Santa Francisca Romana, viuda y fundadora
fecha: 9 de marzo
n.: 1384 - †: 1440 - país: Italia
otras formas del nombre: Coecolella
canonización: C: Pablo V 29 may 1608
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 1384 - †: 1440 - país: Italia
otras formas del nombre: Coecolella
canonización: C: Pablo V 29 may 1608
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: Santa Francisca, religiosa, que, casada aún adolescente, vivió
cuarenta años en matrimonio y fue excelente esposa y madre de familia, admirable
por su piedad, humildad y paciencia. En tiempos calamitosos distribuyó sus
bienes entre los pobres, asistió a los atribulados y, al quedar viuda, se
retiró a vivir entre las oblatas que ella había reunido bajo la Regla de san
Benito, en Roma.
Patronazgos: patrona de Roma, de las mujeres y de los automovilistas.
Oración: Oh Dios, que nos diste en santa
Francisca Romana modelo singular de vida matrimonial y monástica, concédenos
vivir en tu servicio con tal perseverancia, que podamos descubrirte y seguirte
en todas las circunstancias de la vida. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los
siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
Santa Francisca Romana, famosa en todo el
mundo, poseía en grado extraordinario el don de ganarse el amor y la admiración
de cuantos la trataban. Su encanto no terminó con su muerte, pues innumerables
peregrinos acuden todavía a su tumba, en Santa María Nuova. Durante la octava y
la fiesta de la santa, la multitud se apiña para visitar la «Tor de Specchi» y
la «Casa degli Escercizi Pii» (antiguo palacio Ponziano), cuyas puertas se
abren al público, en esa ocasión, para mostrar todas las reliquias de la santa.
Francisca nació en Roma, en el barrio de Transtévere, en 1384, precisamente
cuando comenzaba el cisma de Occidente, que había de afligir tanto a la santa y
resultar tan catastrófico para su familia. Francisca no vivió lo suficiente
para ver restablecida la armonía. Su padres, Pablo Busso y Jacobella dei
Roffredeschi, eran nobles acaudalados y la niña vivió en medio del lujo, pero
recibió una educación muy cristiana. Francisca, que era muy precoz, pidió a sus
padres permiso de ingresar en el convento a los doce años, pero recibió una
rotunda negativa. En efecto, sus padres, que eran excelentes cristianos y la
querían mucho, tenían planes muy diferentes para ella. Al año siguiente,
anunciaron a su hija que habían determinado prometerla en matrimonio al joven
Lorenzo Ponziano, cuya posición, carácter y riqueza le hacían un excelente
partido. Francisca cedió al cabo de algún tiempo y el matrimonio se celebró
cuando la joven tenía apenas trece años. Al principio, la santa encontró muy
difícil de sobrellevar su nuevo estado; se esforzaba en vano por agradar a su
marido y a los padres de éste. Vanozza, la esposa del hermano mayor de Lorenzo,
sorprendió un día a Francisca llorando y ambas se hicieron confidencias; la
santa le confesó que habría querido ser religiosa y descubrió que su cuñada
habría preferido también una vida de retiro y oración. Tal fue el principio de
una amistad que duró toda la vida. Las dos jóvenes empezaron a practicar la
virtud, bajo una regla común. Modestamente vestidas, iban a visitar a los
pobres de Roma y hacían cuanto podían por ellos. Sus esposos, que las amaban
tiernamente, no opusieron objeción alguna a sus austeridades y obras de
caridad.
