«Vocación y misión de la familia en la Iglesia y en el mundo»
Las palabras que el Papa Francisco ha pronunciado en la Misa de la apertura del Sínodo nos han puesto en marcha para buscar la verdad de la vocación y misión de la familia. En su homilía, el Santo Padre destacó la gracia que supone escuchar esa Palabra de Dios en estos momentos y señaló tres perspectivas que nos ayudan en esta tarea. El objetivo de la vida no es solamente vivir juntos para siempre, sino amarse para siempre. Aquí está la profundidad, el núcleo de la familia cristiana, de su vocación y misión. Nos habló del «drama de la soledad», del «amor del hombre y de la mujer» y de la «familia».
Hay una soledad que aflige profundamente al ser humano. El Papa Francisco hizo referencia a esa soledad que aflige a tantos hombres y mujeres en nuestro mundo (ancianos y ancianas, viudos y viudas, hombres y mujeres abandonados por su mujer o marido, migrantes, prófugos, jóvenes víctimas de nuestra cultura del usar y tener y del descarte, etc.). Aumenta el vacío profundo que produce en tantas y tantas personas. Y la respuesta a estas situaciones es la «familia»; ella es el icono de todo esto, a ella hay que mirar necesariamente para dar solución a aquella soledad de Adán y Eva, que tiene inicio y ya se experimenta en el arranque de la creación. El amor verdadero entre el hombre y la mujer es la solución a esta soledad y a este vacío; el amor entre el hombre y la mujer, que en el matrimonio cristiano se hace posible con la gracia de Dios y con esa correspondencia al otro con el mismo amor de Cristo, hasta dar la vida el uno por el otro. Un corazón que es capaz de corresponder con el mismo amor de Cristo es lo que hace a la persona verdaderamente feliz. ¡Qué hondura adquieren las palabras del Papa Francisco cuando nos dice que «la caridad no apunta con el dedo a los demás», sino que nos «invita a buscar y sanar las parejas heridas con el aceite de la misericordia»!
El Santo Padre nos ha ofrecido una lección a la Iglesia: que tiene que educar en el amor auténtico, que no puede olvidar su misión de buen samaritano de la humanidad herida, como hace muy pocos días os recordaba en mi carta pastoralJesús, rostro de la misericordia, camina y conversa con nosotros en Madrid. El Papa Francisco nos llama a que vivamos y descubramos su misión «en la fidelidad, en la verdad y en la caridad». En estos días del Sínodo, os invito a que contempléis el icono de Nazaret –Jesús, María y José– para aprender lo que este nos enseña: el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irremplazable que es su pedagogía y lo incomparable y fundamental que es su función en la sociedad. Hemos de creer con todas nuestra fuerzas lo que nos dijo el Señor: que Él está con nosotros, que no hay que tener miedo. Esto debe llevar a la familia a tomar conciencia de la gran dignidad y misión que tiene, a vivir con fuerza las virtudes específicas que caracterizan a la familia doméstica. La presencia en el mundo de la familia cristiana es un testimonio de fe, de coraje, de optimismo, de confianza vital y total en Dios; una exaltación elocuente de los grandes valores elevados y santos de la familia; una prueba de amor a la verdad y al comportamiento que Dios promueve en nuestras vidas, que se convierte en un antídoto a los síntomas que destruyen la sociedad y la convivencia entre los hombres: egoísmo, indiferencia, hedonismo tacaño, conformidad ante unos modos de actuar y de vivir que son decadentes.
¡Qué belleza ser dos en una sola vida! ¡Qué hondura adquiere la vida viéndose el uno en el otro a Cristo! ¡Qué capacidad de vida engendra esta visión! ¡Qué fuerza alcanza en su origen sacramental que eleva el amor natural, frágil y voluble, al nivel de amor sobrenatural inviolable y siempre nuevo! Os invito a poner a Jesucristo en el centro de vuestra familia. Y que este ponerlo en el centro tenga expresiones externas en las vidas de cada miembro que la forma y en el hogar en el que viven todos, de tal modo que se evidencie que estamos en un hogar cristiano y ante unas personas que siguen al Señor. ¿Por qué? Para hacer de la familia cristiana una escuela de bellas artes, la más bella y hermosa, donde se aprende a usar esos pinceles que entregan servicio, fidelidad, amor sin límites, es decir, el de Cristo y con las medidas de Cristo, no enjuiciar, no condenar, perdonar siempre. Una escuela donde la restauración de esa obra de arte que es el matrimonio y la familia se realice con la medicina sanadora del Amor mismo de Cristo; esta medicina nos sanó, nos alcanzó la vida verdadera y nos sacó de la muerte y destrucción, es la desmedida del Amor. Una escuela en la que existe un laboratorio de la vida, que nos da todo lo necesario para «vivir en verdad» como le gustaba decir a Santa Teresa de Jesús, entendiendo que la Verdad es Cristo mismo, de ahí la relación con Él. Una escuela que enseña a vivir en el compromiso, en medio del mundo, de hacer de las vidas de quienes la forman la cultura del encuentro.
El Concilio Vaticano II nos decía que la familia, «célula básica y vital de la sociedad», es escuela de humanidad y de virtudes sociales necesarias para la vida y para el desarrollo de la sociedad (cf. GS 47,52). La familia es anterior al Estado y, por tanto, titular de derechos propios frente a él; baste recordar la Carta de los derechos de la Familia del Consejo Pontificio de la Familia de 1983. La familia ha de ser lugar de fiesta, celebración y gozo común. ¡Cuánto me impresionan a mí esas palabras de Jesús que nos remontan a la voluntad originaria de Dios: «lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre» (Mt 19, 3-9; Mc 10, 2-12; Lc 16, 18)! Los discípulos no entienden y se asustan ante esta afirmación; creen que es un ataque a la idea de matrimonio en el mundo circundante y una exigencia inmisericorde, por lo que dicen enseguida: «si esa es la condición del marido con la mujer, más vale no casarse». Pero Jesús confirma lo llamativo de esta exigencia: fidelidad incondicional que tiene que ser dada al ser humano. Es un don de la gracia, presupone la transformación de la dureza del corazón, presupone un corazón nuevo, compasivo; es un mensaje del Señor lleno de gracia, amor y compasión.
Los que vivís y sois familia cristiana, descubríos cada día más como comunidad de vida y de amor, es decir, colocad en el centro a Jesucristo y su Amor, que nos llena y nos capacita para vivir y salir a dar testimonio de Él.
Con gran afecto, os bendice:
+Carlos, arzobispo de Madrid
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