Beata María de la Providencia Smet, virgen y fundadora
fecha: 7 de febrero
n.: 1825 - †: 1871 - país: Francia
canonización: B: Pío XII 26 may 1957
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 1825 - †: 1871 - país: Francia
canonización: B: Pío XII 26 may 1957
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: También en la misma ciudad de París,
en Francia, beata María de la Providencia (Eugenia) Smet, virgen, fundadora del
Instituto de Hermanas Auxiliadoras de las Almas del Purgatorio.
Eugenia María José Smet nació en la ciudad
francesa de Lila, el 25 de marzo de 1825. Era la segunda hija de Enrique Smet y
Paulina de Montdhiver, un matrimonio de la clase media acomodada que envió a la
niña, desde los once años de edad, como interna al convento del Sagrado
Corazón, en Lila, donde permaneció hasta fines de 1843. Ahí adquirió Eugenia
una sólida formación y maduró su piedad, cuyas características principales
fueron: confianza absoluta en la Providencia y preocupación constante por las
ánimas del purgatorio, lo que conservó siempre, junto con la marcada
inclinación hacia la vida religiosa que, en parte, tuvo obstáculos por el apego
a los suyos y las dudas para elegir una congregación que colmara sus
aspiraciones.
Cuando Eugenia abandonó el convento para
regresar a la mansión familiar, una villa que llevaba el nombre de Loos-Lez, en
Lila, se trazó una norma de vida destinada a mantenerla en constante actividad.
Su primera preocupación era la atención y el socorro a los pobres, a quienes
distribuía alimentos y una sopa substanciosa que ella misma preparaba a diario.
El resto de su tiempo, lo dedicaba a la reparación, embellecimiento y limpieza
de las iglesias vecinas. Al cabo de siete años de semejante existencia, asistió
a un retiro en el que predicaba el padre Chalandon, quien se preocupó
especialmente por la jovencita, le dio buenos consejos y la exhortó a
consagrarse a las obras misionales. Al año siguiente, un jesuita le recomendó
la misión de Maduré y, con su entusiasmo característico, Eugenia se entregó a
la tarea. Organizó fiestas, rifas y ferias y, con frecuencia se presentaba ante
los misioneros maravillados para entregarles considerables sumas de dinero. El
éxito de sus empresas no la apartó del profundo sentido de su vida espiritual.
En 1852, con la autorización de Mons. Chalandon, que ya era obispo de Belley,
hizo un voto de perpetua castidad. En noviembre de 1853 renació con nuevos
bríos su idea de ayudar a las almas del purgatorio y, sin tardanza, reunió a
sus amigos y parientes para exponerles su proyecto de organizar una
confraternidad de oraciones. Desde el día siguiente, tras una madura reflexión
por parte de Eugenia, el proyecto se amplió para convertirse en una
congregación destinada especialmente a las ánimas del purgatorio.
Mons. Chalandon y muchas otras personas
aprobaban la idea de la confraternidad, pero les inquietaba que Eugenia
proyectase fundar una nueva congregación. La joven hizo caso omiso de sus
objeciones y, en espera de una oportunidad para realizar sus proyectos, se
dedicó a formar la confraternidad, que en pocos meses llegó a contar con
quinientos miembros. Entonces decidió Eugenia poner al corriente de sus proyectos
a Mons. Régnier, arzobispo de Cambrai, quien, para gran desilusión suya, rehusó
la autorización, por temor a que las colectas que se pensaba realizar para
celebrar misas por las almas del purgatorio, diesen lugar a malas
interpretaciones. Pero no era eso lo que podía arredrar a Eugenia, que recurrió
directamente al papa, a quien hizo llegar una ardiente súplica, en cuyo calce
Pío IX escribió de su puño y letra una fórmula de bendición que firmó y fechó
el 7 de julio de 1854. Tres meses después, Mons. Régnier dio su aprobación.
Desde aquel momento, la asociación de plegarias bendecida por el papa y
patrocinada por el arzobispo de Cambrai y el obispo de Belley, tuvo una intensa
vitalidad. Eugenia Smet fue considerada en la localidad como la superiora de un
grupo de jovencitas que aspiraban, como ella misma, a crear una congregación
especialmente dedicada al rescate y la salvación de las almas del purgatorio. A
mediados de 1855 Eugenia cayó enferma y su estado se agravó a tal extremo que
todo el mundo esperaba lo peor, pero ella confió a su confesor: «No moriré por
ahora; la obra del purgatorio está inconclusa».
