jueves, 18 de abril de 2019

Beato Andrés Hibernón, 18 de abril

Beato Andrés Hibernón (Foto ofmval.org)
Beato Andrés Hibernón (Foto Ofmval.Org)

Beato Andrés Hibernón, 18 de abril

Poseía el don de la bilocación
«Una sencilla vida de entrega, colmada del amor de Dios, signó el acontecer de este virtuoso limosnero que vio premiada su entrega indeclinable con dones como milagros, bilocación, profecía, y multiplicación de alimentos, entre otros»
Su adolescencia y juventud estuvo dedicada a liberar a su familia de la pobreza en la que malvivían con las limosnas que obtenían, aunque la situación había sido bien distinta cuando él vino al mundo. Sus padres se establecieron en Alcantarilla, Murcia, España.
Pero Andrés nació en la capital en 1534 en casa de un tío canónigo, lugar donde se hallaba su madre temporalmente. Unos días más tarde regresaron a la localidad. Creció familiarizado con Dios, cultivando la devoción a María y amando los principios de la fe que le inculcaron.
Su padre tenía origen nobiliario, pero una crisis económica suscitada por una pertinaz sequía le desposeyó de sus bienes. Al perder su estatus le enviaron a Valencia junto a un tío para que pudiera labrarse un porvenir. Allí trabajó como pastor de ganado hasta los 20 años. Luego decidió volver a casa.
El dinero que había ganado lo reservó para la dote que su hermana precisaba para desposarse conforme a la costumbre de la época. Pero en el viaje de regreso al domicilio paterno, unos ladrones le golpearon y le esquilmaron lo que llevaba dejándole con lo puesto. En este hecho vio con claridad lo que ya se había fraguado en su espíritu: que debía ser religioso.
Su trabajo en el campo no fue impedimento para que frecuentase las visitas al Santísimo, por el que tuvo gran devoción, ni mermó sus ansias de penitencia. Estaba forjado en el ayuno y en las mortificaciones; es decir, que había comenzado ya una vía de perfección. Sus virtudes eran manifiestas para quienes le conocían: mansedumbre, humildad y diligencia, entre otras muchas.
Antes de comprometerse pasó unos días en Granada acompañando a un regidor de Cartagena, alguacil mayor del Santo Oficio, que le tenía en gran estima y confianza, tanto que puso bajo su custodia cuantiosos bienes.
Pero un día, sin despedirse de él, temiendo que pudiera influir en su decisión de consagrarse, partió para ingresar en el convento franciscano de Albacete perteneciente a la provincia de Cartagena donde hizo el noviciado. Aunque lo conocía, al regidor le impactó su honradez cuando vio que el beato había mantenido intactas sus valiosas pertenencias. Andrés profesó en 1557.
Permaneció seis años en esa comunidad tras los cuales eligió la reforma de san Pedro de Alcántara porque tenía unas reglas más severas. Se le asignó la residencia de San José de Elche donde llegó en 1563. Acostumbrado a la pobreza y a la mendicidad, no tuvo duda de que había elegido el lugar idóneo para él.
La peculiar sensibilidad de los santos descubre la finura y profundidad de la vida espiritual cuando pasa por su lado. Sus hermanos san Pascual Bailón y san Juan de Ribera, que fue arzobispo de Valencia, al ver actuar a Andrés constataban su espíritu evangélico percibiendo su grandeza en cualquier detalle. A todos les cupo la gracia de vivir esos primeros instantes de instauración del movimiento renovador.
Andrés siempre encontraba unos minutos para hincarse en tierra y rezar fuera labrando la huerta, en la portería o mendigando. Era obediente, responsable, austero, prudente, discreto, puntual, abnegado incluso a pesar de la edad y los achaques, y poseía un gran sentido del honor.
Su gran temple y confianza en la Providencia fue especialmente ostensible en circunstancias de catástrofe en las que actuó con admirable entereza. Sentía gran veneración por los sacerdotes y debilidad por los pobres y los enfermos. Y había obtenido de sus superiores el permiso para recibir frecuentemente la comunión, algo inusual en la época.
La fama de santidad le precedía. Su piedad traspasaba los muros del convento. Era estimado por las gentes, y personas ilustres que le conocían le abrían su corazón porque era un gran maestro y confesor. Desconocía lo que era tener un minuto de ocio, sin que le reportase celestes ganancias. En una ocasión, cuando le preguntaron si la vida espiritual le había resultado tediosa alguna vez, respondió que «jamás lo sentía, porque había hecho hábito de nunca estar ocioso, con lo cual siempre se hallaba apto para la oración o contemplación».
Pasó por varios conventos, todos en la zona del Levante español. Tuvo en la limosna un fecundo campo apostólico. Los pobres vieron en él un amigo y asesor; les orientaba en la búsqueda de un trabajo digno.
También asistía a los que estaban en trance de morir, y contribuyó a la conversión de musulmanes a quienes conmovía con su palabra y ejemplo. Cuando le llamaban «santo viejo», respondía humildemente, sin falsa modestia: «¡Oh, que lástima! Viejo loco, sí, insensato e impertinente, pero de santo no, no».
Se caracterizaba por su capacidad contemplativa, fue agraciado con muchos éxtasis y raptos que le sobrevenían en cualquier lugar, aunque suplicaba a Dios que en esos momentos le preservase de miradas ajenas.
Además, recibió distintos dones: el de la bilocación y el de profecía, así como el de milagros (curación de enfermos) y la multiplicación de alimentos. Vaticinó el día y hora de su muerte cuatro años antes de que se produjera.
La antigua lesión de estómago y «fluxión» ocular que venía padeciendo le causaron muchos sufrimientos. Los hermanos que permanecían a su lado cuando se encontraba en su lecho de muerte, afligidos por los dolores que soportaba, aunque los encajaba con admirable fortaleza, hubieran deseado compartirlos con él.
Y al hacérselo saber, el venerable religioso manifestó: «Esto no, mis carísimos hermanos, porque estos dolores me los ha regalado Dios, y los pido y quiero enteramente para mí. Creedme, hermanos, que no hay cosa más preciosa en este mundo que padecer por amor de Dios».
La devoción que tuvo en vida a María le acompañó en el momento de entregar su alma a Dios. Su deceso se produjo en el convento de San Roque de Gandía, Valencia, el 18 de abril de 1602. Pío VI lo beatificó el 22 de mayo de 1791. Su cuerpo incorrupto desapareció en la Guerra Civil española. Localizados sus restos, se llevaron a Alcantarilla siendo trasladados con posterioridad a la catedral de Murcia donde se veneran.

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