Una grave y misteriosa enfermedad que
afectó a Francisca interrumpió esa forma de vida durante algún tiempo y sus
parientes recurrieron a la magia para tratar de curarla, sin conseguirlo. Se
cuenta que entonces san Alejo se apareció a la santa y le preguntó si estaba
dispuesta a morir o si prefería sanar. Francisca replicó que su único deseo era
que se hiciese la voluntad de Dios. Entonces le dijo San Alejo que la voluntad
de Dios era que sanase y trabajase por Su gloria. Acto seguido, el santo tendió
su capa sobre Francisca y desapareció. La enfermedad desapareció también
instantáneamente. Francisca y su cuñada reanudaron, con mayor fervor que antes,
su vida de austeridad. Iban diariamente al hospital del Espíritu Santo de
Sassia para asistir a los pacientes, particularmente a los que sufrían de las
enfermedades más repugnantes. Doña Cecilia, su suegra, temiendo que se
contagiara, y que su ausencia de las fiestas y banquetes fuese mal interpretada
por la sociedad, aconsejó a sus hijos que las obligasen a cambiar de vida, pero
éstos se negaron a intervenir. En 1400, Francisca tuvo un hijo y durante algún
tiempo se vio obligada a modificar su tren de vida para atender al pequeño Juan
Bautista. Al año siguiente, murió Doña Cecilia y el suegro de Francisca le rogó
que tomase la dirección de la casa. En vano alegó Francisca que Vanozza era la
esposa del hermano mayor; Don Andrés y Vanozza dijeron que ella tenía mayores
aptitudes y Francisca no tuvo más remedio que aceptar. La santa se desenvolvió
con gran gracia y habilidad en su nueva posición; trataba a sus criados como
hermanos y les exhortaba a mirar por su salvación. En los cuarenta años que
Francisca vivió con su esposo, no hubo entre ellos la menor discusión. Si su
marido la llamaba cuando estaba haciendo oración, Francisca acudía al punto, ya
que, como acostumbraba decir, «es magnífica la devoción en una mujer casada,
con tal de que no olvide nunca que su principal deber es ser ama de casa;
muchas veces tendrá que abandonar a Dios en el altar para encontrarle en el
trabajo casero». Sus biógrafos cuentan que en cierta ocasión en que se hallaba
recitando el oficio de Nuestra Señora, un paje fue a anunciarle: «Señora, mi
amo me manda llamaros». La santa dejó al punto el libro y acudió al lado de su
esposo. La interrupción se repitió otras tres veces; pero, cuando Francisca
abrió por quinta vez el libro del oficio, encontró la antífona escrita en
letras de oro. Además de Juan Bautista, Francisca tuvo otros dos hijos: Juan
Evangelista e Inés. La santa no quiso abandonar a terceras manos el cuidado de
su educación durante la infancia.
Francisca, como tantas otras almas verdaderamente
interiores, se vio atacada de violentas tentaciones, que consistían
principalmente en imágenes muy atractivas o muy repulsivas, y en algunos casos,
llegaron a ser casi ataques físicos del demonio. Durante algunos años, reinó en
su familia la mayor prosperidad. Los primeros síntomas de la mala época fueron
el hambre y la peste, provocados sobre todo por las guerras civiles en que se
hallaba envuelta Italia. Las gentes morían en las calles y la plaga diezmó a
Roma. Francisca hizo cuanto pudo por asistir a los enfermos que encontraba a su
paso, siempre ayudada por Vanozza. Al fin, se agotaron las provisiones de
Palazzo Ponziani y las dos santas mujeres tuvieron que pedir limosna, de puerta
en puerta, para los pobres, a pesar de los insultos y malas caras. En esos días
aciagos, Francisca obtuvo de su suegro el permiso de vender sus joyas y, de
allí en adelante suprimió todos los adornos en su vestimenta.
En 1408, las tropas de Ladislao de
Nápoles, aliado del antipapa, habían tomado Roma. El gobierno de la ciudad
había sido confiado al conde Troja, un terrateniente. La familia Ponziani había
apoyado siempre al papa legítimo. En uno de los frecuentes combates, Lorenzo
fue apuñalado, pero sanó gracias a los cuidados que le prodigó su santa esposa.
