CAPÍTULO II
LA OBRA MISIONERA
Introducción
10. La Iglesia, enviada por Cristo para manifestar y comunicar la caridad
de Dios a todos los hombres y pueblos, sabe que le queda por hacer todavía una
obra misionera ingente. Pues los dos mil millones de hombre, cuyo número
aumenta sin cesar, que se reúnen en grandes y determinados grupos con lazos
estables de vida cultural, con las antiguas tradiciones religiosas, con los
fuertes vínculos de las relaciones sociales, todavía nada o muy poco oyeron del
Evangelio; de ellos unos siguen alguna de las grandes religiones, otras
permanecen ajenos al conocimiento del mismo Dios, otros niegan expresamente su
existencia e incluso a veces lo persiguen.
La Iglesia, para poder ofrecer a todos el misterio de la salvación y la
vida traída por Dios, debe insertarse en todos estos grupos con el mismo afecto
con que Cristo se unió por su encarnación a determinadas condiciones sociales y
culturales de los hombres con quienes convivió.
ART. 1. EL TESTIMONIO CRISTIANO
Testimonio y diálogo
11. Es necesario que la Iglesia esté presente en estos grupos humanos
por medio de sus hijos, que viven entre ellos o que a ellos son enviados.
Porque todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a
manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de la palabra el nombre
nuevo de que se revistieron por el bautismo, y la virtud del Espíritu Santo,
por quien han sido fortalecidos con la confirmación, de tal forma que, todos
los demás, al contemplar sus buenas obras, glorifiquen al Padre y perciban,
cabalmente, el sentido auténtico de la vid y el vínculo universal de la unión
de los hombres.
Para que los mismos fieles puedan dar fructuosamente este testimonio de
Cristo, reúnanse con aquellos hombres por el aprecio y la caridad, reconózcanse
como miembros del grupo humano en que viven, y tomen parte en la vida cultural
y social por las diversas relaciones y negocios de la vida humana; estén
familiarizados con sus tradiciones nacionales y religiosas, descubran con gozo
y respeto las semillas de la Palabra que en ellas laten; pero atiendan, al
propio tiempo, a la profunda transformación que se realiza entre las gentes y
trabajen para que los hombres de nuestro tiempo, demasiado entregados a la
ciencia y a la tecnología del mundo moderno, no se alejen de las cosas divinas,
más todavía, para que despierten a un deseo más vehemente de la verdad y de la
caridad revelada por Dios.
Como el mismo Cristo escudriñó el corazón de los hombres y los ha conducido
con un coloquio verdaderamente humano a la luz divina, así sus discípulos,
inundados profundamente por el espíritu de Cristo, deben conocer a los hombres
entre los que viven, y tratar con ellos, para advertir en diálogo sincero y
paciente las riquezas que Dios generoso ha distribuido a las gentes; y, al
mismo tiempo, esfuércense en examinar sus riquezas con la luz evangélica,
liberarlas y reducirlas al dominio de Dios Salvador.
Presencia de la caridad
12. La presencia de los fieles cristianos en los grupos humanos ha de
estar animada por la caridad con que Dios nos amó, que quiere que también
nosotros nos amemos unos a otros. En efecto, la caridad cristiana se extiende a
todos sin distinción de raza, condición social o religión; no espera lucro o
agradecimiento alguno; pues como Dios nos amó con amor gratuito, así los fieles
han de vivir preocupados por el hombre mismo, amándolo con el mismo sentimiento
con que Dios lo buscó. Pues como Cristo recorría las ciudades y las aldeas
curando todos los males y enfermedades, en prueba de la llegada del Reino de
Dios, así la Iglesia se une, por medio de sus hijos, a los hombres de cualquier
condición, pero especialmente con los pobres y los afligidos, ya ellos se
consagra gozosa. Participa en sus gozos y en sus dolores, conoce los anhelos y
los enigmas de la vida, y sufre con ellos en las angustias de la muerte. A los
que buscan la paz desea responderles en diálogo fraterno ofreciéndoles la paz y
la luz que brotan del Evangelio.
