Santa María Magdalena Postel, virgen y fundadora
fecha: 16 de julio
n.: 1756 - †: 1846 - país: Francia
otras formas del nombre: Julia Postel
canonización: B: Pío X 17 may 1908 - C: Pío XI 24 may 1925
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 1756 - †: 1846 - país: Francia
otras formas del nombre: Julia Postel
canonización: B: Pío X 17 may 1908 - C: Pío XI 24 may 1925
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: En el territorio de Saint-Sauveur-le-Vicomte de Normandía, de nuevo
en Francia, santa María Magdalena Postel, virgen, la cual, durante la citada
revolución, al ser expulsados los sacerdotes, prestó toda clase de servicios a
los enfermos y en general a todos los fieles. Vuelta la paz, fundó en la más
completa pobreza la Congregación de Hijas de la Misericordia, para la formación
cristiana de las jóvenes pobres.
refieren a este santo: Beata Marta Le
Bouteiller, Beata Plácida
Viel

Juan Postel y su esposa, Teresa Levallois,
pertenecían a la burguesía del pequeño puerto francés de Barfleur. El 28 de
noviembre de 1765 tuvieron una hija, a la que dieron los nombres de Julia
Francisca Catalina. La niña fue siempre muy piadosa, y sobre ella se cuentan
las anécdotas que abundan en las vidas legendarias de todos los que llegan un
día al honor de los altares. Es digno de notarse que Julia hizo la primera
comunión a los ocho años, es decir, cuatro años antes de lo que se acostumbraba
en aquella época. Primero estuvo en una escuela de Barfleur, y más tarde fue a
proseguir su educación en el convento de las benedictinas de Valognes, donde
decidió consagrarse totalmente a Dios e hizo un voto de virginidad. A los
dieciocho años salió de la escuela y volvió a Barfleur. Allí inauguró una
escuela para niñas, y sus discípulas fueron, con el tiempo, el mejor testimonio
de las cualidades de educadora que poseía la futura santa.
Cinco años después de la inauguración de
la escuela, estalló la Revolución Francesa. En 1790, la Asamblea Nacional
impuso al clero la obligación de jurar la Constitución, cosa que Pío VI
consideró como un ataque contra la libertad de la Iglesia, no obstante lo cual,
muchos miembros del clero prestaron el juramento y así, la Iglesia de Francia
se vio desgarrada por el cisma. En Barfleur la mayor parte de los clérigos
juraron, pero Julia Postel encabezó al grupo de los fieles que se negaron a
recibir los sacramentos de sus manos. Julia improvisó una capillita debajo de
la escalera de su casa, donde celebraba en secreto la misa el P. Lamache,
párroco de Nuestra Señora de Barfleur, a quien se perseguía por haberse negado
a jurar la Constitución. El P. Lamache tenía tal confianza en Julia, que dejaba
el Santísimo Sacramento expuesto en el oratorio. Por su parte, la joven hacía
cuanto podía para facilitar los ministerios del sacerdote. La persecución
recrudeció tanto que, al poco tiempo, el P. Lamache creyó conveniente dejar de
reservar el Santísimo Sacramento en la capillita y encargó a Julia de llevar el
viático a los moribundos cuando él no podía hacerlo. Por ello, Pío X, en el
decreto de beatificación de Julia, no vaciló en llamarla «sacerdotisa». Pero no
sólo los sacerdotes perseguidos admiraban el valor de la joven. Los soldados
encargados de registrar la casa de los Postel, dijeron al terminar las
pesquisas: «Dejémosla en paz, pues no hace daño a nadie y es muy buena con los
niños». Sólo una vida interior tan firme como la de Julia pudo soportar, año
tras año, aquella serie de peligros, responsabilidades y sobresaltos que la
mantenían en una constante tensión nerviosa. Pero, si Julia estaba siempre
unida con Dios, en muchas ocasiones Dios la hacía sentir que estaba con ella.
Durante los cuatro años que siguieron al
concordato de 1801, Julia trabajó cuanto pudo por reparar los daños que la
revolución había causado a la vida religiosa del pueblo: enseñaba, catequizaba,
preparaba a los niños y a los adultos a recibir los sacramentos, organizaba
obras de misericordia y oraba constantemente. A los cincuenta y un años de
edad, sin más recursos que sus manos y su inteligencia, sostenida únicamente
por su buena fama y el testimonio escrito de un sacerdote, Julia se trasladó a Cherburgo,
donde, según había oído, las autoridades necesitaban maestros de escuela. Se
presentó al P. Cabart y le dijo: «Quiero instruir a la juventud e infundirle el
amor de Dios y del trabajo. Quiero ayudar y socorrer a los pobres. Desde hace
tiempo, estoy convencida de que hace falta una Congregación religiosa para
realizar todo eso». El P. Cabart sabía aprovechar el entusiasmo y reconocer la
capacidad de sus feligreses; así pues, respondió a Julia que necesitaba
precisamente de una mujer impulsada por esos ideales y que él se encargaría de
conseguirle una casa. En efecto, al poco tiempo rentó una para instalar la
escuela. Julia la puso bajo el patrocinio de la Santísima Virgen, Madre de
Misericordia (a la que había estado también consagrada la capillita bajo la
escalera de su casa) y emprendió el trabajo de la enseñanza con otras tres
compañeras: Juana Catalina Bellot, Luisa Viel y Angelina Ledanois. Las cuatro
hicieron los votos religiosos en 1807, en presencia del P. Cabart, quien
representaba al obispo. Julia tomó el nombre de María Magdalena. En el informe
que las religiosas presentaron tres años después a la comisión de caridad,
consignaban que la escuela contaba con doscientas alumnas a las que se impartía
instrucción religiosa y profana, que a otras se enseñaban los trabajos
manuales, que se había colocado en diversas instituciones a varios pilluelos de
la calle y se habían repartido diez mil francos en limosnas.