El conde Troja decidió abandonar la ciudad, después de haberse vengado de los
principales partidarios del papa, entre los que se contaban los Ponziani. El
conde mandó arrestar a Paluzzo, el esposo de Vanozza y tomar como rehén al
pequeño Juan Bautista. Felizmente, el niño fue puesto en libertad de un modo
aparentemente milagroso, mientras su madre hacía oración en la iglesia de Ara
Coeli. En 1410, cuando los cardenales se reunieron en cónclave en Bolonia,
Ladislao tomó nuevamente la ciudad de Roma. Lorenzo Ponziani, cuya vida corría
peligro, pues era uno de los jefes del partido papal, logró escapar; pero su
familia no pudo seguirlo. Su palacio fue saqueado y las tropas se llevaron
prisionero a Juan Bautista. Más tarde le dejaron en libertad y el joven pudo ir
a reunirse con su padre. Las posesiones de la familia en Campanía fueron
destruidas, las fincas fueron asoladas e incendiadas; los agricultores
asesinados y los rebaños diezmados. Francisca habitaba en un rincón de su
arruinado palacio, con Juan Evangelista, Inés y Vanozza, cuyo marido seguía
preso. Las dos mujeres se consagraron al cuidado de los niños y a asistir a los
pobres y enfermos, en cuanto era posible en aquellas difíciles circunstancias.
Juan Evangelista murió tres años después, durante otra epidemia. Entonces
Francisca convirtió una parte de su casa en hospital y Dios premió sus
oraciones y trabajos, concediéndole el don de sanar a los enfermos.
Un día en que Francisca oraba,
transcurrido un año desde la muerte de Juan Evangelista, el cuarto se llenó de
luz y el joven se apareció a su madre, acompañado por un arcángel. Le habló de
la felicidad de que gozaba en el cielo y le anunció la próxima muerte de Inés.
Para consolar a su madre, Juan Evangelista le prometió que el arcángel guiaría
en adelante sus pasos; así aconteció durante veintitrés años, al cabo de los
cuales, un arcángel de dignidad aún más elevada, reemplazó al primero. La salud
de Inés empezó pronto a debilitarse y la joven murió a los dieciséis años de
edad. A partir de ese instante, según lo había predicho Juan Evangelista, santa
Francisca vio al arcángel en forma de un niño de ocho años a su lado, aunque
era invisible a los ojos de los demás. Sólo cuando la santa caía en alguna
falta, desaparecía el arcángel, pero volvía lan pronto como Francisca se
arrepentía y se confesaba. Debilitada por tantas adversidades, Francisca fue
víctima de la epidemia. Cuando los médicos desesperaban ya de salvarla, la
enfermedad desapareció súbitamente y la santa empezó a recuperar las fuerzas.
Por aquella época, tuvo una visión tan terrible del infierno, que no podía
hablar de ella, sin que se le saltasen las lágrimas. Tras de muchas dilaciones,
el papa Juan XXII convocó el Concilio de Constanza, destinado a acabar con el
cisma de Occidente. En el mismo año de 1414, los Ponziani volvieron del
destierro y recobraron sus propiedades. Lorenzo estaba muy débil y vivía muy
retirado de los asuntos mundanos, asistido tiernamente por su fiel esposa. Su
gran deseo era casar a su hijo Juan Bautista antes de morir y había elegido
para él a una hermosa muchacha, llamada Mobilia que resultó de carácter muy
irascible y violento.