Trabajen los cristianos y colaboren con los demás hombres en la recta
ordenación de los asuntos económicos y sociales. Entréguense con especial
cuidado a la educación de los niños y de los adolescentes por medio de las
escuelas de todo género, que hay que considerar no sólo como medio excelente
para formar y atender a la juventud cristiana, sino como servicio de gran valor
a los hombres, sobre todo de las naciones en vías de desarrollo, para elevar la
dignidad humana y para preparar unas condiciones de vida más favorables. Tomen
parte, además, los fieles cristianos en los esfuerzos de aquellos pueblos que,
luchando con el hambre, la ignorancia y las enfermedades, se esfuerzan en
conseguir mejores condiciones de vida y en afirmar la paz en el mundo. Gusten
los fieles de cooperar prudentemente a este respecto con los trabajos
emprendidos por instituciones privadas y públicas, por los gobiernos, por los
organismos internacionales, por diversas comunidades cristianas y por las
religiones no cristianas.
La Iglesia, con todo, no pretende mezclarse de ninguna forma en el régimen
de la comunidad terrena. No reivindica para sí otra autoridad que la de servir,
con el favor de Dios, a los hombres con amor y fidelidad.
Los discípulos de Cristo, unidos íntimamente en su vida y en su trabajo con
los hombres, esperan poder ofrecerles el verdadero testimonio de Cristo, y
trabajar por su salvación, incluso donde no pueden anunciar a Cristo
plenamente. Porque no buscan el progreso y la prosperidad meramente material de
los hombres, sino que promueven su dignidad y unión fraterna, enseñando las
verdades religiosas y morales, que Cristo esclareció con su luz, y con ello
preparan gradualmente un acceso más amplio hacia Dios. Con esto se ayuda a los
hombres en la consecución de la salvación por el amor a Dios y al prójimo y
empieza a esclarecerse el misterio de Cristo, en quien apareció el hombre
nuevo, creado según Dios (Cf. Ef.,4,24), y en quien se revela el amor divino.
ART. 2. PREDICACIÓN DEL EVANGELIO Y REUNIÓN DEL PUEBLO DE DIOS
ART. 2. PREDICACIÓN DEL EVANGELIO Y REUNIÓN DEL PUEBLO DE DIOS
Evangelización y conversión
13. Dondequiera que Dios abre la puerta de la palabra para anunciar el
misterio de Cristo a todos los hombres, confiada y constantemente hay que
anunciar al Dios vivo y a Jesucristo enviado por El para salvar a todos, a fin
de que los no cristianos abriéndoles el corazón el Espíritu Santo, creyendo se
conviertan libremente al Señor y se unan a El con sinceridad, quien por ser
"camino, verdad y vida" satisface todas sus exigencias espirituales,
más aún, las colma hasta el infinito.
Esta conversión hay que considerarla ciertamente inicial, pero suficiente
para que el hombre perciba que, arrancado del pecado, entra en el misterio del
amor de Dios, que lo llama a iniciar una comunicación personal consigo mismo en
Cristo. Puesto que, por la gracia de Dios, el nuevo convertido emprende un
camino espiritual por el que, participando ya por la fe del misterio de la
Muerte y de la Resurrección, pasa del hombre viejo al nuevo hombre perfecto
según Cristo. Trayendo consigo este tránsito un cambio progresivo de
sentimientos y de costumbres, debe manifestarse con sus consecuencias sociales
y desarrollarse poco a poco durante el catecumenado. Siendo el Señor, al que se
confía, blanco de contradicción, el nuevo convertido sentirá con frecuencia
rupturas y separaciones, pero también gozos que Dios concede sin medida. La
Iglesia prohíbe severamente que a nadie se obligue, o se induzca o se atraiga
por medios indiscretos a abrazar la fe, lo mismo que vindica enérgicamente el
derecho a que nadie sea apartado de ella con vejaciones inicuas.
Investíguense los motivos de la conversión, y si es necesario purifíquense, según la antiquísima costumbre de la Iglesia.
Investíguense los motivos de la conversión, y si es necesario purifíquense, según la antiquísima costumbre de la Iglesia.
Catecumenado e iniciación cristiana
14. Los que han recibido de Dios, por medio de la Iglesia, la fe en Cristo,
sean admitidos con ceremonias religiosas al catecumenado; que no es una mera
exposición de dogmas y preceptos, sino una formación y noviciado
convenientemente prolongado de la vida cristiana, en que los discípulos se unen
con Cristo su Maestro. Iníciense, pues, los catecúmenos convenientemente en el
misterio de la salvación, en el ejercicio de las costumbres evangélicas y en
los ritos sagrados que han de celebrarse en los tiempos sucesivos,
introdúzcanse en la vida de fe, de la liturgia y de la caridad del Pueblo de
Dios.