En 1811, cuando la comunidad contaba ya
con nueve miembros, las Hermanas de la Providencia volvieron a Cherburgo. Para
evitar aun la más leve npariencia de envidia, la comunidad de María Magdalena
se trasladó a Octeville L´Avenel, donde vivieron las religiosas seis meses, en
una barraca contigua o la escuela. Después emigraron a Tamerville, donde se
dedicaron a cuidar a los huérfanos y a los pobres. Pero nuevamente tuvieron que
ponerse en camino, esta vez a Valognes. Parecía que la obra de Santa María
Magdalena iba a desmoronarse, pues en dicha población había ya tres escuelas de
religiosas; por otra parte, la comunidad, de la que dependían doce huérfanos,
tenía que vivir del trabajo de sus miembros. Por entonces, murió la hermana
Rosalía y al divulgarse el rumor de que había perecido de hambre, el P. Cabart
consideró que era la gota de agua que colmaba el vaso y decidió dispersar a la
comunidad. Pero la superiora pensaba de otro modo y respondió a los mensajeros
del P. Cabart: «Decid al padre que tengo una certeza tan absoluta de que el
Señor desea que prosiga adelante, que no estoy dispuesta a cejar. Dios, que me
ha dado a mis hijas y vela por los pajarillos del campo, puede darnos todo lo
necesario. Mientras Dios me dé un átomo de fuerzas para trabajar, no abandonaré
a mis hijas». Dios iba a premiar ese acto de total confianza. Pero la comunidad
tenía que vivir aún ratos muy amargos. Las religiosas pasaron grandes
estrecheces en Hamel-au-Bon y, para sostenerse, hicieron trabajos de costura y
confección, y aun participaron en las labores del campo. Finalmente, las
autoridades de Prince Le Brun les ofrecieron la casa que habían ocupado antes
en Tamerville y les pidieron que se encargasen de una escuela. Por la misma
época, se declaró una carestía que proporcionó a la madre María Magdalena y sus
religiosas la ocasión de ganarse el afecto del pueblo. En 1818, una ley local
obligó a la superiora, que tenía ya sesenta y dos años, a pasar un examen si
quería seguir en la enseñanza. Aunque las muertes habían reducido el número de
religiosas a cuatro, la madre María Magdalena inauguró una escuela en Tourlaville.
Con la expansión de las actividades, empezó a aumentar el número de vocaciones
y, en 1830, fue necesario conseguir un nuevo convento. La madre superiora
obtuvo de las autoridades que le permitiesen ocupar la ruinosa abadía de
Saint-Sauveur-le-Vicomte, que había sido fundada en el siglo XI y abandonada
durante la Revolución. En los doce primeros meses, a las quince religiosas que
formaban la comunidad, se sumaron diez postulantes, entre las que se contaba
la beata Plácida
Viel. En 1837, la superiora sustituyó las reglas que habían
regido hasta entonces a la comunidad (a instancias de varias de las religiosas
y sin una sola palabra de protesta por parte de la madre María Magdalena), por
las reglas que la Santa Sede había aprobado para los Hermanos de las Escuelas
Cristianas. Al mismo tiempo se inauguró el noviciado canónico y, al fin del
primer año, Mons. Delamare, obispo de Coutances, que era gran amigo de la
comunidad y su principal consejero, recibió los votos de las religiosas.
Aunque no escasearon las pruebas ni las
cruces en los últimos ocho años de vida de la fundadora, fue ése un período de
expansión y de éxito. La congregación creció mucho, el número de discípulas
aumentó también y se empezó a reconstruir la iglesia de la gran abadía de
Saint-Sauveur-le-Vicomte. La madre María Magdalena murió el 16 de julio de
1846, a los noventa años de edad, sin haber visto terminada la iglesia. A la
fama de su santidad se añadieron pronto numerosos milagros y la humilde
religiosa fue canonizada en 1925. La vida de santa María Magdalena Postel se
identificó, durante cuarenta y un años, con los progresos y vicisitudes de su
congregación. Aunque la Iglesia no hubiese elevado a la santa al honor de los
altares, su nombre sería famoso por haber fundado a las Hermanas de las
Escuelas Cristianas.
Véase la obra de Mons. Grente, Une sainte
normande (1946), así como la biografía que dicho autor escribió mucho tiempo
antes. En francés existen varias otras biografías, como la de Mons. Legoux
(1908, dos vols.) y la de P. de Crisenoy.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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