Santa Luisa de Marillac, viuda y fundadora
fecha: 15 de marzo
n.: 1591 - †: 1660 - país: Francia
canonización: B: Benedicto XV 9 may 1920 - C: Pío XI 11 mar 1934
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 1591 - †: 1660 - país: Francia
canonización: B: Benedicto XV 9 may 1920 - C: Pío XI 11 mar 1934
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: En París, en Francia, santa Luisa de Marillac, viuda, que con el
ejemplo y la dedicación formó el Instituto de Hermanas de la Caridad, para
ayuda de los necesitados, y completó así la obra delineada por san Vicente de
Paúl.
Patronazgos: patrona de los trabajadores sociales
y de las viudas.
Al moderno lector debe parecerle extraño
que esta valiente mujer, esposa y nadre antes de consagrar su viudez al
servicio de Dios, fuera mejor conocida por sus contemporáneos como Mademoiselle
Le Gras (señorita Le Gras), cuando no era ese su apellido de soltera, sino el
de su esposo. El título de Madame, sin embargo, sólo se daba en la Francia del
siglo XVII a las grandes señoras de la alta nobleza y, Luisa de Marillac,
aunque bien nacida y casada con un importante oficial al servicio de la reina,
no pertenecía a la jerarquía de aquellos a quienes podía darse ese cumplido. Su
padre, Luis de Marillac, fue hacendado de rancio abolengo y sus tíos, después de
haber alcanzado fama, fueron aún más celebrados en la historia como las
trágicas víctimas de los resentimientos del cardenal Richelieu. Luisa, nacida
en 1591, perdió a su madre desde temprana edad, pero tuvo una buena educación,
gracias, en parte, a los monjes de Poissy, a cuyos cuidados fue confiada por un
tiempo, y en parte, a la instrucción personal de su propio padre, que murió
cuando ella tenía poco más de quince años. Luisa había deseado hacerse hermana
capuchina, pero el que entonces era su confesor, capuchino él mismo, la
disaudió de ello a causa de su endeleble salud. Finalmente, se le encontró un
esposo digno: Antonio Le Gras, hombre que parecía destinado a una distinguida
carrera y que ella aceptó complacida. En sus doce años de matrimonio tuvieron
un hijo y fueron muy felices siempre, a excepción del período en que Antonio
estuvo gravemente enfermo y ella lo cuidó con esmero y completa dedicación.
Desgraciadamente, Luisa sucumbió a la tentación de considerar esta enfermedad
como un castigo por no haber mostrado su agradecimiento a Dios, que la colmaba
de bendiciones, y estas angustias de conciencia fueron motivo de largos
períodos de dudas y aridez espiritual. Tuvo, sin embargo, la buena fortuna de
conocer a san Francisco de
Sales, quien pasó algunos meses en París, durante el año 1619.
De él recibió la dirección más sabia y comprensiva. Pero París no era el hogar
del santo aunque confió a Luisa al cuidado espiritual de su discípulo favorito,
Mons. Le Camus, arzobispo de Belley, las visitas de san Francisco a la capital
fueron cada vez más raras.
Un poco antes de la muerte de su esposo,
Luisa hizo voto de no contraer matrimonio de nuevo y dedicarse totalmente al
servicio de Dios. Después, tuvo una extraña visión espiritual en la que sintió
disipadas sus dudas y comprendió que había sido escogida para llevar al cabo
una gran obra en el futuro, bajo la guía de un director a quien ella no conocía
aún. Antonio Le Gras murió en 1625, pero ya para entonces Luisa había conocido
a «monsieur Vincent», como le decían al santo sacerdote conocido por nosotros
como san Vicente de
Paul, quien mostró al principio cierta renuencia en ser su
confesor, pero al fin consintió. San Vicente estaba en aquel tiempo organizando
sus «Conferencias de Caridad», con el objeto de remediar la espantosa miseria
que existía entre la gente del campo. Con su maravilloso tacto y su incansable
celo, pudo contar con la ayuda de un grupo de damas, al que llamó «Dames de
Charité», y se formaron asociaciones en muchos centros, que indudablemente
hicieron mucho bien. Sin embargo, la experiencia mostró que si este trabajo iba
a realizarse sistemáticamente y a desarrollarse en el mismo París, se
necesitaba una buena organización y un gran número de cooperadores. Las
aristócratas damas de la caridad, a pesar de su celo, no podían disponer de más
tiempo, a causa de sus propias obligaciones y, en muchos casos, no contaban con
la fortaleza física para soportar las exigencias que se les reclamaban. A fin
de poder alimentar y atender a los pobres, cuidar a los niños abandonados y
tratar con hombres de baja estofa, resultaron auxiliares más útiles, por regla
general, las gentes de humilde condición, acostumbradas a soportar penalidades.
