Santos Juan de Brébeuf, Isaac Jogues y compañeros, mártires
fecha: 19 de octubre
†: 1642-1649 - país: U.S.A.
canonización: B: Pío XI 21 jun 1925 - C: Pío XI 29 jun 1930
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
†: 1642-1649 - país: U.S.A.
canonización: B: Pío XI 21 jun 1925 - C: Pío XI 29 jun 1930
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: Santos mártires Juan de Brébeuf e Isaac Jogues, presbíteros y compañeros
de la Orden de la Compañía de Jesús, en el día en
que san Juan de la Lande, religioso, fue asesinado por los paganos en el lugar llamado Ossernenon, entonces en territorio del Canadá, el mismo lugar donde algunos años antes había conseguido la corona del martirio san Renato Goupil. Son venerados conjuntamente sus santos compañeros Gabriel Lalemant, Antonio Daniel, Carlos Garnier y Natal Chabanel, que, en la región canadiense, en días distintos, después de muchas fatigas en la misión del pueblo de los hurones para anunciar el evangelio de Cristo a aquellas gentes, terminaron muriendo mártires.
que san Juan de la Lande, religioso, fue asesinado por los paganos en el lugar llamado Ossernenon, entonces en territorio del Canadá, el mismo lugar donde algunos años antes había conseguido la corona del martirio san Renato Goupil. Son venerados conjuntamente sus santos compañeros Gabriel Lalemant, Antonio Daniel, Carlos Garnier y Natal Chabanel, que, en la región canadiense, en días distintos, después de muchas fatigas en la misión del pueblo de los hurones para anunciar el evangelio de Cristo a aquellas gentes, terminaron muriendo mártires.
refieren a este santo: San Antonio
Daniel, San Carlos
Garnier, San Isaac Jogues, San Juan de la
Lande, San Nadal
Chabanel
Las buenas intenciones del explorador
Jacques Cartier, que en 1534 realizó grandes esfuerzos para implantar el
cristianismo en el Canadá, así como los intentos en el mismo sentido de Samuel
Champlaio, que fundó la ciudad de Québec en 1608, no dieron los resultados
apetecidos. Sin embargo, por deseo expreso del rey Enrique IV de Francia, aquel
mismo año de 1608, partieron hacia el Canadá dos sacerdotes jesuitas, Pierre
Biard y Ennemond Massé, quienes llegaron a la Acadia (Nueva Escocia), se
instalaron en Port Royal (ahora la ciudad de Annapolis) e iniciaron su tarea de
evangelizar a los indios suriqueses. Su primer trabajo fue el de aprender el
idioma. El padre Massé se internó en los bosques para vivir entre aquellas
tribus nómadas y recoger todos los datos que pudiese sobre sus costumbres y su
lengua, mientras que el padre Biard permaneció en el establecimiento de Port
Royal, donde trataba de atraerse, con regalos de alimentos y golosinas, a los
pocos indios que allí había, a fin de que le enseñaran las palabras necesarias
para hablarles. Al cabo de un año, los dos sacerdotes habían adquirido los
conocimientos indispensables para escribir un catecismo en la lengua indígena y
comenzar a enseñarlo. Inmediatamente descubrieron que una de las dos tribus con
las que tenían que vérselas, los etchemines, eran decididamente hostiles al
cristianismo, en tanto que los suriqueses, si bien se mostraban mejor
dispuestos, carecían de todo sentido religioso. No había uno que dejase de
entregarse a la embriaguez y a la brujería, y todos, sin excepción, practicaban
la poligamia.
Sin embargo, cuando se unieron a los
misioneros los nuevos colonos franceses, otros dos sacerdotes jesuitas y un
hermano lego, pareció que se hallaba por buen camino el trabajo de
evangelización. Pero todo aquello quedó interrumpido bruscamente en 1613,
cuando el capitán pirata de un buque mercante inglés, al frente de toda su
tripulación, practicó una devastadora incursión en Port Royal, hubo un saqueo
desenfrenado, todos los establecimientos de los colonos fueron incendiados y un
grupo de quince de ellos, incluso el padre Massé, fueron metidos en una barca y
dejados a la ventura en alta mar. Después, el capitán inglés partió en su nave
hacia Virginia y se llevó consigo al padre Biard y al padre Quentin. Los
misioneros se las arreglaron eventualmente para regresar a Francia, pero ya
para entonces, la tarea de predicar el Evangelio entre los indígenas de la
Acadia, quedó absolutamente paralizada.
