San Pedro de Alcántara, religioso presbítero
fecha: 19 de octubre
n.: 1499 - †: 1562 - país: España
canonización: B: Gregorio XV 18 abr 1622 - C: Clemente IX 28 abr 1669
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 1499 - †: 1562 - país: España
canonización: B: Gregorio XV 18 abr 1622 - C: Clemente IX 28 abr 1669
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: San Pedro de Alcántara, presbítero de la Orden de Hermanos Menores,
que, adornado con el don de consejo y de vida penitente y austera, reformó la
disciplina regular en los conventos de la Orden en España, y fue consejero de
santa Teresa de Jesús en su obra reformadora de la Orden Carmelitana. Falleció
en la villa de Arenas, en la región española de Castilla, el día 18 de octubre.
Patronazgos: patrono de Brasil, de los vigilantes nocturnos, protector contra la
fiebre.
Oración: Señor y Dios nuestro, que hiciste
resplandecer a san Pedro de Alcántara por su admirable penitencia y su altísima
contemplación, concédenos, por sus méritos, que, caminando en austeridad de
vida, alcancemos más fácilmente los bienes del cielo. Por nuestro Señor
Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y
es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
Pedro Garavita nació en el pueblecito de
Alcántara, en Extremadura, en 1499. Su padre, que era abogado, ejercía el cargo
de gobernador de la localidad, su madre era de muy buena familia y ambos se
distinguían por su piedad y cualidades personales. Pedro empezó los estudios en
la escuela del lugar, pero su padre murió antes de que hubiese terminado la
filosofía. Su padrastro lé envió más tarde a la Universidad de Salamanca, donde
Pedro determinó hacerse franciscano y tomó el hábito en el convento de Manjaretes,
situado en las montañas que separan a España de Portugal. Escogió precisamente
ese convento por su ardiente espíritu de penitencia, ya que en él se hallaban
reunidos los observantes que ansiaban una vida más rigurosa. Durante el
noviciado, se le confiaron sucesivamente los oficios de sacristán, refitolero y
portero, que desempeñó con gran asiduidad, aunque no siempre con eficacia, pues
era un tanto distraído. Por ejemplo, su superior tuvo que reprenderle porque,
al cabo de seis meses como refitolero, no había servido ni una sola vez fruta a
la comunidad. El joven se excusó diciendo que nunca había encontrado fruta,
cuando le hubiese bastado levantar los ojos para ver que del techo del
refectorio colgaban enormes racimos. Con el tiempo, la mortificación le hizo
perder absolutamente el sentido del gusto; en cierta ocasión, encontró en su
plato vinagre salado y lo tomó como si fuese la sopa ordinaria. Su lecho
consistía en una piel sobre el suelo; solía emplearlo para arrodillarse a orar
una buena parte de la noche y dormía sentado, con la cabeza contra la pared.
Sus vigilias constituían el aspecto más notable de sus mortificaciones, de
suerte que el pueblo cristiano ha hecho de él el patrono de los guardias y
veladores nocturnos. El santo fue reduciendo gradualmente el tiempo de su
vigilia para no dañar su salud.
Algunos años después de su profesión, se
le envió a fundar un pequeño convento en Badajoz, aunque no tenía más que
veintidós años, y no era aún sacerdote. Ejerció el superiorato durante tres
años, al cabo de los cuales fue ordenado sacerdote, en 1524. Sus superiores le
dedicaron inmediatamente a la predicación y, más tarde, le nombraron
sucesivamente guardián de los conventos de Robredillo y de Plasencia. San Pedro
precedía a sus súbditos con el ejemplo, observando a la letra los consejos
evangélicos; por ejemplo, sólo tenía un hábito, de suerte que cuando lo daba a
lavar o a remendar, se retiraba a esperar, desnudo, en un rincón del huerto.
Por aquella época, predicó en toda Extremadura, con gran fruto de las almas.
