martes, 6 de octubre de 2015

Pasión del mundo (Leonardo Boff)

Pasión del mundo

2004-04-16


  El film de Mel Gibson La Pasión de Cristo no debe dejar la impresión de que sólo Jesús cargó la cruz y fue sometido a los peores tormentos. Su pasión se inscribe en el interior de la pasión dolorosa del mundo y su sentido más profundo está en su solidaridad para con todos los crucificados de la historia.
Existe una misteriosa pasión del mundo, un verdadero desafío para cualquier esfuerzo de comprensión. El proceso evolutivo, especialmente en el ámbito de la vida, está estigmatizado por un sufrimiento inenarrable. En el campo humano puede llegar a expresiones de barbarie. En todo, el sufrimiento nos acompaña, incluso cuando tenemos éxito. Los antiguos nos transmitieron esta sentencia: «la vida no ha dado nada a los mortales sino al precio de mucho trabajo». Lo cual implica -es claro- imponderables sacrificios.
En verdad, todos cargamos alguna cruz, a las espaldas o en el corazón. A veces la cruz del corazón hace sangrar más que la de las espaldas. Fue también ésa la cruz que sintió Jesús cuando, en el paroxismo del dolor, desde lo alto del madero, dio aquel grito desesperado: «Padre, ¿por qué me has abandonado?». San Juan de la Cruz, autor de la Noche oscura, llama a esta cruz Noche del espíritu terrible y temible. Lo es, porque ataca la última reserva humana: la esperanza.
Nos conmovemos con la pasión sangrienta de Jesús. Pero no con la pasión dolorosísima de los crucificados de la historia. Hay pueblos crucificados como los negros y los indígenas, que hace siglos que están cargando su cruz, tal vez con más estaciones que aquellas del Hijo del Hombre. Millones y millones de trabajadores continúan siendo crucificados con salarios de hambre y en condiciones higiénicas que producen la muerte de cuarenta millones de ellos anualmente. Incontables son los que penan bajo la cruz de la discriminación por el hecho de ser mujeres, pobres, enfermos, homosexuales, portadores de sida y/o otras formas de crucifixión social. Abogados valientes, jueces sin temor, periodistas intrépidos... son difamados, perseguidos, secuestrados, y tienen que cargar pesadas cruces sobre sí y sus familias, y hasta son muertos bárbaramente, por comprometerse en la lucha contra las mafias de la corrupción, de las drogas, de la prostitución infantil, del tráfico de armas. Esta cruz es digna, y sufrir con ella es honroso.
Jesús, en su predicación y en su práctica, privilegió a todos estos llamándolos bienaventurados. Su proyecto religioso y social era el de aliviar las cruces de la vida y crear un mundo donde nadie tuviese que poner cruces sobre las espaldas de los otros. Entendió que este es el proyecto de Dios, llamado Reino de los cielos. Pero conoció el destino de tantos otros antes que él: la incomprensión, la difamación y la liquidación física en la forma más cruel de su tiempo, que era la crucifixión. La muerte de Jesús es consecuencia de su vida y de su práctica. No es un drama suprahistórico, una apuesta entre Dios y el demonio, que dispensa las responsabilidades humanas. Si quería ser fiel a sí mismo, al Dios cuyo reino anunciaba y a las personas en las que suscitó esperanzas radicales, Jesús, en condiciones de rechazo, no tenía otra alternativa que ir hasta el fin y contar con la muerte. Las palabras «tenía que morir», era «necesario que padeciese»... son expresión de su fidelidad radical.
Hay momentos para nosotros y para Jesús en los que solamente la aceptación del sacrificio de la vida hace justicia a la vida. Más vale la gloria de una muerte violenta que el gozo de una libertad maldita.



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