Restablecida la salud, le esperaba una
gran prueba: varios de sus amigos y colaboradores más leales dejaron de creer
en el porvenir del proyecto y lo abandonaron, pero al mismo tiempo, en octubre
de 1855, recibió Eugenia dos cartas de París, para invitarla a trasladarse a la
capital a fin de organizar una obra piadosa que numerosas personas proyectaban.
No faltaron oposiciones a aquella nueva empresa de la joven, pero ésta se
aferró a las palabras de aliento que había recibido por parte de Mons. de
Garcignies, obispo de Soissons y las opiniones favorables del santo cura de Ars
y, a mediados de enero de 1856, partió hacia París.
Todo lo que encontró en la casita de la
calle Saint-Martin donde moraban sus futuras compañeras, le causó una impresión
desfavorable: la construcción sombría, las habitaciones estrechas y mal
ventiladas, las mujeres que habrían de ser las primeras reclutas de la
congregación y el padre Largentier, vicario de Saint-Marie, que habría de ser
el fundador. Eugenia tuvo la idea de regresar a su casa de Lila lo antes
posible; sin embargo, los ruegos y promesas de sus compañeras la conmovieron y
aceptó quedarse, a condición de que el arzobispo diera su aprobación. El 22 de
enero obtuvo una autorización escrita. En los días siguientes desplegó una
extraordinaria actividad en las gestiones necesarias, gracias a la cual
descubrió a numerosos amigos y protectores que se interesaban en su fundación y
que le prometieron su apoyo y su dinero. A mediados de febrero hizo un viaje a
Lila con la intención de pasar en su casa una larga temporada, pero no tardaron
en llegar de París noticias alarmantes y, antes de que terminara marzo, se
hallaba de nuevo en la capital y en el gobierno de su comunidad. Todo iba de
mal en peor: el dinero escaseaba de manera alarmante; las hermanas trabajaban
sin cesar ensartando cuentas para los collares, pero lo que obtenían no les
alcanzaba siquiera para la alimentación indispensable; el propietario del
sombrío edificio de la calle Saint-Martin, desalojaba periódicamente a las
hermanas de los pobres cuartuchos que les había cedido antes gratuitamente,
para rentarlos; no había un buen entendimiento entre los miembros de la
comunidad, ya que algunas de las hermanas insistían en desarrollar
inmediatamente sus actividades, sobre todo en la enseñanza, sin tener en cuenta
que era necesaria una previa formación religiosa seria. Por añadidura, cada vez
era más evidente que el padre Largentier y Eugenia Smet no llegarían jamás a
identificar sus puntos de vista ni a concordar sus proyectos. Entre ellos se
produjeron violentas discusiones y profundas desavenencias. El sacerdote
reprochaba a Eugenia su falta de confianza en su criterio y ella, por su parte,
se aferraba tenazmente a su absoluta libertad. Cuando el padre Largentier trató
de imponer un hábito religioso y una regla de vida a la comunidad, Eugenia se
negó a aceptar y llegó a declarar ante el sacerdote que no tenía madera de
fundador, en lo que se equivocaba, puesto que el P. Largentier iba a dirigir
con éxito otra congregación religiosa. Las disputas subieron de tono hasta que
se puso en evidencia la necesidad de una separación y así, el cura párroco de
Saint-Marie, el padre Gabriel, ocupó el puesto del padre LargentieT, con lo que
Eugenia Smet salvó a su comunidad del malestar y la discordia y, el l de julio
de 1856, la instaló en una amplia casa de la calle de Barouillére, para iniciar
una vida nueva.
Como para subrayar su anhelo de
consagrarse a esa nueva existencia, todas y cada una de las hermanas adoptaron
un nombre de religión. Eugenia Smet se convirtió en la madre María de la
Providencia. Pero no por eso se podía decir que la congregación estaba
definitivamente constituida. No faltaban la caridad y la devoción, ni el
entusiasmo y la abnegación, pero la superiora se negaba tenazmente a que sus
hijas siguieran una etapa de formación en otra comunidad, como lo pedía con
insistencia el padre Gabriel. El engarzamiento de los collares y la confección
de borlas para las mantillas, aportaban magros recursos para su sostenimiento,
aumentados gracias a las constantes peticiones de la madre María y a sus
frecuentes viajes a Lila. La salvación de las almas del purgatorio permanecía
como la meta esencial y, entre las actividades, prevalecía la visita y la
atención a los enfermos pobres.