Además de su talento natural y de sus conocimientos, Dios le había favorecido
con la ciencia infusa y el sentido de las cosas espirituales; estos últimos son
dones sobrenaturales que Dios no suele conceder sino a quienes se han ejercitado
largamente en la oración y la práctica de las virtudes. La sola presencia del
santo era ya una especie de sermón y se dice que le bastaba con presentarse en
un sitio para empezar a convertir a los pecadores. Gustaba particularmente de
predicar a los pobres, basándose en los textos de los libros de la sabiduría y
de los profetas del Antiguo Testamento. San Pedro se sintió toda su vida
atraído por la soledad. Como hubiese rogado a sus superiores que le enviasen a
algún monasterio remoto en el que pudiese entregarse a la contemplación, éstos
le enviaron al convento de Lapa, que era un sitio muy poco poblado, con el
cargo de superior. Allí compuso san Pedro su libro sobre la oración, tan
estimado por santa Teresa, fray Luis de Granada, san Francisco de Sales y otros.
Es una verdadera obra maestra que ha sido traducida a la mayoría de las lenguas
occidentales. San Pedro aprovechó para escribirlo su propia experiencia del
amor divino, ya que vivía en continua unión con Dios. Con frecuencia, era
arrebatado en éxtasis que duraban largo tiempo y estaban acompañados de otros
fenómenos extraordinarios. La fama de San Pedro de Alcántara llegó a oídos del
rey Juan III de Portugal, quien le llamó a Lisboa y trató en vano de retenerle
allí.
En 1538, el santo fue elegido ministro
provincial de los frailes de la estricta observancia de la provincia de San
Gabriel, en Extremadura. En el ejercicio de su cargo redactó una regla aún más
severa que la ya existente y la propuso, en 1540, en el capítulo general de
Plasencia. Como la propuesta encontrase una fuerte oposición, el santo renunció
a su cargo y fue a reunirse con fray Martín de Santa María. Dicho fraile,
interpretando la regla de San Francisco como un llamamiento a la vida
eremítica, construía una ermita en una desolada colina, llamada la Arábida, a
orillas del Tajo, en la ribera opuesta a la de Lisboa. San Pedro alentó a fray
Martín y sus compañeros y le sugirió varias disposiciones que fueron adoptadas.
Los ermitaños iban descalzos, dormían en esteras o al ras del suelo, jamás
tomaban carne ni vino y no tenían biblioteca. Poco a poco, varios frailes de
España y Portugal se adhirieron a la reforma, y los conventos empezaron a
multiplicarse. En la ermita de Palhaes se fundó el noviciado, y san Pedro fue
nombrado guardián y maestro de novicios.
El santo estaba muy angustiado a causa de
las pruebas por las que la Iglesia atravesaba entonces. Para oponer el dique de
la penitencia a la relajación de las costumbres y a las falsas doctrinas,
concibió, en 1554, el proyecto de establecer una congregación de frailes de
observancia aún más estricta. El provincial de Extremadura no aceptó el
proyecto; en cambio, el obispo de Soria acogió la idea con entusiasmo, y san
Pedro se retiró con un compañero a dicha diócesis a hacer un ensayo de la nueva
vida eremítica. Poco después fue a Roma, viajando descalzo, con el objeto de
obtener el apoyo de Julio III. Aunque el ministro general de los observantes
veía con malos ojos el proyecto del santo, éste consiguió que el Papa lo
pusiera bajo la obediencia del ministro general de los conventuales, y obtuvo
permiso para fundar un convento tal como él lo concebía. A su vuelta a España,
un amigo suyo construyó en Pedrosa un convento a su gusto. Tales fueron los
comienzos de la rama franciscana conocida con el nombre de la Observancia de
San Pedro de Alcántara. Las celdas eran muy pequeñas; la mitad de cada una de
ellas estaba ocupada por el lecho, que consistía en tres tablas desnudas. La
iglesia hacía juego con el resto. Los frailes no podían olvidar que estaban
llamados a hacer penitencia, dado que sus celdas parecían más bien sepulcros
que habitaciones. Un amigo de san Pedro, que le había ayudado a llevar a cabo
la «reforma», se quejó un día de la malicia del mundo. El santo replicó: «El
remedio es muy sencillo. El primer paso sería que vos y yo fuésemos lo que
deberíamos ser; entonces estaremos en paz con nosotros mismos. Si todos
hicieran eso, el mundo sería perfecto. Lo malo es que pensamos en reformar a
otros antes de reformarnos a nosotros».