Libres luego de los Sacramentos de la iniciación cristiana del poder de las
tinieblas, muertos, sepultados y resucitados con Cristo, reciben el Espíritu de
hijos de adopción y asisten con todo el Pueblo de Dios al memorial de la muerte
y de la resurrección del Señor.
Es de desear que la liturgia del tiempo cuaresmal y pascual se restaure de
forma que prepare las almas de los catecúmenos para la celebración del misterio
pascual en cuyas solemnidades se regeneran para Cristo por medio del bautismo.
Pero esta iniciación cristiana durante el catecumenado no deben procurarla
solamente los catequistas y sacerdotes, sino toda la comunidad de los fieles, y
en modo especial los padrinos, de suerte que sientan los catecúmenos, ya desde
el principio, que pertenecen al Pueblo de Dios. Y como la vida de la Iglesia es
apostólica, los catecúmenos han de aprender también a cooperar activamente en
la evangelización y edificación de la Iglesia con el testimonio de la vida y la
profesión de la fe.
Expóngase por fin, claramente, en el nuevo Código, el estado jurídico de
los catecúmenos. Porque ya están vinculados a la Iglesia, ya son de la casa de
Cristo y, con frecuencia, ya viven una vida de fe, de esperanza y de caridad.
ART. 3. FORMACIÓN DE LA COMUNIDAD
CRISTIANA
La Comunidad cristiana
15. El Espíritu Santo, que llama a todos los hombres a Cristo, por la
siembra de la palabra y proclamación del Evangelio, y suscita el homenaje de la
fe en los corazones, cuando engendra para una nueva vida en el seno de la
fuente bautismal a los que creen en Cristo, los congrega en el único Pueblo de
Dios que es "linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de
adquisición".
Los misioneros, por consiguiente, cooperadores de Dios, susciten tales
comunidades de fieles que, viviendo conforme a la vocación a la que han sido
llamados, ejerciten las funciones que Dios les ha confiado, sacerdotal,
profética y real. De esta forma, la comunidad cristiana se hace signo de la
presencia de Dios en el mundo; porque ella, por el sacrificio eucarístico,
incesantemente pasa con Cristo al Padre, nutrida cuidadosamente con la palabra
de Dios da testimonio de Cristo y, por fin, anda en la caridad y se inflama de
espíritu apostólico.
La comunidad cristiana ha de establecerse, desde el principio de tal forma
que, en lo posible, sea capaz de satisfacer por sí misma sus propias
necesidades.
Esta comunidad de fieles, dotada de las riquezas de la cultura de su
nación, ha de arraigar profundamente en el pueblo; florezcan las familias
henchidas de espíritu evangélico y ayúdeseles con escuelas convenientes;
eríjanse asociaciones y grupos por los que el apostolado seglar llene toda la
sociedad de espíritu evangélico. Brille, por fin, la caridad entre los
católicos de los diversos ritos.
Cultívese el espíritu ecuménico entre los neófitos para que aprecien
debidamente que los hermanos en la fe son discípulos de Cristo, regenerados por
el bautismo, partícipes con ellos de los innumerables bienes del Pueblo de
Dios. En cuanto lo permitan las condiciones religiosas, promuévase la acción
ecuménica de forma que, excluido todo indiferentismo y confusionismo como
emulación insensata, los católicos colaboren fraternalmente con los hermanos
separados, según las normas del Decreto sobre el Ecumenismo, en la común
profesión de la fe en Dios y en Jesucristo delante de las naciones -en cuanto
sea posible- y en la cooperación en asuntos sociales y técnicos, culturales y
religiosos colaboren, por la causa de Cristo, su común Señor: ¡que su nombre
los junte! Esta colaboración hay que establecerla no sólo entre las personas
privadas, sino también, a juicio del ordinario del lugar, entre las Iglesias o
comunidades eclesiales y sus obras.
Los fieles cristianos, congregados de entre todas las gentes en la Iglesia,
"no son distintos de los demás hombres ni por el régimen, ni por la
lengua, ni por las instituciones políticas de la vida, por tanto, vivan para
Dios y para Cristo según las costumbres honestas de su pueblo; cultiven como
buenos ciudadanos verdadera y eficazmente el amor a la Patria, evitando
enteramente el desprecio de las otras razas y el nacionalismo exagerado, y
promoviendo el amor universal de los hombres.