Entretanto, Champlain, el gobernador de
Nueva Francia, solicitaba con insistencia el envío de buenos religiosos, hasta
que, en 1615, llegaron a Tadroussac varios franciscanos. Aquellos frailes
trabajaron heroicamente durante algún tiempo, pero al ver que no les era
posible obtener los hombres y los medios necesarios para desarrollar
debidamente la tarea, solicitaron la ayuda de los jesuitas. En el mismo año,
tres sacerdotes de la Compañía de Jesús desembarcaron en Québec, precisamente
cuando los indígenas acababan de matar al fraile franciscano Vial y a su
catequista y de arrojar sus cadáveres al río, en la parte de los rápidos que
hasta hoy se conoce como Soult-au-Récollet. De los tres recién llegados, uno
era el padre Massé que, a salvo de su anterior y terrible experiencia,
regresaba a su antiguo campo de trabajo, pero los otros dos, el padre Brébeuf y
el padre Charles Lalemant, eran nuevos en la difícil faena. Cuando el padre
Jean de Brébeuf ingresó al seminario de la compañía en Rouen, a la edad de
veinticuatro años, su constitución era tan débil y enfermiza, que no pudo
proseguir el curso normal de los estudios, ni soportó los períodos de enseñanza
durante largo tiempo. Por eso, causa asombro que aquel tuberculoso inválido se
transformase, en pocos años, en el titánico apóstol de los hurones, cuya
capacidad para soportar las penalidades, cuyo valor ante el peligro, cuya
entereza y energía eran tan extraordinarias que cuando los indios lo mataron,
bebieron su sangre para adquirir su valentía.
Como el padre Brébeuf no se atrevía a
hacer frente en seguida a los hurones, permaneció durante algún tiempo con los
algonquinos, en muy penosas condiciones de vida, para aprender su lengua y
conocer sus costumbres. Al año siguiente, en compañía de un franciscano y de
otro jesuita, se internó en la comarca de los hurones. Durante la caminata de
casi mil kilómetros, hubo treinta y cinco ocasiones en que, a causa de los
rápidos en las corrientes de los ríos, tuvieron que cargar con la canoa y con
todos los bultos de sus provisiones para continuar a pie. Los tres sacerdotes
establecieron por fin su residencia en el lugar llamado Tod's Point, pero muy
pronto se ordenó el regreso de los dos compañeros del padre Brébeuf, y éste se
quedó solo entre los hurones, cuya manera de vivir, menos nómada que la de
otras tribus, brindaba mejores perspectivas a los misioneros para desarrollar
su trabajo. No tardó mucho en descubrir que todos los pobladores de la región
le miraban con desconfianza, tenían siniestras sospechas sobre sus actividades,
le hacían responsable por cualquier calamidad o infortunio que les ocurriese y
experimentaban un terror suspersticioso ante la cruz que campeaba sobre el
techo de su cabaña. Durante aquel período, el padre Brébeuf fue incapaz de lograr
una sola conversión entre los hurones y ya no hubo tiempo para hacer nuevos
intentos, porque las circunstancias no le permitieron quedarse. La colonia
francesa se hallaba desamparada: los ingleses habían cerrado el río San Lorenzo
al tráfico de los colonos y no llegaba para éstos ningún abastecimiento ni
ayuda desde Francia. El gobernador Champlain se vio obligado a rendirse; los
colonos y los misioneros, expulsados, debieron regresar a su país y el Canadá
se convirtió, por primera vez y por breve tiempo, en una colonia británica. Sin
embargo, el infatigable Champlain se puso inmediatamente en actividad, llevó el
asunto a los tribunales ingleses en Londres y pudo probar, de manera
concluyente, que la invasión de la colonia era una usurpación injusta. En el
año de 1632, Canadá volvió a manos de Francia.
Inmediatamente, se invitó a regresar a los
franciscanos, pero como carecían de un número suficiente de misioneros, fueron
los jesuitas, nuevamente los que se hicieron cargo del trabajo de
evangelización. El padre Le Jeune, jefe de la misión, llegó a Nueva Francia en
1632, seguido por el padre Antoine Daniel y, en 1633, los padres Brébeuf y
Massé, veteranos en aquellas lides, arribaron junto con el gobernador
Champlain. El padre Le Jeune, que antes de abrazar el sacerdocio había sido
hugonote, era un hombre de extraordinaria habilidad y amplia visión.
