Santo Tomás de Villanueva, religioso y obispo
fecha: 10 de octubre
fecha en el calendario anterior: 22 de septiembre
n.: 1488 - †: 1555 - país: España
canonización: B: Pablo V 7 oct 1618 - C: Alejandro VII 1 nov 1658
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
fecha en el calendario anterior: 22 de septiembre
n.: 1488 - †: 1555 - país: España
canonización: B: Pablo V 7 oct 1618 - C: Alejandro VII 1 nov 1658
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: Santo Tomás de Villanueva, obispo, que, siendo religioso de la Orden
de Ermitaños de San Agustín, aceptó por obediencia el episcopado, donde
sobresalió, entre otras virtudes pastorales, por un encendido amor hacia los
pobres hasta entregarles todos los bienes, incluida la propia cama. Falleció en
Valencia, ciudad de España, el 8 de septiembre
refieren a este santo: San Alonso de
Orozco
Oración: Oh Dios, que quisiste asociar a
santo Tomás de Villanueva, insigne por su doctrina y caridad, al número de los
santos pastores de tu Iglesia, concédenos, por su intercesión, la gracia de
permanecer continuamente entre los miembros de tu familia santa. Por nuestro
Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu
Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
Tomas fue otra de las glorias que España
dio a la Iglesia. Vino al mundo en la localidad de Fuentellana, en Castilla, a
principios de 1488, y su sobrenombre le vino de Villanueva de los Infantes, la
ciudad donde creció y se educó. Sus padres eran también originarios de
Villanueva. El amo de la casa era dueño de un molino y, desde luego, su fortuna
no era digna de tomarse en cuenta, pero no fue esa la herencia más importante
que dejó a su hijo, sino su profundo amor por Dios y por los hombres, que se
traducía en una inagotable caridad. A la edad de quince años, Tomás fue enviado
a la Universidad de Alcalá, donde continuó sus estudios con mucho éxito; llegó
a obtener su título de maestro de artes y, al cabo de diez años en la casa de
estudios de Alcalá cuando tenía veintiséis de edad, ya era profesor de
filosofía y, entre los alumnos que asistían a sus clases, se hallaba el famoso
Domingo Soto.
En 1516, Tomás se unió a los frailes
agustinos en Salamanca y, a juzgar por su ejemplar comportamiento en el
noviciado, ya había tenido una larga experiencia en lo que se refiere a
austeridades, renuncias a los deseos de su voluntad y el ejercicio de la
contemplación. En 1518, fue elevado al sacerdocio y se le mandó predicar y
hacerse cargo de un curso de Teología en su convento. Sus libros de texto eran
los de Pedro Lombardo y Tomás de Aquino y, apenas iniciado el curso, los
estudiantes de la universidad solicitaron permiso para asistir a sus clases.
Poseía una inteligencia excepcionalmente lúcida, y su extraordinario sentido
común le hacía emitir juicios concretos y firmes, pero siempre tuvo que luchar
contra sus distracciones y su falta de memoria. Poco después, fue prior en
varias de las casas de agustinos y, mientras desempeñaba aquellos cargos,
dispensó particular solicitud por los frailes enfermos. A menudo decía a sus
religiosos que la enfermería era como la zarza de Moisés, donde el que se
dedica a cuidar a los enfermos encontrará seguramente a Dios entre las espinas
que le rodean y le cubren hasta esconderle. En 1533, cuando era el provincial
para Castilla, envió a tierras de América al primer grupo de agustinos que
establecieron en México su orden, como misioneros. Con frecuencia caía Tomás en
arrebatos y éxtasis cuando se entregaba a la oración, y sobre todo durante la
misa; no obstante que se esforzaba por ocultar aquellas gracias, no lo
conseguía del todo: a menudo, después de celebrar el santo sacrificio, le
relucía el rostro con tanta fuerza, que parecía deslumbrar a los que le
contemplaban. Cierta vez, cuando predicaba en la catedral de Burgos para
reprobar los vicios y la ingratitud de los pecadores, levantó en alto un
crucifijo y clamó con voz emocionada: «¡Cristianos, miradle..!» Pero no pudo
agregar nada más, porque así como estaba, con el brazo en alto y los ojos fijos
en la cruz, había sido arrebatado en éxtasis. En otra ocasión, cuando se
dirigía a una congregación que asistía a la ceremonia de la toma de hábito de
un novicio, cayó en un rapto y quedó mudo e inmóvil durante un cuarto de hora.