Para conseguir todo esto son de grandísimo valor y dignos de especial
atención los laicos, es decir, los fieles cristianos que, incorporados a Cristo
por el bautismo, viven en medio del mundo. Es muy propio de ellos, imbuidos del
Espíritu Santo, el convertirse en constante fermento para animar y ordenar los
asuntos temporales según el Evangelio de Cristo.
Sin embargo, no basta que el pueblo cristiano esté presente y establecido
en un pueblo, ni que desarrolle el apostolado del ejemplo; se establece y está
presente para anunciar con su palabra y con su trabajo a Cristo a sus
conciudadanos no cristianos y ayudarles a la recepción plena de Cristo.
Ahora bien, para la implantación de la Iglesia y el desarrollo de la
comunidad cristiana son necesarios varios ministerios que todos deben favorecer
y cultivas diligentemente, con la vocación de una suscitada de entre la misma
congregación de los fieles, entre los que se cuentan las funciones de los
sacerdotes, de los diáconos y de los catequistas y la Acción Católica. Prestan,
asimismo, un servicio indispensable los religiosos y religiosas con su oración
y trabajo diligente, para enraizar y asegurar en las almas el Reino de Cristo y
ensancharlo más y más.
Constitución del clero local
16. La Iglesia da gracias, con mucha alegría, por la merced inestimable de
la vocación sacerdotal que Dios ha concedido a tantos jóvenes de entre los
pueblos convertidos recientemente a Cristo. Pues la Iglesia profundiza sus más
firmes raíces en cada grupo humano, cuando las varias comunidades de fieles
tienen de entre sus miembros los propios ministros de la salvación en el Orden
de los Obispos, de los presbíteros y diáconos, que sirven a sus hermanos, de
suerte que las nuevas Iglesias consigan, paso a paso con su clero la estructura
diocesana.
Todo lo que ha establecido este Concilio sobre la vocación y formación
sacerdotal, obsérvese cuidadosamente en donde la Iglesia se establece por
primera vez y en las nuevas Iglesias. Hay que tener particularmente en cuenta
lo que se dice sobre la necesidad de armonizar íntimamente la formación
espiritual con la doctrinal y la pastoral, sobre la vida que hay que llevar
según el modelo del Evangelio, sin consideración del provecho propio o
familiar, sobre el cultivo del sentimiento íntimo del misterio de la Iglesia.
Con ello aprenderán maravillosamente a entregarse por entero al servicio del
Cuerpo de Cristo y a la obra del Evangelio, a unirse con su propio Obispo como
fieles cooperadores y a colaborar con sus hermanos.
Para lograr este fin general hay que ordenar toda la formación de los
alumnos a la luz del misterio de la salvación como se presenta en la Escritura.
Descubran y vivan este misterio de Cristo y de la Salvación humana presente a
la Liturgia.
Armonícese, según las normas del Concilio, estas exigencias comunes de la
formación sacerdotal, incluso pastoral y práctica, con el deseo de acomodarse
al modo peculiar de pensar y de proceder del propio país. Ábranse, pues, y
avívense las mentes de los alumnos para que conozcan bien y puedan juzgar la
cultura de su pueblo; conozcan claramente en las disciplinas filosóficas y
teológicas las diferencias y semejanzas que hay entre las tradiciones, la
religión patria y la religión cristiana.
Atienda también la formación sacerdotal a las necesidades pastorales de la
región; aprendan los alumnos la historia, el fin y el método, de la acción
misional de la Iglesia, y las especiales condiciones sociales, económicas y
culturales de su pueblo. Edúquense en el espíritu del ecumenismo y prepárense
convenientemente para el diálogo fraterno con los no cristianos. Todo esto
exige que los estudios para el sacerdocio se hagan, en cuanto sea posible, en
comunicación y convivencia con su propio pueblo. Cuídense también la formación
en la buena administración eclesiástica e incluso económica.
Elíjanse, además, sacerdotes idóneos que, después de alguna experiencia
pastoral, realicen estudios superiores en las universidades incluso
extranjeras, sobre todo de Roma, y otros Institutos científicos, para que las
Iglesias jóvenes puedan contar con elementos del clero local dotados de ciencia
y de experiencia convenientes para desempeñar cargos eclesiásticos de mayor
responsabilidad.