Consideraba que la misión no era un asunto para unos cuantos sacerdotes y los
pocos fieles que les apoyasen, sino una empresa de gran envergadura en la que
deberían interesarse todos los católicos franceses. En consecuencia, concibió y
realizó el plan de mantener bien informada a toda la nación sobre las
verdaderas condiciones en el Canadá, por medio de una serie de descripciones
gráficas, que se inició con la de sus experiencias personales sobre el viaje,
las exploraciones y sus primeras impresiones respecto a los indígenas. Aquellas
informaciones fueron escritas y enviadas a Francia en un término de dos meses
para ser publicadas al terminar el año. Aquellos mensajes que se conocen como
las «Relaciones Jesuíticas», se intercambiaron casi sin interrupción entre la
«Nueva» y la «Vieja» Francia y, con frecuencia, comprendían cartas de los otros
jesuitas como Brébeuf y Perrault. Las relaciones despertaron muy vivo interés,
no sólo en Francia, sino en toda Europa, a tal punto que, desde su publicación,
se inició una gran corriente de emigración desde el Viejo Continente y muy
pronto, buen número de religiosos, hombres y mujeres, llegaron a trabajar entre
los indios y a dar ayuda espiritual a los colonos. El padre Antoíne Daniel, que
habría de ser el compañero del padre Brébeuf durante algún tiempo, era, como
éste, natural de Normandía. Seguía los estudios de leyes cuando decidió
ingresar en la Compañía de Jesús y, antes de partir hacia el Nuevo Mundo, había
estado en estrecho contacto con todos los que le pudieran informar sobre la
misión del Canadá.
Cuando los hurones llegaron a Québec para
asistir a la feria anual, se mostraron muy contentos al ver de nuevo al padre
Brébeuf y se agruparon en torno suyo para oírle hablar en su propia lengua.
Muchos de los indígenas le pidieron que regresase con ellos a su comarca y él
estaba muy bien dispuesto a seguirles, pero a última hora, los hurones
atemorizados por las amenazas de un caudillo de Ottawa, rehusaron la compañía
del sacerdote. Durante la feria del año siguiente, sin embargo, los hurones
mismos rogaron al padre Brébeuf, al padre Daniel y a otro sacerdote llamado
Darost, que fuesen a morar con ellos como sus huéspedes. Tras una jornada llena
de penurias, durante la cual fueron incluso robados y abandonados por sus
guías, llegaron los tres jesuitas a su destino, donde los propios hurones les
construyeron una amplia cabaña. Brébeuf enseñó a sus compañeros el idioma local
y muy pronto, el padre Daniel, que demostró ser un alumno aventajado, pudo
recitar con los niños el Padre Nuestro, durante las reuniones que congregaba el
padre Brébeuf en su cabaña. La religión, tal como la entendían los indios, se
fundaba exclusivamente en el temor, y los misioneros debieron conformarse con
empezar a enseñarles lo que buenamente pudiesen aprender. «Comenzaron a
catequizarlos», escribió Brébeuf, «inculcándoles la memorable verdad de que sus
almas son inmortales y que, después de la muerte del cuerpo, se van al infierno
o al cielo. De esta manera nos acercamos a ellos en público o en privado. Yo
les explico que en sus manos está elegir lo que quieran para su vida eterna».
Hubo por entonces una época de gran sequía y amenazaba con declararse el hambre;
los brujos del lugar no podían hacer nada para atajar la catástrofe, y todos
los indios estaban al borde de la desesperación.