Poco a poco, otros conventos adoptaron la
reforma. San Pedro escribió en sus reglas que las celdas no debían tener más de
dos metros de largo; que el número de frailes de cada convento no debía pasar
de ocho; que los frailes debían andar descalzos, consagrar a la oración mental
tres horas diarias y no recibir estipendios por las misas. Igualmente les
impuso otras prácticas rigurosas que se acostumbraban en la Arábida. En 1561,
la nueva custodia fue elevada a la categoría de provincia con el nombre de San
José y el Papa Pío IV la retiró de la jurisdicción de los conventuales y la
pasó a la de los observantes (Los «alcantarinos» dejaron de ser un cuerpo
diferente en 1897, cuando León XIII reunió las distintas ramas de los
observantes). Como suele acontecer en tales casos, la provincia de San Gabriel,
a la que San Pedro había pertenecido, no vio con buenos ojos su empresa, y el
santo fue tratado de hipócrita, traidor, turbulento y ambicioso por sus
antiguos superiores. A esas acusaciones replicó sencillamente: «Padres míos, os
ruego que toméis en cuenta la buena intención que me guía en esta empresa;
pero, si estáis plenamente convencidos de que no es para la gloria de Dios,
haced cuanto podáis por echarla a pique». Efectivamente, los frailes de San
Gabriel hicieron cuanto pudieron por echarla a pique, pero la «reforma» siguió
ganando terreno a pesar de todo.
En 1560, en el curso de una visita a su
provincia, san Pedro de Alcántara pasó por Avila, movido por una orden recibida
del cielo. Por entonces, santa Teresa se
hallaba todavía en el convento de la Encarnación y atravesaba por un período de
ansiedad y escrúpulos, pues muchas personas le habían dicho que era víctima de
los engaños del demonio. Una amiga de la santa consiguió permiso para que ésta
fuese a pasar una semana en su casa, y allí la visitó san Pedro de Alcántara.
Guiado por su propia experiencia en materia de visiones, San Pedro entendió
perfectamente el caso de Teresa, disipó sus dudas, le aseguró que sus visiones
procedían de Dios y habló en favor de la santa con el confesor de ésta. La
autobiografía de santa Teresa nos proporciona muchos datos sobre la vida y
milagros de san Pedro de Alcántara, ya que éste le contó muchos detalles de sus
cuarenta y siete años de vida religiosa. Santa Teresa escribió: «Me dijo, si
mal no recuerdo, que en los últimos cuarenta años no había dormido más de una
hora y media por día. Al principio, su mayor mortificación consistía en vencer
el sueño, por lo cual tenía que estar siempre de rodillas o de pie [...] En
todo ese tiempo, jamás se caló el capuchón, por ardiente que fuese el sol o
tupida la lluvia. Siempre iba descalzo y su único vestido era un hábito de
tejido muy burdo, tan corto y estrecho como era posible, y un manto de la misma
tela; debajo del hábito no llevaba camisa. Me dijo que cuando el frío era muy
intenso, acostumbraba quitarse el manto y abrir la puerta y la ventana de su
celda para sentir un poco de calor al volverlas a cerrar y al ponerse el manto.