A fines de 1856, las primeras hermanas
pronunciaron sus votos. La superiora, empeñada como siempre en actuar por sí
misma, hacía que se aprobasen sus decisiones sin que le pasara por la cabeza la
idea de consultar u obedecer a los demás y, sin tener en cuenta que aquella
excesiva libertad podía comprometer a la comunidad. Un año más tarde, la
congregación carecía aun de capellán, pero fue entonces cuando, a pedido de las
hermanas, el padre superior de la Compañía de Jesús les envió a un religioso de
mucho valer, el padre Basuiau. En cosa de pocos días, el sacerdote, en completo
acuerdo con el padre Gabriel, tomó a su cuidado la dirección espiritual de la
casa. Aquella vez, la madre María de la Providencia tenía que hacer frente a
uno de su talla. Así lo advirtió y así lo admitió ante el padre Basuiau: «Vos
me doblegáis», le confesó; «sofocáis todos mis impulsos». Por su parte, el
sacerdote no trató de disimular el ejercicio de su dominio: «¡Dios quiera que
así sea!», repuso a la superiora; «permita el cielo que el espíritu de Nuestro
Señor reemplace vuestra actividad natural». Pocos días más tarde se desarrolló
entre los dos esta conversación:
-Considero necesario quejarme, padre, de que todo me molesta.
-No eres tú la única.
-Es cierto, pero me parece que las otras se divierten o se aburren por amor de Dios.
-Ilusiones tuyas. Nadie se divierte con el aburrimiento y, soportar el sufrimiento no impide sentirlo.
-Considero necesario quejarme, padre, de que todo me molesta.
-No eres tú la única.
-Es cierto, pero me parece que las otras se divierten o se aburren por amor de Dios.
-Ilusiones tuyas. Nadie se divierte con el aburrimiento y, soportar el sufrimiento no impide sentirlo.
El director espiritual redujo las
numerosas actividades de la comunidad y la madre María volvió a presentarse con
quejas:
-Ya no hago nada, padre mío, le dijo.
-Con que te ocupes del purgatorio, como debes, tienes bastante que hacer, repuso el sacerdote. Antes trabajabas para ti misma; trabaja ahora para Nuestro Señor.
-Ya no hago nada, padre mío, le dijo.
-Con que te ocupes del purgatorio, como debes, tienes bastante que hacer, repuso el sacerdote. Antes trabajabas para ti misma; trabaja ahora para Nuestro Señor.
En otra oportunidad, la madre María, ya
más inclinada a la docilidad, preguntó al sacerdote:
-Padre mío, ¿es una tentación o una virtud mi profunda aversión por el mundo?
-Es una gracia por la que debes manifestar tu gratitud a Dios, bija mía. En realidad, el padre Basuiau sentía cierta admiración por el espíritu inquieto, vehemente y piadoso de la superiora y, en diversas ocasiones le aseguró que era «la niña mimada de la Providencia». No por eso dejaba de reprocharle sus defectos y, con frecuencia le decía: «Me congratulo de que no estés contenta de ti misma, porque si lo estuvieses, yo me enojaría contigo».
-Padre mío, ¿es una tentación o una virtud mi profunda aversión por el mundo?
-Es una gracia por la que debes manifestar tu gratitud a Dios, bija mía. En realidad, el padre Basuiau sentía cierta admiración por el espíritu inquieto, vehemente y piadoso de la superiora y, en diversas ocasiones le aseguró que era «la niña mimada de la Providencia». No por eso dejaba de reprocharle sus defectos y, con frecuencia le decía: «Me congratulo de que no estés contenta de ti misma, porque si lo estuvieses, yo me enojaría contigo».
El papel desempeñado por el padre Basuiau
sobrepasó muy pronto al de simple director espiritual de la superiora. Al caer
en la cuenta de que la ausencia de reglas podía resultar fatal para la
comunidad, comenzó a enseñar y aplicar las reglas de la Compañía de Jesús que
él seguía. En octubre de 1858 presentó un proyecto de constitución que fue
adoptado oficialmente en marzo de 1859. Cinco días antes, en el curso de una
ceremonia que presidió el cardenal arzobispo de París, veintiocho señoritas se
convirtieron en los primeros miembros de una nueva «Tercera Orden».