Entonces apelaron al padre Brébeuf, quien
les recomendó que se dedicaran a la oración e inició con ellos una novena; en
el último día de oraciones cayó la lluvia en abundancia y se salvaron las
cosechas. Los hurones quedaron muy impresionados; pero los ancianos de la tribu
se aferraban a sus antiguas tradiciones y los hombres maduros y los jóvenes
eran indiferentes y despreocupados. Los misioneros jesuitas nunca administraban
el bautismo a los adultos, sin haberlos sometido antes a una larga preparación
en la que dieran pruebas de constancia; sólo bautizaban a los enfermos que
estuviesen a punto de morir, de los cuales había siempre bastantes, debido a la
persistencia de las epidemias. Los niños, en cambio, eran dóciles y estaban
bien dispuestos a aprender y, sin embargo, los vicios se practicaban tan
abiertamente, que era casi imposible evitar que los pequeños se contaminaran con
las degeneraciones de sus mayores. Por lo tanto, se decidió establecer en
Québec un seminario para los indígenas, y el padre Daniel, con dos o tres niños
hurones, partió a la ciudad para fundar lo que llegó a ser el centro de las
esperanzas de los misioneros. El propio padre Daniel era el maestro, el tutor,
el enfermero y el compañero de juegos de los primeros seminaristas. Durante
algún tiempo, el padre Brébeuf se quedó solo entre los hurones y aprovechó
aquella circunstancia para escribir un tratado de instrucciones, que
posteriormente fue famoso, destinado a los que acudiesen a participar en las
misiones entre los indígenas.
En 1636, llegaron otros cinco jesuitas, de
entre los cuales dos estaban destinados a figurar en el número de los mártires:
el padre Jogues, que llegó a ser el apóstol de la nueva nación indígena, y el
padre Garnier. Isaac Jogues, natural de Orléans, ingresó a los diecisiete años
de edad al noviciado de la Compañía en Rouen y de allí pasó al colegio real de
La Fleche, considerado por Descartes como el primer colegio de Europa. Después
de su ordenación, fue destinado al Canadá y emprendió el viaje junto con el
gobernador de Nueva Francia, Huault de Montmagny. Charles Garnier era un
parisino educado en el Colegio de Clermont. A los diecinueve años ingresó al
noviciado y, después de su ordenación, en 1635, se ofreció para la misión del
Canadá. Partió junto con Jogues en 1636. Garnier tenía entonces treinta años y
Jogues veintinueve. Mientras el padre Brébeuf estuvo solo entre los hurones, presenció
la conmoción de los preparativos de guerra para rechazar una invasión de los
iroqueses, los enemigos tradicionales, y tras las batallas, fue testigo
obligado de la espantosa escena de las torturas y la muerte de un prisionero
iroqués. El sacerdote no pudo hacer nada para evitar aquellas crueldades
increíbles, pero como había bautizado al cautivo poco antes, se impuso la
obligación de permanecer a su lado para alentarlo y ayudarlo a bien morir. Así
presenció la manifestación de un nuevo aspecto del carácter de los indígenas,
que fue toda una revelación para él. «La forma en que se burlaron de su
víctima, fue verdaderamente diabólica», escribió el padre Brébeuf. «Mientras
más quemaban sus carnes y rompían sus huesos, más le halagaban y aun le acariciaban.
Fue una horrible tragedia que duró toda la noche». No sabía por entonces el
sacerdote que presenciaba lo mismo que él iba a sufrir.
Cinco de los misioneros recién llegados
partieron inmediatamente a reunirse con el padre Brébeuf, y el padre Jogues,
que no había sido destinado a los hurones, también fue a sumarse a la misión
unos meses después. Una de las frecuentes epidemias que asolaba por entonces la
región, atacó a varios de los nuevos misioneros y, a pesar de que éstos, aún
los convalescientes, ayudaban en todo lo posible a los indios enfermos, los
hechiceros del lugar se encargaron de hacer correr el rumor de que la llegada
de los extranjeros era la causa del mal que atacaba a los indígenas. A duras
penas y sólo temporalmente, hicieron frente los misioneros a aquella campaña de
calumnias.