Pero sobre todo, se necesitaba la supervisión y la dirección de alguien que
infundiera absoluto respeto y que tuviera, a la vez, el tacto suficiente para
ganarse los corazones y mostrarles el buen camino con su ejemplo.
A medida que fue conociendo más
profundamente a «mademoiselle Le Gras», san Vicente descubrió que tenía a la
mano el preciso instrumento que necesitaba. Era una mujer decidida y valiente,
dotada de clara inteligencia y una maravillosa constancia, a pesar de la
debilidad de su salud y, quizá lo más importante de todo, tenía la virtud de
olvidarse completamente de sí misma por el bien de los demás. Tan pronto como
san Vicente le habló de sus propósitos, Luisa comprendió que se trataba de una
obra para la gloria de Dios. Quizás nunca existió una obra religiosa tan grande
o tan firme, llevada al cabo con menos sensacionalismo, que la fundación de la
sociedad que fue conocida al principio con el nombre de «Hijas de la Caridad»
(Filies de la Charité) y que ahora se ha ganado el respeto de los hombres de
las más diversas creencias en todas las partes del mundo. Solamente después de
cinco años de trato personal con Mlle. Le Gras, «monsieur Vincent», que siempre
tenía paciencia para esperar la oportunidad enviada por Dios, mandó a esta alma
devota, en mayo de 1629, a hacer lo que podríamos llamar una visita a «La
Caridad» de Montmirail. Esta fue la precursora de muchas misiones similares y,
a pesar de la mala salud de la señorita, tomada muy en cuenta por san Vicente,
ella no retrocedió ante las molestias y sacrificios. Poco a poco, al
multiplicarse las actividades tanto en los suburbios de París como en el campo,
se hizo sentir la necesidad de colaboradores más robustos. Había muchas jóvenes
y viudas de la clase campesina que estaban prontas a dar su vida por tal obra,
pero eran a menudo ásperas y del todo ignorantes. Fue necesaria la instrucción
y una dirección llena de tacto para obtener mejores resultados. Las energías de
san Vicente estaban extremadamente agotadas y carecía de tiempo por tener que
dedicarlo todo, necesariamente, a su sociedad de sacerdotes misioneros. Más
aún, la mayor parte del trabajo de las «caridades» tenía que ser hecho por
mujeres y, para organizar y supervisar esa labor, se requería una mujer que
estuviera familiarizada con los instrumentos que se debían utilizar.
De esta suerte, en 1633, fue necesario
establecer una especie de centro de entrenamiento, o noviciado, en la calle que
entonces se conocía como Fosses-Saint-Victor. Allí estaba la vieja casona que
Mlle. Le Gras había alquilado para sí misma después de la muerte de su esposo,
donde dio hospitalidad a los primeros candidatos que fueron aceptados para el
servicio de los pobres y enfermos; cuatro sencillas personas cuyos verdaderos
nombres quedaron en el anonimato. Estas, con Luisa como directora, formaron el
grano de mostaza que ha crecido hasta convertirse en la organización
mundialmente conocida como las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paul.
Su expansión fue rápida. Pronto se hizo evidente que convendría tener alguna
regla de vida y alguna garantía de estabilidad. Desde hacía tiempo, Luisa había
querido ligarse a este servicio con voto, pero san Vicente, siempre prudente y
en espera de una clara manifestación de la voluntad de Dios, había contenido su
ardor. Pero en 1634, el deseo de la santa se cumplió. San Vicente tenía
completa confianza en su hija espiritual y fue ella misma la que redactó una
especie de regla de vida que deberían seguir los miembros de la asociación. La
substancia de este documento forma la médula de la observancia religiosa de las
Hermanas de la Caridad, hasta la fecha. Aunque éste fue un gran paso hacia
adelante, el reconocimiento de las Hermanas de la Caridad como un instituto de
monjas, estaba todavía lejos. El mismo san Vicente insistía en que él nunca
había soñado en fundar una orden religiosa; era Dios el que lo había hecho
todo. Estas pobres almas, como él a menudo las llamaba, no debían considerarse
más que como mujeres cristianas que dedicaran sus energías al servicio de los
pobres enfermos. «Vuestro convento -decía- será la casa de los enfermos;
vuestra celda, un cuarto alquilado; vuestra capilla, la iglesia parroquial;
vuestro claustro, las calles de la ciudad o las salas del hospital; vuestro
encierro, la obediencia; vuestra reja, el temor de Dios; vuestro velo, la santa
modestia». En la actualidad, la blanca cofia y el hábito azul al que sus hijas
han permanecido fieles durante cerca de 300 años, llaman inmediatamente la
atención en cualquier muchedumbre. Este hábito es tan sólo la copia de los
trajes que antaño usaban las campesinas. En las aldeas de Normandía y Bretaña,
las cofias de lino blanco de las mujeres del campo eran muy semejantes a las
que llevan las Hermanas de la Caridad. San Vicente, enemigo de toda pretensión,
se opuso a que sus hijas reclamaran siquiera una distinción en sus vestidos
para imponer ese respeto que provoca el hábito religioso.