Restáurese el Orden del Diaconado como estado permanente de vida según la
norma de la Constitución "De Ecclesia", donde lo crean
oportuno las Conferencias episcopales. Pues parece bien que aquellos hombres
que desempeñan un ministerio verdaderamente diaconal, o que predican la palabra
divina como catequistas, o que dirigen en nombre del párroco o del Obispo
comunidades cristianas distantes, o que practican la caridad en obras sociales
y caritativas sean fortalecidos y unidos más estrechamente al servicio del
altar por la imposición de las manos, transmitida ya desde los Apóstoles, para
que cumplan más eficazmente su ministerio por la gracia sacramental del
diaconado.
Formación de los catequistas
17. Digna de alabanza es también esa legión tan benemérita de la obra de
las misiones entre los gentiles, es decir, los catequistas, hombres y mujeres,
que llenos de espíritu apostólico, prestan con grandes sacrificios una ayuda
singular y enteramente necesaria para la propagación de la fe y de la Iglesia.
En nuestros días, el oficio de los catequistas tiene unaimportancia
extraordinaria porque resultan escasos los clérigos para evangelizar tantas
multitudes y para ejercer el ministerio pastoral. Su educación, por
consiguiente debe efectuarse y acomodarse al progreso cultural de tal forma que
puedan desarrollar lo mejor posible su cometido agravado con nuevas y mayores
obligaciones, como cooperadores eficaces del orden sacerdotal.
Multiplíquense, pues, las escuelas diocesanas y regionales en que los
futuros catequistas estudien la doctrina católica, sobre todo en su aspecto
bíblico y litúrgico, y el método catequético, con la práctica pastoral, y se
formen en la moral cristiana, procurando practicar sin cesar la piedad y la
santidad de vida.
Hay que tener, además, reuniones o cursos en tiempos determinados, en los
que los catequistas se renueven en la ciencia y en las artes convenientes para
su ministerio y se nutra y robustezca su vida espiritual. Además, hay que
procurar a quienes se entregan por entero a esta obra una condición de vida
decente y la seguridad social por medio de una justa remuneración.
Es de desear que se provea de un modo congruo a la formación y sustento de
los catequistas con subsidios especiales de la Sagrada Congregación de
Propaganda Fide. Si pareciere necesario y oportuno, fúndese una Obra para los
catequistas.
Además, las Iglesias reconocerán, agradecidas, la obra generosa de los
catequistas auxiliares, de cuya ayuda necesitarán. Ellos presiden la oración y
enseñan en sus comunidades. Hay que atender convenientemente a su formación
doctrinal y espiritual. E incluso es de desear que, donde parezca oportuno, se
confiere a los catequistas debidamente formados misión canónica en la
celebración pública de la acción litúrgica, para que sirvan a la fe con más
autoridad delante del pueblo.
Promoción de la vida religiosa
18. Promuévase diligentemente la vida religiosa desde el momento de la
implantación de la Iglesia, que no solamente proporciona a la actividad
misional ayudas preciosas y enteramente necesarias, sino que por una más íntima
consagración a Dios, hecha en la Iglesia, indica claramente también la naturaleza
íntima de la vocación cristiana.
Esfuércense los Institutos religiosos, que trabajan en la implantación de
la Iglesia, en exponer y comunicar, según el carácter y la idiosincrasia de
cada pueblo, las riquezas místicas de que están totalmente llenos, y que
distinguen la tradición religiosa de la Iglesia. Consideren atentamente el modo
de aplicar a la vida religiosa cristiana las tradiciones ascéticas y
contemplativas, cuyas semillas había Dios esparcido con frecuencia en las
antiguas culturas antes de la proclamación del Evangelio.
En las iglesias jóvenes hay que cultivar diversas formas de vida religiosa
que presenten los diversos aspectos de la misión de Cristo y de la vida de la
Iglesia, y se entreguen a variadas obras pastorales y preparen convenientemente
a sus miembros para cumplirlas. Con todo, procuren los Obispos en la
Conferencia que las Congregaciones, que tienen los mismos fines apostólicos, no
se multipliquen, con detrimento de la vida religiosa y del apostolado.
Son signos de especial mención los varios esfuerzos realizados para
arraigar la vida contemplativa, por los que unos, reteniendo los elementos
esenciales de la institución monástica, se esfuerzan en implantar la riquísima
tradición de su Orden, y otros, vuelven a las formas más sencillas del antiguo
monacato. Procuren todos, sin embargo, buscar la adaptación oportuna a las
condiciones locales. Conviene establecer por todas partes en las iglesias
nuevas la vida contemplativa porque pertenece a la plenitud de la presencia de
la Iglesia.
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