Al volver en sí, dijo a la asamblea que aguardaba expectante: «Hermanos: os
pido perdón. Tengo el corazón débil y me apena sentirme perdido en ocasiones
como ésta. Trataré de reparar mi falta».
Tomás realizaba la periódica visita a sus
conventos cuando el emperador Carlos V lo llamó para que ocupase la sede
arzobispal de Granada y se presentase ante él en Toledo. El santo emprendió el
viaje, pero con el único objeto de rehusar ante el emperador la dignidad que le
había concedido; tanta energía puso en su demanda, que consiguió lo que quería.
Algunos años más tarde, Jorge de Austria renunció al arzobispado de Valencia, y
el emperador volvió a pensar en Tomás, pero inmediatamente se arrepintió porque
estaba seguro de que volvería a rechazar el puesto; en consecuencia, ordenó a
su secretario que escribiese un nombramiento en favor de cierto religioso de la
orden de San Jerónimo. Al disponerse a firmar la carta, advirtió el emperador
que su secretario había escrito el nombre del hermano Tomás de Villanueva y
preguntó la razón. Confuso, el secretario respondió que le parecía haber oído
aquel apelativo, pero que en un momento repararía el error. «De ninguna manera
-dijo Carlos V-, esto ha sucedido por un especial designio de Dios. Hagamos Su
voluntad». De modo que firmó el nombramiento tal como estaba y lo envió en
seguida a Valladolid, donde Tomás era el prior en el convento agustino. Éste
recurrió a todos los medios imaginables para librarse del cargo, pero, a fin de
cuentas, se vio obligado a aceptar y fue consagrado en Valladolid. Al otro día,
muy de mañana, partió hacia Valencia. La madre del santo, que ya para entonces
había transformado su casa en un hospital para los pobres, le había pedido que,
en su jornada, pasase por Villanueva; sin embargo, Tomás quería obedecer literalmente
las palabras del Evangelio acerca de dejar padre, madre, esposa, por Cristo y
por el Evangelio (Lc 14,26), así que apresuró la marcha y se fue directamente
hacia la sede que ahora era suya, con el convencimiento de que su nueva
dignidad le obligaba a postergar toda otra consideración ante la de llegar a
servir al rebaño que había sido puesto a su cuidado (algún tiempo después, pasó
un mes de vacaciones con su madre en Lliria). Siempre viajaba a pie por los
caminos de su diócesis y no usaba otra vestidura que su raído hábito de monje y
el sombrero que le habían dado el día en que hizo su profesión. En sus
caminatas le acompañaban un religioso y dos criados. Cuando llegó a hacerse
cargo de su sede, hizo varios días de retiro en un convento de agustinos de
Valencia, entregado a la penitencia y la plegaria a fin de implorar la gracia
de Dios para desempeñar debidamente sus funciones.
Tomó posesión de su catedral el primer día
del año 1545, en medio de gran regocijo popular. En consideración a su pobreza,
el capítulo le ofreció cuatro mil coronas para que acondicionara su casa; él
aceptó el donativo en forma por demás humilde y dio las gracias, conmovido,
pero inmediatamente envió todo el dinero a un hospital con una recomendación
para que lo utilizaran en la reparación del edificio y la atención a los
enfermos. Después quiso dar explicaciones a los canónigos y les dijo: «A
Nuestro Señor se le puede servir y glorificar mejor si damos vuestros dineros a
los pobres del hospital que tanto lo necesitan, en vez de usarlo yo. ¿Para qué
quiere muebles y adornos un pobre fraile como yo?» Con frecuencia se dice que
los honores y el poder cambian las costumbres más arraigadas, pero no fue ese
el caso de santo Tomás que, en su calidad de arzobispo, no sólo conservó la misma
humildad de corazón sino todos los signos exteriores del desprecio por sí
mismo. Usó durante varios años, el mismo hábito con que salió de su monasterio
y, muchas veces, se le sorprendió mientras lo remendaba. Uno de los canónigos
le manifestó su extrañeza al verlo perder el tiempo en coser un parche a su
hábito, tarea que cualquier sastrecillo haría con gusto por un maravedí. Pero
el arzobispo le replicó que él no había dejado de ser fraile y que era mejor
ahorrarse aquel maravedí con el que podía darse algo de comer a un mendigo. Por
regla general vestía tan pobremente, que sus canónigos y familiares se
avergonzaban de mostrarse junto a él y, cuando éstos le instaban a que usase
ropas más de acuerdo con su dignidad, respondía invariablemente: «Os estoy muy
agradecido, caballeros, por los cuidados que os tomáis por mi persona, pero
verdaderamente no puedo comprender de qué manera mis ropas de religioso lleguen
a menguar mi dignidad de arzobispo. Bien sabéis que mi posición y mis deberes
son completamente independientes de mis vestiduras y consisten en cuidar las
almas que me han sido confiadas». A fuerza de insistir, los canónigos llegaron
a convencerle para que cambiase su viejísimo sombrero de fieltro por otro de
seda, nuevo y reluciente el cual, a partir de entonces, solía mostrar cuando
venía al caso, al tiempo que decía socarronamente: «¡He aquí mi dignidad
episcopal!» A veces, agregaba: «Los señores canónigos juzgan necesario que yo
use este sombrero de seda si quiero agregarme al número de los arzobispos».