No obstante todos aquellos contratiempos,
en el mes de mayo de 1637, Brébeuf se sintió impulsado a escribir al padre
general de su orden en estos términos: «Se nos escucha con complacencia, hemos
bautizado a más de 200 este año y desde casi todas las aldeas y caseríos de la
comarca se nos ha invitado a visitarlos. Por otra parte, como resultado de esta
última epidemia y de los rumores que hicieron circular los brujos, las gentes
nos conocen más y mejor y, por lo menos, a juzgar por nuestra conducta,
comprenden que no hemos venido a comprar pieles ni a comerciar con ellos, sino
únicamente a enseñarles y a procurar para ellos la salvación de su alma y, a
fin de cuentas, la felicidad que durará eternamente». No pasó mucho tiempo, sin
que la esperanza de los misioneros recibiese un nuevo golpe, a causa del
resurgimiento de las sospechas de los indígenas, que culminó en un consejo de
veintiocho ancianos de la tribu que, prácticamente, sometieron a juicio en
ausencia a todos los sacerdotes misioneros. Ante las acusaciones, el padre
Brébeuf se defendió y defendió a sus compañeros brillantemente, pero al cabo de
nuevos concilios e interrogatorios, se le informó que, por decisión del pueblo,
él y sus compañeros debían morir. Los misioneros tomaron las cosas con calma;
entre todos, redactaron un último informe y declaración para sus superiores y,
después, el padre Brébeuf invitó a los indios a su fiesta de despedida. En el
transcurso de aquel ágape, el sacerdote les habló sobre la vida después de la
muerte, con palabras tan sencillas y acento tan emocionado, que los indígenas
se conmovieron, proclamaron su decisión de que el padre Brébeuf se quedara con
ellos y se comprometieron a dejar en paz a los otros misioneros.
Se estableció una segunda misión en la
cercana localidad de Teanaustaye y el padre Lalemant quedó a cargo de la nueva
casa y de la antigua, mientras que el padre Brébeuf se puso al frente de una
tercera casa, llamada Sainte-Marie, a corta distancia de los caseríos
indígenas. Aquel establecimiento fue como la oficina central de las misiones y
el cuartel general de los sacerdotes y sus ayudantes, así como el refugio para
los labradores y soldados franceses. Allí se construyeron un hospital y un
fuerte, se estableció un cementerio y, durante cinco años, los misioneros
trabajaron con perseverancia. Con frecuencia, emprendieron largas y peligrosas
expediciones a los territorios de otras tribus, como los petum o indios del tabaco,
los ojibways y los neuters, que vivían en las tierras al norte del lago Erie.
Era muy rara la ocasión en la que aquellos indígenas recibían bien la visita de
los sacerdotes. En 1637, el primer indígena adulto recibió el bautismo; dos
años más tarde, se habían bautizado otros ochenta y, en 1641, sesenta más
recibieron el sacramento. Las cifras no indicaban un gran progreso, pero en
cambio demostraban que era posible la conversión de los indígenas. El padre
Lalemant, en la relación que escribió en 1639, decía: «A veces nos hemos
preguntado si podemos tener esperanzas en la conversión de este país, sin
llegar al derramamiento de sangre». Al mismo tiempo, por lo menos dos de los
misioneros, el padre Brébeuf y el padre Jogues, oraban de continuo para tomar parte
en la gloria del sufrimiento, aunque no del martirio.
En el año 1642, el país de los hurones se
hallaba asolado por las calamidades: las cosechas eran muy pobres, abundaban
las enfermedades y no había manera de obtener ropa. Québec era la única fuente
de abastecimientos y, por acuerdo general de los misioneros, se eligió al padre
Jogues para que condujera una expedición a la ciudad. El sacerdote llegó con
bien a su destino y emprendió el regreso con abundantes provisiones para la
misión, pero los iroqueses, acérrimos enemigos de los hurones y los más feroces
de los indígenas de las tribus, estaban al acecho y habían tendido una
emboscada a los expedicionarios. La historia del ataque, del cautiverio, de los
malos tratos, de las torturas a que fueron sometidos los expedicionarios, no
puede relatarse aquí. Basta informar que el padre Jogues y su ayudante, René
Goupil, aparte de haber sido apaleados varias veces y golpeados por los puños
de sus captores, tuvieron que soportar que les arrancaran el pelo de la cabeza
y de las barbas, así como las uñas de todos los dedos, y todavía el dedo índice
les fue arrancado a mordizcos hasta su nacimiento. Pero lo que más apenaba al
sacerdote era la crueldad brutal con que fueron tratados los indígenas
cristianos convertidos por él. El primero en morir martirizado el 29 de
septiembre de 1642, fue René Goupil, despedazado por las hachas (tomahawks) que
le arrojaban desde cierta distancia, por haber hecho el signo de la cruz sobre
la cabeza de algunos niños. Aquel René Goupil fue un hombre extraordinario. Se
había esforzado por formar parte de la Compañía de Jesús e incluso había
ingresado en el noviciado, pero su precaria salud le obligó a abandonar el
intento. Entonces, siguió la carrera de medicina y se las arregló para trasladarse
al Canadá, donde ofreció sus servicios a los misioneros, cuya fortaleza llegó a
emular.