Inmediatamente comenzaron a llegar vocaciones muy valiosas. La madre María de
la Providencia pudo comprar la casa contigua a la que ocupaba su comunidad y,
para fines de 1861 la dedicó al noviciado, aparte de la comunidad, como era la
voluntad del padre Basuiau. Este continuó con su paciente trabajo de
organización y, en marzo de 1862 presentó a la superiora las Constituciones y
el Costumbrario, redactados por él siguiendo lo más de cerca posible los de la
Compañía de Jesús.
Cuatro años después, la comunidad hizo su
primera fundación en la ciudad de Nantes. La madre María nombró en París a una
superiora local y ella ocupó el puesto de superiora general. Al mismo tiempo,
su salud empezó a resentirse y fue necesario que tomara descansos y, a veces,
que suspendiera toda actividad. Las pruebas se sucedieron: a mediados de 1866,
el padre Basuiau tuvo que partir hacia la China y un año más tarde, el padre
Gabriel pereció ahogado en Bretaña. La madre María estaba al borde de la
desesperación cuando el cielo le envió a otro jesuita no menos valioso que el
primero: el padre Olivaint, tan perspicaz que en seguida supo lo que debía
decir al alma de la superiora: «Quiero hacer de ti una mujer fuerte y no una
mujer de impresión», le advirtió. Pero no por eso se puede pensar que tenía la
intención de domarla, puesto que le declaró: «De ninguna manera deseo que mi
dirección sea un freno que haga de ti una máquina. Es necesario que conserves
tu personalidad...» Tal vez por eso, no admitía el desaliento en la superiora.
«Sería una infidelidad de tu parte -solía decirle-, si después de todo lo que
la Providencia ha hecho por ti, dejas de confiar en Ella».
A mediados de 1867, Mons. Languillat,
vicario apostólico de Kiang-Nan, se llegó hasta la casa de la calle de
Barouillére, para proponer a las auxiliadoras una fundación en China. Las
voluntarias se presentaron en gran número y la madre María de la Providencia se
entusiasmó con el proyecto. En octubre de 1867 partieron hacia la China las dos
primeras auxiliadoras y, al año siguiente, otras cuatro las siguieron.
Comenzaron a llegar desde diversos países solicitudes para nuevas fundaciones,
pero la congregación era todavía demasiado joven y muy poco numerosa para
dispersar sus efectivos. Además, con tres casas le bastaban para obtener la
aprobación de Roma. El breve pontificio llegó el 26 de agosto de 1868. Sin
embargo, ya para entonces, la madre María de la Providencia, que desde tiempo
atrás sufría atroces dolores, quedó en manos de sus médicos que hablaron de una
intervención quirúrgica a la que renunciaron después, sin duda al comprobar que
el cáncer estaba ya muy avanzado. La fatal enfermedad no impidió a la fundadora
ocuparse de sus casas.
Organizó un nuevo convento en Bruselas y
se enteró de que en China sus hijas se habían instalado en una casa más amplia
y hermosa, dejando a las carmelitas la que habían ocupado primero. Sin embargo,
su debilidad era ya tan extrema, que le era imposible ir de un sitio a otro
como hubiese querido. La guerra de 1870 le aportó otras penalidades. Los
infortunios de Francia afectaron también a su congregación. Antes de que se
pusiera sitio a París, la superiora se las arregló para enviar a las novicias a
Nantes y a Bruselas. En la casa de la comunidad se instaló un hospital.
Entretanto, el cáncer continuaba su desarrollo inexorable, sin dejar a la
víctima más que la fuerza necesaria para sufrir. Pocos días después del
armisticio de 1871 murió y, su rostro crispado por el dolor, recuperó su
atractiva expresión de serenidad. La Congregación de Auxiliadoras de las Almas
del Purgatorio, mantuvo el ritmo de su desarrollo después de la muerte de la
madre María de la Providencia. Su beatificación fue declarada por Pío XII en
1957.
Acta apost. Sedis, vol. XLIX, 1957, pp.
339-344; F. Darcy, en su biografía Mere Marie de la Providence, Roma, 1935, así
como la de Dérely, La rev. Mere Marie de la Providence, fondatrice des
Auxiliatrices du Purgatoire, 1825-1871, Toulouse, 1930. La obra Notice sur la
Rév. M. Marie de la Providence, fondatrice des religieuses auxiliatrices des
ames du Purgatoire, Paris, 1872; la de Marie R. Bazin, Celle qui vécut son nom:
Marie de la Providence, Paris, 1948. A. Hainon, Les Auxiliatrices des dames du
Purgatoire, M.M. de la Providence, Paris, 1921.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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