estaba muy conmovido, se limitaba a
sonreír o a llorar».
Hemos hecho mención de
su poder de leer en las almas; su conocimiento de los hechos pasados y futuros
no era menos extraordinario que sus milagros. Aunque con frecuencia se critica
irreflexivamente la inutilidad de los milagros de los santos, ciertamente no se
puede hacer ese reproche a los del Cura de Ars. Sus profecías no se referían a
los asuntos públicos, sino a la vida de los individuos y siempre iban dirigidas
a ayudar y consolar a las almas. En cierta ocasión, dijo el santo que el
conocimiento de los hechos ignorados se le presentaba en forma de recuerdos.
Así, por ejemplo, narró lo siguiente al P. Toccanier: «En una ocasión dije a cierta
mujer: ¿Sois vos la que abandonó a su marido en un hospital y se niega a ir a
verle? Ella me preguntó: ¿Cómo lo sabéis, puesto que yo no lo he dicho a nadie?
Ante tal réplica, yo quedé todavía más sorprendido que ella, pues tenía la
impresión de que ella misma me había contado toda la historia». La baronesa de
Lacomblé, que era viuda, se hallaba muy agitada porque un hijo suyo de
dieciocho años estaba decidido a casarse con una joven de quince. Así pues,
decidió ir a consultar al Cura de Ars, a quien nunca había visto. Cuando entró
en la iglesia la encontró tan llena de gente, que le cruzó por la mente el
pensamiento de que nunca llegaría a hablar con el párroco e inició el
movimiento para retirarse. Pero súbitamente, el P. Vianney salió del confesionario,
se dirigió a la baronesa y le murmuró al oído: «Dejadlos que se casen. Van a
ser muy felices». El señor cura dijo a una sirvienta que en Lyon le aguardaba
un grave peligro; gracias a este aviso, la joven pudo escapar, unos cuantos
días más tarde, de las manos de un criminal que se dedicaba a asesinar a las
jóvenes y aun presentó testimonio en el proceso que se instituyó contra él. En
1854, el Cura de Ars anunció con gran convicción al obispo de Birmingham, Mons.
Ullathorne: «Estoy persuadido de que la Iglesia va a recobrar su antigua
grandeza en Inglaterra». Un día preguntó en la iglesia a una joven forastera:
«¿Vos me habéis escrito, hija mía?» «Sí, Padre». «Entonces no tengáis ningún
cuidado, porque pronto entraréis en el convento; la superiora os escribirá
dentro de algunos días». Así sucedió, en efecto, aunque el P. Vianney no había
dicho una palabra a la superiora. La Srta. Henry, que tenía una tienda en
Chalon-sur-Saone, fue a Ars a pedir al P. Vianney que rogase por la salud de
una tía suya que estaba enferma. El santo le aconsejó que volviese
inmediatamente a su pueblo. «Mientras vos estáis aquí -le dijo- os están
vaciando la tienda». En efecto, la joven encontró a su ayudante robando la
tienda. Su tía recobró la salud.
El Cura de Ars
acostumbraba atribuir las curaciones que obraba a la intercesión de santa
Filomena. Lo primero que exigía de los que solicitaban un milagro, era una fe
ferviente y él mismo practicaba en grado sumo esa virtud cuando creía
conveniente pedir un milagro para sostener sus obras de caridad en los momentos
difíciles. Pero las profesoras de la escuelita de Ars sabían perfectamente cuál
era el mayor de los milagros del santo; haciendo eco a lo que se decía en otro
tiempo de san Bernardo, decían: «La obra más difícil, extraordinaria e
impresionante del Cura de Ars fue su propia vida». Cada día, cuando el P.
Vianney salía de la iglesia a la hora del Angelus del mediodía para ir a tomar
en la casa parroquial los alimentos que le enviaban de «La Providencia», había
personas que querían demostrarle su agradecimiento, respeto y amor. A veces
tardaba más de veinte minutos en recorrer el corto espacio que separaba la
iglesia de la casa parroquial. Los enfermos de cuerpo y alma se arrodillaban
para pedirle que los bendijese y orase por ellos; no sólo le tomaban por la
mano, sino que le arrancaban trozos de la sotana. Ello constituía una gran
mortificación para el sacerdote, quien repetía: «¡Qué devoción tan mal
encauzada!» Naturalmente, el santo suspiraba por la soledad y la quietud, sin embargo,
por extraordinario que parezca, el buen cura estuvo en Ars contra su voluntad
los cuarenta y un años que pasó ahí, y toda su vida tuvo que luchar contra su
deseo personal de entrar en la Cartuja. Tres veces huyó de Ars. En 1843,
después de haber sufrido una grave enfermedad, el obispo y el señor de Garets
tuvieron que emplear toda su diplomacia para hacerle volver.