Pero sin sombrero o con él, santo Tomás desempeñó a maravilla las obligaciones
del pastor de almas y de continuo visitaba una u otra de las iglesias de su
diócesis y, lo mismo en ciudades y aldeas, predicaba y ejercía su ministerio
con celo infatigable y afecto irresistible. Sus sermones producían cambios y
reformas visibles en la vida diaria de las gentes a tal extremo, que por
doquier se decía que era un nuevo apóstol o un profeta elegido por Dios para
guiar al pueblo por los caminos del bien. A poco de ocupar la sede, convocó a
una asamblea provincial (la primera en muchos años) en la que con la ayuda de
sus obispos, redactó y puso en efecto una serie de ordenanzas para acabar con
todos los desórdenes y malos usos que hubiese observado entre su clero durante
sus visitas. Las reformas a sus propios capitulares le costaron muchas
dificultades y mucho tiempo. En todo momento, acudía al altar y se postraba
ante el tabernáculo para conocer la voluntad de Dios; a menudo pasaba horas
enteras en su oratorio y, como advirtiese que los criados no se atrevían a
perturbarle en sus devociones cuando alguien llegaba a consultarle, dio órdenes
estrictas a fin de que, tan pronto como cualquier persona preguntase por él, a
cualquier hora, le llamasen sin hacer aguardar al visitante.
A diario acudían a la casa del arzobispo
centenares de mendigos y nececesitados que jamás se iban sin haber recibido
limosna, que generalmente consistía en una comida con su correspondiente copa
de vino y una moneda. El prelado dispensaba particulares cuidados a los niños
huérfanos y, durante los once años de su episcopado, no hubo una sola doncella
pobre en su diócesis que llegase al matrimonio sin haber recibido la generosa
ayuda de su caridad. A fin de alentar a sus criados en la tarea de descubrir a
los niños expósitos o abandonados por sus padres, les daba una corona por cada
criatura desamparada que encontrasen. En 1550, los piratas saquearon y asolaron
una ciudad en las costas de su diócesis y, en seguida, el arzobispo mandó
cuatro mil ducados, ropas, provisiones y medicamentos por un valor igual, para
socorro de los necesitados y rescate de los cautivos. Como siempre ha sucedido,
santo Tomás fue víctima de las críticas porque muchas de las gentes a quienes
ayudaba eran flojos, vagabundos y aun delincuentes que abusaban de su bondad.
«Si acaso -respondía el prelado a aquellas críticas- hay vagabundos y gentes
que no viven de su trabajo en estas comarcas, corresponde al gobernador y al
prefecto de la policía ocuparse de ellos: ése es su deber. El mío es dar ayuda
y consuelo a todos los que llegan hasta mi puerta a solicitármelos». Y no se
limitaba a socorrer a los pobres con sus propios medios, sino que continuamente
alentaba y recomendaba a los grandes señores y a los ricos que demostrasen su
poder y su importancia, no en el lujo y el despliegue de la opulencia, sino en
la protección hacia sus servidores y vasallos y en su generosidad hacia los
necesitados. Con frecuencia los exhortaba a enriquecerse más en actos de
caridad y misericordia que en bienes terrenales. «Respóndeme, pecador -solía
decir-: ¿Puedes comprar con todas tus riquezas algo de mayor valor y más
precioso que la redención de tus culpas?» También decía: «Si quieres que Dios
oiga tus oraciones, escucha tú el clamor de los pobres. Si deseas que Dios
alivie tus necesidades, alivia tú las miserias de los indigentes, sin esperar a
que te lo pidan. Anticípate a satisfacer las necesidades, especialmente de los
que no se atreven a pedir: obligarlos a pedir una limosna equivale a forzarlos
a que la compren».