El padre Jogues permaneció como esclavo
entre los mohawks, una de las tribus de los iroqueses, quienes ya habían
decidido matarlo. Debió su liberación a los colonos holandeses que, desde que
se enteraron de las penurias que sufrían los cautivos, habían tratado de
salvarlos. Gracias a las gestiones del gobernador del Fuerte Orange y del
gobernador de la colonia de Nueva Holanda, el padre Jogues fue embarcado en una
nave que le condujo a Inglaterra y de allí se trasladó a su nativa Francia,
donde su arribo despertó inusitado interés. Como tenía los dedos mutilados, le
estaba vedado celebrar la misma, pero el papa Urbano VIII le otorgó un permiso
especial para hacerlo, puesto que «sería una injusticia que un mártir por
Cristo no beba la sangre de Cristo». A principios de 1644, el padre Jogues
navegaba otra vez hacia la Nueva Francia. Al llegar a Montreal, que acababa de
ser fundada, comenzó a trabajar entre los indios de las proximidades, en espera
del momento de volver a la comarca de los hurones, un viaje que era cada vez
más peligroso, porque los indios iroqueses estaban al acecho a Io largo de todo
el camino. Por aquel entonces y en forma inesperada, estos indígenas enviaron
una embajada a la localidad de Tres Ríos, para gestionar la paz. El padre
Jogues, que se hallaba presente en los parlamentos, advirtió que no habían
acudido los representantes de Ossernenon, la aldea principal de la tribu.
Además, en el curso de las pláticas, resultó evidente que los iroqueses sólo
querían hacer las paces con los franceses y no con los hurones. De todas
maneras, se resolvió enviar una delegación de Nueva Francia para parlamentar
con los jefes iroqueses en Ossernenon. y el padre Jogues fue nombrado principal
embajador, junto con Jean Bourdon, que representaba al gobierno de la colonia.
La comitiva partió por la ruta del Lago
Champlain y el Lago George y, luego de emplear los días de una semana en
confirmar los detalles del pacto, regresó a Québec. El padre Jogues dejó en
Ossernenon una gran caja llena de artículos religiosos, porque tenía la
intención de regresar como misionero entre los mohawks y le resultaba
conveniente deshacerse de uno de los bultos. Aquella caja fue la causa de su
martirio. Antes del arribo de la comitiva, los mohawks habían recolectado una
mala cosecha y, tan pronto como partieron los embajadores, asoló a la comarca
una terrible epidemia que los indígenas achacaron a «los demonios escondidos en
la caja del padre Jogues». Por eso, en cuanto supieron que el sacerdote
realizaba una tercera visita a sus aldeas, le tendieron una celada en la que
cayeron él y su compañero Lalande. Ambos fueron golpeados, despojados de todo
lo que llevaban y conducidos a Ossernenon, medio desnudos y atados con cuerdas.