En 1852, Mons. Chaladon,
obispo de Belley, nombró al P. Vianney canónigo honorario; pero hubo que
imponerle la muceta casi por la fuerza y, no conforme con quitarse la vestidura
y olvidarla, la vendió por cincuenta francos, que dedicó a una obra de caridad.
Tres años más tarde, algunos altos personajes, bien intencionados pero poco
acertados, consiguieron que se nombrase al P. Vianney caballero de la orden
imperial de la Legión de Honor. Pero él se rehusó absolutamente a aceptar la
imposición de la cruz imperial y jamás la portó sobre la sotana: «Si me
presento con esta clase de juguetes ante Dios a la hora de la muerte, Él puede
decirme que ya recibí mi premio en la tierra. Verdaderamente no sé cómo pudo
ocurrírsele al emperador enviarme esta cruz, a no ser que haya querido
condecorarme como desertor». En 1853, el santo cura intentó por última vez huir
de Ars. Es conmovedora la narración de su regreso a la parroquia, cuando se le
dijo que le aguardaba en ella una multitud de pobres pecadores que le
necesitaban. Catalina Lassagne declaró con ingenua sorpresa: «Seguramente
pensaba que ésa era la voluntad de Dios». Y tal vez ésa era en realidad la
voluntad de Díos, que concedió a su siervo unos cuantos años de paz y reposo
para que se consagrase de lleno a la contemplación, que ya había producido en
él sus más altos frutos de éxtasis y visiones. Es posible que el obispo, Mons.
Chalandon, haya cometido un error al no permitirle renunciar a la cura de Ars,
pero el P. Vianney no lo consideró así y se consagró con mayor celo que nunca
al ministerio. En el año de 1858, más de 100.000 peregrinos fueron a Ars,
cuando el párroco era ya un anciano de setenta y tres años, y el esfuerzo que
debió realizar para atenderlos acabó con su salud. El 18 de julio de 1859
comprendió que se acercaba el fin y, el 29 del mismo mes, se metió en cama para
no levantarse más. «Ha llegado el fin de un pobre hombre -declaró-, mandad
llamar al párroco de Jassans». Todavía oyó en el lecho algunas confesiones.
Cuando se esparció la noticia de su gravedad, acudieron a Ars gentes de todas
partes. Veinte sacerdotes acompañaron al P. Beau cuando éste llevó los últimos
sacramentos al santo Cura, quien comentó: «Es triste recibir la comunión por
última vez». El obispo de Belley llegó a toda prisa el 3 de agosto. A las dos
de la madrugada del día siguiente, en medio de una tormenta de truenos y
relámpagos, el santo Cura de Ars exhaló apaciblemente el último suspiro. Pío XI
canonizó a San Juan María Bautista Vianney en 1925 y, en 1929, le proclamó
principal patrono del clero parroquial.
La biografía del Cura de
Ars escrita por Mons. F. Trochu (1928), se basa en un cuidadoso estudio de los
documentos del proceso de beatificación y canonización y será probablemente la
mejor en mucho tiempo. Dicha obra arroja luz sobre muchos puntos oscuros de las
biografías escritas por el P. Monnin (1899) y José Vianney (1911): en la
introducción y en las notas el autor da la referencia detallada de las fuentes
que utilizó. La voluminosa obra de A. M. Zecca, Ars e il suo curato (1929) no
es tanto una biografía cuanto una recopilación muy amena de las impresiones de
los peregrinos de Ars. Con ocasión del «Año sacerdotal» (2009), SS Benedicto
XVI trazó una semblanza de la figura del Cura de Ars destacando
los aspectos no sólo ejemplares sino proféticos de su ministerio.
fuente: «Vidas de los
santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
accedida 7159 veces
ingreso o última modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de
santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta
ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y
servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar
esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el
siguiente enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_2707
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