Santo Tomás se opuso siempre con energía a
que la Iglesia usara métodos coercitivos o presiones para hacer entrar en razón
a los pecadores, pero recomendaba en cambio el sistema de llamarlos y acogerlos
con solicitud, tratar de convencerlos con afecto y agotar todos los medios del
amor, sin recurrir jamás a los de la fuerza. En cierta ocasión, un teólogo y
canonista se lamentaba de que el arzobispo no se decidiese a lanzar amenazas y
a tomar medidas severas para acabar con el concubinato, y el prelado, al
referirse a su crítico, decía: «No hay duda de que es un buen hombre, pero es
de esos fieles fervorosos que a menudo menciona san Pablo y los califica de
celosos sin objeto y sin conocimiento de causa. ¿Sabe acaso ese buen caballero
los trabajos que he pasado para corregir esos errores que él desearía arrancar
de raíz? ... Sería bueno hacerle saber que ni san Agustín, ni san Juan
Crisóstomo usaron jamás anatemas ni excomuniones para combatir los vicios de la
embriaguez y la blasfemia que tanto practicaban las gentes que estaban a su
cuidado. No; nunca lo hicieron porque eran lo suficientemente sabios y
prudentes y no les parecía justo cambiar un poco de bien por un gran mal, si
usaban de su autoridad sin consideraciones y, de esta manera, excitaban la
aversión de aquellos cuya buena voluntad querían ganar a fin de guiarlos hacia
el bien». Durante largo tiempo, el arzobispo había tratado en vano de enmendar
la vida que llevaba uno de sus canónigos, hasta que decidió invitarlo a pasar una
temporada en su casa, con el pretexto de prepararle a desempeñar una importante
misión ante la Santa Sede en Roma. Como parte esencial de aquellos supuestos
preparativos, figuraba una buena confesión para estar bien con Dios. Pasaron
uno, dos, tres meses, y el asunto de Roma sin arreglar, pero en aquel período,
el canónigo recibía diariamente lecciones y ejemplos sobre todas las gracias
que podía aportar la penitencia. Al cabo de seis meses, abandonó la casa del
arzobispo transformado en un hombre nuevo, mientras que todos los amigos y
conocidos del canónigo suponían que acababa de regresar de Roma y le
felicitaron por el desempeño de su misión. Otro sacerdote que llevaba una vida
irregular fue amonestado por Tomás, recibió de mala manera las represiones y,
luego de insultar al arzobispo en su cara, partió hecho una furia. «No lo
detengan -ordenó el prelado a sus capellanes y servidores-. La culpa fue mía.
Fueron demasiado duras mis reprimendas».
El santo trató de imponer los mismos
métodos que usaba para gobernar a sus clérigos y a sus fieles, al campo de los
nuevos cristianos o moriscos, es decir, los moros que se habían convertido al
cristianismo, pero cuya fe era inestable a tal extremo, que muchos de ellos
caían en la apostasía y, en consecuencia, eran llevados ante el tribunal de la
Inquisición y, a menudo, sometidos a torturas. Pero, no obstante su buena
voluntad y la tenacidad de sus esfuerzos, fue muy poco lo que el arzobispo pudo
hacer en favor de los moriscos en su extensa diócesis, aparte de obtener del
emperador un fondo especial destinado a sostener a los sacerdotes especialmente
capacitados para trabajar entre los moros convertidos. También consiguió fundar
el santo prelado un colegio para los hijos de los moriscos. Se las arregló
asimismo, para poner en funciones una escuela para niños pobres, dependiente de
la universidad de Alcalá, donde él había estudiado y, después, al sentir
ciertos escrúpulos por haber gastado dinero fuera de su diócesis, fundó otra
escuela igual en Valencia. Su generosidad material igualaba a la caridad de su
espíritu. Aborrecía las murmuraciones y, siempre que oía hablar mal de alguien,
defendía al ausente. «Caballeros -decía en esas ocasiones-: juzgáis el asunto
desde un punto de vista equivocado. Si ese hombre ha obrado mal, pudo haber
tenido una buena intención, con lo cual basta para que haya obrado bien. Por mi
parte, creo que así fue». Se registraron muchos ejemplos sobre los dones
sobrenaturales que poseía santo Tomás, como su poder para curar las
enfermedades y multiplicar las provisiones, así como de numerosos milagros que
obró o que se atribuyen a su intercesión, antes y después de su muerte.