Sus captores eran miembros de la tribu del Oso y, si bien los indígenas de
otros grupos familiares trataron de proteger a los cautivos y decidir su suerte
en un consejo, los primeros se negaron a toda clemencia. En la tarde del 18 de
octubre, el padre Isaac Jogues fue invitado a comer en una cabaña y, tan pronto
como entró, los indígenas ahí reunidos le arrojaron sus hachas y le dieron
muerte. Cortaron la cabeza al cadáver y la colocaron en la punta de un palo,
vuelta en dirección al camino por donde había llegado el sacerdote*. Al día
siguiente, su compañero Jean Lalande y el guía, un indígena hurón, fueron
igualmente muertos a hachazos, decapitados y arrojados sus cuerpos al río. Esta
ciudad de Ossernenon, escenario de los martirios, fue el sitio donde, diez años
más tarde, vino al mundo la beata Catalina
Tekakwitha. Jean Lalande, lo mismo que René Goupil, era un donné
o «donado» de la misión. El martirio del padre Jogues decidió la suerte de los
hurones, cuya única esperanza de obtener la paz radicaba en los buenos oficios
del misionero entre sus feroces enemigos, los iroqueses. Por aquel entonces,
los hurones comenzaban a aceptar la fe cristiana en número considerable y había
veinticuatro misioneros, incluso el padre Daniel, trabajando entre ellos. En
realidad, el país de los hurones estaba en camino de hacerse cristiano y, si
hubiesen gozado de un período de paz, toda la tribu se habría convertido, pero
los iroqueses no cesaban en sus hostilidades. Después de una serie de ataques y
saqueos a las aldeas huronas, sin que se salvase ninguno de los habitantes, el
4 de julio de 1648, aparecieron en Teanaustaye, precisamente cuando el padre
Daniel acababa de celebrar la misa. A la vista del enemigo, se apoderó de todos
un gran pánico y muchos de entre ellos buscaron amparo junto al sacerdote,
quien comenzó a bautizarlos rápidamente. Pero eran tantos los que le imploraban
el sacramento en presencia del peligro, que acabó por mojar su pañuelo y los
bautizó colectivamente, por aspersión. Entretanto, los iroqueses se adueñaban
de la aldea, palmo a palmo, y los fieles instaban al padre Daniel para que
escapara, pero éste se negó y, en vez de huír, fue a visitar a algunos ancianos
y enfermos que, desde tiempo atrás, preparaba para el bautismo. Hizo un rápido
recorrido por las cabañas para alentar a los asustados pobladores y regresó a
la iglesia, que encontró llena de cristianos indígenas. Les habló para darles
instrucciones a fin de que escaparan mientras pudieran hacerlo y, luego, salió
solo de la iglesia para ir al encuentro del enemigo. Al ver los iroqueses al
padre Antoine Daniel le rodearon y comenzaron a dispararle flechas hasta que
cayó muerto. Desnudaron el cadáver, lo arrojaron dentro de la iglesia y
prendieron fuego al edificio. Como dice el narrador de aquel martirio, «el
padre Daniel no podía haber sido más gloriosamente consumido que en la pira de
aquella capilla ardiente».
Durante el año siguiente, el 16 de marzo
de 1649, los iroqueses atacaron la aldea en que se hallaban los padres Jean De
Brébeuf y Gabriel Lalemant. De entre los jesuitas que llegaron a Nueva Francia,
Gabriel Lalemant fue el último de los mártires. Dos de sus tíos habían sido
misioneros en el Canadá, y él mismo, después de hacer sus votos como sacerdote
jesuita en París, agregó un cuarto voto: el de ofrecer su vida en sacrificio
por la salvación de los indios. Tuvo que aguardar catorce años para cumplir con
aquel voto. Las torturas a que fueron sometidos los dos sacerdotes, fueron de
las más atroces de cuantas registra la historia. Después de desnudarlos
completamente y golpearlos con palos en todas las partes de sus cuerpos, el
padre Rrébeuf se incorporó a duras penas y comenzó a exhortar y alentar a los
cristianos que le rodeaban. A uno de los dos sacerdotes le fueron cortadas
ambas manos; a los dos les aplicaron barrotes de hierro calentados en las
hogueras, en los sobacos y los costados y les pusieron sobre los hombros
collares hechos con puntas de lanza calentadas al rojo. Después, los verdugos
les colocaron en torno a la cintura, fajas de corteza de árboles bañadas en
resinas, a las que prendieron fuego. En medio de aquellos tormentos atroces, el
padre Lalemant levantó la vista al cielo e imploró a Dios con gestos y
ademanes, mientras que el padre Brébeuf mantenía tensos los músculos de su
cara, que parecía de piedra, corno si fuese insensible al dolor. En un momento
dado, como si hubiese recuperado el conocimiento de pronto, comenzó a hablar a
sus verdugos y a los cristianos cautivos hasta que aquéllos, para hacerle
callar, le cortaron la punta de la nariz y desgarraron sus labios y luego,
corno una burlesca simulación del bautismo, vertieron sobre él y su compañero,
calderos de agua hirviente. Por último, comenzaron a cortarles grandes trozos
de carne que arrojaban al fuego para asarla y, luego, a los dos, les abrieron
una gran incisión sobre el pecho y les sacaron el corazón, no sin antes recoger
la sangre en cuencos para beberla cuando aún estaba caliente.