Estaba acostumbrado a comer una vez cada tres días y se extrañó de que ello me
maravillase, pues decía que era una cuestión de costumbre. Uno de sus
compañeros me contó que algunas veces no comía en toda la semana; probablemente
eso sucedía cuando estaba en oración, porque solía tener grandes arrebatos y
transportes de amor divino, de uno de los cuales yo misma fui testigo. Desde su
juventud, había practicado la pobreza con el mismo rigor que la mortificación
[...] Cuando yo le conocí era ya muy viejo y su cuerpo estaba tan débil y
vacilante, que parecía más bien hecho de raíces y corteza de árbol que de
carne. Era un hombre muy amable, pero sólo hablaba cuando le preguntaban algo;
respondía con pocas palabras, pero valía la pena oírlas, pues poseía un juicio
excelente». Cuando Teresa volvió de Toledo a Avila, en 1562, encontró
nuevamente allí a San Pedro de Alcántara, quien consagró la mejor parte de sus
últimos meses de vida y las fuerzas que le quedaban, a ayudar a la santa en la
fundación de la primera casa de carmelitas reformadas. El éxito de Teresa se
debió, en gran parte, a los consejos y al apoyo de san Pedro, quien empleó toda
su influencia con el obispo de Ávila y otros personajes.
El santo asistió el 24 de agosto a la
primera misa que se celebró en el nuevo convento de San José. En la época
turbulenta de las fundaciones, Santa Teresa fue fortalecida y consolada más de
una vez por las apariciones de san Pedro de Alcántara, quien ya había muerto
para entonces. Según el testimonio de Teresa, citado en el decreto de
canonización, san Pedro fue quien más hizo por ayudarla en la empresa de la
reforma del Carmelo. La carta que el santo escribió a Teresa acerca de la
pobreza absoluta de la nueva fundación, muestra que las dos almas se
comprendían perfectamente: «Confieso que me sorprendo de que hayáis pedido el parecer
de los hombres de ciencia para una cuestión en la que carecen de competencia.
Los litigios y los casos de conciencia son el campo de los canonistas y
teólogos; los problemas de la vida de perfección tienen que resolverlos quienes
la practican. Nadie puede hablar de lo que no conoce y no toca a los hombres de
ciencia determinar si vos o yo hemos de practicar los consejos evangélicos ...
Aquél que da el consejo, da también los medios ... Los abusos que se observan
en los monasterios que no tienen rentas, proceden no de la pobreza, sino de la
falta de deseo de pobreza».
Dos meses después de la inauguración del
convento de San José, San Pedro de Alcántara cayó enfermo y fue trasladado al
convento de Arenas para que muriese entre sus hermanos. En sus últimos
momentos, repitió las palabras del salmista: «Mi alma se regocija porque me han
dicho: Iremos a la casa del Señor» (salmo 122,1) En seguida se arrodilló y
murió en esa actitud. Santa Teresa escribió: «Después que murió, el Señor ha
tenido a bien que me aproveche más que cuando vivía, ya que me ha ayudado y
aconsejado en muchos asuntos y Ie he visto frecuentemente en la gloria ...
Nuestro Señor me dijo una vez que escucharía cuantas peticiones se le hiciesen
en honor de san Pedro de Alcántara. Yo le he encomendado que me obtenga muchas
cosas de Nuestro Señor y todas mis peticiones han sido oídas». San Pedro de
Alcántara fue canonizado en 1669.
Si se compara la vida de san Pedro de
Alcántara con la de otros místicos, como santa Teresa de Avila y san Juan de la
Cruz, puede decirse que no ha suscitado ni con mucho el mismo interés. La
primera biografía del santo fue impresa en 1615, es decir, cincuenta y tres
años después de su muerte. El autor es fray Juan de Santa María. En Acta
Sanctorum, oct., vol. VIII, hay una traducción latina, junto con otra biografía
más larga publicada en 1669 por fray Lorenzo de San Pablo. En 1667, fray
Francisco Marchese publicó en italiano una biografía basada en las deposiciones
de los testigos del proceso de canonización; ha sido traducida a muchas
lenguas. En el Directorio Franciscano hay una bibliografía
sobre el santo más actualizada que ésta del Butler, y allí
mismo varios artículos biobibliográficos, como una interesante
introducción a sus escritos. El Tratado de la
oración y meditación se consigue en una buena transcripción
en línea. El cuadro es «Éxtasis de Pedro de Alcántara», de Melchor Pérez
Holguín, siglo XVIII, en el Museo Nacional de Arte de Bolivia.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente
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