No se sabe con certeza la razón que
impidió al santo arzobispo asistir al Concilio de Trento. En representación
suya fue el obispo de Huesca, y la mayoría de los obispos de Castilla le
hicieron consultas antes de partir hacia la magna asamblea. Se sabe que a todos
les rogó que luchasen para conseguir que el Concilio decretara una reforma
interna de la Iglesia, que era tan necesaria como la batalla contra la herejía
del luteranismo. Sugirió además dos proposiciones muy interesantes que,
desgraciadamente, no fueron tenidas en cuenta. Una de ellas consistía en que
todos los trabajos para el bien de las almas fuesen desempeñados por los
sacerdotes o religiosos nativos del país, siempre y cuando estuviesen
calificados para ello, especialmente en los distritos rurales; en la segunda
propuesta, se pedía que fuera reforzada y actualizada la antigua ley canónica
que prohibía el traslado del obispo de una sede a otra. Aquella idea de la
unión indisoluble del obispo con su sede, corno con una esposa, siempre estuvo
presente en la mente del santo que vivió consagrado al cabal desempeño de sus
deberes episcopales. «Nunca sentí tanto miedo -confesó en cierta ocasión- de
quedar excluido del número de los elegidos, como en aquel momento en que fui
consagrado obispo». En diversas oportunidades solicitó en vano la autorización
para renunciar, hasta que, a la larga, Dios tuvo a bien escuchar sus ruegos y
lo llamó a Su seno. En el pies de agosto de 1555, fue atacado por una angina de
pecho. Al sentirse enfermo, ordenó que fuese distribuido entre los pobres todo
el dinero que estuviera en su posesión; el resto de sus bienes, a excepción del
lecho en que yacía, fueron a parar a manos del rector de su amada escuela; su
cama fue la herencia del carcelero para que la diera a los presos, pero con la
condición de que su futuro dueño se la prestara hasta que ya no tuviese
necesidad de ella. El 8 de septiembre, su fin parecía inminente. Mandó que se
oficiase una misa en su presencia; después de la consagración, comenzó a
recitar en voz alta, firme y pausada, el salmo «In te, Domine, speravi»;
terminada la comunión del sacerdote, dijo el versículo: «En tus manos, Señor,
encomiendo mi espíritu» y con estas palabras entregó el alma a Dios, cuando
había cumplido los sesenta y seis años de edad. De acuerdo con sus deseos, fue
sepultado en la iglesia de los frailes agustinos en Valencia. Se le canonizó en
1658. En vida se llamó a santo Tomás «prototipo de obispos», el «generoso», el
«padre de los pobres» y por cierto que era todo eso y mucho más, porque estaba
inflamado por un gran amor a Dios, que se pone de manifiesto en su apasionada y
tierna exhortación: «¡Oh, maravillosa bendición! ¡Dios nos promete el Cielo
como recompensa por amarlo! ¿No es acaso Su amor mismo, la mayor, la más
deseable, la más preciosa de las recompensas y la más dulce de las bendiciones?
Sin embargo, hay todavía otra recompensa, un premio inmenso para agregar al de
Su amor. ¡Maravillosa bondad! Tú nos diste tu amor y por causa de ese amor nos
entregas el Paraíso».
Al redactar la historia de santo Tomás de
Villanueva (Acta Sanctorum, sept. vol. V), los bolandistas tradujeron del
español la biografía escrita por Miguel Salón, un contemporáneo que, tras de
publicar una primera biografía en 1588, utilizó los datos proporcionados por el
proceso de canonización para publicar un trabajo más completo en 1620. Los
bolandistas publicaron también las memorias de un agustino, amigo personal del
santo, el obispo Juan de Mili-latones. Esas memorias aparecieron originalmente
como prefacio en un volumen con la colección de los sermones y cartas de santo
Tomás que el obispo Muñatones editó en 1581. Entre las otras fuentes de
información hay un sumario de los detalles del proceso de canonización que se
recogieron en Valencia y en Castilla, resumen éste que también usaron los
bolandistas para su prefacio y sus anotaciones. Este sumario está complementado
con notas sobre los milagros y las reliquias del santo. Desde que los
bolandistas publicaron su historia, en 1755, no se ha agregado nada digno de
consideración al material biográfico. Hay un breve estudio de Quevedo y
Villegas, así como una biografía en alemán escrita por Poesl (1860) y otra en
francés por Dabert (1878). Los escritos de santo Tomás de Villanueva han sido
coleccionados, cuidadosamente editados y traducidos a otras lenguas.
Cuadro: Murillo: Tomás de Villanueva distribuyendo limosna, 1668, Alte Pinakothek, Munich.
Cuadro: Murillo: Tomás de Villanueva distribuyendo limosna, 1668, Alte Pinakothek, Munich.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
accedida 6530 veces
ingreso o última modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente
enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_4872
No hay comentarios:
Publicar un comentario