El misterioso destino de cada uno
2019-01-18
Cada uno de nosotros tiene la
edad del universo que son 13.730 millones de años. Todos estábamos virtualmente
juntos en aquel puntito, más pequeño que la cabeza de un alfiler, pero repleto
de energía y de materia. Ocurrió la gran explosión, y generó las enormes
estrellas rojas dentro de las cuales se formaron todos los elementos
físico-químicos que componen el universo y todos los seres que lo forman. Somos
hijos e hijas de las estrellas y del polvo cósmico. Somos también la porción de
la Tierra viva que ha llegado a sentir, a pensar, a amar y a venerar. Por
nosotros la Tierra y el universo sienten que forman un gran Todo. Y nosotros
podemos desarrollar la conciencia de esa pertenencia.
¿Cuál
es nuestro lugar dentro de ese Todo? Más inmediatamente, ¿dentro del proceso de
la evolución? ¿Dentro de la Madre Tierra? ¿Dentro de la historia humana? No nos
es dado saberlo todavía. Tal vez será la gran revelación cuando hagamos el paso
alquímico de este lado de la vida hacia el otro. Ahí, espero, todo quedará
claro y nos sorprenderemos, porque todos estamos umbilicalmente interrelacionados,
formando la inmensa cadena de los seres y el tejido de la Vida. Caeremos, así
lo creo, en los brazos de un Dios-Padre–y-Madre, de infinita misericordia para
quien la necesita por causa de sus maldades, y en un abrazo amoroso eterno para
los que se orientaron por el bien y por el amor. Después de pasar por la
clínica de Dios-misericordia, los otros vendrán también.
Yo
de niño de pocos meses estaba condenado a morir. Cuenta mi madre, y las tías
siempre lo repetían, que yo tenía “el macaquiño”, expresión popular para la
anemia profunda. Todo lo que ingería, lo vomitaba. Todos decían en dialecto
véneto: “poareto, va morir”: “pobrecito, va a morir”.
Mi
madre, desesperada, y a escondidas de mi padre que no creía en esas cosas, fue
a la rezandera, a la vieja Campañola. Ella hizo sus rezos y le dijo: “dele un
baño con estas hierbas y después de hacer el pan en el horno, espere hasta que
esté tibio y meta a su hijito dentro”. Eso fue lo que hizo mi madre Regina. Me
puso sobre la pala de sacar el pan horneado y me metió dentro. Y me dejó allí
un buen rato.
Y
ocurrió una transformación. Al sacarme del horno empecé a llorar, decían, y a
buscar el pecho para chupar la leche materna. Después, mi madre, masticaba en
su boca algunas comidas más fuertes y me las daba. Empecé a comer y a
fortalecerme. Sobreviví. Y aquí estoy, oficialmente viejo, con 80 años
cumplidos.
Pasé
por varios peligros que podrían haberme costado la vida: un avión DC-10 en
llamas rumbo a Nueva York; un accidente de automóvil contra un caballo muerto
en la carretera que me rompió todo; un clavo enorme que cayó sobre mi frente
cuando estudiaba en Múnich, que podría haberme matado si hubiera caído sobre mi
cabeza; en los Alpes caí en un valle profundo cubierto de nieve y unos
campesinos bávaros, viéndome con el hábito oscuro y que me hundía cada vez más,
me sacaron con una cuerda. Y otros.
Norberto
Bobbio me concedió el título de doctor honoris causa en política por la
Universidad de Turín. Entendió que la teología de la liberación había realizado
una contribución importante al afirmar la fuerza histórica de los pobres. El
asistencialismo clásico o la mera solidaridad, manteniendo a los pobres siempre
dependientes, es insuficiente. Ellos pueden ser sujetos de su liberación,
cuando concientizados y organizados. Superamos el para los pobres,
insistimos en el caminar con los pobres, siendo ellos los protagonistas,
y quien pueda y tenga ese carisma viva como los pobres, como lo hicieron
tantos, como Dom Pedro Casaldáliga.
Recuerdo
que comencé mi discurso de agradecimiento al título, concedido por esa notable
figura que es Norberto Bobbio, diciendo: “vengo de la piedra lascada, del fondo
de la historia, cuando a duras penas teníamos medios para sobrevivir. Mis
abuelos italianos y mi familia desbravaron una región deshabitada y cubierta de
pinares, Concórdia, en los confines de Santa Catarina. Ellos tuvieron que
luchar para sobrevivir. Muchos murieron por falta de médicos. Después fui
subiendo en la escala de la evolución: los 11 hermanos estudiaron, hicieron la
universidad, yo pude terminar mis estudios en Alemania. Ahora estoy aquí en
esta famosa universidad”. Y a pedido de Bobbio, hice un resumen de los
propósitos de la Teología de la Liberación, que tiene como eje central la
opción por los pobres contra su pobreza y a favor de la justicia social. Di
muchos cursos por todo el mundo, escribí bastante, enjugué lágrimas y mantuve
fuerte la esperanza de militantes que se frustraban con los rumbos de nuestro
país.
¿Cuál
será mi destino? No lo sé. Tomé como lema el que era de mi padre, que lo vivía:
“quien no vive para servir, no sirve para vivir”. A Dios la última palabra.
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