No fue sino hasta 1642, cuando permitió a
cuatro miembros de su institución hacer votos anuales de pobreza, castidad y
obediencia y, solamente 13 años después, aunque esta dilación se debió
principalmente a causas políticas y accidentales, el cardenal de Hetz,
arzobispo de París, obtuvo de Roma la formal aprobación del instituto y colocó
a las hermanas definitivamente bajo la dirección de la propia congregación de
sacerdotes de san Vicente. Mientras tanto, las buenas obras de las hijas de la
caridad se habían multiplicado aceleradamente. Los pacientes del Hotel Dieu,
gran hospital público de París, habían quedado bajo su cuidado, en muchos
aspectos. El trato brutal que se daba a los niños abandonados, había llevado a
san Vicente a organizar una casa para niños expósitos y, a pesar de la
ignorancia de los mismos miembros pertenecientes a la organización, se vieron
obligadas a encargarse de la educación de aquellas criaturas. En el desarrollo
de todas estas obras, Mlle. Le Gras soportaba la parte más pesada de la carga.
Había dado un maravilloso ejemplo en Angers, al hacerse cargo de un hospital
terriblemente descuidado. El esfuerzo había sido tan grande, que a pesar de la
ayuda enorme que le prestaron sus colaboradores, sufrió una severa postración,
que fue diagnosticada erróneamente como un caso de fiebre infecciosa. En París
había cuidado con esmero a los afectados durante una epidemia y, a pesar de su
delicada constitución, había soportado la prueba. Los frecuentes viajes,
impuestos por sus obligaciones, habrían puesto a prueba la resistencia de un
ser más robusto; pero ella estaba siempre a la mano cuando se la requería, llena
de entusiasmo y creando a su alrededor una atmósfera de gozo y de paz. Como
sabemos por sus cartas a san Vicente y a otros, solamente dos cosas le
preocupaban: una era el respeto y veneración con que se le acogía en sus
visitas; la otra era la ansiedad por el bienestar espiritual de su hijo Miguel.
A pesar de sus muchas ocupaciones, nunca lo olvidó. El mismo san Vicente vigiló
a Miguel y estaba convencido de que el joven era un hombre cabal, pero con
cierta inestabilidad de carácter. No tenía vocación para el sacerdocio, como su
madre había esperado, pero contrajo matrimonio y parece que llevó una vida
buena y edificante hasta el fin. Acudió con su mujer y su hijo a visitar a su
madre en su lecho de muerte y ella los bendijo con ternura. En el año de 1660,
san Vicente contaba ochenta años y estaba ya muy débil. La santa habría dado
cualquier cosa por ver una vez más a su amado padre, pero este consuelo le fue
negado. Sin embargo, su alma estaba en paz; el trabajo de su vida había sido
maravillosamente bendecido y ella se sacrificó sin queja alguna, diciendo a las
que la rodeaban que era feliz de poder ofrecer a Dios esta última privación. La
preocupación de sus últimos días fue la de siempre, como lo dijo a sus abatidas
hermanas: «Sed empeñosas en el servicio de los pobres ... amad a los pobres,
honradlos, hijas mías, y honraréis al mismo Cristo». Santa Luisa de Marillac
murió el 15 de marzo de 1660; y san Vicente la siguió al cielo tan sólo seis
meses después. Fue canonizada en 1934.
No existe fuente más valiosa para la
biografía de santa Luisa que la vida de san Vicente de Paul por el Padre P.
Corte, junto con la correspondencia y los discursos del santo que habían sido
recolectados y publicados por la diligencia del mismo cuidadoso compilador. Hay
que darle cierto valor a la Vie de Mlle. Le Gras que fue sacada a la luz por M.
Gobillon, en 1676, y a otras tres de fecha más reciente: la de la condesa de
Richemont, en 1882; la de Monseñor Baunard, en 1898.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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