La santidad es una vocación grande, excelsa y, al mismo tiempo, sencilla. No consiste en realizar obras extraordinarias o descifrar misterios sino en unirse íntimamente a Cristo.
Por: Diego Calderón, L.C. | Fuente: Virtudes y Valores
Por: Diego Calderón, L.C. | Fuente: Virtudes y Valores
La beata Madre Teresa de Calcuta solía decir que la santidad no es un lujo de unos pocos, sino una sencilla obligación también para ti y para mí. Por lo tanto, fieles al mandato evangélico, podemos afirmar que la santidad es una vocación universal a la que todos estamos llamados (cf. Mt 5,48).
Muchas veces, la realidad de nuestras debilidades, limitaciones y pecados nos hace levantar, equivocadamente, muros infranqueables de prejuicios, desánimos, pesimismos e indisposiciones frente al camino de perfección cristiana que nos corresponde recorrer.
La santidad es una vocación grande, excelsa y, al mismo tiempo, sencilla. No consiste en realizar obras extraordinarias o descifrar misterios sino en unirse íntimamente a Cristo (cf. Benedicto XVI, Audiencia general, 13 de abril de 2011).
En la Iglesia existen innumerables mártires, sacerdotes y almas consagradas canonizadas; parejas de matrimonios elevadas a los altares; niños, jóvenes, ancianos, deportistas, campesinos, empresarios, profesionistas, y personas en distintos estados de vida que reconocemos y veneramos como santos. Del mismo modo, podemos afirmar que en nuestra Madre, la Iglesia, también están presentes los santos no canonizados o “santos anónimos”, es decir, «las personas buenas que vemos en nuestras vidas, que nunca serán canonizadas. Son personas normales, por decirlo de alguna manera, sin un heroísmo visible, pero en su bondad de la vida diaria vemos la verdad de la fe» (Ibid).
El Papa Benedicto XVI nos ofrece una “receta simple” y práctica con la que se puede llegar a ser un “santo anónimo” y, ¿por qué no?, también un santo canonizable (cf. Ibid).
El primer ingrediente de esa “receta simple” está en «nunca dejar pasar un domingo sin un encuentro con Cristo resucitado en la Eucaristía; esto no es una carga añadida, sino que es luz para toda la semana». Por lo tanto, la Misa dominical es el eje sobre el que gira toda nuestra acción y relación con Dios, conmigo mismo y con los demás. Jesucristo transforma mi interior y mi vida a través de su Palabra y de la recepción de la Eucaristía, que presupone la vida de gracia.
El segundo componente de la receta consiste en «no comenzar y no terminar nunca un día sin al menos un breve contacto con Dios». Desde esta perspectiva, la oración es el medio privilegiado para interactuar con el Señor. No perdemos nada y ganamos mucho cuando dedicamos algunos minutos al diálogo sencillo y espontáneo con el Buen Dios. A través de la oración, Dios nos otorga innumerables gracias para afrontar con realismo y de forma sobrenatural nuestra vida diaria.
Finalmente, el tercer ingrediente es «seguir las “señales de tráfico” que Dios nos ha comunicado en el Decálogo, leído con Cristo, en el camino de nuestra vida». A la luz de Jesucristo, los diez mandamientos nos conducen a vivir el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos (cf. Mc 12,33).
En conclusión, Dios desea la santificación de cada uno de nosotros. Por esta razón, la perfección de la vida cristiana no es una utopía, una ilusión o un ideal casi imposible de realizar. La santidad consiste en amar más y mejor a Dios y a nuestros hermanos. ¿Por qué no podemos intentar, durante 24 horas, ser “santos anónimos”? y renovar cada día este propósito.
Muchas veces, la realidad de nuestras debilidades, limitaciones y pecados nos hace levantar, equivocadamente, muros infranqueables de prejuicios, desánimos, pesimismos e indisposiciones frente al camino de perfección cristiana que nos corresponde recorrer.
La santidad es una vocación grande, excelsa y, al mismo tiempo, sencilla. No consiste en realizar obras extraordinarias o descifrar misterios sino en unirse íntimamente a Cristo (cf. Benedicto XVI, Audiencia general, 13 de abril de 2011).
En la Iglesia existen innumerables mártires, sacerdotes y almas consagradas canonizadas; parejas de matrimonios elevadas a los altares; niños, jóvenes, ancianos, deportistas, campesinos, empresarios, profesionistas, y personas en distintos estados de vida que reconocemos y veneramos como santos. Del mismo modo, podemos afirmar que en nuestra Madre, la Iglesia, también están presentes los santos no canonizados o “santos anónimos”, es decir, «las personas buenas que vemos en nuestras vidas, que nunca serán canonizadas. Son personas normales, por decirlo de alguna manera, sin un heroísmo visible, pero en su bondad de la vida diaria vemos la verdad de la fe» (Ibid).
El Papa Benedicto XVI nos ofrece una “receta simple” y práctica con la que se puede llegar a ser un “santo anónimo” y, ¿por qué no?, también un santo canonizable (cf. Ibid).
El primer ingrediente de esa “receta simple” está en «nunca dejar pasar un domingo sin un encuentro con Cristo resucitado en la Eucaristía; esto no es una carga añadida, sino que es luz para toda la semana». Por lo tanto, la Misa dominical es el eje sobre el que gira toda nuestra acción y relación con Dios, conmigo mismo y con los demás. Jesucristo transforma mi interior y mi vida a través de su Palabra y de la recepción de la Eucaristía, que presupone la vida de gracia.
El segundo componente de la receta consiste en «no comenzar y no terminar nunca un día sin al menos un breve contacto con Dios». Desde esta perspectiva, la oración es el medio privilegiado para interactuar con el Señor. No perdemos nada y ganamos mucho cuando dedicamos algunos minutos al diálogo sencillo y espontáneo con el Buen Dios. A través de la oración, Dios nos otorga innumerables gracias para afrontar con realismo y de forma sobrenatural nuestra vida diaria.
Finalmente, el tercer ingrediente es «seguir las “señales de tráfico” que Dios nos ha comunicado en el Decálogo, leído con Cristo, en el camino de nuestra vida». A la luz de Jesucristo, los diez mandamientos nos conducen a vivir el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos (cf. Mc 12,33).
En conclusión, Dios desea la santificación de cada uno de nosotros. Por esta razón, la perfección de la vida cristiana no es una utopía, una ilusión o un ideal casi imposible de realizar. La santidad consiste en amar más y mejor a Dios y a nuestros hermanos. ¿Por qué no podemos intentar, durante 24 horas, ser “santos anónimos”? y renovar cada día este propósito.
¡Vence el mal con el bien!
El servicio es gratuito
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