Mobilia concibió un gran desprecio por
santa Francisca, quejándose de ella ante su esposo y su suegro y
ridiculizándola en público. En cierta ocasión en que estaba hablando mal de la
santa, le sobrevino una grave enfermedad, pero su suegra la asistió con gran
cariño; esto cambió el corazón de Mobilia y en adelante, las dos mujeres
vivieron en estrecha intimidad. Ya para entonces, la fama de los milagros y
virtudes de santa Francisca se había divulgado en Roma y de todas partes la
llamaban para que curase a los enfermos y arreglase las disputas. Lorenzo, cuyo
respeto y amor por su mujer crecieron con el tiempo, se mostró dispuesto a
libertarla de todas las obligaciones matrimoniales, a condición de que siguiera
viviendo en su casa. Así, pudo la santa llevar a cabo el proyecto, concebido
desde largo tiempo atrás, de formar una congregación de mujeres que vivieran en
el mundo, sin más votos que la obligación de consagrarse interiormente a Dios y
al servicio de los pobres. El confesor de la santa, Don Antonio, aprobó los
planes y obtuvo la afiliación de la congregación a la orden de las benedictinas
del Monte Oliveto, a la que él mismo pertenecía. El pueblo cambió el nombre
original de Oblatas de María por el de Oblatas de Tor de Specchi. Cuando la
congregación llevaba ya siete años de fundada, se juzgó conveniente comprar
para la comunidad el edificio conocido con el nombre de Tor de Specchi. Santa
Francisca pasaba allí todo el tiempo que le dejaban libre sus obligaciones
caseras y compartía la vida y las obligaciones de sus oblatas. Jamás permitió
que la llamasen fundadora de la congregación, e insistía en que todas
obedeciesen a Inés de Lelis, que había sido elegida superiora. Tres años
después, murió Lorenzo y fue sepultado junto con sus hijos, Juan Evangelista e
Inés. Santa Francisca anunció su intención de retirarse a Tor de Specchi y el
día de San Benito suplicó humildemente ser admitida en la congregación, donde
se la recibió con gran júbilo. Inés de Lelis insistió en su deseo de renunciar
al cargo de superiora y Santa Francisca no tuvo más remedio que aceptar.
De ahí en adelante, su vida estuvo más
unida que nunca a Dios. Lo que la santa ya no podía aumentar eran sus
austeridades, porque desde hacía largo tiempo no vivía sino de pan, agua y un
poco de verduras, sumando a los ayunos, crueles disciplinas con agudos cilicios
de metal. Sus visiones y éxtasis empezaron a multiplicarse y pasaba con
frecuencia la noche entera en oración. En la primavera de 1440, aunque se
sentía muy mal, insistió una noche en ir a visitar a Juan Bautista y Mobilia.
En el camino encontró a su director espiritual, Juan Matteotti, quien, al verla
tan enferma, le ordenó que volviese inmediatamente a casa de su hijo. La agonía
duró una semana. Al atardecer del 9 de marzo, su rostro empezó a brillar con
una luz extraña y la santa pronunció sus últimas palabras: «El ángel ha
terminado su tarea y me manda que le siga». En cuanto corrió la noticia de su
muerte, el palacio Ponziani se vio invadido por una muchedumbre que iba a
llorar a la difunta y llevaba a los enfermos para que los curase. El cuerpo de
Francisca fue transladado a Santa María Nuova, donde la muchedumbre aumentó más
todavía, pues se había divulgado la noticia de nuevos milagros. Santa Francisca
fue enterrada en la capilla de dicha iglesia, reservada a las oblatas. En la
actualidad, las oblatas continúan en Tor de Specchi su trabajo educacional; su
hábito sigue siendo el vestido de las mujeres nobles de la época. Santa
Francisca Romana fue canonizada en 1608 y la iglesia de Santa María Nuova se
conoce con el nombre de la santa.
La más importante de las fuentes sobre
santa Francisca Romana es la colección de sus visiones, milagros y detalles
biográficos que compiló en italiano el P. Matteotti. El mismo autor tradujo en
latín su obra, con algunos cambios. El P. Matteoti había sido el confesor de
santa Francisca durante los últimos diez años de su vida, pero no existe
ninguna prueba de que la hubiese conocido desde antes. La biografía publicada
en el siglo XVII por María Magdalena Anguillaria, superiora de Tor de Specchi,
añade pocos detalles a la obra del P. Matteotti fuera tal vez de algunos hechos
consignados en el proceso de canonización; En el oficio de lecturas de la
memoria de la santa puede leerse una semblanza sobre
la paciencia y caridad de la santa, tomada de esa vida. En Acta
Sanctorum, marzo, vol. II, se hallará una traducción latina de todos estos
documentos. El texto italiano de Matteotti fue publicado por Armellini; pero
cf. M. Peláoz, en Archivio Soc. Romana di Storia patria, vols. XIV y XV
(1891-1892). El cuadro, de Nicolás Poussin (1660), ilustra una de las visiones
de la santa.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
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