La conveniencia del sacerdocio para las
mujeres
2019-07-06
La dimensión de lo femenino
no es exclusiva de las mujeres, pues tanto los hombres como las mujeres somos
portadores, cada cual en su propio estilo, de lo masculino y de lo femenino.
Tomás de Aquino en la Suma Teológica, ya en su primera cuestión, al abordar el
objeto de la teología, dejaba claro que puede abordar cualquier tema, siempre
que lo haga a la luz de Dios. En caso contrario perdería su pertinencia. Por lo
tanto, en esta perspectiva, cabe preguntarse acerca del sacerdocio de las
mujeres, realidad que les fue negada en la Iglesia romano-católica. Y
considerar las buenas razones teológicas que garantizan su conveniencia.
El
llamado “depósito de la fe”, es decir, la positividad cristiana, no es una
cisterna de aguas muertas. Ella se reaviva confrontándose con los cambios
irrefrenables de la historia, como en el caso suscitado por el Sínodo de la
Amazonia.
Así,
en todo el mundo se verifica cada vez más la reafirmación de la paridad de la
mujer, en dignidad y derechos, con el varón. Comprensiblemente, no es fácil
desmontar siglos de patriarcalismo, que implica disminuir y marginar a la
mujer. Pero lenta y consecuentemente, las discriminaciones van siendo superadas
y, en ciertos casos, hasta castigadas. En la práctica, todos los espacios
públicos y las más diversas funciones están abiertas a las mujeres. ¿Vale esto
también para el sacerdocio de las mujeres dentro de la Iglesia romano-católica?
En las Iglesias evangélicas, en la anglicana y también en el rabinato, las
mujeres han sido admitidas en la función antes reservada sólo a los varones.
Hasta
fecha reciente la Iglesia romano-católica, en los estratos de la más alta
oficialidad, se negaba a plantear la cuestión, especialmente con Juan Pablo II.
Quedó rehén de la secular cultura patriarcal, pero no puede convertirse en un
bastión de conservadurismo y anti-feminismo en un mundo que avanza hacia la
riqueza de la relación hombre y mujer. El Papa Francisco tiene el mérito de
plantear las cuestiones pertinentes del mundo de hoy, como la cuestión de la moral
matrimonial o el tratamiento a dar a los homoafectivos y a otras minorías.
Como
afirmaba aún en el siglo pasado una feminista, A. van Eyde: «El bien del hombre
y de la mujer son interdependientes. Ambos quedarán lesionados si, en una
comunidad, uno de ellos no puede contribuir con toda la medida de sus
posibilidades. La Iglesia misma quedaría herida en su cuerpo orgánico si no
diese cabida a la mujer dentro de sus instituciones eclesiales» (Die Frau im
Kirchenamt, 1967: 360).
La
minuciosa investigación de teólogos y teólogas del más alto nivel ha demostrado
que no hay ninguna barrera doctrinal ni dogmática que impida el acceso de las
mujeres al sacerdocio.
En
primer lugar, hay que recordar que hay un solo sacerdocio en la Iglesia, el de
Cristo. Los que vienen bajo el nombre de “sacerdote”, son sólo figuras y
representantes del único sacerdocio de Cristo. Su función no puede ser
reducida, como sostiene la argumentación oficial, al poder de consagrar. Se
puede decir que toda la vida de Cristo es sacerdotal: se presentó como un
ser-para-otros, defendió a los más vulnerables, también a las mujeres, predicó
fraternidad, reconciliación, amor incondicional y perdón. No se muestra
sacerdote sólo en la Última Cena, sino en toda su vida, es decir: fue un
creador de puentes y de reconciliación.
La
función del sacerdote ministerial no es acumular todos los servicios, sino
coordinarlos, para que todos sirvan a la comunidad. Por el hecho de presidir la
comunidad, preside también la eucaristía. Este servicio (que San Pablo llama
“carisma”, y son muchos) puede muy bien ser ejercido por las mujeres como se
muestra en las iglesias no romano-católicas y en las comunidades eclesiales de
base.
Y
habría razones de las más convenientes que fundamentan tal ministerio por parte
de las mujeres.
En
primer lugar, la primera Persona divina en venir al mundo fue el Espíritu
Santo, que asumió a María para engendrar en su seno a la segunda Persona, el
Hijo encarnado, Jesucristo. El Hijo sólo vino después del “fiat” (el sí) de
María.
Seguían
a Jesús no sólo apóstoles y discípulos, sino también muchas mujeres que le
garantizaban la infraestructura. Ellas nunca traicionaron a Jesús, lo cual no
se puede decir de los Apóstoles, especialmente del más importante de ellos,
Pedro. Después de la prisión y la crucifixión, todos huyeron. Ellas se quedaron
al pie de la cruz.
Fueron
ellas las que primero, en una actitud genuinamente femenina, acudieron al
sepulcro para ungir el cuerpo del Crucificado. El mayor acontecimiento de la fe
cristiana, la resurrección de Jesús, fue testimoniado en primer lugar por una
mujer, María Magdalena, hasta el punto de que S. Bernardo dijese que ella fue
“apóstol” para los Apóstoles.
Si
una mujer, María, pudo dar a luz a Jesús, su hijo, ¿cómo no va a poder
representarlo sacramentalmente en la comunidad? Aquí hay una contradicción
flagrante, sólo comprensible en el marco de una Iglesia patriarcal, machista y
compuesta de célibes en el cuerpo de dirección y de animación de la fe.
Lógicamente,
el sacerdocio femenino no puede ser una reproducción del masculino. Sería una
aberración si así fuera. Debe ser un sacerdocio singular, según el modo de ser
de la mujer, con todo lo que denota su feminidad en el plano ontológico,
psicológico, sociológico y biológico. No será la sustituta del sacerdote.
Realizará el sacerdocio a su propio modo.
Vendrán
tiempos en los que la Iglesia romano-católica acomodará su paso al del
movimiento feminista mundial y con el del propio mundo, hacia una integración
del “animus” y del “anima” para el enriquecimiento humano y de la propia
Iglesia.
Estamos,
pues, a favor del sacerdocio de las mujeres dentro de la Iglesia
romano-católica, escogidas y preparadas a partir de las comunidades de fe.
Corresponde a ellas darle una configuración específica, diferente de la de los
varones.
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