El martirio de los dos misioneros y la
matanza de hurones, lejos de satisfacer la ferocidad de los iroqueses, avivó su
sed de sangre. Antes de que terminara el año de 1649, ya habían penetrado hasta
la comarca de Tabaco, donde el padre Charles Garnier había fundado una misión
en 1641 y donde los jesuitas tenían ya dos casas. Cuando los habitantes de la
aldea de Saint-Jean supieron que se acercaba el enemigo, enviaron a los hombres
a su encuentro, pero los atacantes, informados por sus espías sobre la
indefensa condición en que había quedado el caserío, dieron un rodeo para
evitar el encuentro con los guerreros enviados en su contra y llegaron a
Saint-Jean por sorpresa. En el curso de la indescriptible orgía de sangre que
se produjo durante el ataque, el padre Garnier, el único sacerdote en aquella
misión, corría de un lugar a otro, a la vista del enemigo, para dar la
absolución a los cristianos moribundos, bautizar a los niños y a los
catecúmenos y consolar a los que pudiera, sin cuidarse para nada del propio
peligro. Cuando se afanaba en aquellos menesteres, fue muerto por los disparos
del mosquete de un iroqués. Aun cuando estaba herido de muerte, hizo un
esfuerzo para arrastrarse a atender a otro moribundo que estaba cerca, pero
luego de algunos vanos intentos, quedó exánime en el suelo y un indio que
pasaba a la carrera, para rematarlo, le arrojó el hacha que se le quedó clavada
en la cabeza. Terminada la matanza, algunos de los indios cristianos sepultaron
los restos del padre Garnier en el lugar donde había estado su iglesia.
El padre Noël Chabanel, el misionero que
trabajaba junto con el padre Garnier, se hallaba ausente en el momento del
ataque, pero no pudo escapar. Precisamente caminaba hacia su misión con algunos
hurones cristianos, cuando oyó la gritería de los iroqueses que regresaban de
Saint-Jean. El sacerdote dió instrucciones a sus fieles para que huyesen y se
ocultasen en los bosques y, cuando todos se hubieron dispersado, se dispuso a
seguirlos. A paso lento, porque estaba exhausto, se internó en la espesura y,
desde entonces no se volvió a saber nada de él. Algún tiempo después, un hurón
apóstata confesó que había matado a puñaladas al padre Chabanel, simplemente
por su odio a la fe cristiana. No fue Chabanel el menos heroico entre los
mártires. Es cierto que no poseía la misma capacidad para adaptarse que los
demás; nunca pudo aprender el idioma de los «salvajes», como él les llamaba, y
experimentaba una sincera repugnancia al verlos, al tratarlos, ante su manera
de comer y de vivir. Además, durante toda su estadía en el Canadá, había
experimentado una sequedad espiritual que le hacía sufrir terriblemente. Y sin
embargo, a fin de atarse de manera inviolable al trabajo que aborrecía, hizo el
voto solemne ante el Santísimo Sacramento, de permanecer en la misión hasta su
muerte. El sacrificio de aquellos nobles mártires dio un resultado maravilloso,
puesto que no había transcurrido mucho tiempo después de su muerte, cuando las
verdades que ellos proclamaban fueron aceptadas por todos, aun por sus mismos
verdugos, y los misioneros que les sucedieron, conquistaron para el
cristianismo a todas las tribus con las que tuvieron relaciones los primeros
jesuitas llegados al Canadá.
La principal de las fuentes de información
relativas a estos mártires es, por supuesto, la colección de las cartas,
informes y relaciones de los propios misioneros. Estos documentos están al
alcance de todos los interesados, en las varias ediciones y traducciones de Las
Relaciones Jesuíticas. Entre los varios libros que proporcionan narraciones más
concretas, pueden mencionarse The Jesuit Martyrs of North America (1925), de J.
Wynne; The Jesuit Martyrs of Canada (1925), de E. J. Devine y el Pioneer Priest
of North America, de T. J. Campbell, en versiones en inglés. En francés, se
cuenta con Martyrs de la Nouvelle France, de Rigaul et Goyau y Martyrs du
Canadá (1930), de H. Fouquenay, que debe ser recomendada por su excelente
bibliografía. Muchos historiadores no católicos han rendido tributo generoso a
estos gloriosos misioneros, sobre todo F. Parkman en The Jesuits in North
America (1868).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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ingreso o última modificación relevante: ant 2012
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referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente
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